EL ASUNTO DE MADAME LUNEAU Guy de Maupassant

El juez de paz, hombre panzudo, con un ojo cerrado y el otro abierto apenas, oía de mala gana las declaraciones de los comparecientes, lanzando a veces una especie de gruñido que podía interpretarse como una opinión, y otras veces interrumpía para dirigir preguntas, con voz aguda, semejante a la de un chiquillo.
Acababa de juzgar la denuncia presentada por el señor Joly contra el señor Petitpás, con motivo de una divisoria entre dos campos que, arando y por descuido, rebasó un jornalero del señor Petitpás.
Y pasaron al juicio de conciliación entre Hipólito Lacour, sacristán y cacharrero, y la señora Luneau, Celeste Cesarina, viuda de Isidoro Luneau.
Hipólito Lacour era un hombre de cuarenta y cinco años; seco, larguirucho, con el pelo bastante largo, la cara completamente afeitada, como un cura; su voz era una especie de canturreo.
La señora Luneau, a juzgar por las apariencias, tendría cuarenta años; robusta, carnosa, retenía malamente sus protuberancias en las estrecheces de su ropa ceñída. La redondez enorme de sus caderas se acentuaba por delante con un vientre descomunal que sostenía las ubres gelatinosas, rematando por detrás en las nalgas, tan llamativas y oscilantes como sus pechos. Tenía el cuello ancho, las facciones muy acentuadas y la voz rotunda; una voz que al producirse hacia vibrar los cristales. Los testigos de descargo, aguardaban.
El juez de paz abordó el asunto:
—Hipólito Lacour, precise usted su queja.
El hombre expuso:
—Voy a ello, señor juez de paz, con su permiso. Hará por San Miguel nueve meses que la señora Luneau me aguardó una tarde, y al salir yo de la iglesia después de tocar el Angelus, me dijo que no había quedado nunca embarazada...
—Entre de lleno en el asunto, sin preámbulos.
—Así lo haré, señor juez de paz. Ella quería una criatura y me invitaba, ofreciéndome cien francos, a realizar sus deseos. Todo fue lo mejor posible. Ahora me niega lo que me prometió. Y vengo a reclamar los cien francos por justicia.
—Más claro. "Quería una criatura." ¿Cómo? ¿Adoptar una críatura?
—No, señor juez; una criatura... nueva.
—Y ¿a qué llama usted unacriatura nueva?
—Pues a una criatura que nace cuando yo hubiera hecho con la señora lo que hace un marido con su mujer.
—No salgo de mi asombro. ¿Qué ventajas tenía para ella ese ofrecimiento?
—Al principio me dejó también algo confuso; como no hago nunca nada sin fundamento, quise conocer las razones que tenía esta señora para pedirme aquel servicio, y supe que, habiendo muerto su marido, Isidoro Luneau, a quien todos tratamos ocho días antes, pasaban sus bienes a la familia por no tener descendencia. Era una contrariedad; y un picapleitos la instruyó de que los conservaría si tuviera un hijo antes de diez meses; es decir, si paría en el décimo mes, a partir de la muerte del hombre. Resolvió probar fortuna, y fue a buscarme al salir yo de la iglesia, eligiéndome acaso porque soy padre de ocho hijos robustos, al mayor de los cuales tengo ya colocado en Caen…
—Suprima detalles inútiles. Al hecho.
—Voy, señor juez de paz. Esta señora me dijo: "Si lo consigues te daré cien francos así que pueda certificar un médico mi situación." Yo hice cuanto supe, señor para no errar el golpe. Ahora me niega los cien francos. Me los niega siempre que se los pido y hasta me insulta llamándome impotente y embustero. Ahí está la prueba de todo lo contrario.
—Usted, señora Luneau, ¿tiene que alegar?
—Digo, señor juez —adujo la señora—, que Hipólito es un embustero.
—¿No hizo lo posible..., como asegura?
—Sí; pero no tuvo resultado.
—¿Puede usted probar su afirmación? ¿Tiene usted una prueba convincente?
—¿Una prueba? ¿Qué prueba? ¿Cómo voy a tener una prueba de que la criatura no es del sacristán?—exclamó, sofocándose—. Y, sin embargo, juraría por la cabeza de mi difunto marido, que no, que no, ¡y que no!
