EN EL TREN Guy de Maupassant

El sol estaba próximo a ocultarse detrás de la cordillera, sobre la que se alzaba gigantesco el Puy de Dôme, y la sombra de las cumbres invadía el profundo valle de Royat.
Algunas personas circulaban por los jardines en torno del kiosco de la música. Otras permanecían aún sentadas, en grupos, a pesar de que refrescaba el atardecer.
En uno de los grupos discutíase animadamente un importante asunto que preocupaba de veras a la señora de Sarcagnes, a la señora de Vaulacelle y a la señora de Bridoie. Se aproximaban las vacaciones y había que sacar a los niños de los colegios de Jesuitas y Dominicos donde se educaban.
Y como no entraba en los cálculos de aquellas madres tomar el tren para ir en busca de sus descendientes, al discurrir acerca de lo dificultoso do tan delicada misión, no sabían a quién pudieran confiarla.
Era en los últimos días de julio y París ya estaba casi despoblado. No sería fácil hallar un mensajero que las inspirase toda la confianza por ellas apetecida.
Aumentaba sus zozobras un suceso indecoroso que había sido pocos días antes causa de un escándalo en el ferrocarril. Y la señora de Sarcagnes, la señora de Vaulacelles y la señora de Bridoie, llegaron a suponer que todas las tunantas de la capital pasaban su vida en los rápidos, entre aquella región de veraneo y París. Además, un periódico tan bien informado en estos asuntos como El Gil Bl~s —y esto lo advertía el señor de Bridoie— notificaba la presencia en Vichy, en Mont-Doré y en la Bourboule, de todas las horizontales conocidas y por conocer. Para que se hallaran en esos puntos, era indispensable que hubieran ido en el tren; y en el tren volverían seguramente; aún más: no dejarían de ir y venir a todas horas. Resultaba de tales afirmaciones un acarreo continuo de mujeres galantes en la maldita línea férrea. Y aquellas mamás de colegiales dolíanse amargamente de que no se prohibiera viajar en ferrocarril a las impuras, por lo menos en ciertas épocas.
Rogelio de Sarcagnes tenía quince años, Contrán de Vaulacelles trece y Gastón de Bridoie once. ¿Cómo exponerles a que tropezasen con una perdida, o con dos, y pasaran algunas horas en contacto con ellas en el mismo departamento de un vagón, y enterándose de las abominaciones que las dirían sus acompañantes, porque sin duda no irían solas?
El peligro tomaba proporciones abrumadoras cuando acertó a pasar la señora de Martinsee, la cual se detuvo para saludar a sus amigas, y ellas la enteraron de sus preocupaciones, de sus angustias.
—No hay motivo para lamentarse— afirmó la señora de Martinsee—. La educación de mi Rodolfo no se resentirá mucho por apartarlo de su preceptor durante un par de días. El Padre puede ir a buscar esas criaturas.
Y quedó acordado que a fines de la semana próxima, el padre Lecuir, clérigo joven y de bastante cultura, preceptor de Rodolfo de Martinsee, haría un viaje a París en busca de los tres colegiales.
El sacerdote se puso en camino el viernes. El domingo por la mañana; después de recoger en sus colegios de París a los tres mozalbetes, hallábase con ellos en la estación para regresar en el expreso de las ocho, nuevo rápido especial establecido pocos días antes a petición de los bañistas.
Iba y venía de un extremo al otro del andén, seguido por los tres colegiales, en busca de un departamento — si no vacío al menos ocupado por señores de aspecto respetable—, deseoso de atender a todas las advertencias que le habían hecho la señora de Sarcagncs, la señora de Vaulacelles y la señora de Bridoie.
Vió a una pareja de nobles ancianos (ella tenía todo el pelo blanco y él ostentaba las insignias de la Legión de Honor), que despedían a una señora instalada ya en un vagón. Por sus modales y su porte aparentaban ser personas muy distinguidas.
"Ya tengo lo que busco", pensó el sacerdote y precedido por los tres mozalbetes se instalaron todos en aquel departamento.
La noble anciana decía:
—Cúidate, cúidate mucho. La viajera contestaba.
——Sí, mamá; no te preocupes.
—En cuanto sientas algo, avisa inmediatamente al médico.
—Si, sí, mamá.
—Vamos; adiós, hija mía.
Se besaron muchas veces; la joven dijo:
—Adiós, mama.
Un empleado cerró la portezuela y el tren se puso en marcha.
No había entrado ningún otro viajero; el sacerdote, complacido, se felicitaba por el acierto de su resolución, y comenzó a sondear con preguntas el carácter y la inteligencia de los tres colegiales que serían sus alumnos durante las vacaciones —porque así lo había dispuesto la señora de Martinsee en obsequio a sus amigas.
