EL TIO AMABLE Guy de Maupassant

I
El cielo, húmedo y gris, parecía oprimir con su peso la extensa llanura parda. El olor del otoño, olor triste de las tierras desnudas y empapadas de agua, de la hojarasca y de la hierba seca, contribuía a hacer aún más pesado y denso el aire estancado del atardecer. Todavía trabajaban los campesinos, desparramados por el campo, en espera del toque del Angelus que les indicaría que era hora de regresar a sus granjas, cuyos techos de bálago se distinguían aquí y allá, por entre las ramas desnudas de los árboles que resguardaban del viento los cercados de manzanos.
Un niño pequeño, sentado con las piernas abiertas, en un montón de prendas de vestir, a la orilla del camino, jugaba con una patata, que a veces se le caía encima del vestido, mientras cinco mujeres, encorvadas, con la grupa en alto, trasplantaban en el campo colindante matitas de colza. Hundían, con movimiento rápido y continuo, un palo puntiagudo en el lomo del surco que acababa de levantar el arado, metían en el agujero la planta, un poco mustia ya, que se doblaba; cubrían después su raíz y seguían repitiendo la operación.
Pasó un hombre, con un látigo en la mano, calzados en zuecos sus pies desnudos, y se detuvo junto al niño, lo cogió y le besó. Una de las mujeres se incorporó al verlo, y fue hacia él. Era una muchacha alta y colorada, ancha de caderas, de cintura y de hombros, una buena moza normanda, de pelo amarillo y cara sanguínea.
Se dirigió al hombre con acento decidido:
—Hola, Cesáreo ¿qué hay?
Cesáreo que era un mozo flaco y de expresión triste, murmuró:
—Pues nada, nada de nada, siempre igual.
—¿Se niega?
—Se niega.
—¿Y qué vas a hacer?
—¿Lo sé yo mismo?
—Vete a ver al cura.
—Bueno.
—Vete ahora mismo.
—Bueno.
Se miraron el uno al otro. Cesáreo seguía con el niño en brazos. Lo besó otra vez y volvió a colocarlo sobre las ropas de las mujeres.
En el horizonte, por entre dos granjas, se distinguía el grupo que formaban un arado, el caballo que tiraba de él, y el hombre que empujaba la mancera. Bestia, instrumento y labrador se movían suavemente sobre el fondo del apagado cielo crepuscular.
La mujer reanudó sus preguntas:
—Entonces, ¿qué es lo que dice tu padre?
—Que no quiere de ninguna manera.
—Y ¿por qué razón no quiere de ninguna manera?
El mozo señaló primero con un gesto al niño que acababa de dejar en tierra, y después con la mirada al hombre que empujaba el arado, allá lejos. Y dijo:
—Porque tu chico es de ése.
La muchacha se encogió de hombros y contestó con enojo:
—¡Vaya! Como si todo el mundo no lo supiera que es de Víctor. Y ¿qué hay con eso? ¡He faltado! ¿Soy la única? También mi madre faltó, antes que yo, y también la tuya, antes de casarse con tu padre. ¿Cuál es la que no ha faltado en este pueblo? Yo falté con Víctor, porque me pilló dormida, ésa es la verdad; y aun que no hubiese estado dormida me habria casado con él, de no haber sido un criado. ¿Soy menos trabajadora por eso?
El hombre contestó, sin darle importancia:
—Yo te tomo tal cual eres, con o sin el niño. Es únicamente padre quien se opone, pero ya veremos de arreglarlo.
Volvió ella a insistir:
—Vete ahora mismo a ver al cura.
—Voy, pues.
Y echó camino adelante, con sus pesados andares de campesino, en tanto que la moza, con las manos en jarras, volvía a su tarea de trasplantar colzas.
En efecto, aquel hombre que se alejaba, Cesáreo Houlbreque, hijo de Amable Houlbreque, un viejo, quería casarse, a pesar de la oposición de su padre, con Celeste Levesque, que tenía un hijo de Victor Lecoq, simple criado que estaba trabajando, cuando ocurrió el hecho en la granja de sus padres, de la que fue despedido por esa razón.
Sin embargo, no existe en el campo la división de castas, y si el criado es ahorrador, puede tomar en arriendo una granja, con lo que pasa a ser un igual de su antiguo amo.
Iba, pues, Cesáreo Houlbreque, con el látigo bajo el brazo, rumiando sus ideas, alzando uno después de otro sus zuecos cargados de barro. Desde luego, él estaba resuelto a casarse con Celeste Levesque, aunque tuviese un hijo, porque era la mujer que le convenía. No hubiera sabido explicar por qué le convenía; pero era así, y él estaba seguro. No tenía más que mirarla a la cara para convencerse, y para sentir en su interior una cosa extraña, una emoción, una alegría que lo emborrachaba. Le gustaba incluso besar al hijo de Victor, porque era cosa de ella.
Y miraba, sin rencor, la silueta lejana de aquel hombre que empujaba el arado allá, sobre la línea misma del horizonte.
Pero al tío Amable se le había atragantado aquel matrimonio. Se oponía a él con una testarudez de hombre sordo, con una testarudez rabiosa.
En vano Cesáreo le gritaba a la oreja, a la única por la que oía un poco:
—Nosotros le cuidaremos bien, padre. Le digo a usted que es una buena muchacha, y además trabajadora, y además ahorrativa.
El viejo repetía siempre:
—Mientras viva yo, no lo verán mis ojos.
