PASEO Guy de Maupassant

Cuando el señor Leras, tenedor de libros en la casa Labuze y Compañía, salió del almacén, quedó unos instantes deslumbrado por el sol poniente. Había trabajado todo el día bajo la luz amarilla de un mechero de gas, en el cuartucho de la trastienda con ventana al patio estrecho y profundo como un pozo. Era tan sombrío aquel rincón donde pasó los días enteros trabajando durante cuarenta años, que sólo en el rigor del verano era posible ver algo sin luz artificial, haciendo buen sol.
Estaba siempre húmedo y frío; y las emanaciones de aquella especie de foso entraban por la ventana, Impregnando el ambiente de un olor de moho y de una peste de alcantarilla.
El señor Leras, durante cuarenta años, se encerraba cada día en su cárcel, a las ocho de la mañana, y no salía de allí hasta las siete de la noche, Inclinado sobre sus libros y escribiendo con una diligencia de buen empleado.
Ganaba tres mil francos anuales, habiendo comenzado por mil quinientos, y se mantuvo soltero porque sus haberes no le permitían casarse. No habiendo gozado jamás de nada, tampoco sentía mucho afán por ninguna cosa. De cuando en cuando, solamente, fatigado por su trabajo monótono y continuo, formulaba un deseo platónico: "¡Cristo! si tuviera yo cinco mil francos de renta, qué vida tan regalada me chuparía!" Pero nunca llegó el caso, ni tuvo más dinero que su paga mensual.
Su vida se deslizaba sin acontecimientos y sin ilusiones, y casi también sin esperanzas. La potencia soñadora que todos tenemos no se había desarrollado en la pobreza de sus ambiciones.
A los veinte años entró en la casa Labuze y Compañía, en la cual estuvo siempre trabajando. En 1856 murió su padre, y en 1859, su madre. Desde la muerte de su madre sólo padeció una contrariedad; tuvo que mudarse de casa porque le subieron mucho el alquiler.
Todos los días, a las seis en punto, avisado por el repiqueteo de su despertador, saltaba de la cama.
El despertador se le había descompuesto dos veces: una, en 1866, y otra, en 1874, sin que pudiera decir cómo; se vestía, hacia su cama, barría su cuarto, Quitaba el polvo del sillón y de la cómoda. En todos los quehaceres domésticos se entretenía hora y media.
Luego, al salir, compraba un panecillo de media luna, en la panadería Lahure, donde conoció nueve dueños distintos, y seguía su camino, comiéndoselo.
Su existencia toda se desarrollaba en el estrecho escritorio sombrío, tapizado con el mismo papel durante cuarenta años. Entró allí joven, a las órdenes del señor Brunet y con la esperanza de reemplazarle.
Sucedió esto algunos años después, y ya no esperaba otra cosa.
Toda la cosecha de recuerdos que recogen los hombres en el curso de su vida, sucesos imprevistos, amores tiernos o trágicos, viales de aventura, todos los azares de una existencia libre, no existieron jamás para él.
Días, semanas, meses, estaciones, años, todo semejante.
A la misma hora se levantaba todos los días, a la misma hora salía y almorzaba; trabajaba, comía y se acostaba, siempre a la misma hora, sin que nada hubiera interrumpido jamás la regularidad monótona de las mismas ocupaciones, de los mismos cuidados y de los mismos pensamientos.
Antiguamente, contemplaba sus bigotes rubios y sus cabellos rizados, en el pequeño espejo redondo que allí dejó su antecesor. Luego contemplaba cada tarde, al salir, sus bigotes blancos y su cabeza calva, en el mismo espejo. Cuarenta años habían transcurrido, interminables y rápidos, vacíos como un día triste y semejantes como las horas de una mala noche. Cuarenta años de los que no quedaba ni un recuerdo, ni una desdicha, después de la muerte de sus padres. Nada.
