EL ORDENANZA Guy de Maupassant

El cementerio, atestado de oficiales, parecía un florido campo. Los quepis y los pantalones encarnados, los galones y los botones de oro, los sables, los cordones del Estado Mayor, los galones de los cazadores y de los húsares, pasaban por entre las tumbas, cuyas cruces blancas o negras abrían sus brazos de hierro, de mármol o de madera, sobre el Pueblo desaparecido de los muertos.
Se acababa de enterrar a la esposa del coronel de Limousin, que dos días antes se ahogó tomando un baño.
Todo había terminado y el clero se había ido ya; pero el coronel, sostenido por dos oficiales, permanecía en pie delante del hoyo en cuyo fondo se veía aún la caja de madera que ocultaba, ya descompuesto el cuerpo de su rnujercita.
Era casi un viejo, delgado, de elevada estatura y cano bigote, que había contraído matrimonio tres años antes, con la hija de un camarada, huérfana al morir su padre, el coronel Sortís.
El capitán y el teniente en los cuales se apoyaba, trataban de apartarle de aquel sitio. El resistía, con los ojos llenos de lágrimas, que no quería dejar correr por heroísmo, y, murmurando en voz baja: "No, todavía no", se obstinaba en permanecer allí, temblorosas las piernas, al borde de aquel agujero, que se le antojaba sin tondo y como un abismo en el cual habían caído su corazón y su vida, todo lo que en la tierra le quedaba.
De repente el general Ormont se acercó, cogió del brazo al coronel y, arrastrándole casi por fuerza, le dijo:
—Vamos, vamos, amigo mío, hay que salir de aquí.
El coronel obedeció entonces y regresó a su casa.
Al abrir la puerta de su gabinete divisó una carta sobre su mesa de trabajo. Poco faltó, al cogerla, para que cayese de sorpresa y emoción, pues había reconocido la letra de su mujer. Y la carta llevaba el sello de Correos con la fecha de aquel mismo día. Abriéndola, leyó:
"Padre: Permíteme llamarte así, como en otro tiempo. Cuando recibas esta carta estaré muerta y enterrada. Y quizá me perdones entonces.
"No quiero tratar de conmoverte ni de atenuar mi falta. Lo único que quiero es decir, con toda la sinceridad de la mujer que se va a matar dentro de una hora, la verdad entera y completa.
"Cuando, por generosidad, te casaste conmigo, me entregué a ti por agradecimiento y te amé con todo mi corazón de niña. Te amé como amaba a mi padre, casi tanto como a él; y un día que me encontraba sobre tus rodillas, al estrecharme en tus brazos, te llamé "padre", a pesar mío. Fue aquél un grito del corazón, instintivo, espontáneo. Verdaderamente, tú eras para ml un padre, sólo un padre. Te echaste a reír, diciéndome: Llámame eso siempre, hija mía; me proporcionarás un gran placer."
"Vinimos a esta ciudad y —perdóname, padre— aquí me enamoré. ¡Oh, resistí mucho tiempo, dos años casi, lee bien esto, casi dos años, y, por último, cedí; me hice culpable, me convertí en una perdida.
"En cuanto a él... No adivinarás quién es. Bien tranquila estoy por ese lado, pues eran doce oficiales, siempre a mi alrededor, a quienes tú llamabas "mis doce constelaciones".
"Padre, no trates de conocerle y no le aborrezcas. Hizo lo que cualquiera otro hubiera hecho en su lugar; además, estoy segura de que él también me amaba con todo su corazón.
"Pero escucha: un día nos citamos en la isla de las Becadas, tú ya la conoces, aquella islita que está junto al molino. Yo debía ir a ella a nado, y él me esperaría oculto entre los matorrales, para permanecer luego allí hasta por la noche, a fin de que nadie le viese salir. Acababa de llegar donde él estaba cuando las ramas se entreabrieron y distinguimos a Felipe, tu ordenanza, que nos había sorprendido. Comprendí que estábamos perdidos sin remedio, y lancé un grito agudo; mi amigo el oficial me dijo entonces: "Váyase usted a nado, sin apresurarse, y déjeme aquí solo con este hombre."
"Yo me puse en marcha, tan conmovida, que poco faltó para que me ahogara, y volví a tu casa, temiendo un desenlace espantoso.
"Una hora después Felipe me decía en voz baja en el corredor del salón donde le encontré: "Estoy a las órdenes de la señora, si tiene alguna carta que confiarme." Entonces comprendí que se había vendido, que mi amigo le había comprado.
"Le he dado cartas, todas mis cartas. Las llevaba y me traía las respuestas.
"Esto duró dos meses, aproximadamente. Teníamos en él confianza, como tú la tenias también.
"Padre mio, ahora verás lo que ocurrió: Un día, en la misma isla de las Becadas, a la cual había ido yo a nado, pero sola esta vez, encontré a tu ordenanza. Me esperaba, y me advirtió que nos denunciaría a ti, entregándote varias cartas que había conservado, cartas robadas, si yo no cedía a sus deseos.
"¡Oh padre, padre mío; tuve miedo, un miedo infame, indigno, miedo por ti sobre todo, por ti, tan bueno, y engañado por mi; miedo por él, además —tú le habrías matado—, por mí también acaso, ¿lo sé yo? Estaba loca, atontada, y quise comprar de nuevo a aquel miserable que me amaba también... ¡Qué vergüenza!
"Las mujeres somos tan débiles, que perdemos la cabeza mucho antes que vosotros. Además, cuando una ha caido ya, cada vez se cae más bajo, más bajo. ¿Por ventura supe lo que hacía? Lo único que comprendí fue que uno de vosotros dos y yo íbamos a morir, y para evitarlo me entregué a aquel bruto.
"Ya ves, querido padre, que no trato de excusarme.
"Entonces..., entonces sucedió lo que yo debí prever. Aterrándome, cuando le plugo abusó de mí. Fue también mi amante, como el otro, de todos los días. ¿No es esto abominable? ¡Qué castigo, padre mío! Entonces me dije: "Es preciso morir."
"Viva, nunca te hubiera podido confesar tal crimen. Muerta, me atrevo a todo, no tenía más remedio que morir; nada me habría lavado; tan grande era la mancha caída sobre mí. Ya no podía ni ser amada; me parecía que ensuciaba a las personas sólo con darles la mano.
"Dentro de muy poco voy a tomar mi baño, del cual no volveré.
"Esta carta para ti irá a casa de mi amante. El la recibirá después de mi muerte y, sin comprender nada, la hará llegar a tus manos, cumpliendo mi última voluntad, y tú la leerás al volver del cementerio.
"Adiós, padre; nada más tengo que decirte. Haz lo quieras y perdóname."

El coronel se enjugó la frente, cubierta en sudor. Había súbitamente recobrado su sangre fría, la sangre fría de los días de batalla.
Llamó.
Se presentó un criado.
—Que venga Felipe —le dijo.
Luego entreabrió el cajón de su mesa.
Entró casi en seguida el ordenanza, un soldado alto y recio, con bigote rojo, expresión maliciosa y mirar solapado.
El coronel clavó en él sus ojos.
—¡Vas a decirme el nombre del amante de mi esposa!
—¡Pero mi coronel!...
El oficial tomó su revólver del cajón entreabierto.
—¡Ea, pronto! ¡Ya sabes que no bromeo!
—Pues bien, mi coronel..., es el capitán Saint-Albert.
Apenas había dicho este nombre, cuando una llamarada abrasó sus ojos, y cayó de bruces, con la frente atravesada de un balazo. FIN