¡ CAMARERO, UN BOCK! Guy de Maupassant

¿Por qué se me ocurrió entrar esa noche en aquella la cervecería? Lo ignoro. Hacía frío. Una llovizna, remolinos de polvillo de agua envolvían los faroles de gas como una neblina transparente y brillaban en las aceras, cruzadas por las luces de los escaparates que iluminaban el barro líquido del suelo y los pies sucios de los transeúntes.
No llevaba ningún rumbo. Estiraba las piernas, después de cenar. Atravesé por delante del Crédit Lyonnais, crucé la calle Vivienne y otras más. Vi de pronto una gran cervecería que estaba medio llena de gente y, sin motivo especial, entré en ella. No tenía sed.
Eché una ojeada, buscando sitio en que no estuviese excesivamente apretado, y me fui a sentar al lado de un hombre que me pareció de edad y que fumaba en una pipa de barro de las de perra gorda, negra como el carbón. Seis u ocho platillos de cristal, apilados delante de él en la mesa, indicaban el número de “bocks» que llevaba consumidos. No me fijé en su persona. Comprendí, al primer golpe de vista, que se trataba de un bebedor de cerveza, de uno de esos parroquianos de cervecería que llegan por la mañana, cuando se abre el establecimiento, y se marchan por la noche, cuando se cierra. Era desaseado, tenía calvo el centro del cráneo, pero una cabellera entrecana, grasienta, le caía por detrás sobre el cuello de la levita. La ropa le venía ancha, como si se la hubiese hecho cuando tenía el vientre abultado. Se adivinaba que el pantalón se le caería al andar y que no podría dar diez pasos sin levantárselo de la cintura, porque le venía muy holgado. ¿Llevaría chaleco? Me asusté sólo con pensar en sus botines y en lo que contendrían. Llevaba los puños deshilachados y tan negros en los bordes como las uñas.
—¿Cómo estás? —me dijo con toda naturalidad aquel individuo, no bien me senté a su lado.
Me volví bruscamente y le miré con atención a la cara. Y él siguió preguntando:
—Pero ¿no me conoces?
—¡No!
—Soy Des Barrets.
Me quedé de una pieza. Era el conde Juan des Barrets, antiguo compañero mío de colegio.
Le di un apretón de manos; pero estaba tan sobrecogido, que no supe qué decir.
Logré, al cabo, balbucear:
—Y tú, ¿cómo sigues?
Me contestó con gran sosiego:
—Voy tirando como puedo.
No dijo más. Yo quise mostrarme afectuoso y se me ocurrió la frase:
—Y... ¿en qué te ocupas?
Me contestó con resignación:
—En lo que ves.
Sentí que se me salían los colores a la cara, e insistí:
—Pero ¿todos los días?
Y él, lanzando espesas bocanadas de humo, contestó con firmeza:
—La misma vida un día tras otro.
Golpeó en el mármol de la mesa con una moneda de cobre que había quedado por allí y gritó:
—¡Camarero, dos “bocks»!
Una voz lejana repitió:
—¡Dos “bocks» al cuatro!
Y otra, todavía más lejos, lanzó en tono sobreagudo:
—¡Como éstos!
Apareció a continuación un hombre con delantal blanco que llevaba en la mano las dos “bocks», y que en su prisa iba regando el suelo enarenado con gotas amarillentas.
Des Barrets vació de un trago su vaso y volvió a colocarlo sobre la mesa, al mismo tiempo que aspiraba con los labios la espuma que había quedado en su bigote.
Luego me preguntó:
—Y ¿qué hay de nuevo?
A decir verdad, no se me ocurría novedad alguna que contarle, y no hice otra cosa que decir, por decir algo:
—¿Novedad? Ninguna, amigo mío. Yo estoy en el comercio.
—Y... ¿te divierte eso? —me preguntó con el mismo tono sosegado.
—No me divierte; pero en algo hay que ocuparse, ¿no te parece?
—¿Con qué objeto?
—Por hacer algo... —digo yo.
—Y ¿qué se adelanta con ello? Ya me ves tú, yo no hago nunca nada, absolutamente nada. Comprendo que quien no dispone de dinero no tiene más remedio que trabajar; pero cuando se dispone de medios de vida, me parece inútil. ¿Qué se saca con trabajar? ¿Trabajas para ti o para los demás? Si lo haces para ti, es que te divierte, y en tal caso, ¡bien va! Pero si trabajas para los demás, te digo que eres un simple.
