LA ISLA DEL TESORO, PARTE PRIMERA, cap.6. Los papeles del capitán


Capítulo 6
Los papeles del capitán
Cabalgamos sin descanso hasta que llegamos a la puerta del doctor Livesey. La fachada de la casa estaba a oscuras.
El señor Dance me indicó que desmontase y llamara, y Dogger me cedió su estribo para hacerlo. Una criada nos abrió
la puerta.
—¿Está el doctor Livesey? —pregunté.
Me respondió que el doctor había estado durante toda la tarde, pero que en aquel momento se encontraba en la mansión
del squire, porque estaba invitado a cenar y pasar la velada con él.
—Bien, pues vamos allá, muchachos —dijo el señor Dance. Como esta vez la distancia era más corta, ni siquiera
monté, sino que fui corriendo asido al estribo de Dogger hasta las puertas del parque, y después, por la larga avenida de
árboles, cubierta entonces de hojas y que la luz de la luna iluminaba, al final de la cual se perfilaba la blanca línea de
edificaciones que componían la mansión, rodeada por inmensos jardines de centenarios árboles. El señor Dance desmontó
y sin dilación fuimos admitidos en la casa. Un criado nos condujo por una galería alfombrada hasta un amplio
salón cuyas paredes estaban todas cubiertas por estanterías con libros rematadas por esculturas. Allí se encontraban el
squire y el doctor Livesey, sentados ante un maravilloso fuego de chimenea y fumando sus pipas.
Yo nunca había visto tan de cerca al squire. Era un hombre muy alto, de más de seis pies, y bien proporcionado; su
rostro era enormemente expresivo, y su piel, curtida y algo enrojecida, supongo que por sus largos viales; las cejas eran
muy negras y espesas y, al moverlas, le daban un aire de cierta fiereza.
—Pase usted, señor Dance —dijo con mucha ceremonia y no sin condescendencia.
—Buenas noches, Dance —añadió el doctor con una inclinación de cabeza—. Buenas noches, Jim. ¿Qué buen viento
os trae por aquí?
El superintendente, muy envarado, contó lo ocurrido como quien recita una lección; y era digno de ver cómo los dos
caballeros lo escuchaban con la máxima atención, intercambiándose miradas, tanto que hasta se olvidaron de fumar,
absortos y asombrados por el relato. Cuando supieron cómo mi madre se había atrevido a regresar a la hostería, el doctor
Livesey no pudo reprimir una exclamación:
—¡Bravo! —dijo con un gesto tan impulsivo, que quebró su larga pipa contra la parrilla de la chimenea.
Antes de que terminase el superintendente su narración, el señor Trelawney —pues ése, como se recordará, era el
nombre del squire— se levantó de su butaca y empezó a recorrer el salón a grandes zancadas, mientras el doctor, como
para oír mejor, se había despojado de la empolvada peluca; y por cierto que resultaba sorprendente verlo con su auténtico
pelo, negrísimo y cortado al rape.
Por fin el señor Dance terminó su explicación.
—Señor Dance —dijo el squire—, es usted un hombre de provecho. Y en cuanto a la muerte de ese vil y desalmado
forajido, lo considero un acto virtuoso como el aplastar una cucaracha. En cuanto a este mozo, Hawkins, es una verdadera
joya. Por favor, Hawkins, ¿quieres tirar de la campanilla? El señor Dance tomará un trago de cerveza.
—¿Así, Jim —dijo el doctor—, que tú tienes lo que esos pillos andaban buscando?
—Aquí está, señor—dije, y le entregué el paquete envuelto en hule.
El doctor lo miró por todos lados, temblándole los dedos por la impaciencia de abrirlo; pero, en vez de hacerlo, se lo
guardó tranquilamente en el bolsillo de su casaca.
—Señor Trelawney —dijo—, no debemos distraer al señor Dance por más tiempo de sus obligaciones; el servicio de
Su Majestad no descansa. Pero sugeriría que Jim Hawkins se quedara a dormir en mi casa, y, con vuestro permiso, propongo,
bien se lo ha ganado, que traigan el pastel de fiambre y que reponga fuerzas.
—Como gustéis, Livesey—dijo el squire—, pero Hawkins bien merece algo mejor que ese pastel.
Trajeron un enorme pastel de pichones, que dispusieron en una mesita junto a mí, y cené copiosamente, pues tenía un
hambre de lobo. Mientras tanto el señor Dance fue nuevamente felicitado y finalmente despedido.
—Y bien, señor Trelawney... —dijo entonces el doctor.
—Y bien, señor Livesey —dijo el squire—. Ahora...
—Cada cosa a su tiempo —dijo riéndose el doctor—, cada cosa a su tiempo. Habréis oído hablar de ese Flint, ¿no es
así?