Roger de Sarcagnes, el mayor de los tres, era un mocito espigado, cuya naturaleza daba un estirón violento que le enflaquecía y casi le desarticulaba. La lentitud y la ingenuidad eran las características de su expresión.
Por el contrario, Gontrán de Vaulacelles se había estacionado: era rechoncho, fornido, travieso, cazurro y guasón. Se burlaba de todo el mundo. Tenía ocurrencias felices, impropias de su edad, y réplicas de doble sentido que preocupaban a sus padres.
El menor de los tres, Gastón de Bridoie, no era ni alto ni bajo, ni fuerte ni flojo, ni guapo ni feo; no mostraba ninguna inclinación mala ni buena. Era un animalito semejante a su papá en todo.
El sacerdote les advirtió que durante los dos meses de verano dirigiría sus estudios, y con este motivo les endilgó un discursito bien pergeñado acerca de las ocupaciones que les impondría, de cómo pensaba tratarlos, y de sus procedimientos para que fuese lo más provechosa posible su enseñanza.
Era un preceptor de mucha rectitud, un hombre de buena voluntad, aunque de sobra sistemático y ampuloso.
Interrumpió su perorata un profundo suspiro escapado a la viajera. El sacerdote la miró bondadosamente; la señora permanecía inmóvil en su rincón, erguida, con los ojos muy abiertos y las mejillas algo pálidas. El sacerdote volvió a ocuparse dc sus futuros discípulos.
El tren, lanzado a toda máquina, cruzaba sembrados y bosques, pasaba puentes y túneles, y con su trepidación violenta estremecía el rosario de vagones llenos de personas.
Gontrán de Vanlacelles preguntó al padre Lacuir si había playa en Royat. ¿Pescarían? ¿Montarían a caballo? Se impacientaba por saber qué diversiones podía prometerse.
De pronto, la señora lanzó un grito agudo y prolongado, un grito doloroso.
Inquieto, el sacerdote le preguntó:
—¿Se halla usted indispuesta, señora?
Ella quiso disimular, disculparse:
—No; no es nada, señor cura; nada... Un dolorcito... Pasará... Estoy algo enferma... y el traqueteo del tren me fatiga.
Su rostro se había desencajado.
El sacerdote insistió:
——Si yo pudiera servirla de algo, señora...
—Gracias, muchas gracias... No hay más que tener paciencia... De todos modos, agradezco su atención.
El sacerdote volvió a dirigirse a los colegiales para instruirles con un anticipo de los métodos que pensaba emplear en sus lecciones futuras.
Pasaban las horas. El tren se detenía de cuando en cuando, y de nuevo reanudaba su marcha.
La señora, en un rincón, parecía dormir, quieta, desmadejada. Ya era más de media tarde y no había probado alimento. El sacerdote pensaba: "Debe sentirse mal; estará enferma."
Faltaban dos horas para llegar a Clermont-Ferrant, cuando la viajera empezó de pronto a gemir; se deslizaba del asiento, se apoyaba sólo ya en la rigidez de los brazos, y con los ojos extraviados y las facciones crispadas, repetía: ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!"
El sacerdote se acercó a ella:
—Señora... Señora... ¿qué la ocurre?
—Me temo... ¡Ah! Me temo que voy...a dar... a luz.
Y sin poder ya refrenarse, lanzaba terribles gritos, que se convirtieron pronto en un clamor interminable, desconsolado, que parecía desgarrar su garganta; un clamor agudo, espantoso, cuya tonalidad siniestra revelaba las angustias de su alma y la tortura de su cuerpo.
El pobre sacerdote, aturdido, confuso, de pie ante la señora, no sabía qué hacer, ni qué decir, ni qué intentar y murmuraba:
—¡Dios mío! Si yo supiera... ¡Dios mío! ¡Si yo supiera!
Estaba ruborizado hasta los ojos; y los tres colegiales contemplaban entre curiosos y asombrados a la señora, que desfallecía entre convulsiones y alaridos.
De pronto, la viajera se retorció, alzó los brazos, y sus caderas y su vientre se agitaron con una sacudida extraña, un estremecimiento de toda su carne.
Angustiado el sacerdote para que la pobre señora no muriera por falta dc auxilio y a pesar de su ignorancia completa en un trance como aquel, se ofreció resueltamente a servirla.
—Señora: yo desconozco en absoluto.., pero, acaso podré ayudarla... Estoy obligado a ello... a socorrer a todos los que sufren.
Y encarándose con los tres mozalbetes, dijo:
—Asómense a las ventanillas, contemplen el paisaje hasta que yo les avise, y el que vuelva la cabeza sin mi consentimiento, copiará mil veces una frase de Virgilio.