—¿De quién es?
—¿Lo sé acaso?—masculló rabiosamente—. Puede ser… de cualquiera. Pregunte a mis ocho testigos y ellos le contestarán...
—Cálmese, y responda tranquilamente. ¿Qué razones tiene usted para dudar que sea este hombre el padre de la criatura?
—¿Qué razones? ¡Ciento, señor juez! ¡Doscientas!, ¡mil!, ¡un millón! Porque después de haberle buscado, atendiendo a su numerosa familia, he sabido que su mujer se divierte con otros, y que los hijos de su mujer son de los amantes; ¡los ocho!, ¡del primero al último!
—Son habladurías —insinuó el sacristán con mucha calma.
—¿Que son habladurías?... ¿Habladurias?—vociferaba la señora Luneau—. Su mujer tiene tratos con todo el mundo. Interrogue a mis testigos y verá el señor juez si son habladurías.
—No son más que habladurías —insistió Hipólito sin perder la tranquilidad.
—Y los rubios, de ojos azules, ¿también son obra tuya, los rubios de ojos azules?
—No puedo permitir esas indagaciones —dijo el juez—, y si usted insiste, me veré obligado a multarla.
—Recelosa de su capacidad —continuó la viuda, más templada —y pensando que no estorban las precauciones, recurrí a Cesáreo, mí primer testigo, el cual se puso inmediatamente a mi disposición. Divulgándose la noticia, tuve un centenar de pretendientes. Mi segundo testigo, Lucas Chandeller, me advirtió que no debía darle a Hipólito Lacour los cien francos, porque los otros hicieron tanto como él, sin reclamarme nada.
—Que no me los hubiera ofrecido —indicó el sacristán—. Yo los he ganado, señor juez.
—¡Cien francos! ¡Cien francos!—voceaba la señora Luneau—. ¡Cien francos por eso! Ninguno me ha pedido nada, y tú, ¡cien francos! Míralos: ocho mocetones como castillos y ninguno me ha pedido nada. Pude tener ciento si quisiera, ¡ciento, doscientos, quinientos de balde!
—¡Aunque tuviese cien mil!
—¡Y cien mil!
—Yo hice lo que ofrecí... Lo demás no me importa; lo prometido es deuda.
—Bien; ¡pruébame que lo que traigo aquí es tuyo!—y al decir esto la viuda, se golpeaba el vientre con las dos manos—. ¡Pruébalo si puedes!
—Tal vez será mío, tal vez de otro —dijo el sacristán con mucha calma—. Lo cierto es que me prometió cíen francos por mi parte, si resultaba. Si usted quiso asegurarse, recurriendo a otros, no es mía la culpa. El trato es trato; yo no pedí que me ayudasen; me bastaba solo.
—¡Mentira! ¡Embustero! ¡Ahora lo dirán mis testigos!
El juez de paz los interrogó. Eran ocho mocetones robustos y desgalichados.
—Lucas Chandeller, ¿tiene usted motivos para suponerse padre de la criatura que la señora Luneau lleva en el vientre?
—Sí, señor juez.
—Pedro Celestino Sidoin, ¿tiene usted motivos para suponerse padre de la criatura que la señora Luneau lleva en el vientre?
—Sí, señor juez.
Los restantes respondieron de igual modo a la misma pregunta. El juez de paz, habiendo meditado la sentencia, dictó:
"Considerando que, si bien Hipólito Lacour tiene motivos para suponerse padre de la criatura que solicitaba la señora Luneau, los llamados Lucas Chandelier, etcétera, etc., tienen idénticos motivos para poder atribuirse cada uno de por sí la paternidad;
"Considerando que la señora Luneau había solicitado primeramente los auxilios de Hipólito Lacour, prometiéndole una indemnización de cien francos, en el caso de que resultasen fecundas las aproximaciones.
"Considerando que, aun comprobada la buena fe y el acierto de Hipólito Lacour, no podía encargarse del asunto, por ser casado y, por consiguiente, hallándose por la ley sujeto a fidelidad legítima;
"Considerando, además, etcétera, etcétera.
"Considero a la señora Luneau a pagar veinticinco francos por daños y perjuicios a Hipólito Lacour, indemnizándole de esta manera del tiempo empleado indebidamente. FIN

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