EL SOLDADITO Guy de Maupassant

Todos los domingos, en cuanto estaban libres, los dos soldaditos echaban a andar.
Doblaban a la derecha al salir del cuartel, cruzaban Courbevoie a rápidas zancadas, como si estuvieran dando un paseo militar; después, cuando habían salido de las casas, seguían con paso más tranquilo la carretera polvorienta y desnuda que lleva a Bezons.
Eran bajos, delgados, perdidos en sus capotes demasiado anchos, demasiado largos, cuyas mangas les tapaban las manos, molestos por los pantalones rojos, demasiado amplios, que los obligaban a apartar las piernas para andar de prisa. Y bajo el chacó rígido y alto, no se veía sino una pequeña parte de su cara, dos pobres caras enjutas de bretones, ingenuas, de una ingenuidad casi animal, con ojos azules dulces y tranquilos.
Nunca hablaban durante el trayecto, caminando en derechura, con la misma idea en la cabeza, que sustituía a la conversación, pues habían encontrado a la entrada del bosquecillo de Chamioux un lugar que les recordaba su pueblo, y sólo se sentían a gusto allí.
En el cruce de las carreteras de Colombes y Chatou, al llegar bajo los árboles, se quitaban el sombrero que les aplastaba la cabeza, y se secaban la frente.
Se detenían siempre un rato en el puente de Bezons para mirar el Sena. Allí se quedaban, dos o tres minutos, doblados en dos, inclinados sobre el pretil; o bien contemplaban la gran cuenca de Argenteuil, por donde corrían las velas blancas e inclinadas de los clíper, que, quizá, les rememoraban la mar bretona, el puerto de Vannes, cerca del cual vivían, y los barcos de pesca que se alejaban por el Morbihan, mar adentro.
En cuanto habían cruzado el Sena compraban provisiones en la salchichería, la panadería y la tienda de vinos del pueblo. Un trozo de morcilla, veinte céntimos de pan y un litro de tintorro constituían los víveres que envolvían en sus pañuelos. Pero tan pronto como salían del pueblo avanzaban a paso más lento y empezaban a hablar.
Ante ellos, una árida llanura sembrada de grupos de árboles conducía al bosque, al bosquecillo que creían semejante al de Kermarivan. Los trigos y las avenas bordeaban el estrecho camino perdido entre el joven verdor de las cosechas, y Jean Kerderen decía todas las veces a Luc Le Ganidec:
—Es igualito que los alrededores de Plounivon.
—Sí, es igualito.
Y avanzaban uno al lado del otro, la mente llena de vagos recuerdos de su tierra, llena de imágenes evocadas, de imágenes ingenuas como las aleluyas coloreadas de a perra chica. Aquello les recordaba un cornijal, un seto, un trozo de landa, una encrucijada, una cruz de granito.
Todas las veces también se detenían junto a una piedra que limitaba una finca, porque tenía algo del dolmen de Locneuven.
Al llegar al primer grupo de árboles, Luc Le Ganidec arrancaba todos los domingos una varita, una varita de avellano, y empezaba a sacarle despacito la corteza pensando en la gente de allá lejos.
Jean Kerderen llevaba las provisiones.
De vez en cuando Luc citaba un nombre, recordaba un hecho de su infancia, con unas cuantas palabras que les daban materia para soñar un rato. Y su tierra, su querida tierra lejana volvía a poseerlos poco a poco, les enviaba, a través de la distancia, sus formas, sus ruidos, sus horizontes conocidos, sus olores, el olor de la landa verde donde corría el aire marino.
Ya no sentían las exhalaciones del estiércol parisiense con el que se abonan las tierras de las afueras, sino el perfume de las algas floridas que recoge y arrastra la brisa salada del mar. Y las velas de los remeros, que aparecían por encima de las riberas, les parecían las velas de los barcos de cabotaje, divisadas detrás de la larga llanura que llegaba desde su casa hasta el borde de las olas.
Caminaban a pasitos cortos Luc Le Ganidec y Jean Kerderen, contentos y tristes, perseguidos por un dulce pesar, un pesar lento y penetrante de animal enjaulado, que recuerda.
Y cuando Luc había acabado de despojar la delgada varita de su corteza, llegaban al rincón de bosque donde almorzaban todos los domingos.
Encontraban los dos ladrillos escondidos por ellos en una mata y encendían un pequeño fuego de ramas para asar su morcilla en la punta de un cuchillo.
Y cuando habían almorzado, comiéndose hasta la última miga de pan, permanecían sentados en la hierba, uno junto a otro, sin decir nada, los ojos en la lejanía, los párpados pesados, los dedos cruzados como en misa, las piernas rojas estiradas al lado de las amapolas del campo; y el cuero de los chacós y el cobre de los botones relucían bajo el sol ardiente, haciendo detenerse a las alondras, que cantaban planeando sobre sus cabezas.