No había quien lo sacase de ahí, ni quien doblegase su obstinación. Sólo una esperanza le quedaba a Cesáreo. El tío Amable tenía miedo al cura, por recelo hacia la muerte, que sentía acercarse. No es que le inspirase temor el Dios del cielo, ni tampoco el demonio ni el infierno, ni el purgatorio, de los que no tenía la más remota idea; pero al cura sí que le temía, porque en él se representaba su entierro; es decír, era algo así como asustarse del médico por el miedo que inspiran las enfermedades. Celeste, que conocía aquella debilidad del viejo, venia desde hacia ocho días apremiando a Cesáreo para que fuese a ver al cura: pero Cesáreo vacilaba aún, porque tampoco le gustaban mucho las sotanas, en las que sólo veía unas manos abiertas siempre para alguna colecta o para el pan bendito.
Pero, al fin, se había decidido, y se dirigió hacia la casa parroquial, pensando en la manera de exponer su asunto.
El abate Raffin era un cura pequeño, vivaracho, flaco, y al que nunca se le veía bien afeitado; en aquel momento estaba calentándose los pies en el hogar de la cocina, mientras llegaba la hora de cenar.
Así que vio entrar al campesino, le preguntó, sin moverse, volviendo un poco la cabeza:
—¡Hola, Cesáreo! ¿Qué es lo que quieres?
—Quisiera hablar con usted, señor abate.
Seguía en pie, acobardado, con la gorra en una mano y el látigo en la otra.
—Habla, pues.
Cesáreo se quedó mirando a la criada, una vieja que arrastraba los pies, y que estaba colocando el cubierto de su amo en una esquina de la mesa, delante de la ventana. Y dijo balbuciendo:
—Es que esto que voy a decirle es casi una confesión.
El abate Raffin examinó atentamente al campesino, observando su confusión, su embarazo y la inseguridad de su mirada. Entonces ordenó a su sirvienta:
—Maria, vete cinco minutos a tu habitación para que pueda hablar con Cesáreo.
La criada lanzó a éste una mirada de enojo, y se fue refunfuñando.
El sacerdote se dirigió a Cesáreo:
—Vamos, desembucha ya.
El mozo no salía de su indecisión, se miraba los zuecos, manoseaba la gorra; pero.de pronto, se soltó:
—Vea usted: yo me querría casar con Celeste Levesque.
—Perfectamente, muchacho, ¿y quién te lo impide?
—Es mi padre quien no quiere.
—¿Tu padre?
—Sí, mi padre.
—Y ¿qué inconveniente pone tu padre?
—Dice que Celeste ha tenido un hijo.
—No es la primera mujer a la que le ocurre eso, desde nuestra madre Eva.
—Un hijo con Víctor, Victor Lecoq, el criado de Anthime Loisel.
—¡AjA!... ¿De modo que no quiere?
—No quiere de ningún modo.
—¿Lo que se dice por nada del mundo?
—Igual que cuando una burra se empeña en no andar, dicho sea con perdón de usted.
—Y ¿no le das tus razones para convencerlo?
—Yo le digo que es una buena muchacha, y además trabajadora, y además, ahorrativa.
—Y ¿ni aun con eso se decide? Entonces, lo que tú quieres es que yo le hable.
—Eso mismo. ¡Tal como usted dice!
—Y ¿qué voy a decirle yo a tu padre?
—Pues.., lo mismo que dice usted en el púlpito para que suelten las perras.
En el cerebro del campesino, todo lo que hacia la religión sólo tenía un fin, el de aflojar la bolsa, el de vaciar los bolsillos de los hombres para llenar el tesoro del cielo. La consideraba como una inmensa casa de comercio de la que los curas eran los representantes, representantes ladinos, astutos, listos como nadie, que manejan los negocios de Dios a costa de los campesinos.
No ignoraba que los sacerdotes prestan servicios, servicios muy importantes, a la gente más pobre, a los enfermos, a los moribundos, asistiendo, consolando, aconsejando, dando ánimos, pero todo ello lo hacían por dinero, a cambio de muy buenas monedas de plata, porque en dinero contante y sonante se pagaban los sacramentos y las misas, los consejos y la protección, la absolución de los pecados y las indulgencias, el purgatorio y el paraíso, según fuesen la riqueza y la generosidad del pecador.
El abate Ruffin, que conocía el paño y que no se enfadaba nunca, se echó a reír.
—Perfectamente, muchacho; yo me encargaré de contarle un bonito cuento a tu padre; pero tú, tú vas a venir los domingos a oír el sermón.
Houlbreque alargó la mano para jurar:
—Palabra de hombre pobre, que si hace usted eso por mi, se lo prometo.
—Entonces, quedamos de acuerdo. ¿Cuándo quieres que vaya a ver a tu padre?
—Cuanto antes, mejor; esta misma noche, si le es posible.
—Entonces iré dentro de media hora, después de la cena.
—Hasta dentro de media hora, pues.
—Hasta luego, muchacho.
—Hasta más ver, señor cura; y muchas gracias.
—No hay de qué, muchacho.
Cesáreo Houlbreque regresó a su casa, como si se hubiese quitado un gran peso de encima.
Padre e hijo llevaban en arriendo una granja pequeña, muy pequeña, porque no eran ricos. Vivían solos con una criada de quince años, que les preparaba la sopa, cuidaba las gallinas, ordeñaba las vacas y batía la leche para hacer manteca; aunque Cesáreo era un buen labrador, su vida era mísera. Con las tierras y el ganado que tenían, sólo podían ganar para lo indispensable.
El viejo no trabajaba ya. Triste, como todos los sordos, baldado de dolores, encorvado, torcido, vagaba por los campos apoyándose en un bastón, mirando a los animales y a los hombres con mirada dura y recelosa. Se sentaba a veces al borde de un cercado y se quedaba allí, inmóvil, horas y horas, pensando sin fijeza alguna en las cosas que durante toda su vida le habían preocupado, en el precio de los huevos y de los cereales, en el sol y en la lluvia que estropean o dan fuerza a las cosechas. Sus caducos miembros, atacados por el reuma, seguían allí, absorbiendo la humedad del suelo, lo mismo que habían absorbido por espacio de setenta años el vaho que rezumaban las paredes de su casita baja, cubierta con un techo de húmeda paja.