—¡Hablar! —exclamó el squire—. ¡Hablar, decís! Flint ha sido el más sanguinario pirata que cruzó los mares. Barbanegra
era un inocente niñito a su lado. Los españoles le tenían tanto miedo, que aveces me he sentido orgulloso de que
fuera inglés. Con estos ojos he visto sus monterillas en el horizonte, a la altura de Trinidad, y el cobarde con quien yo
navegaba viró y le faltó tiempo para refugiarse en las tabernas de Puerto España.
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—Sí, también yo he oído hablar de él en Inglaterra —dijo el doctor—. Pero la cuestión es si realmente atesoraba tanta
riqueza como dicen.
—¿Que si atesoraba tantas riquezas? —interrumpió el squire—. ¿Pero no conocéis la historia? ¿Qué buscaban esos
villanos sino tal fortuna? ¿Por qué otra cosa iban a arriesgar su cuello? Esa carne de horca sabía lo que buscaba.
—Que es lo que nosotros ahora podemos conocer —contestó el doctor—. Pero sois tan exaltado, que me confundís y
no he podido explicarme. Lo único que necesito saber es eso: Si yo tuviera aquí, en mi bolsillo, alguna indicación acerca
del lugar donde Flint enterró su tesoro, ¿qué valor tendría para nosotros?
—¿Qué valor? —exclamó el squire—. Mirad: si tenemos esa indicación de que habláis, estoy dispuesto a fletar y pertrechar
un barco en Bristol y llevaros a vos y también a Hawkins, y prometo hacerme con ese tesoro, aunque tenga que
estar un año buscándolo.
—Magnífico —dijo el doctor—. Ahora, pues, si Jim está de acuerdo, abriremos el paquete.
Y diciendo esto puso ante él en la mesa el paquetito que se había guardado.
El envoltorio estaba cosido y el doctor tuvo que sacar su instrumental y cortó las puntadas con las tijeras de cirujano.
Aparecieron entonces dos cosas: un cuaderno y un sobre sellado.
—Empezaremos por el cuaderno —dijo el doctor.
Y me hizo señas para que me acercase y gozara del placer de la investigación. El squire y yo mirábamos por encima
de su cabeza mientras él lo abría. En la primera página sólo encontramos algunas palabras sin ilación, como las que se
escriben por mero capricho. Alguna frase había, sin sentido, que repetía lo que yo había visto tatuado en el brazo del
capitán: «Billy Bones es libre»; después leímos: «Señor W. Bones, segundo de a bordo». «Se acabó el ron». «A la altura
de Cayo Palma recibió el golpe», y otros varios garabatos, la mayor parte palabras sueltas e incomprensibles. No pude
menos que imaginar quién sería el que recibió «ese» golpe, y qué «golpe» sería... quizá el de un cuchillo, y por la espalda.
—No se saca mucho de aquí —dijo el doctor Livesey pasando las hojas.
En las diez o doce páginas siguientes había una curiosa serie de asientos. En los extremos de cada renglón constaba
una fecha, en uno y en el otro una cantidad de dinero, como suelen figurar en los libros de contabilidad; pero, en lugar
de anotaciones explicativas del concepto, sólo había un número variable de cruces. Así, el 12 de junio de 1745, por
ejemplo, se indicaba haber asignado a alguien una suma de 70 libras esterlinas, pero sólo seis cruces indicaban el motivo.
En otros casos, es cierto, se añadía el nombre de algún lugar, como «A la altura de Caracas», o una mera indicación
del rumbo, como «62° 17'20”, 19° 2'40”».
La contabilidad abarcaba cerca de veinte años, y las cantidades que reflejaba cada asiento iban haciéndose mayores
con el paso del tiempo; al final se había sacado el total, tras cinco o seis sumas equivocadas, y se le habían añadido las
siguientes palabras: «Bones, lo suyo».
—No saco nada en limpio de todo esto —dijo el doctor Livesey.
—Pues está tan claro como la luz del día —exclamó el squire—. Este libro registra las cuentas de aquel perro desalmado.
Las cruces represenan los nombres de navíos hundidos o de ciudades saqueadas. Las cantidades son la parte que
a él le tocaba, y, cuando tenía alguna duda, añadía para precisar: «A la altura de Caracas», lo que debe significar que en
esa situación algún malaventurado barco fue abordado. Dios tenga compasión de las pobres almas que lo tripulaban...
Se las habrá tragado el coral.
—¡Cierto! —dijo el doctor—. Se nota que habéis viajado mucho. ¡Cierto! Y así las cantidades iban creciendo a medida
que él ascendía de rango.
El resto del cuaderno decía ya bien poca cosa, a no ser unas referencias geográficas, anotadas en las últimas páginas,
y una tabla de equivalencias del valor entre monedas francesas, inglesas y españolas.
—Hombre ordenado —observó el doctor—. No era de los que se dejan engañar.
—Y ahora —dijo el squire— pasemos a la otra cosa.