A eso del mediodía empezaban a volver sus miradas, de vez en cuando, hacia el pueblo de Bezons, pues iba a llegar la muchacha de la vaca.
Esta pasaba por delante de ellos todos los domingos para ir a ordeñar y encerrar su vaca, la única vaca del pueblo que comía hierba, y que pastaba en una estrecha pradera en la linde del bosque, más lejos.
Pronto divisaban a la criada, único ser humano que caminaba a través del campo, y se sentían regocijados por los brillantes reflejos que lanzaba el balde de hojalata bajo las llamas del sol. Jamás hablaban de ella. Se limitaban a estar contentos de verla, sin comprender por qué.
Era una chica alta y robusta, pelirroja y quemada por el ardor de los días claros; una mocetona atrevida de la campiña parisiense.
Una vez, al verlos sentados en el mismo sitio, les dijo:
—Hola... ¿Vienen ustedes siempre aquí?
Luc Le Ganidec, más osado, balbució:
—Sí, venimos a descansar.
Fue todo. Pero al domingo siguiente ella se rió al distinguirlos; rió con una benevolencia protectora de mujer despabilada que advertía la timidez de ellos, y preguntó:
— ¿Qué hacen ahí? ¿Es que miran crecer la hierba?
Luc, divertido sonrió también:
—Puede ser.
Ella prosiguió:
—¡Caray! Pues lleva su tiempo.
El replicó, sin dejar de reír:
—Sí que lo lleva.
Ella pasó. Pero al regresar con su balde lleno de leche se detuvo otra vez delante de ellos y les dijo:
—¿Quieren un trago? Les recordará el pueblo.
Con su instinto de ser de la misma raza, acaso también lejos de su casa, había adivinado y dado en el clavo.
Se emocionaron los dos. Entonces ella vertió un poco de leche, con bastante dificultad, en el gollete de la botella de cristal donde llevaban el vino; y Luc bebió el primero, a sorbitos, deteniéndose a cada momento para ver si sobrepasaba su parte. Después le dio la botella a Jean.
Ella permanecía en pie delante de ellos, las manos en jarras, el balde posado en el suelo, a sus pies, encantada con el placer que sentían.
Después se marchó, gritando:
—¡Adiós, hasta el domingo!
Y ellos la siguieron con la vista, todo el tiempo que pudieron distinguirla, su alta silueta que se marchaba, que disminuía, que parecía hundirse en el verdor de las tierras.

Cuando salieron del cuartel, a la semana siguiente, Jean dijo a Luc:
—¿Qué tal si le compráramos algo bueno?
Y se quedaron muy embarullados con el problema de elegir una golosina para la chica de la vaca.
Luc opinaba que un trozo de embutido, pero Jean prefería caramelos rellenos, pues le gustaba el dulce. Triunfó su opinión y compraron, en un ultramarinos, diez céntimos de caramelos blancos y azules.
Almorzaron más pronto que de costumbre, agitados por la espera.
Jean la vio primero.
—Ahí viene— dijo.
Luc prosiguió:
—Sí. Ahí viene.
Ella se reía desde lejos al verlos. Gritó:
—¿Les va bien la vida?
Respondieron al tiempo:
—¿Y a usted?
Entonces ella charló, habló de cosas sencillas que les interesaban, del tiempo, de la cosecha, de sus amos.
No se atrevían a ofrecerle los caramelos, que se derretían poco a poco en el bolsillo de Jean.
Luc se armó de valor al fin y murmuró:
—Le hemos traído algo.
Ella preguntó:
—¿Qué es?
Entonces Jean, ruborizado hasta las orejas, sacó el cucuruchito de papel y se lo tendió.
Ella empezó a comer los trocitos de azúcar, que hacía rodar de una mejilla a otra y que formaban bultos bajo la carne. Los dos soldados, sentados delante de ella, la miraban, emocionados y encantados.
Después ordeñó la vaca y volvió a darles leche al regreso.
Pensaron en ella toda la semana, hablaron de ella varias veces. Al domingo siguiente, se sentó a su lado para platicar más tiempo, y los tres, uno al lado del otro, los ojos perdidos a lo lejos, las rodillas encerradas en las manos cruzadas, contaron menudos hechos y menudos detalles de los pueblos donde habían nacido, mientras que la vaca, allá al fondo, al ver que la sirvienta se había parado por el camino, extendía hacia ella su pesada cabeza de húmedos ollares y mugía prolongadamente para llamarla.
La chica aceptó en seguida tomar un bocado con ellos y beber un poquito de vino. A menudo les traía ciruelas en los bolsillos pues había llegado la temporada de las ciruelas. Su presencia espabilaba a los dos soldaditos bretones, que charlaban como pájaros.