A la caída de la tarde volvía a ella, se sentaba a un lado de la mesa, en la cocina, y cuando le ponían delante la vasija de barro cocido, con su ración de sopa, la cogía entre sus dedos retorcidos que parecían haber tomado la misma curva del cacharro, y se calentaba las manos, fuese invierno fuese verano, antes de empezar a comer; no quería que se desperdiciase nada, ni siquiera un poquitín de aquel calor que daba el fuego, y que era muy caro, ni siquiera una gota de aquella sopa que contenía grasa y sal, ni siquiera una migaja del pan, que se hace con trigo.
Acabada la cena, se encaramaba por una escalera a un granero donde tenía un jergón de paja; el hijo se acostaba en la planta baja, dentro de una especie de nicho que había cerca de la chimenea, y la criada se encerraba en una especie de bodega, una cueva oscura que servía en otros tiempos para almacenar las patatas.
Cesáreo y su padre no hablaban entre ellos casi nunca. De cuando en cuando, si se trataba de vender una cosecha o de comprar un ternero, pedía el joven opinión al viejo, y haciendo tornavoz con las dos manos, le metía a gritos en la cabeza sus razonamientos; y el tío Amable los aprobaba o los combatía con voz pausada y hueca, que parecía salir de lo más hondo de su estómago.
Y así fué como una noche Cesáreo se acercó a él, igual que si fuese a tratar de la compra de un caballo o de una becerra, y le anticipo, a pleno pulmón, en la oreja misma, su propósito de casarse con Celeste Levesque.

Y el tío Amable se enojó ¿Por qué? ¿Por moralidad? De ninguna manera. Entre los campesinos itene muy poca importancia la honradez de una moza. Era que su avaricia, su hondo y feroz instinto de ahorro, se había sublevado al pensar en que su hijo iba a encargarse de mantener a un niño que no era suyo. De súbito, en menos de un segundo, había pensado en todas las sopas que engulliría el pequeño antes que fuese de alguna utilidad en la granja, había calculado las libras de pan y los litros de sidra que comería y bebería aquel pillastre hasta que tuviese catorce años; una cólera sorda se desencadenó en su interior contra Cesáreo, que no pensaba en nada de aquello.
Le contestó dando a su voz energía inusitada:
—Pero ¿dónde tienes la cabeza?
Cesáreo se puso entonces a enumerar las razones que tenía, a decir las buenas cualidades de Celeste, a demostrar que ella ganaría cien veces más de lo que pudiera costar el chico El viejo ponía los méritos en duda, pero de lo que no tenía ninguna era de la existencia del chico. Una vez y otra, sin dar más explicaciones, contestaba.
—No lo consiento. No lo consiento. Eso no será mientras yo viva.
Así llevaban tres meses, sin ceder ni el uno ni el otro, reanudando por lo menos una vez a la semana la misma discusión, con los mismos argumentos, con las mismas palabras, los mismos gestos y la misma inutilidad.
Fué entonces cuando Celeste le aconsejó que fuese a pedir ayuda al cura del pueblo.
Cuando Cesáreo llegó a su casa, encontró a su padre sentado a la mesa, porque la visita a la casa parroquial le había hecho llegar con retraso.
Cenaron en silencio, frente a frente, después de la sopa, se pusleron en el pan un poco de manteca, acompañándolo con un vaso de sidra; luego siguieron en sus sillas, a la mortecina claridad de la vela que había encendido la criadita para lavar las cucharas, enjugar los vasos, y cortar por adelantado las sopas para el desayuno de primera hora.
Dieron un golpe en la puerta, se abrió ésta, y entró el sacerdote. El viejo, alzó hacia él una mirada llena de inquietud, cargada de recelos, y, barruntando un peligro, se dispuso a encaramarse por su escalera; pero el abate Ruffin le puso la mano en el hombro, y vociferó en su misma sien.
—Tengo que hablar con usted, tío Amable.
Aprovechándose de que la puerta había quedado sin cerrar, desapareció Cesáreo. Era tal el miedo que sentía, que no quiso oír lo que hablaban; no quería que sus esperanzas se fuesen desmenuzando poco a poco, a cada negativa obstinada de su padre; prefería saber más tarde y de una vez la verdad, buena o mala; por eso se alejó de allí, caminando en la oscuridad. Era una noche sin luna, sin estrellas, una de esas noches de niebla en las que el aire está saturado de humedad. Un ligero olor a manzanas salía de todos los patios de las granjas porque era la estación en que se recogían las más precoces variedades. Cuando Cesáreo pasaba junto a los muros de los establos .le daba en la cara, saliendo por las estrechas ventanas, el cálido olor de los animales vivos que dormían sobre la cama de estiércol; y al pie de las cuadras, oía el pataleo de los caballos, y el ruido de sus mandíbulas sacando y masticando el heno de los pesebres.
Caminaba sin rumbo, pensando en Celeste. En su cerebro sencillo, las ideas eran simples imágenes directas de los objetos, y los pensamientos amorosos se resumían en la evocación de una moza alta y coloradota, en pie en mitad de un camino abierto entre dos taludes, con cara de risa y las manos en jarras.
Así fue como la vio el día en que se despertó en Cesáreo el deseo de hacerla suya. Se conocían desde niños, pero nunca se había fijado en ella como aquella mañana. Estuvieron hablando unos minutos, y, al marcharse, iba él pensando: "¡Dios, qué chica más guapa! Es una lástima que haya cometido esa falta con Víctor" Durante todo el día estuvo pensando en lo mismo; y también al día siguiente.