El sobre estaba lacrado en varios puntos y sellado sirviéndose de un dedal, quizá el mismo que yo había encontrado
en el bolsillo del capitán. El doctor abrió los sellos con gran cuidado y ante nosotros apareció el mapa de una isla, con
precisa indicación de su latitud y longitud, profundidades, nombres de sus colinas, bahías y estuarios, y todos los detalles
precisos para que una nave arribase a seguro fondeadero. Medía unas nueve millas de largo por cinco de ancho, y
semejaba, o así lo parecía, un grueso dragón rampante. Tenía dos puertos bien abrigados, y en la parte central, un monte
llamado «El Catalejo». Se veían algunos añadidos realizados sobre el dibujo original; pero el que más nos interesó eran
tres cruces hechas con tinta roja: dos en el norte de la isla y una en el suroeste, y junto a esta última, escritas con la
misma tinta y con fina letra, muy distinta de la torpe escritura del capitán, estas palabras: «Aquí está el tesoro».
En el reverso y de la misma letra aparecían los siguientes datos:
«Arbol alto, lomo del Catalejo, demorando una cuarta al N. del N.N.E.
Isla del Esqueleto E.S.E. y una cuarta al E. Diez pies.
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El lingote de plata está en escondite norte; se encontrará tomando por el montículo del este, diez brazas
al sur del peñasco negro con forma de cara.
Las armas se hallan fácilmente en la duna situada al N. punta del Cabo norte de la bahía, rumbo E. y
una cuarta N.
J. F.»
Y eso era todo, y, aunque a mí me resultó incomprensible, colmó de alegría al squire y al doctor Livesey.
—Livesey —dijo el squire—, os sugiero abandonar inmediatamente ese mezquino quehacer vuestro. Pienso salir mañana
para Bristol. En tres semanas... ¡En dos si fuera posible!... ¡En diez días! Sí, en diez días, tendremos el mejor barco,
sí, señor, y la mejor tripulación de Inglaterra. Hawkins será nuestro ayudante, ¡y valiente ayudante que has de ser,
joven Hawkins! Vos, Livesey, iréis como médico de a bordo; yo seré el comandante. Llevaremos con nosotros a Redruth,
a Joyce y a Hunter. Con buenos vientos, que los tendremos, la travesía será rápida y sin dificultades. Encontraremos
el sitio, y después, ah, después, habrá tanto dinero, que podremos revolcarnos en é1. Viviremos en el mayor lujo
por el resto de nuestros días.
—Trelawney —dijo el doctor—, iré con vos, y salgo fiador del empeño, y también vendrá Jim, lo que será una garantía
para nuestra empresa. Pero he de deciros, a fuer de ser sincero, que hay una persona a quien temo.
—¿Y quién es él? —clamó el squire—. Decidme el nombre de ese perro.
—Vos —replicó el doctor—, porque sé cuánto os cuesta sujetar la lengua. Pensad que no somos los únicos que conocen
la existencia de este documento. Esos sujetos que han atacado esta noche la hostería —y que sin duda se trata de
gente dispuesta a todo—, así como los que les aguardaban en el lugre, y supongo que otros que no debían estar muy
lejos, todos son individuos decididos, cueste lo que cueste, a apoderarse de esas riquezas. Ninguno de nosotros debe
andar solo hasta que podamos hacernos a la mar. Vos debéis haceros acompañar de joyce y de Hunter cuando vayáis a
Bristol, y ninguno de nosotros ha de dejar que se le escape una palabra de cuanto hemos descubierto.
—Livesey —contestó el squire—, siempre tenéis razón. Estaré callado como una tumba.

LA ISLA DEL TESORO, PARTE PRIMERA, cap.5. La muerte del ciego


Capítulo 5
La muerte del ciego
La curiosidad fue más fuerte que mis temores y abandoné mi escondrijo; me arrastré hasta la cima del talud, y desde
allí, ocultándome tras un matorral de retama, pude observar a todo lo largo de la carretera hasta la puerta de nuestra
casa. No tuve que aguardar mucho, pues de inmediato empezaron a llegar mis enemigos, al menos siete u ocho; corrían
hacia la casa y el ruido de sus pasos resonaba en la noche. Uno llevaba una linterna y marchaba delante; otros tres corrían
juntos, cogidos por las manos; y, a pesar de la niebla, vi que el que iba en medio del trío era el mendigo ciego. Un
instante después escuché su voz.
—¡Echad abajo la puerta! —gritaba.
—¡Echadla abajo! —contestaron otras voces.
Y vi cómo se lanzaban al asalto de la «Almirante Benbow», mientras el que sostenía la linterna avanzaba tras ellos.
De pronto se detuvieron y hablaron en voz baja, como si les hubiera sorprendido encontrar abierta la puerta. Pero, acto
seguido, el ciego volvió a darles órdenes. Su voz sonó estentórea y aguda, como si ardiera de impaciencia y rabia.
