EL NIÑO Guy de Maupassant

Después de jurar mil veces que no se casaría nunca, Jaime Bourdillère mudó repentinamente de parecer. Sufrió esa mudanza, de pronto, un verano, a la orilla del mar.
—Hallándose una mañana recostado en la arena, entretenido en ver salir del agua a las mujeres, atrajo su atención un pie diminuto y lindo. Mirando más arriba, el resto de la persona le sedujo, a pesar de ver sólo unos tobillos y una cabeza, saliendo por abajo y por arriba de una capa de franela cuidadosamente cerrada.
Sensualote y mujeriego, sintióse al punto atraído por la gracia de la forma; luego le cautivó la dulzura, el encanto de un alma inocente, fresca y ruborosa como las mejillas y los labios.
Presentado a la familia, fue bien recibido, y enamoróse como un loco. Al ver de lejos a Berta Lannis en la extensa playa de arenas doradas, estremcíase de pies a cabeza. Junto a ella estaba mudo, no sabiendo qué decir, porque se trabucaban sus pensamientos y sentía en el corazón un barboteo, en las orejas un zumbido, en el alma un sobresalto, que no le dejaban punto de reposo. ¿Era el amor así?
Lo ignoraba, no pudo comprenderlo; y, sin embargo, insistía. Insistía resuelto, en todo caso, a convertir aquella criatura en mujer propia.
Los padres dudaban, sin decidirse, preocupados por la fama de Jaime, quien —según referencias— tenía una querida, un empeño firme, un amorío tenaz, un lazo de los que se juzgan rotos y sujetan siempre; sin que hubiera evitado esto otras muchas relaciones, más o menos durables, con todas las mujeres que se pusieron a su alcance.
Pero se formalizó, apartándose por completo de la que durante algunos años había sido su compañera. Encargóse un amigo de conseguirle una pensión, asegurando su existencia. Jaime pagó, pero no quiso ni oír hablar de su querida, proponiéndose olvidar hasta su nombre. No leía las cartas de aquella mujer, encolerizándose más y más cada vez que recibía una, rasgándolas en pedazos menudos, creyéndolas acusadoras y doloridas.
Como no estaba muy seguro de su perseverancia, prolongó hasta fines de invierno la prueba, y en abril su petición fue acordada.
La boda tuvo lugar en París, a principios de mayo.
Decidieron suprimir el clásico viaje de novios. Después de bailar un poco —hasta las once solamente; una fiesta de familia que no eternizase la ceremonia— los recién casados pasarían la primera noche de su matrimonio en su casa; luego, a la mañana siguiente, irían solos a la playa donde se conocieron, donde se apasionaron.
Llegó la noche. En el salón bailaban los invitados. Habíanse recogido los novios en un gabinete japonés tapizado con sedas brillantes, donde un farol de colores apenas lucía, pendiente del techo, como un huevo colosal. Por la ventana, entreabierta, se deslizaba de cuando en cuando un soplo tenue y fresco, la caricia del aire perfumado, porque la noche, sosegada, esparcía efluvios de primavera.
Callaban, con las manos cogidas, oprimiéndoselas fuertemente de cuando en cuando. Berta mostrábase con alguna turbación en los ojos, desconcertada por aquel absoluto cambio de su vida; pero sonriente, sensible, temerosa, desfallecida casi de placer, segura de que se trasformaba todo en el mundo con lo que le sucedía, inquieta sin saber por qué, sintiendo su carne y su alma invadidas por una indefinible y deliciosa laxitud.
Jaime la contemplaba obstinadamente, sonriendo sin cesar. Quería decirle algo, y no sabiendo qué decirle, imprimía todo su arrobamiento en la presión de sus manos. A veces murmuraba: "¡Berta!"; y alzando los ojos ella le miraba con ternura; permanecían un momento así, fascinados y embebecidos, y al punto ella bajaba los ojos.