Cuando se volvió a encontrar con ella, sintió un cosquilleo en la garganta, como si le hubiesen metido por la boca hasta el pecho una pluma de gallo; y desde entonces, con gran sorpresa suya, le acometió aquel cosquilleo siempre que estaba al lado de la joven. Tanto le gustaba, que a las tres semanas resolvió casarse con ella. Cesáreo hubiera sido incapaz de explicar el porqué de aquel dominio que ejercía sobre él, y sólo sabía decir que "estaba endemoniado", como si el ansia de hacer suya aquella moza se hubiese apoderado de él como un espíritu infernal. No le preocupaba su falta. Después de todo, ¿qué más daba? No la privaba de ningún encanto; ni siquiera sentía rencor contra Victor Lecoq.
¿Qué iba a hacer él si el cura no obtenía éxito? Tanto le atormentaba aquella inquietud, que no quería ni pensarlo.
Llegó a la casa parroquial, y se sentó junto a la pequeña valla de madera, para aguardar el regreso del señor cura.
Llevaría allí una hora, cuando oyó pasos en el camino, y, aunque la noche estaba muy oscura, distinguió pronto la silueta, más oscura todavía, de la sotana.
Se puso en píe, tambaleante, sin atreverse a hablar, sin atreverse a saber lo ocurrido.
El sacerdote lo vio y le dijo alegremente:
—Bueno, muchacho; ya está hecho.
—¿Qué está hecho? Pero... ¡no es posible!—balbució Cesáreo.
—Te digo que sí, muchacho, aunque ha costado buen trabajo. ¡Vaya una burra vieja que está hecho tu padre!
El campesino repetía:
—~¡Si no es posible!
—¡Cuando yo te lo digo! ... Ven a verme mañana al mediodía para que arreglemos el asunto de la lectura de las amonestaciones.
Cesáreo se apoderó de la mano del cura, y la apretaba, la sacudía, deshaciéndosela, mientras tartamudeaba:
—La verdad verdadera, señor cura... Palabra de hombre honrado..., que el domingo me verá usted... en el sermón.
II
Se realizó la boda a mediados e diciembre. Fué modesta, porque los novios no eran ricos. Cesáreo, con traje nuevo, estaba ya preparado a las ocho de la mañana para ir en busca de su prometida y conducirla a la alcaldía; pero, como era aún temprano, se sentó a la mesa de la cocina, esperando que llegasen los miembros de la familia y los amigos que iban a venir en busca suya.
Nevaba desde hacía ocho días, la tierra parda, la tierra fecundada ya con las siembras del otoño, se había quedado lívida, dormida bajo una inmensa sábana de hielo.
Hacia frío dentro de las casas de bálago cubiertas de un gorro blanco; los redondos manzanos de los patios de las granjas parecían haber florecido, pues estaban empolvados de blanco igual que en el lindo mes en que abren sus yemas.
Los nubarrones del Norte, los nubarrones cargados de lluvia habían desaparecido aquel día, y el cielo desplegaba su azul sobre la tierra blanca, en la que el sol ponía sus reflejos de plata.
Cesáreo no pensaba en nada, se sentía feliz, y miraba por la ventana, a lo.lejos.
Se abrió la puerta; entraron primero dos mujeres, dos campesinas endomingadas, que eran tía y prima del novio; después tres hombres, sus primos, y luego una vecina. Se sentaron en las sillas, quedándose inmóviles y callados, a un lado de la cocina, las mujeres, y al otro los hombres, como atados súbitamente de timidez, de esa tristeza cohibida que se apodera de las personas que se reunen para una ceremonia. Uno de los primos preguntó al poco rato:
—¿No será ya la hora?
Cesáreo contestó:
—Me temo que sí.
—Andando, pues —dijo el otro.
Se levantaron. Cesáreo, al que acababa de acometer cierta inquietud, se encaramó por la escalera hasta el granero, para ver si su padre estaba preparado. El viejo, que solía madrugar mucho, no se había dejado ver todavía. Su hijo lo encontró tumbado en su jergón de paja, envuelto en la manta, con los ojos abiertos y una expresión de malignidad en la cara.
Le gritó en su mismo timpano:
—Vamos, padre, levántese. Es ya la hora de ir a la boda.
El sordo murmuró con voz dolorida:
—No puedo más. Me ha cogido un aire toda la espalda. No puedo ni moverme.
El joven le miraba, aterrado, adivinando la treta.
—Vamos, padre, tiene que hacer usted un esfuerzo.
—Es que no puedo.
—Vamos, yo le ayudaré.
Se agachó hacia el viejo, le destapó la manta, lo cogió por los sobacos y lo levantó; pero el tío Amable empezó a gemir:
—¡Ay! ¡Ay! ¡Qué dolor! ¡Ay! No puedo. Tengo la espalda agarrotada. Alguna corriente que se ha metido por este maldito tejado.
Comprendió Cesáreo que no conseguiría nada, y, furioso contra su padre por primera vez en su vida, le gritó:
—Pues bien: se quedará usted sin comer, porque celebramos el banquete en el mesón de Pólito.
Así aprenderá usted a hacer cabezonadas.
Se descolgó por la escalera y comenzó a andar, seguido de sus parientes e invitados.
Los hombres se habían arremangado el pantalón para no quemarse los bajos en la nieve; las mujeres se recogían las faldas y enseñaban sus tobillos descarnados, sus medias de lana gris, sus pantorrillas huesudas, derechas como palos de escoba. Todos marchaban uno detrás de otro, con un balanceo de pierna a pierna, sin hablar, poco a poco, por prudencia, para no salirse del camino que había desaparecido bajo la capa de nieve, lisa, uniforme, ininterrumpida.