—¡Entrad! ¡Entrad! ¡Entrad! —gritaba, maldiciendo a sus compinches por su indecisión.
Cuatro o cinco de ellos obedecieron en seguida y dos permanecieron en la carretera junto al fantasmal mendigo. Hubo
un gran silencio. Después oí una exclamación de sorpresa y una voz gritó desde la casa:
—¡Bill está muerto!
El ciego rompió otra vez en juramentos.
—¡Registradlo! ¡Gandules! ¡Y los demás que suban a por el cofre! —volvió a gritar.
Hasta mí llegaba el estruendo de sus carreras por nuestra vieja escalera; la casa parecía temblar con sus pisadas. Después
escuché nuevas voces de sorpresa, la ventana del cuarto del capitán se abrió de golpe, con gran estrépito de vidrios
rotos, y un hombre asomó iluminado por la claridad de la luna y llamó al que estaba abajo en la carretera.
—¡Pew! —gritó—, nos han tomado la delantera. Alguien ha limpiado ya el cofre; todo está patas arriba.
—¿Y lo que buscamos? —preguntó Pew.
—Hay dinero.
El ciego maldijo el dinero.
—¡El escrito de Flint es lo que importa! —gritó.
—No lo vemos por aquí —repuso el otro.
—¡Eh, los de abajo, registrad bien a Bill! —vociferó de nuevo el ciego.
Salió entonces a la puerta uno de los que se habían quedado abajo para registrar al capitán.
—A Bill ya lo han cacheado —dijo—. No lleva nada.
—¡Ha sido la gente de la posada! ¡Ha sido ese chico! ¡Ojalá le hubiera sacado los ojos! —exclamó Pew—. No hace
ni un minuto que aún estaban ahí dentro; el cerrojo estaba echado cuando yo intenté abrir la puerta. ¡Vamos! ¡Registradlo
todo! ¡Buscadlo!
—No pueden andar lejos —gritó el que asomaba por la ventana—, aquí hay una vela que todavía está encendida.
—¡Buscadlos! ¡Hay quedar con ellos! —aullaba Pew, mientras golpeaba furiosamente con su báculo contra la carretera.
Entonces comenzó un gran desconcierto en nuestra vieja hostería; carreras y ruidos por todas partes, muebles que se
volcaban, puertas abiertas a patadas; el estruendo parecía resonar en las cercanas montañas. Luego empezaron a salir los
asaltantes, uno a uno, y aseguraron que sin duda ya no nos encontrábamos allí. En ese momento, el mismo silbido que
antes nos alarmara a mi madre y a mí, cuando estábamos contando el dinero del capitán, se escuchó de nuevo, claro y
agudo, en la quietud de la noche. Ahora sonó dos veces. Al principio creí que se trataba del ciego, que de esta forma
llamaba a su tripulación al abordaje; pero reparé en que el sonido venía desde la cuesta que conducía al caserío, y al ver
el efecto que tuvo sobre aquellos bucaneros, comprendí que se trataba de un aviso de peligro.
—Es Dirk —llamó uno de los maleantes—. ¡Dos toques! Tenemos que largarnos, compañeros.
—¡Lárgate tú, inútil! —clamó Pew—. Dirk siempre ha sido un miserable cobarde... ¡No le hagáis caso! ¡Buscad al
chico y a su madre, no pueden estar lejos! ¡Dispersaos y buscadlos, perros! ¡Maldita sea mi alma! —juró—. ¡Si yo tuviera
vista!
Esta arenga produjo su efecto, sin duda, porque dos o tres empezaron a buscar aquí y allá en la leñera, aunque desde
luego sin excesivo entusiasmo, ya que les preocupaba más su propio peligro, los demás permanecían indecisos en la
carretera.
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—Tenéis una fortuna en vuestras manos, imbéciles, y os asustáis de vuestra sombra. Podéis ser tan ricos como reyes,
si logramos encontrar ese papel. Sabemos que está aquí y aún os hacéis los remolones. Cuando ninguno de vosotros se
atrevía a encararse con Bill, yo lo hice... ¡yo, un ciego! ¡No voy a perder mi parte por vuestra culpa! ¿Es que voy a reventar
como un miserable pordiosero arrastrándome mendigando un poco de ron, cuando podría ir en carroza? ¡Si tuvierais
las agallas de una pulga, los atraparíais!
—Que se vayan al infierno, Pew. Ya tenemos los doblones —refunfuñó uno de ellos.
—Habrán escondido el escrito —dijo otro—. Coge estas guineas, Pew, y deja de aullar.
Aullidos era verdaderamente la palabra más exacta, y a tal punto llegó la cólera de Pew al oír a su compañero, que su
ira estalló v empezó a dar golpes de ciego con su bastón a diestro y siniestro, y en las costillas de más de uno los oí resonar.