No hablaban. Los habían dejado solos; pero de cuando en cuando, al pasar una pareja, dirigíales una mirada furtiva, como si fuese testigo y confidente de un misterio.
Abrióse la puerta lateral y entró un criado con una carta urgente que acababa de llevar un mozo. Jaime la cogió, tembloroso, con un vago miedo; el miedo a las desgracias imprevistas.
Miró el sobre, cuya escritura desconocía, no atreviéndose a rasgarlo; deseaba romper la carta, no enterarse, metérsela en el bolsillo, diciéndose: "Mañana me enteraré. Mañana, lejos de aquí, ¡poco me importa!". Pero en una esquina vio dos palabras subrayadas: Muy urgente, que le desconcertaron. Y preguntando a la novia: "¿Me permites, hijita?", rasgó el sobre y leyó. Leyendo palidecía; lo abarcó primero con la vista, como si en una sola mirada quisiera enterarse de todo, luego, lentamente, parecía deletrearlo.
Cuando alzó la cabeza, su rostro estaba demudado, y masculló: "Hijita, es... de mi mejor amigo... y le amenaza una enorme desventura. Me necesita inmediatamente para un asunto apremiante, un asunto en que le va la vida. ¿Me permites que vaya? Son veinte minutos. Volveré pronto, muy pronto".
Berta balbució, temblorosa y turbada: ",Vete... si has de ir!", no atreviéndose aún a interrogarle para conocer los motivos.
Jaime desapareció y Berta quedóse arrinconada y sola, oyendo cómo se divertían los invitados en el salón contiguo.
El marido se había encasquetado un sombrero cualquiera, se puso el primer sobretodo que se le vino a la mano y bajó los escalones de cuatro en cuatro. En el momento de salir a la calle se detuvo para releer de nuevo, a la luz de un farol, aquella carta, que decía:

"Caballero: la señorita Ravet, su antigua querida, según parece, acaba de parir una criatura. La madre, agonizante, desea verle a usted; lo pide por caridad. Yo cumplo su encargo, rogándole que le conceda este último favor. Sin duda no se lo negará usted a la infeliz. Su afectísimo,
El doctor Bonnard "

Cuando entró en la alcoba de la moribunda tuvo que hacer un esfuerzo para reconocerla; sus facciones habían cambiado. Asistíanla el médico y dos enfermeras. Había sobre los muebles algunas vasijas llenas de hielo y muchos trapos empapados en sangre.
El agua derramada inundaba el suelo, y lucían sobre un velador dos bujías. Detrás de la cama, en una cuna de mimbre, se desgañitaba la criatura, y, a cada uno de sus vagidos, la madre, agonizante, quería inclinarse para ver a su hijo, temblorosa bajo las compresas heladas.
Íbase desangrando, herida ya de muerte, asesinada por el nuevo ser. Toda su sangre corría; y, a pesar, del hielo, a pesar de los cuidados, no era posible contener la hemorragia.
Reconociendo a Jaime, quiso levantar los brazos; no pudo; ¡tan débil estaba! Pero sobre sus mejillas, demacradas, resbalaron dos gotas de llanto.
Él se arrodilló junto a la cama, y cogiendo una mano de la enferma, besóla frenéticamente; luego acercóse, poco a poco, al descarnado semblante y estremecióse a su contacto. Una de las enfermeras, en pie, alumbraba con una bujía en la mano, y el médico los contemplaba desde un extremo del gabinete.
Con la voz desfallecida, jadeante, la enferma dijo:
—Voy a morir. Prométeme que no saldrás de aquí hasta que yo haya muerto. No me abandones ahora; no me abandones en los últimos instantes.
Besándola en la frente y en el cabello, el hombre murmuró:
—Tranquilízate; me quedo aquí.