Al acercarse a otras granjas, veían a una o dos personas que estaban esperándolos para agregarse a ellos; y la procesión se alargaba constantemente, siguiendo las invisibles líneas del camino; parecía un rosario animado, de cuentas negras, que serpenteaban por la campiña blanca.
Un grupo numeroso esperaba al novio delante de la casa de la novia, pataleando para ahuyentar el frío. Lo recibieron con aclamaciones, y Celeste salió casi en seguida de su cuarto, con vestido azul, un mantoncito rojo sobre los hombros, y la cabeza florida de azahares.
Todos le preguntaron a Cesáreo:
—¿Dónde está tu padre?
Y él les contestaba cohibido:
—No puede ni moverse de los dolores que tiene.
Los campesinos movían la cabeza con aire incrédulo y malicioso.
Salieron en dirección a la alcaldía. Una campesina iba detrás de los futuros esposos, llevando en brazos al hijo de Victor, como si se tratase de un bautizo; y los campesinos caminaban ahora, de dos en dos, cogidos del brazo, balanceándose en la nieve como una barca en el mar.
Después que el alcalde unió a a los novios en el pequeño edificio del Ayuntamiento, el cura los unió, a su vez, en la modesta casa del Señor. Bendijo su enlace, prometiéndoles la fecundidad, y después les predicó las virtudes matrimoniales, las sencillas y sanas virtudes de la gente del campo, el trabajo, la concordia y la fidelidad; y el niño, entre tanto, muerto de frío, berreaba detrás de la recién casada.
Al aparecer los novios en la puerta de la iglesia, salió de las tapias del cementerio una descarga. No se veía más que la boca de las escopetas que vomitaban rápidas bocanadas de humo; apareció luego la cabeza de un hombre que contemplaba el cortejo; era Víctor Lecoq, que festejaba el casamiento de su buena amiga, y celebraba su dicha con estallidos de pólvora que eran como otras tantas felicitaciones. Había contratado a cinco o seis criados de granja, amigos suyos, para hacer aquellas salvas. A todos les pareció muy bien su actitud.
***
Tuvo lugar la comida de bodas en el mesón de Pólito Cacheprune. Habían puesto veinte cubiertos en el salón grande que funcionaba los días de mercado; una pierna enorme que giraba en el asador, las aves que se doraban en su propio jugo, el embuchado que se encogía encima de la brasa viva, llenaban la casa de un aroma denso, de humo de grasa que caía sobre el fuego, de olor fuerte y pesado de comida campesina.
A las doce se sentaron a comer, en seguida se llenaron los platos de sopa. Las caras empezaron a animarse; las bocas se abrían para lanzar bromas, y los ojos se reían con guiños de picardía.
Iban a divertirse, ¡qué caramba!
Se abrió la puerta, y apareció el tío Amable. Traía cara de pocos amigos, venía furioso, arrastrando los pies y apoyándose en sus bastones, gimoteando a cada paso que daba, para demostrar así que sufría.
Todos se callaron al verlo entrar; de pronto, el tío Malivoire, que vivía en una granja cercana, gordinflón y bromista, conocedor de todas las artimañas de la gente, le gritó a pleno pulmón, poniendo las dos manos de tornavoz, al estilo de Cesáreo:
—¡No eres poco listo, viejo! Vaya nariz la tuya, para oler desde tu casa el tufillo de la cocina de Pólito!
Una carcajada espantosa estalló en todas las gargantas. Malivoire, animado por el éxito, siguió diciendo:
—No hay nada como una cataplasma de embuchado para quitar cualquier dolor. Con eso, y un vaso de aguardiente de treinta y seis grados, se conserva caliente la barriga.
Los hombres lanzaban alaridos, golpeaban la mesa con el puño, se hacían a un lado para reír, doblando y levantando el torso como si estuviesen haciendo funcionar una bomba. Las mujeres cloqueaban como gallinas; las criadas, en pie junto a la pared, se retorcían. El único que no se reía era el tío Amable; sin contestar una palabra, aguardaba a que le hiciesen sitio.
Lo colocaron en el centro de la mesa, frente a su nuera, y, en cuanto estuvo sentado, se puso a comer. Después de todo, su hijo era el que pagaba, y no debía de perder él su parte. Con cada cucharada de sopa que le caía en el estómago, con cada bocado de pan o de carne que deshacía entre sus a encías, con cada vaso de sidra o de vino que le corría por el gaznate, él se hacia la ilusión de que recuperaba algo de lo que era suyo, de que salvaba un poco del dinero que aquellos tragaldabas devoraban, una parte, en fin, de lo que le pertenecía. Comía en silencio, con un ahinco de avaro que ahorra dinero, con la sombría tenacidad que ponía en sus buenos tiempos en el trabajo constante.
Vió de pronto en uno de los extremos de la mesa al hijo de Celeste, que una mujer tenía sobre las rodillas, y ya no le quitó la vista de encima. Seguía comiendo, pero con la mirada clavada en el pequeño, que mordiscaba trocitos de carne que la niñera le ponía de cuando en cuando en la boca. Más le hacían sufrir al viejo aquellos bocados que chuperreteaba el renacuajo, que lo que se tragaban todos los demás.
La comida duró hasta el oscurecer, y .cada cual se retiró luego a su casa.
Cesáreo ayudó al tío Amable a levantarse.
—Vamos, padre, hay que volver a casa —le dijo.
Le puso en las manos sus dos bastones. Celeste cogió en brazos a su hijo y echaron a andar, muy despacio, en la noche blanquecína, iluminada por la nieve. El viejo sordo, que iba casi borracho, y al que la borrachera hacía más perverso, se obstinaba en acortar el paso. Llegó incluso a sentarse varias veces, con idea de que su nuera se enfriase; lanzaba gemidos, sin pronunciar una sola palabra, dejando escapar una especie de lamentación prolongada y doliente.