Se enzarzaron todos amenazándose con horribles maldiciones y tratando en vano de arrancar el palo de las manos
del ciego.
Su pendencia fue nuestra salvación, porque, mientras ellos reñían, otro ruido llegó hasta nosotros desde lo alto de la
cuesta del caserío: el rumor de cascos de caballos al galope. Casi al mismo tiempo el resplandor y la detonación de un
pistoletazo sacudieron al fondo del camino. Debía ser ésa la última señal de peligro, porque los bucaneros, al escucharla,
dieron vuelta y echaron a correr, dispersándose en todas direcciones, lo mismo hacia el mar, a lo largo de la bahía,
como a través del cerro, de suerte que en medio minuto no quedó de la pandilla sino Pew. Lo habían abandonado o por
cobardía o en venganza por sus injurias y golpes; y allí estaba él solo y golpeando con el palo en la carretera, frenéticamente,
tanteando el aire y llamando a sus camaradas. De pronto avanzó hacia donde yo estaba, corría; pasó ante mí,
gritando:
—Johnny! ¡«Perronegro»! ¡Dirk! —y otros nombres—. ¡No abandonéis al viejo Pew, camaradas! ¡No abandonéis al
viejo Pew!
El atronador galopar de los caballos sobrepasó la cima de la cuesta, y cuatro o cinco jinetes se dibujaron a la luz de la
luna y se lanzaron cuesta abajo a galope tendido.
Y entonces vi que Pew cayó en la cuenta de su error; intentó dar la vuelta y echó a correr hacia la cuneta, donde se
precipitó dando tumbos. Se levantó inmediatamente y siguió corriendo, pero ya estaba perdido, y vi cómo cala bajo las
patas del primer caballo. El jinete trató de esquivarlo, pero fue en vano. Pew cayó dando un grito, que resonó en el frío
de la noche. Los cascos del animal lo pisotearon, revolcándolo contra el polvo, y pasaron dé largo. Allí quedó Pew, tendido
sobre su costado; después se estremeció, casi dulcemente, y quedó inmóvil.
De un salto me puse en pie y llamé a los jinetes. Habían frenado sus monturas, horrorizados por el accidente, y los reconocí.
Uno de ellos, que cabalgaba rezagado, era el muchacho que habían enviado los del caserío a casa del doctor
Livesey, y los demás eran agentes de Aduana a los que encontrara a medio camino y con los cuales había tenido la buena
idea de regresar rápidamente. El superintendente Dance había sido informado sobre el lugre fondeado en la Cala de
Kitt y por eso precisamente venían aquella noche hacia nuestra casa. Esas circunstancias nos habían librado a mi madre
y a mí de una muerte segura.
Pew estaba tan muerto como una piedra. En cuanto a mi madre, la llevamos a la aldea y un poco de agua fresca y
unas sales bastaron para hacerle volver en sí, sin más consecuencias que el susto, aunque no dejó de lamentarse por
haber perdido lo que faltaba para liquidar la cuenta del capitán. El superintendente y los suyos continuaron inmediatamente
hacia la Cala de Kitt, pero tenían que descender una abrupta barranca, y sin luces, por lo que, entre que debían
tantear la senda y desmontar de sus cabalgaduras, además de las precauciones por el caso de que les hubieran tendido
una emboscada, para cuando llegaron a la Cala, el lugre ya había zarpado. Se encontraba todavía, sin embargo, tan cerca
de la costa, que el superintendente intentó detenerlo ordenándoles que se entregasen. Pero una voz respondió desde el
mar conminándole a apartarse de donde estaba si no quería llevarse un poco de plomo en el cuerpo, lo que no era difícil
ya que estaba iluminado por la claridad de la luna, y al mismo tiempo sonó un disparo y una bala silbó junto a su brazo.
El lugre ya doblaba el cabo y desapareció. El señor Dance se quedó, como él mismo dijo, «como pez fuera del agua», y
todo lo que pudo hacer fue enviar a uno de sus aduaneros a Bristol para dar aviso al cúter que servía de guardacostas.
—Es igual que nada —dijo—. Nos la han jugado. De lo único que me alegro es de haber acabado con ese canalla de
Pew —del cual ya sabía la historia por habérsela yo contado.
Volvimos juntos a la «Almirante Benbow», y no es posible describir un estrago mayor; hasta nuestro viejo reloj estaba
derribado, y toda la casa patas arriba, pues en su busca nada habían dejado en pie aquellos malhechores, y, aunque
no consiguieran llevarse otra cosa que el dinero del capitán y algunas monedas de plata que guardábamos en el mostrador,
pensé que sin duda estábamos arruinados. El señor Dance tampoco daba crédito a sus ojos.