Colocó su pipa sobre el mármol y volvió a gritar:
—¡Camarero, una “bock»! —Luego reanudó el hilo del discurso—: El hablar me da sed, porque no tengo costumbre. Yo, como ves, no trabajo en nada; voy tirando adelante, voy dejando correr los años. Moriré sin echar de menos nada. No me asaltará ningún recuerdo, fuera del de esta cervecería. Ni mujer, ni hijos, ni preocupaciones, ni pesares, ¡nada! Es lo mejor.
Vació la “bock» que le habían traído, se relamió los labios y echó otra vez mano a su pipa.
Yo lo contemplaba estupefacto. Le dije:
—En otro tiempo no eras tú el mismo de ahora.
—Perdona, he sido siempre igual, desde el colegio.
—Pero esto no es vida, querido amigo. Es horrible. No me digas, en algo te ocuparás; tendrás algún cariño, y, desde luego, no te faltarán amigos.
—Nada de eso. Me levanto a las doce, vengo aquí, almuerzo, voy bebiendo “bocks», dando tiempo a que anochezca, ceno, sigo bebiendo “bocks» y como cierran a la una y media de la madrugada, a esa hora me vuelvo a mi casa y me acuesto. Es lo que más me contraría. En los últimos diez años habré pasado seis en este banco, en mi rincón; y los otros seis en la cama, y en ningún otro sitio. Alguna vez converso con otros parroquianos.
—Pero, al principio, de recién llegado a París, ¿qué hiciste?
—Pues verás: cursé leyes... en el café Médicis.
—¿Y después?
—Después... crucé el río y me instalé aquí.
—¿Y para qué te tomaste esa molestia?
—¡Qué quieres! No puede uno pasarse toda la vida en el Barrio Latino. Los estudiantes son demasiado bullangueros. Pero ya no me moveré de aquí. ¡Camarero, una “bock»!
Creí que me estaba tomando el pelo. Insistí:
—¡Ea!, sé franco. ¿Has tenido algún pesar muy grande? Probablemente se trata de algún grave desengaño amoroso. Se ve a las claras que eres hombre al que ha dejado malparado una desgracia. ¿Cuántos años tienes?
—Treinta y tres, pero represento por lo menos cuarenta y cinco.
Lo examiné con detenimiento. Arrugada, desaliñada, su cara parecía la de un viejo. En la bóveda del cráneo ondulaban sobre la piel, de una limpieza discutible, algunos cabellos largos. Tenía unas cejas desmesuradas, fuerte bigote y barba cerrada. Inconscientemente, vi con la imaginación un barreño lleno de líquido negruzco, como si en aquella agua hubiese lavado toda aquella pelambre.
—Desde luego —le dije— representas más edad de la que tienes. Estoy seguro de que has tenido graves disgustos.
El me contestó:
—Te aseguro que te equivocas. Estoy envejecido, porque nunca salgo al aire libre. Nada estropea tanto a las personas como la vida de café.
No me convencía:
—Habrás sido también un juerguista. Por algo estás tan calvo. Esa es una prueba de que has amado mucho a las mujeres.
Se pasó tranquilamente la mano por la calva, y cayeron de sus últimos cabellos, esparciéndose por la espalda, muchas partículas blancas:
—Pues no. Siempre fui casto.
Levantó la vista hacia la lámpara, cuyo calor nos daba en la cabeza:
—El gas tiene la culpa de que esté calvo. Es el enemigo del cabello... ¡Camarero, una “bock»!.. ¿No sientes sed?
—No, gracias. Tu caso me interesa mucho. ¿De cuándo arranca ese decaimiento? No es cosa normal, no es cosa natural. Algún secreto se esconde en todo eso.
—Sí; esto me viene de cuando era niño. Recibí entonces un golpe que me volvió tétrico para toda la vida.
—¿Cómo fue eso?
—Escucha, puesto que quieres saberlo. Te acordarás del castillo en que me crié, ya que estuviste cinco o seis veces en él durante las vacaciones. Recordarás que era un gran edificio gris, situado en medio de un parque que tenía, abiertas a los cuatro puntos del horizonte, largas avenidas de hayas. Recordarás también a mis padres, los dos muy ceremoniosos, solemnes y severos.
Yo sentía adoración por mi madre, temía a mi padre, y respetaba a los dos, porque estaba acostumbrado a ver cómo todo el mundo se doblegaba ante ellos. En la región se los conocía como el señor conde y la señora condesa.
También los aristócratas de los alrededores, los Tannemares, los Ravalet, los Brennevilles, trataban a mis padres con el respeto que se debe a los que ocupan una posición superior.
Tenía yo entonces trece años. Era de genio alegre, todo me satisfacía, y, como ocurre a esa edad, desbordaba en mí la dicha de vivir.
A fines de septiembre, días antes de la vuelta al colegio, jugaba yo a los lobos por los bosquecillos del parque, metiéndome por entre las ramas y el follaje. Al cruzar una de las avenidas, descubrí a papá y mamá que se paseaban.
Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Era un día de mucho viento. Toda la hilera de árboles se doblaba por la fuerza de las ráfagas, gemía, parecía lanzar gritos, esos gritos sordos, profundos, que salen de los bosques durante las tempestades.
Las hojas caídas, amarillas ya, volaban como pájaros, se levantaban en remolinos, caían otra vez, y luego corrían avenida adelante, como rápidos animalitos.
La noche se venía encima. Las sombras habían envuelto el bosque. Aquel alboroto del viento y de las ramas me excitaba, haciéndome galopar como enloquecido y aullar imitando a los lobos.
Al ver a mis padres, fui hacia ellos con paso furtivo, ocultándome entre las ramas, para cogerlos de sorpresa, como si fuese un verdadero lobo al acecho.
Pero cuando ya estaba a pocos pasos de ellos, me detuve, sobrecogido de miedo. Mi padre, en un acceso terrible de cólera, gritaba:
—Tu madre es una estúpida; pero aquí no se trata de tu madre, sino de ti misma. Necesito dinero, y estoy resuelto a que firmes.
Mamá le contestó con voz segura:
—No firmaré. Esa es la herencia de Juan. Para él la guardo, porque no estoy dispuesta a que también te la gastes, como has hecho con tu patrimonio, con mujeres alegres y con criadas de la casa.
Mi padre, entonces, trémulo de ira, se volvió, cogió a mi madre del cuello con una mano y se puso a golpearla en plena cara con la otra, con toda su fuerza.
El sombrero de mamá cayó por el suelo, se le soltaron los cabellos; procuraba detener los golpes, sin conseguirlo. Mi padre, enloquecido, golpeaba y golpeaba. Ella rodó por tierra, ocultando su rostro con los brazos. Y mi padre la puso boca arriba y se los apartó para seguir pegándole en la cara.
Amigo mío, me pareció que el mundo se venía abajo, que se habían trastrocado las leyes eternas. Estaba trastornado, como lo estamos ante las cosas sobrenaturales, en presencia de las catástrofes monstruosas y de los desastres irreparables. Mi cerebro infantil se extraviaba, enloquecía. Rompí a gritar con todas mis fuerzas, sin saber por qué, presa de un espanto, de un dolor, de un asombro terribles. Mi padre me oyó, se dio vuelta, me vio, se incorporó y vino hacia mí. Pensé que iba a matarme, y escapé, como una bestia perseguida, en línea recta y me metí en el bosque. Estuve andando una hora, dos tal vez, no sé a punto fijo. Llegó la noche, me tumbé en la hierba, y allí quedé, muerto de miedo, desatinado, devorado por un dolor capaz de hacer saltar para siempre en pedazos el pobre corazón de un niño. Sentía frío, y tal vez sentía también hambre. Amaneció. No me atrevía a levantarme, ni a caminar, ni a volver a casa, ni a seguir huyendo, temeroso de tropezar con mi padre, al que no hubiera querido ver más.
Quizá me habría muerto de pena y de hambre al pie de aquel árbol si el guarda no me hubiese encontrado, obligándome a regresar a viva fuerza.
Hallé a mis padres como si no hubiera pasado nada. Únicamente mi madre me dijo:
—¡Qué susto me has hecho pasar, ingrato! Toda la noche la he pasado sin dormir.
No le contesté, pero me eché a llorar. Mi padre no dijo una sola palabra.
A los ocho días de aquello, volví al colegio. Pues bien, querido amigo, para mí había acabado todo. Había visto la otra cara de las cosas, la mala; desde entonces ya no tuve ojos para ver la cara buena. ¿Qué ocurrió en mi alma? ¿Qué extraño fenómeno dio vuelta a todas mis ideas? No lo sé. Ya no le encontré gusto a nada, no tuve deseos de nada, no sentí amor por nadie, se acabaron anhelos, ambiciones y esperanzas. Tengo siempre delante de mis ojos a mi pobre madre, tirada en medio de la avenida, y a mi padre pegándole... Mi madre murió algunos años después. Mi padre vive todavía. No he vuelto a verlo... ¡Camarero, una “bock»!
Le trajeron una “bock» y se lo echó al cuerpo de un solo trago. Pero como sus manos temblaban, rompió la pipa al ir a cogerla. Hizo un gesto de desesperación y exclamó:
—Esto sí que es un verdadero dolor. Un mes voy a tardar en poner otra a punto.
Y volvió a lanzar a través de la amplia sala, que se había llenado de humo y de bebedores, su grito eterno:
—¡Camarero, una “bock»... y una pipa nueva!