No bien llegaron a casa, subió a su granero mientras Cesáreo arreglaba una cama para el niño, junto al nicho profundo en que él iba a acostarse con su mujer.
Per como los recién casados no se durmieron en seguida, oyeron durante largo rato moverse al viejo en su jergón, y hasta habló varias veces en voz alta, ya porque estuviese soñando, ya porque bajo la obsesión de una idea fija le escapase, a pesar suyo, el pensamiento por la boca.
Al día siguiente, cuando se descolgó por su escalera, vió a su nuera haciendo las faenas de la casa.
Ella le gritó:
—¡Ea, padre, dése prisa, que le espera una buena sopa!
Y le puso en un extremo de la mesa la vasija redonda de barro cocido, llena del liquido humeante. El tío Amable tomó asiento, sin contestar nada, cogió el cacharro, que quemaba, se calentó las manos, según tenía por costumbre, y, como hacia mucho frío, lo arrimó al pecho, como para meter un poco del vivo calor del agua hirviente en su viejo cuerpo entumecido por los inviernos.
Buscó luego sus bastones y salió al campo helado, hasta las doce, hora de comer, porque vió al hijo de Celeste que dormía aún, acomodado dentro de un cajón.
No se resignó. Seguía viviendo en la casita, aunque parecía que no estuviese allí, que nada iba con él, que aquellas personas, su hijo, la mujer y el niño eran extraños, a los que no conocía ni dirigía jamás la palabra.
***
Pasó el invierno. Habla sido largo y crudo. Vino la primavera, y otra vez entraron en actividad los gérmenes; y otra vez los campesinos, como hormigas laboriosas, pasaron sus días en el campo, trabajando desde la aurora hasta el anochecer, con cierzo y con lluvia, entre los surcos de tierra parda que gestaban el pan de la Humanidad.
El año se presentaba bien para el nuevo matrimonio. Las mieses crecían apretadas y vigorosas; no hubo heladas tardías; los manzanos en flor dejaban caer sobre la hierba una nevada rosa y blanca que prometía ser para el otoño granizada de frutos.
Cesáreo trabajaba afanosamente; se levantaba temprano y volvía tarde, para economizar el gasto de un criado.
Su mujer le decía a veces:
—Acabarás enfermando un día u otro.
Pero él contestaba:
—No pases cuidado; ya tengo costumbre.
Sin embargo, una noche volvió a casa tan cansado, que se acostó sin cenar. A la mañana siguiente se levantó a la hora de todos los días, pero no pudo probar bocado, a pesar de su ayuno de la víspera, y a mitad de la tarde tuvo que volver, para acostarse otra vez. En el transcurso de la noche comenzó a toser; se revolvía en su jergón, febril, con la frente ardiendo, la lengua seca y una sed devoradora.
A pesar de su estado, salió a sus tierras en cuanto amaneció; pero al día siguiente hubo necesidad de llamar al médico, que lo encontró muy mal, atacado de pulmonía.
No volvió a salir ya del nicho oscuro que le servía de cama. Se le oía toser, jadear y agitarse dentro de aquel agujero. Para poder verlo, darle las medicinas y aplicarle las ventosas, era preciso colocar una vela encendida en la boca del nicho. Y a su luz se distinguía una cara hundida, manchada por una barba larga, debajo de un tejido espeso de telas de araña que colgaban y se ondulaban a impulso del viento. Las manos del enfermo yacían como muertas sobre las ropas grises de la cama.
Celeste le cuidada con una actitud alarmada, le hacía beber los medicamentos, le aplicaba los vejigatorios, iba y venía por la casa, y, entre tanto, el tío Amable miraba desde el borde de su granero hacia el oscuro hueco en donde agonizaba su hijo. No se acercaba a él por odio a la mujer, enfurruñado aún como perro envidioso.
Transcurrieron seis días más; una mañana, cuando Celeste, que ahora dormía en el suelo sobre un montón de paja, fué a ver si el hombre estaba mejor, no oyó en el nicho profundo que le servía de cama la respiración jadeante. Y preguntó asustada:
—Cesáreo, ¿qué tal te encuentras hoy?
Pero él no contestó.
Alargó ella la mano para tocarle y tropezó con la carne ya helada de su cara. Gritó, con uno de esos gritos prolongados de mujer asustada. Estaba muerto.
Al grito aquel, asomó el viejo sordo en lo alto de la escalera, y viendo que Celeste corría fuera de casa para pedir socorro, descendió rápidamente, palpo a su vez la cara de su hijo, comprendió de pronto lo que ocurría y fué y cerró la puerta por dentro, para que no pudiese entrar la mujer y para tomar otra vez posesión de su casa, ahora que ya no vivía su hijo.
Después se sentó en una silla junto al muerto.
Iba llegando gente de las granjas cercanas, y llamaban, golpeando la puerta. El viejo no los oía. Uno de los llegados rompió un cristal de la ventana y saltó dentro de la habitación. Otros le siguieron, abriendo de nuevo la puerta, y entró Celeste, llorando a lágrima viva, con las mejillas hinchadas y los ojos enrojecidos. Entonces el tío Amable, vencido, subió a su granero sin decir palabra.
El entierro tuvo lugar al dia siguiente; acabada la ceremonia, el suegro y la nuera quedaron en la casa solos, con el niño.
Era hora de cenar. Celeste encendió el fuego, cortó las sopas, puso en la mesa los platos; el viejo, sentado en una silla, esperaba, aunque parecía no fljarse en nada.
Cuando estuvo preparada la comida, le gritó ella a la oreja:
—Vamos, padre, hay que comer.
Se levantó, tomó asiento a un extremo de la mesa, vació su plato de sopa, masticó el trozo de pan untado de manteca, bebió sus dos vasos de sidra y se marchó.