—¿No me dijiste que querían robar el dinero? Pues entonces, dime, Hawkins, ¿por qué lo han destrozado todo? ¿Buscarían
más dinero?
—No, señor —le contesté—, creo que no era dinero. Se me figura que buscaban algo que tengo yo en el bolsillo, y,
para decir verdad, quisiera ponerlo a buen recaudo.
—Muy bien, muchacho —dijo él—, tienes razón. Si quieres yo puedo guardarlo.
—Yo había pensado en el doctor Livesey... —empecé a decir.
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—Perfectamente —dijo interrumpiéndome con toda amabilidad—, perfectamente. Es un caballero y además magistrado.
Ahora que pienso en ello, creo que debería ir yo también para darle cuenta de lo ocurrido a él y al squire. Esa
basura de Pew está bien muerto, y no es que yo lo lamente, pero el caso es que hay personas de mala fe siempre dispuestas
a aprovechar cualquier pretexto para acusar de lo que sea a un oficial de Su Majestad. Así que, escúchame,
Hawkins, creo que debes venir conmigo.
Le di las gracias por su ofrecimiento y nos dirigimos caminando hasta el caserío donde estaban los caballos. Casi antes
de poder despedirme de mi madre, vi que ya estaban todos montados.
—Dogger —dijo el señor Dance—, tú que tienes un buen caballo monta contigo a este joven.
Monté y me aferré al cinto de Dogger. Entonces el superintendente dio la señal y partimos al galope hacia la casa del
doctor Livesey.
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LA ISLA DEL TESORO, PARTE PRIMERA, cap.4. El cofre


Capítulo 4
El cofre
No perdí ya entonces más tiempo en decirle a mi madre todo lo que sabía y que sin duda hubiera debido poner mucho
antes en su conocimiento. Inmediatamente nos dimos cuenta de lo difícil y peligroso de nuestra situación. Parte del dinero
que aquel hombre pudiera esconder —si es que algo guardaba— nos pertenecía con toda justicia, pero no era probable
que los compañeros de nuestro capitán, sobre todo los dos ejemplares que yo había visto, «Perronegro» y el mendigo
ciego, estuvieran dispuestos a perder una parte del botín, y para saldar las cuentas del difunto. Tampoco podía yo
cumplir el encargo del capitán de cabalgar en busca del doctor Livesey, dejando a mi madre sola y sin protección. Ni
siquiera nos parecía posible a ninguno de los dos seguir por más tiempo en la hostería. El chisporroteo de los leños en el
fogón, el tic—tac del reloj, todo nos llenaba de espanto. Por todas partes nos parecía oír pasos sigilosos que se acercaban.
El cuerpo muerto del capitán seguía tendido en el suelo de la habitación. Yo no paraba de pensar en el siniestro
ciego, al que suponía rondando la casa y pronto a aparecer. El miedo me ponía la carne de gallina. Había que tomar una
decisión inmediatamente; y se me ocurrió como única salida que nos marchásemos de la hostería para buscar auxilio en
el cercano caserío. Y dicho y hecho. Tal como estábamos, sin siquiera cubrirnos, mi madre y yo echamos a correr en la
oscuridad, cada vez más densa, de aquel helado atardecer.
El caserío sólo distaba unos cientos de yardas y teníamos la ventaja de que, en cuanto traspusiéramos la ensenada, ya
no se nos vería; también me tranquilizaba que se hallara en dirección opuesta a aquella por donde había venido el ciego
y por la que probablemente se había marchado. Recorrimos el camino en pocos minutos, y eso contando que nos detuvimos
alguna vez para escuchar. Pero no se oía ruido alguno desacostumbrado, sólo el suave batir de las olas en la playa
y el graznar de los cuervos en el bosque.
Cuando llegamos al caserío, ya se encendían las primeras luces, y nunca olvidaré el alivio que sentí al ver aquellos
resplandores amarillentos que se filtraban por puertas y ventanas. Pero ésa fue toda la ayuda que de allí recibimos, porque
—aunque parezca mentira— nadie estaba dispuesto a regresar con nosotros a la «Almirante Benbow», y cuanto
más dramatizábamos nuestras desventuras, menos inclinados parecían todos —hombres, mujeres o mozos— a abandonar
el cobijo de sus hogares. El nombre del capitán Flint, aunque desconocido para mí, era bastante famoso para muchos
de los vecinos, y en todos causaba el mayor espanto. Alguno de los labradores que habían estado arando las tierras
de más allá de la hostería recordaba haber visto gente forastera en el camino, y, tomándolos por contrabandistas, habían
huido de ellos; uno, por lo menos, aseguraba haber visto un lugre fondeado en la que llamábamos la Cala de Kitt. Y tan
sólo la idea de encontrarse con alguno `de los compañeros del capitán ya bastaba para infundirles el más invencible de
los temores. El resultado fue que, si bien varios vecinos se ofrecieron para ir a caballo hasta la casa del doctor Livesey,
que por cierto estaba en la dirección contraria, ninguno estuvo dispuesto a ayudarnos para defender la «Almirante Benbow
».