Bajó los tres cristales, y cuando estuvieron asomadas las tres cabezas, bajó hasta los tres pescuezos las cortinillas azules, mientras añadía:
—Al que haga siquiera un movimiento, no le llevaré a ninguna excursión de las muchas que proyecto para divertir las vacaciones. Y tengan presente que no valen arrepentimientos conmigo. Jamás perdono.
Arremangose y se acercó nuevamente a la viajera.
Sollozos y alaridos se alternaban sin cesar. El sacerdote, sofocado, arrebolado, la asistía, la exhortaba, la reconfortaba, sin dejar de advertir con frecuencia, de reojo, la actitud de sus futuros discípulos, que se agitaban impacientes, muy preocupados por las funciones misteriosas que su nuevo preceptor ejercía.
—Señor de Vaulacelles: copiará usted veinte veces, conjugado, el verbo desobedecer —gritaba el preceptor, angustiado y enérgico.
—Señor de Bridoie: durante un mes no tornará usted postre.
De repente cesaron los alaridos y sollozos de la viajera, y a poco se oyó un guá-guá insistente y sobresaltado, la protesta inútil de las criaturas que asoman a la vida. Los tres colegiales no pudieron ya reprimirse y volvieron la cabeza.
Tenía entre las manos el sacerdote un recién nacido, y al mirarlo con asombro a la vez se mostraba gozoso y desolado, con ganas de reír y de llorar a un tiempo. Su fisonomía expresaba diversas e inexplicables emociones; a cada momento variaba la expresión de sus ojos, de su boca, de sus mejillas, como si de pronto hubiera perdido el juicio.
En el tono que hubiera empleado si anunciase a sus discípulos una trascendental noticia, exclamó:
—Es niño.
Y después de un silencio, entregado a su acostumbrada verbosidad, comenzó a disponer:
—Señor de Sarcagne, alcánceme la botella de agua que dejamos en la rejilla. Bien. Descórchela en seguida. Muy bien. Écheme unas gotas en la mano; sólo unas gotas. Perfectamente.
Y humedeciendo la cabeza de la criatura recién nacida, rezó:
—Yo te bautizo, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así sea.
El tren acababa de llegar a Clermont. La señora de Bridoie, que aguardaba en el andén, se acercó a la portezuela, y el sacerdote, completamente loco ya, presentándole con los brazos tendidos aquella larva humana, el fruto recién alcanzado, murmuró:
—Una señora que viene aquí nos ha dado esta sorpresa en el viaje.
Con la frente sudorosa, los cabellos en desorden, el cuello desabrochado y la sotana sucia ; con el aspecto de un hombre que acabara de recoger la criatura en un albañal, se apresuró a decir con insistencia:
—No han visto nada, nada, nada; puedo asegurarlo. No les quitaba ojo y les había ordenado que desde las ventanillas contemplaran el paisaje.. No han visto nada, nada; estoy seguro.
Salieron cuatro niños del vagón donde sólo habían entrado algunas horas antes los tres que fue a buscar el sacerdote, mientras la señora de Sarcagne, la señora de Vanlacelles y la señora de Bridoie, se miraban sorprendidas hasta el punto de no saber qué decir ni qué actitud adoptar en presencia de aquel desastre que sobrecogía su espíritu.
Por la noche, para celebrar la llegada de los colegiales comieron juntas las tres familias. La conversación era muy lánguida: los padres, las madres, y hasta los niños, parecían preocupados.
Gastón de Bridoie, lanzó de pronto esta pregunta:
——Di, mamá, ¿de dónde ha sacado aquel niño el señor cura?
La madre, no sabía qué responder y procuró evadirse:
—Come y no hagas preguntas; no se hacen preguntas en la mesa.
Gastón estuvo callado unos instantes, pero luego insistió:
—En el coche, sólo venía una señora con dolores de barriga, y se quejaba mucho. La señora no llevaba ningún niño. Son juegos de manos; como los hacen esos prestidigitadores que sacan una pecera con peces de un pañuelo donde no había nada. El señor cura también sabe hacer juegos de manos.
—Cállate y no te preocupes por lo que no entiendes. Los niños los envía Dios.
—Pero aquel niño, ¿por dónde se metió en el coche? ¿por una ventanilla?
La señora de Bridoie se intranquilizaba:
—Ya sabes cómo vienen todos los niños al mundo. Se los encuentra debajo de un hongo.
—Pero, mamá, si en los coches del ferrocarril no hay hongos.
Entonces, Gontrán de Vaulacelles, que sonreía maliciosamente, dijo:
—Claro que habría un hongo. Pero nada más lo ha visto el señor cura. FIN