Era uno de esos días tibios, favorables, en que la vida fermenta, palpita, florece en toda la extensión del suelo.
El tío Amable caminaba por un sendero estrecho, cruzando los campos. Miraba los trigos nuevos, las nuevas avenas y pensaba en que su hijo, su pobre hijo, estaba ahora bajo tierra. Iba caminando con su paso inseguro, arrastrando la pierna, cojeando un poco. Cuando se vio completamente solo en medio de la llanura, completamente solo bajo el cielo azul, en medio de las mieses que iban creciendo, completamente solo con las alondras que veía pasar por encima de su cabeza, sin oír sus graves gorjeos, se echó a llorar, sin interrumpir su caminata.
Se sentó luego junto a una charca y no se movió de allí en toda la tarde, viendo cómo los pajarillos venían a beber en ella; cuando ya caía la noche, volvió a su casa, cenó sin decir una palabra trepó a su granero.
Su vida siguió siendo la misma. Fuera de que su hijo Cesáreo dormía en el cementerio, todo seguía siendo igual.
¿Qué iba a hacer el pobre viejo? No podía trabajar, no valía ya sino para comer las sopas que le hacía su nuera, Y las comía en silencio, mañana y tarde, acechando con ojos iracundos al pequeño, que también comía, frente a él, en la otra punta de la mesa. Después salía, merodeaba por el campo como un vagabundo, se escondía detrás de las granjas para dormir una o dos horas, como temeroso de que le viesen, y regresaba a su casa al atardecer.
Entre tanto, el cerebro de Celeste se veía aguijoneado por grandes preocupaciones. Hacía falta un hombre que cuidase y trabajase las tierras, que estuviera siempre allí, con el ojo puesto en el campo. No bastaba con un asalariado; hacía falta un verdadero labrador, un amo, que supiese el oficio y tuviese interés por la explotación. Una mujer sola, no podía llevar adelante los cultivos, estar al tanto de los precios de los cereales, dirigir la venta y compra de ganado. Entonces acudieron a su cabeza ciertas ideas, ideas prácticas, sencillas, que iba rumiando todas las noches. No podía volver a casarse antes de un año, pero tenía necesidad urgente, inmediata, de salvar intereses que apremiaban, que no admitían dilación.
Sólo un hombre podía sacarla de apuros: Victor Lecoq, el padre de su hijo. Era trabajador, entendido en las cosas de la tierra; si hubiese tenido algún dinero disponible, habría sido un excelente labrador. Ella lo sabía bien, por días que lo había visto trabajar en casa de sus padres.
Una mañana, pues, que lo vio pasar por la carretera con un carro de estiércol, salió Celeste en busca suya. Cuando él se dio cuenta, detuvo los caballos; ella le dijo, como si se hubiesen visto la víspera:
—Buenos días, Víctor, ¿cómo andamos?
El le contestó:
—Vamos tirando; ¿y por casa?
—Todo iría bien, si no estuviese yo sola, y esto me trae de cabeza por cuestión del cuido de las tierras.
Hablaron largo y tendido, apoyados en la rueda del pesado carro. El se rascaba de cuando en cuando la cabeza por debajo de la gorra, y meditaba; ella, con la cara encendida, hablaba con mucha animación, exponía argumentos, combinaciones, proyectos para el porvenir. Víctor murmuró, finalmente:
—Sí, podría ser.
Ella alargó la mano abierta, como hacen los campesinos cuando cierran un trato, y preguntó:
—¿Hecho, entonces?
É1 alargó la suya y le dio un apretón:
—Hecho.
—Quedamos para el domingo.
—Para el domingo.
—Adiós, Víctor.
—Adiós, señora Houlbreque.
III
Se celebraba aquel domingo la fiesta del pueblo, es decir, la fíesta anual del patrón, lo que llaman feria, en Normandia.
Iban llegando desde hacia ocho días por las carreteras, al paso cansino de jamelgos grises o rojizos, los carros de feriantes, en los que viven con sus familias andariegas los vendedores de feria, directores de loterías, casetas de tiro, juegos de toda clase y curiosidades.
Los sucios carricoches, de cortinas flotantes, que van de un lugar a otro con un perro triste que camina entre sus ruedas con la cabeza baja, habían ido haciendo alto, uno después de otro, en la plaza del Ayuntamiento. Armaron luego una tienda delante de cada casa ambulante; por los agujeros de la lona se distinguían objetos de mucho brillo, que excitaban el deseo y la curiosidad de los muchachos.
El día de la fiesta, desde por la mañana, se abrieron todas las barracas, desplegando sus magníficencias de cristal y de porcelana; cuando pasaban los campesinos camino de la misa, miraban ya con ojos de ingenua satisfacción aquellos modestos comercios, aunque estaban acostumbrados a verlos todos los años.
Desde primera hora de la tarde se congregó en la plaza una muchedumbre. De todos los pueblos próximos llegaban los campesinos con sus mujeres y sus hijos, en faetones de dos ruedas que sonaban a chatarra y que, al oscilar como básculas, zarandeaban a sus ocupantes. Desenganchaban en casas de amigos; los patios de las granjas estaban llenos de estos carromatos grises, altos, esqueléticos, desvencijados y ganchudos, que parecían bichos de largas patas del fondo del mar.
Todas las familias iban a la feria, los chiquillos delante, lós grandes detrás, caminando despacio, sonrientes, con las manos abiertas, unas manos rojas, huesudas, acostumbradas al trabajo y que no sabían qué hacer en el descanso.
Un prestidigitador tocaba el cornetín; el organillo del tiovivo desgranaba en el aire sus notas lloronas y saltarinas; la rueda de las rifas rechinaba como una tela que se desgarra; cada segundo sonaba el chasquido de un tiro de carabina. La muchedumbre pasaba con lentitud, perezosamente, por delante de las barracas, como una pasta que fluye, con remolinos de rebaño, con torpeza. de animal pesado que ha salido por casualidad.