Dicen que la cobardía es contagiosa; pero la discusión, por el contrario, enardece. Y así, después que cada uno expresó
sus opiniones, mi madre les lanzó una arenga declarando que no estaba dispuesta a perder un dinero que pertenecía a
su hijo.
—Si ninguno de vosotros se atreve —les dijo—, Jim y yo sí nos atrevemos y no os necesitamos para encontrar el camino
de vuelta. Os agradezco mucho a todos, manada de gallinas, vuestro amparo.
Nosotros abriremos ese cofre, aunque nos cueste la vida, y le agradecería a usted, señora Crossley, que me prestase
una bolsa para traernos el dinero que nos pertenece.
Yo, por supuesto, dije que iría con mi madre; y por supuesto, todos intentaron convencernos de nuestra temeridad,
pero ni aún entonces hubo alguno que decidiera venir con nosotros. Lo único que hicieron fue darme una pistola cargada,
por si nos atacaban, y prometernos tener caballos ensillados para el caso de que fuésemos perseguidos al regreso.
También enviarían a un muchacho a casa del doctor Livesey para buscar el socorro de gente armada.
El corazón me latía en la boca, cuando salimos al frío de la noche y emprendimos nuestra peligrosa aventura. La luna
llena empezaba a levantarse e iluminaba con su brillo rojizo los altos bordes de laniebla. Aligeramos el paso, pues muy
pronto todo estaría bañado por una luz casi como el día y no podríamos ocultarnos a los ojos de cualquiera que estuviera
vigilando. Nos deslizamos silenciosos y rápidamente a lo largo de los setos sin que escuchásemos ruido alguno que
aumentara nuestros temores, hasta que con sumo júbilo cerramos tras de nosotros la puerta de la «Almirante Benbow».
Corrí inmediatamente el cerrojo, y permanecimos unos instantes en la oscuridad, sin movernos, jadeantes, a solas en
aquella casa con el cuerpo del capitán. En seguida mi madre se procuró una vela y cogidos de la mano penetramos en la
sala. El cuerpo yacía tal como lo habíamos dejado, tumbado de espaldas, con los ojos abiertos y un brazo estirado.
—Baja las persianas, Jim —susurró mi madre—, no sea que estén ahí fuera y nos vean. Y ahora tenemos que encontrar
la llave de eso —dijo, cuando yo acabé de cerrar—, pero ¿quién se atreve a tocarlo? —y al decir esto no pudo reprimir
un sollozo.
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Me arrodillé junto al capitán. En el suelo, cerca de su mano, encontré un redondel de papel ennegrecido por una de
sus caras. No dudé de que aquello era la Marca Negra; y, cogiéndolo, pude leer en el dorso escrito con letra muy clara y
limpia el siguiente aviso: «Tienes hasta las diez de esta noche».
—Tenía hasta las diez, madre —dije yo.
Y al tiempo de decir esto, nuestro viejo reloj empezó a sonar dando las horas. Las campanadas nos sobrecogieron de
terror, pero al menos contándolas nos tranquilizamos, ya que no eran más que las seis.
—Vamos, Jim —dijo mi madre—. La llave.
Registré los bolsillos uno tras otro; sólo encontramos unas monedas, un dedal, un poco de hilo y unas agujas enormes,
un trozo de tabaco mordido por una punta, su navaja de corva empuñadura, una brújula de bolsillo y yesca. Yo ya
empezaba a desesperar.
—Acaso la tenga colgada del cuello —sugirió mi madre.
Venciendo una gran repugnancia, desgarré su camisa y allí, colgada de su cuello, en un cordel embreado, que corté
con su propia navaja, estaba la llave. Este triunfo nos llenó de esperanza y subimos sin perder un segundo al cuarto
donde tanto tiempo había él dormido y donde desde el día de su llegada permanecía su cofre. Era un cofre igual que
tantos otros de los que suelen usar los navegantes; tenía la inicial B marcada en la tapa con un hierro al rojo vivo y las
esquinas estaban aplastadas y maltrechas por el largo y tempestuoso servicio.
—Dame la llave —dijo mi madre. Y aunque la cerradura se resistió, no tardó en abrirla, y levantamos la tapa.
Un fuerte olor a tabaco y a brea emanó de su interior; encima de todo vimos ropa nueva, cuidadosamente cepillada y
doblada. Mi madre aventuró que no había sido estrenada. Debajo empezamos a descubrir los más heterogéneos objetos:
un cuadrante, un vaso de estaño, varias libras de tabaco, una pareja de excelentes pistolas, un pedazo de un lingote de
plata, un antiguo reloj español y otras baratijas, como un par de brújulas montadas en latón y cinco o seis conchas de
caracoles de las Antillas. Muchas veces después he recordado esas conchas y he pensado en lo extraño de que las llevara
con él a través de su errante, criminal y aventurera existencia.