Durante algunos minutos le fue imposible hablar: tan débil se hallaba. Luego prosiguió:
—El niño... es tuyo. Lo juro ante Dios; lo juro por la salvación de mi alma... en el momento de morir. No he querido a ningún hombre... Sólo a ti... El niño es tuyo... Prométeme no abandonarlo. Jaime quiso sostener entre sus brazos aquel pobre cuerpo que languidecía, que agonizaba; un cuerpo sin sangre. Y balbució, atenazado por el remordimiento y el dolor:
—Te lo juro. Lo adoraré, lo cuidaré; no se apartará nunca de mi lado.
Entonces ella quiso besar a Jaime. No pudiendo alzar la cabeza, ofreció sus labios descoloridos pidiendo un beso. Él acercó su boca, para recoger aquella lamentable y abrumadora caricia.
Murmuró algo repuesta:
—Tráele; cógele, para que yo vea que le quieres.
Jaime colocó suavemente sobre la cama, entre los dos, la criatura, que dejó entonces de llorar. Ella murmuró:
—¡No te muevas!
Y Jaime no se movió, fijo allí, teniendo en su mano ardiente la mano agónica, estrechándola, como estrechaba poco antes la otra mano crispada por ansias de amor.
De cuando en cuando miraba la hora disimuladamente. Y el reloj señalaba las doce; luego, la una; luego, las dos.
El médico se había retirado. Las enfermeras, después de ir y venir de un lado para otro, dormitaban cada una en su silla. El niño dormía, y la madre, con los ojos cerrados, parecía dormir también.
De pronto, cuando los primeros albores matinales se filtraban ya entre las cortinas cerradas, ella tendió los brazos con tanta brusquedad, que poco faltó para que hiciera caer al niño. Escapóse de su garganta un estertor, y quedó inmóvil, muerta.
Las enfermeras, al acercarse, dijeron.
—¡Ya no existe!
Jaime contempló el cadáver de aquella mujer que había sido suya; luego miró el reloj: eran las cuatro; fuese como escapado, a cuerpo, sin recoger el sobretodo, con el niño en brazos.
Habiéndose quedado sola, Berta, le aguardó —al principio bastante resignada— en el gabinete japonés. Como tardaba tanto en volver, decidióse a entrar en el salón, indiferente y tranquila en apariencia, pero con una inquietud horrible. Sólo su madre lo había notado, y le preguntó por su marido.
Berta respondió:
—Está en su cuarto; pronto vendrá.
Pero como al cabo de una hora todos la interrogaban, confesó lo de la carta, el rostro descompuesto de Jaime y sus temores de una desdicha.
Seguían aguardándole; y al fin, desfilaban ya invitados. A medianoche quedaban sólo parientes próximos y los padres. Acostaron a la novia, que lloraba sin consuelo. Su madre y sus dos tías, en torno de la cama, oían a la infeliz sorber sollozos reprimidos y desolados... El padre salió, para informarse de lo que podía ocurrir, en la Delegación de Policía.
—Las cinco eran ya cuando se oyeron pasos; una puerta se abrió y se cerró suavemente; luego vióse turbado el silencio de la estancia por una voz semejante a un maullido.
La madre y las dos tías, que se habían sentado, se pusieron en pie. Berta saltó de la cama envuelta en un peinador. Jaime, lívido, palpitante, aparecía con una criatura entre los brazos.
Las cuatro mujeres le miraron aterradas, preguntándole:
—¿Qué sucede? ¿Qué significa esto?
El estaba loco, y respondió tartamudeando:
—Sucede... que tengo un hijo... que acaba de nacer, y cuya madre acaba de morir.
Y presentaba en sus manos inhábiles a la criatura, que seguía gimoteando.
Berta, sin decir ni una sola palabra, cogió al niño, lo besó, y estrechándolo contra su pecho, dijo a Jaime, con los ojos llenos de lágrimas:
—Pero... ¿es verdad que no tiene madre?
—Acaba de morir. Desde que te conozco no la veía. El médico me ha llamado; yo lo ignoraba todo...
Y Berta murmuró:
—Está bien. Déjamelo. Ya tiene madre. FIN