Las chicas, cogidas del brazo en filas de seis u ocho, cantaban canciones con voz chillona; los mozos las seguían, dirigiéndoles bromas, con la gorra ladeada sobre la oreja, y la blusa, rígida por el aderezo de la tela, hinchada como un globo azul.
Toda la gente del pueblo y del contorno estaba allí: amos, criados y criadas.
Hasta el mismo tio Amable, luciendo su levita antigua y verdosa, había querido ver la feria; ningún año dejaba de ir.
Miraba las rifas, se paraba delante de las barracas de tiro al blanco, para apreciar la puntería; pero lo que más le interesó fue un juego muy sencillo que consistía en meter una gruesa bola de madera por la boca de un monigote pintado en un tablero.
Alguien le dio de improviso un golpecito en la espalda. Era el tío Mailvoire, que le gritó:
—¡Eh, padre, le invito a echar una copa!
Se sentaron a una mesa de un despacho de bebidas montado al aire libre y echaron una copa, y luego dos, y después tres copas; el tío Amable siguió vagando por la feria. Empezaba a enturbiársele la cabeza, se sonreía sin saber por qué, se sonreía viendo las rifas, delante del tiovivo, pero sobre todo en la barraca del tiro a muerte. Permaneció allí largo rato de espectador, gozando cuando un aficionado derribaba al gendarme o al cura, las dos autoridades por las que sentía un temor instintivo. Volvió al despacho de bebidas y tomó un vaso de sidra, para refrescar. Era ya tarde; la noche se echaba encima. Un campesino, de cerca de su casa le advirtió:
—Va usted a llegar tarde para guisado, abuelo.
Echó a andar para su granja. Una oscuridad suave, la tibia oscuridad de los atardeceres de primavera, iba cubriendo lentamente la tierra.
Cuando llegó delante de su puerta, le pareció ver por la ventana iluminada dos personas dentro de casa. Se detuvo, muy sorprendido; entró al fin, y vio a Víctor Lecoq sentado a la mesa, frente a un plato lleno de patatas, cenando precisamente en el sitio de su hijo.
Dio media vuelta, como para marcharse. Era ya completamente de noche. Celeste se levantó, y le gritó:
—Venga pronto, padre, que tenemos un buen guisado por ser ferias.
Obedeció por inercia, y tomó asiento, mirando, uno después de otro, al hombre, a la mujer y al chico. Después se puso a comer tranquilamente, como todos los días.
Víctor Lecoq estaba como en su casa: conversaba de cuando en cuando con Celeste, cogía al niño en sus rodillas y lo besaba. Celeste le volvía a servir comida, le echaba de beber, parecía contenta cuando le hablaba. El tío Amable lo observaba todo, siguiéndolos con la mirada, aunque no entendía lo que decían. Cuando acabó de cenar —y estaba tan trastornado que no comió apenas—, se levantó; pero, en vez de subir al granero como todas las noches, abrió la puerta del patio y salió al campo.
Al ver que se había marchado, preguntó Celeste, algo intranquila:
—¿Qué irá a hacer?
Victor le contestó con indiferencia:
—No te preocupes. Ya volverá cuando se canse.
Celeste hizo entonces la limpieza: lavó los platos, limpió la mesa y, mientras tanto, Víctor se desnudó tranquilamente. Después se metió en aquella cama oscura y profunda en la que ella había dormido con Cesáreo.
Se abrió otra vez la puerta del patio. Apareció el tío Amable. Después de entrar se quedó mirando a todas partes, como perro que husmea. Buscaba a Víctor Lecoq. Al no verlo por ningún lado, cogió de encima de la mesa la vela y se acercó al nicho oscuro en el que su hijo había muerto. Vio, acostado en el fondo del mismo, a Víctor, que dormitaba ya. El sordo se retiró sin meter ruido, volvió a poner la vela sobre la mesa y salió otra vez al patio. Celeste acabó sus tareas, acostó a su hijo, puso todas las cosas en su sitio y esperó a que regresase su suegro, para acostarse al lado de Víctor.
Esperaba, sentada en una silla, con las manos inertes y la mirada perdida en el vacío.
Al ver que no regresaba, murmuró con fastidio, con enojo:
—Nos va a hacer gastar lo menos veinte céntimos de vela, este viejo inútil.
Víctor le contestó desde el fondo del nicho:
—Hace más de una hora que salió; habrá que mirar si no se ha dormido en el banco de delante de la puerta.
Celeste dijo:
—Voy a ver.
Se levantó, cogió la luz y salió, haciendo pantalla con una mano, para mejor ver en la oscuridad.
Nada vio delante de la puerta, ni en el banco, ni en el estercolero, donde el tio Amable se sentaba algunas veces para estar caliente.
Al volverse para entrar en casa, alzó casualmente los ojos hacia un gran manzano, que servia de abrigo a la entrada de la granja, y distinguió dc pronto dos pies, los dos pies de un hombre, que colgaban a la altura de su cara.
Dio tres gritos terribles:
—¡Víctor! ¡Víctor! ¡Victor!
Este acudió corriendo, en camisa. Ella, sin poder hablar, volviendo la cabeza para no ver, alargaba el brazo señalándole el árbol.
Victor, que no comprendía, cogió la vela para alumbrarse y distinguió, entre el ramaje iluminado desde abajo, al tío Amable colgado del cuello, a gran altura, de una cuerda del establo.
Apoyada en el tronco del manzano, había una escalera.
Victor corrió a buscar un hacha, se encaramó al árbol y cortó la cuerda. El viejo estaba ya frío, y sacaba la lengua de un modo horrible, con una mueca que daba miedo. FIN