El señor Leras aquel día quedó a la puerta de la calle, deslumbrado por el sol poniente; y en lugar de irse a su casa, tuvo la idea de pasear un poco antes de comer, cosa que hacia solamente cuatro o cinco veces al año.
Atravesó los bulevares, por los que circulaba una muchedumbre a la sombra de los árboles frondosos. Era una tarde de primavera, uno de los primeros días templados y perezosos que turban las almas con una embriaguez de vida.
El señor Leras avanzaba como un viejo a saltitos, con los ojos alegres, dichoso con el goce universal y el perfume del aire.
Llegó a los Campos Elíseos y siguió andando, reanimado por los efluvios de juventud fecunda que arrastraban las brisas.
El cielo estaba rojo; el Arco de Triunfo recostaba su masa negra sobre un horizonte deslumbrador como un gigante en pie junto a un incendio. Cuando estuvo cerca del monstruoso monumento, el viejo tenedor de libros sintió hambre y entró en una taberna para comer.
Le sirvieron pata de cordero, una ensalada y espárragos, en una de las mesas de la calle; Leras comió al aire libre, como no había comido en mucho tiempo. Remojó un poco de queso de Erie con media botella de burdeos fino; tomó una taza de café, cosa que hacía raras veces, y luego su copita de coñac.
Cuando hubo pagado, se sintió ligero, alegre y hasta un poco desvanecido. Pensó: "Buena tarde. Continuaré mi paseo hasta el bosque de Bolonia. Me conviene andar."
Anduvo. Una vieja canción que cantaba en otro tiempo una de sus vecinas, le saltó a la memoria obstinadamente:
Cuando florece la rosa
me dice mi enamorado:
"Ven a respirar, hermosa,
debajo del emparrado."
Lo repetía mil veces, canturreando sin cesar. La noche caía sobre París, una noche sin viento, una noche de estufa.
El señor Leras avanzaba por la gran avenida del bosque de Bolonia, viendo los coches. Pasaban, uno detrás de otro, con sus faroles encendidos, mostrándole un momento parejas enlazadas: la mujer con vestido claro, el hombre con traje negro.
Era una interminable procesión de enamorados, que paseaban su dicha bajo un cielo estrellado y abrasador, Y constantemente se sucedían unos a otros; reclinados, mudos y estrechamente unidos, trastornados por sus alucinaciones en la cuestión de sus deseos, poseídos por el estremecimiento de la caricia próxima.
La sombra cálida parecía llena de besos que revoloteaban, que flotaban. Una sensación de ternura impregnaba el aire haciéndolo más abrumador. Todas aquellas gentes enlazadas que sentían igual impaciencia, que se recreaban con el mismo pensamiento, comunicaban a su derredor la fiebre de sus pasiones. Todos aquellos carruajes rebosando caricias, dejaban al pasar como una emanación sutil y turbadora.
El señor Leras, bastante fatigado, se sentó para seguir viendo el desfile de los coches cargados de amor, y al punto una mujer tomó asiento a su lado, diciéndole:
—Buenas tardes, caballero.
El no respondió. Ella Insistía:
—Déjate querer un poco, rico mío. Verás cómo te doy gusto.
El dijo:
—Usted se equívoca, señora.
Ella enlazó su brazo con el del viejo.
—Vaya, no seas tonto; atiende...
El se levantó, alejándose con el corazón oprimido.
A los cien pasos otra mujer le abordaba:
—¿Quiere usted sentarse un ratito a mi lado, buen mozo?
El entonces preguntó:
—¿Por qué se dedican ustedes a ese oficio?
Ella, irguiéndose amenazadora, con voz enronquecida, le respondió:
—¡Maldita sea! No lo hago siempre por mi gusto.
El insistió dulcemente:
—¿Entonces qué la obliga?
Ella gruñó:
—Nadie vive sin comer; hay que buscarlo.
Y se alejó canturreando.
El señor Leras se quedó despavorido. Pasaban junto a él otras mujeres que se le ofrecían y le provocaban. Le pareció que algo muy negro, algo doloroso, se cernía sobre su cabeza.