Sólo aquel lingote de plata y algunas monedas tenían algún valor; pero ni uno ni las otras nos aprovechaban. Debajo
de todo había un viejo capote marino descolorido ya por la sal y el aire de tantos océanos y puertos. Mi madre tiró de él,
encolerizada, y entonces descubrimos lo que había en el fondo del cofre: un paquete envuelto en hule, que parecía contener
papeles, y un saquito de lona que, al tocarlo, dejó oír un tintineo de oro.
—Voy a enseñarles a esos forajidos que yo soy una mujer honrada —dijo mi madre—. Tomaré lo que se me debe y
ni un farthing más. Sostén la bolsa de la señora Crossley —y empezó a contar las monedas hasta sumar la cantidad que
el capitán nos había dejado a deber.
La tarea fue larga y dificultosa, porque había monedas de todos los países y tamaños: doblones y luises de oro y guineas
y piezas de a ocho y qué se yo cuántas más, todas revueltas en aquella bolsa. Además, mi madre únicamente sabía
ajustar cuentas con guineas, y precisamente éstas eran las más escasas.
Aún no habíamos llegado ni a la mitad de la cuenta, cuando de pronto, en el aire silencioso y helado, escuchamos algo
que casi paralizó los latidos de mi corazón: el toc toc toc del palo del ciego sobre la carretera endurecida por el frío.
Se acercaba lentamente. Permanecimos quietos, conteniendo la respiración. Después sonó un golpe fuerte en la puerta
de la hostería y oímos levantarse la falleba y rechinar el cerrojo como si aquel miserable tratara de abrir; luego hubo un
largo y terrible silencio. Después el toc toc toc se escuchó una vez más, y, con la mayor alegría por nuestra parte, cada
vez más lejano, hasta que se perdió en la noche.
—Madre —le dije—, cojamos todo y vámonos. —Porque estaba seguro de que, al haber encontrado la puerta cerrada
por dentro, el ciego entraría en sospechas y no tardaría en volver con toda la cuadrilla; aun así me alegré de haber echado
el cerrojo, pues tal era el espanto que me producía aquel pavoroso ciego.
Pero mi madre, a pesar de sus temores, no quería apropiarse de un penique más de lo que se le debía, y se obstinaba
también en no contentarse con menos. Me tranquilizó diciendo que aún faltaba mucho para las siete. No estaba dispuesta
a irse sin haber saldado la cuenta. Y aún trataba yo de convencerla, cuando escuchamos de pronto un corto y apagado
silbido en la lejanía, sobre la colina. Aquello fue más que suficiente para los dos.
—Me llevaré lo que he cogido —dijo, poniéndose en pie de un salto.
—Y yo tomaré esto para completar la cuenta —dije yo, echando mano al envoltorio de hule.
Un instante después bajábamos a tientas por la escalera, porque habíamos olvidado la vela junto al cofre vacío; y sin
perder tiempo abrimos la puerta y escapamos a todo correr. Unos minutos más tarde y hubiera sido fatal para nosotros,
porque la niebla iba aclarando más que de prisa y la luna ya iluminaba las zonas mas altas, y sólo por la hondonada del
barranco y en torno a nuestra puerta flotaban aún tenues velos que nos ocultaron en la huida. Pero antes de llegar a mitad
de camino del caserío, casi al final de la cuesta, la niebla se levantaba dejando paso a la claridad de la luna, y forzosamente
teníamos que pasar por allí. Ademas, escuchamos rumor de gente cada vez más cerca y vimos una luz que oscilaba
entre la bruma y que indicaba que uno de nuestros perseguidores al menos traía una linterna de aceite.
—Hijo mío —dijo mi madre—, toma el dinero y escapa tú. Creo que voy a desmayarme.
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Pensé que aquello era el fin de los dos. Maldije la cobardía de nuestros vecinos y culpé a mi pobre madre tanto por su
honradez como por su codicia, por su pasada temeridad y por su desfallecimiento ahora. Casi habíamos llegado al puente
pequeño, y había un terraplén que bien podía servirnos, por lo que la ayudé para llegar hasta él y ocultarnos; fue dejarla
apoyada en el talud cuando con un suspiro se desplomó sobre mi hombro. No sé cómo tuve fuerzas para conseguirlo,
y me temo que usé cierta brusquedad, pero logré arrastrarla por la pendiente hasta casi ocultarla bajo el puente. No
pude hacer más, porque el arco era tan bajo, que no me permitió mas que reptar, y, aunque mi madre quedaba casi a la
vista de aquellos desalmados, allí permanecimos, tan cerca de la hostería, que pudimos ver todo cuanto en ella ocurrió.
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