Ahora bien, un martes Luc Le Ganidec pidió permiso, lo cual no ocurría nunca, y solo regresó a las diez de la noche.
Jean, inquieto, buscaba en su cabeza la razón por la cual su camarada habría podido salir así.
Al viernes siguiente Luc, tras pedir prestados cincuenta céntimos a su vecino de cama, volvió a solicitar autorización para marcharse durante unas horas; y lo consiguió.
Y cuando se puso en camino con Jean para el paseo dominical tenía una pinta muy graciosa, emocionadísimo, muy cambiado. Kerderen no entendía nada, pero sospechaba vagamente algo, sin adivinar qué podía ser.
No dijeron una palabra hasta llegar al sitio habitual, cuya hierba habían gastado a fuerza de sentarse en el mismo punto; y almorzaron lentamente. Ni uno ni otro tenían hambre.
Pronto apareció la chica. La veían llegar como hacían todos los domingos. Cuando estuvo muy cerca, Luc se levantó y dio dos pasos. Ella dejó el balde en el suelo y lo besó. Lo besó fogosamente echándole los brazos al cuello, sin ocuparse de Jean, sin pensar que estaba allí, sin verlo.
Y él estaba desconcertado, el pobre Jean, tan desconcertado que no entendía, con el alma trastornada, el corazón deshecho, aunque sin darse todavía cuenta.
Después la chica se sentó al lado de Luc y empezaron a charlar.
Jean no los miraba, adivinaba ahora por qué su camarada había salido dos veces entre semana, y sentía en su interior un pesar punzante, una especie de herida, ese desgarramiento que provocan las traiciones.
Luc y la chica se levantaron para ir juntos a encerrar la vaca.
Jean los siguió con los ojos. Los vio alejarse uno al lado del otro. Los pantalones rojos de su camarada ponían una mancha brillante en el camino. Fue Luc quien recogió el mazo y golpeó la estaca que sujetaba al animal.
La chica se bajó para ordeñarla, mientras él acariciaba con mano distraída el lomo cortante de la bestia. Después dejaron el balde en la hierba y se hundieron en el bosque.
Jean no veía sino el muro de hojas donde habían entrado; y se sentía tan turbado, que, de haber intentado levantarse, seguramente se habría caído allí mismo.
Permanecía inmóvil, embrutecido por el asombro y el sufrimiento, un sufrimiento ingenuo y profundo. Tenía ganas de llorar, de escaparse, de esconderse, de no volver a ver nunca a nadie.
De repente los distinguió que salían de la espesura. Regresaron despacito, de la mano, como hacen los novios en las aldeas. Era Luc quien llevaba el balde.
Se besaron de nuevo antes de separarse, y la chica se marchó tras haberle lanzado a Jean un buenas tardes amistoso y una sonrisa de inteligencia. Ese día no pensó en ofrecerle leche.
Los dos soldaditos siguieron uno al lado del otro, inmóviles como siempre, silenciosos y tranquilos, sin que la placidez de sus rostros mostrase nada de lo que turbaba sus corazones. El sol caía sobre ellos. La vaca, a veces, mugía al mirarlos desde lejos.
A la hora normal se levantaron para regresar.
Luc pelaba una varita. Jean llevaba la botella vacía. La dejó en la tienda de vinos de Bezons. Después se metieron por el puente y, al igual que cada domingo, se detuvieron en el medio para ver correr el agua unos instantes.
Jean se inclinaba, se inclinaba cada vez más sobre la balaustrada de hierro, como si hubiera visto en la corriente algo que lo atraía. Luc le dilo:
—¿Es que quieres beber un trago?
Cuando pronunciaba la última palabra, la cabeza de Jean arrastró al resto, las piernas levantadas describieron un circulo en el aire y el soldadito azul y rojo cayó de golpe, entró en el agua y desapareció en ella.
Luc, con la garganta paralizada de angustia trataba de gritar, en vano. Vio moverse algo un poco más lejos; después, la cabeza de su camarada surgió en la superficie del río para entrar en él en seguida.
Más lejos aún distinguió de nuevo una mano, una sola mano, que salió del río y volvió a hundirse. Fue todo.
Los barqueros que acudieron corriendo no encontraron el cuerpo ese día.
Luc regresó solo al cuartel, a todo correr, enloquecido, y contó el accidente, los ojos y la voz llenos de lágrimas y sonándose una y otra vez:
—Se inclinó.., se... se inclinó., tanto.., tanto, que la cabeza le falló... y... y... cayó...,cayó...
La emoción lo estrangulaba, no pudo decir más.
Si hubiera sabido... FIN