Y volvió a sentarse. Los coches pasaban.
"Más prudente hubiera sido no venir —pensó—; me hallo molesto, fastidiado."
Y empezó a reflexionar acerca de aquellos amores triviales o apasionados, acerca de aquellos besos, vendidos o cariñosos, que desfilaban en su presencia.
El amor. Apenas lo conocía Sólo gozó en tantos años tres mujeres por casualidad, por sorpresa; no le permitían sus recursos ningún exceso. Y pensaba en su vida, tan diferente de la de todos aquéllos, tan sombría, tan pálida tan simple, tan inútil.
Hay criaturas que no son afortunadas. Y de pronto, como si un tupido velo se hubiese desgarrado, descubrió la miseria, la grande, la monótona miseria de su vida; la miseria pasada, la miseria presente, la miseria futura; los últimos días parecidos a los primeros; nada en el porvenir, nada en la memoria, nada en derredor, nada en su alma, nada para él en parte alguna.
El desfile de los coches continuaba. Constantemente veía comparecer, desaparecer y reaparecer los dos seres silenciosos y enlazados. Como si la Humanidad entera desfilase por allí, mostrándosele borracha de placer, de goces y de venturas. Y él estaba solo contemplándolo; solo, enteramente solo. Y a la tarde siguiente y todas las tardes, también estaría solo; solo como ninguno lo está.
Se levantó, dando algunos pasos, y pronto, con fatiga, como si hubiera realizado un gran viaje, se volvió a sentar en el banco siguiente.
¿Qué podía esperar? Nada. Imaginaba que debe de ser muy dulce a la vejez encontrar, al volver a casa, niños que juguetean. No es triste, no, envejecer, cuando uno se ve rodeado por las criaturas que nos deben la vida, que nos quieren, que nos acarician y nos dicen esas palabras encantadoras y triviales que reconfortan el corazón y consuelan de todo.
Y acordándose de su habitación pequeña, de su habitación solitaria, limpia y fría, donde jamás entraba nadie sino él, una sensación de angustia oprimió su alma, y su habitación le parecía más triste aún que su escritorio.
Nadie iba para verle y nadie hablaba con él jamás. Era su habitación triste, muda, sin eco de voz humana. Diríase que las paredes reflejan algo de las personas que a su amparo viven, algo de sus maneras, de su figura, de sus palabras. Las casas habitadas por familias felices son alegres, y espantosas las que abrigan a miserables. La casa de Leras se hallaba vacía de recuerdos, como su vida. Y la sola idea de volver a encerrarse allí solo, de acostarse, de repetir las mismas faenas de cada noche, le aterraba. Y como si quisiera alejarse más aún de su rin cón siniestro y del instante de volver a entrar en él, se dirigió hacia una espesura y se reclinó en la hierba...
Oía en derredor, por encima, en todas partes, rumores confusos, inmensos, interminables, formados con ruidos múltiples y diferentes; un rumor sordo, cercano, lejano, una vaga y enorme palpitación de vida; un aliento de Paris que respiraba como un ser gigantesco.
***
El sol derramaba ya su esplendorosa luz entre los árboles del bosque de Bolonia. Los coches, y los jinetes empezaban a circular.
Una parejita paseaba por un camino solitario. De pronto, la mujer, levantando los ojos, vio colgar de una rama una cosa oscura. Sorprendida, inquieta, dijo:
—Mira: ¿que hay allí?
Luego, lanzando un grito, cayó espantada en los brazos de su acompañante.
Los guardas, poco después, descolgaron el cadáver de un viejo ahorcado con los tirantes.
Se comprobó que había muerto la noche antes. Los papeles que llevaba pertenecían a un tenedor de libros de la casa Labuze y Compañía, llamado Leras.
Se atribuyó la muerte a un suicidio, cuyas causas eran desconocidas. ¿Tal vez un pronto de locura? FIN