EN VENTA Guy de Maupassant

¡Qué delicia andar a pie salida del sol, a través de los campos cubiertos de rocío y a la orilla del mar en calma!
¡Qué delicia! Todo agrada, sonríe: la luz, la frescura, el aire ligero.
¿Por qué guardamos tanto el recuerdo profundo de ciertos minutos de amor con la tierra, el recuerdo de una sensación deliciosa y rápida, la caricia del paisaje hallado a la revuelta de un camino, a la entrada de un valle, a la orilla de un río, como se hallaría una complaciente mujer?
Recuerdo un día, entre otros. Avanzaba yo a lo largo de la costa bretona, hacia el cabo Finisterre. Avanzaba sin la menor ocupación, rápidamente, bordeando el Océano tranquilo. Era en las cercanías de Quinsperié, en la región más hermosa y suave de la Bretaña.
Una mañana de primavera, una de esas mañanas que nos rejuvenecen volviéndonos a los veinte años, resucitando nuestras esperanzas y nuestros ensueño de adolescentes, avanzaba yo por un camino incierto entre los trigos y el agua.
Las espigas del sembrado estaban inmóviles y las aguas del mar se movían apenas. Se sentían perfectamente los perfumes de la cosecha madura y de las algas marinas. Avanzaba yo sin preocupaciones, andando rápidamente, seguía mi viaje, comenzado quince días antes: un paseo por toda la costa de Bretaña. Sintiéndome fuerte, ágil, dichoso y alegre, avanzaba.
Sí, avanzaba sin preocupaciones. ¿Por qué preocuparse en esas horas de alegría inconsciente, profunda, carnal, goce de bestia que corre por los prados o que vuela en el espacio azul bajo el sol? Oí cantos religiosos a lo lejos. Imaginé que sería una procesión; era domingo. Al ganar un pequeño risco, descubrí cinco barcas pescadoras llenas de hombres, de mujeres y de niños que iban al perdón de Plounevez.
Bordeaban la costa suavemente arrastrados por una brisa blanda que tan pronto hinchaba un poco las oscuras velas como las dejaba caer lacias a lo largo de los palos.
Las pesadas barcas resbalaban lentamente hundidas por el peso de la muchedumbre que conducían. Todos cantaban. Los hombres, en pie y con la cabeza cubierta por grandes sombreros, lanzaban sus notas potentes; las mujeres gritaban sus notas agudas, y las voces de los niños parecían desafinaciones chillonas de flauta entre aquel piadoso y violento clamor. Los pasajeros de las cinco barcas entonaban el mismo cántico, elevándose en la inmensidad plácida del cielo su monótono ritmo; y las cinco barcas iban una tras la otra, muy cerca una de otra.
Pasaron delante de mí; las vi alejarse; las voces se debilitaban con la distancia y, por fin, se extinguió el cántico.
En el silencio imaginé delirios deliciosos, como los imaginan los jóvenes, de una manera pueril y encantadora.
¡Qué pronto pasa esa edad del ensueño, la única edad feliz de la existencia! Nunca se vive solo, nunca se vive triste, nunca taciturno, ni desesperado, cuando se lleva dentro de sí el divino poder de sumergirse en ilusiones. ¡Qué mundo de hadas aquel donde se realizan las alucinaciones del pensamiento! ¡Qué vida tan hermosa cuando la adornan las esperanzas! ¡Ay, todo esto acabó ya!
¿En qué pensaba yo entonces? En lo que siempre se aguarda y siempre se desea: en la fortuna, en la gloria, en la mujer.
Avanzaba rápidamente, acariciando las espigas doradas de los trigos que se inclinaban bajo mis dedos y me hacían cosquillas, como si hubiese acariciado una cabecita rubia.
Gané un pequeño promontorio, y vi en el fondo de una playa, estrecha y circular, una casita blanca construida sobre la última de tres terrazas que se escalonaban hasta el borde del mar.
¿Por qué la vista de aquella casa me hizo estremecer dé gozo? ¿Puedo saberlo acaso? A veces, de camino, al azar, se descubren cosas que, siendo nuevas, producen la impresión de muy conocidas; de tal modo se nos ofrecen familiares y a tal punto nos agradan. ¿Es posible que no las hayamos visto nunca? ¿Es posible que no hayan formado parte de nuestra vida? Todo nos seduce, todo nos encanta: la suave línea del horizonte, la disposición de los árboles, el color del suelo.
¡Oh! La preciosa casa construida en la más alta de las terrazas, donde crecían árboles frutales y flores diversas.
Me detuve, preocupado por el amor que me inspiraba aquel retiro. ¡Con qué gusto hubiera vívido siempre allí!
Me acerqué a la puerta, emocionado, con el corazón palpitante, y vi en la reja un letrero que decía: Se vende. Sentí una sacudida de gozo como si me ofrecieran, como si me regalaran de pronto aquel retiro. ¿Por qué me alegraba? Sí. ¿Por qué? Lo ignoro.
Se vende. Luego en realidad no era de nadie; podía ser de cualquiera, podía ser mía. ¿Por qué mí gozo, la sensación de gozo profundo, inexplicable, si estaba yo seguro de no comprarla? ¿Cómo la hubiera pagado? No importa. Se vendia. El pájaro en su jaula pertenece a un dueño; el pájaro libre puede ser mío, porque no es de nadie.
Entré en el jardín, un bonito jardín con muchas flores y con muchas higueras.
Cuando estuve en la parte más alta, miré al horizonte: la pequeña playa se extendía a mis pies, circular y arenosa, separada del mar inmenso por un peñasco negruzco donde irían a estrellarse las olas en tiempo borrascoso.
Al extremo, dos piedras enormes, una en pie y otra echada, como un menhir y un dolmen, semejantes a dos esposos extraños, inmovilizados por un maleficio, parecían mirar constantemente la casita que vieron construir, porque desde siglos antes ellos permanecían empotrados en aquella bahía solitaria; la casita que verían desmoronarse, hundirse, desaparecer hecha polvo: la casita en venta.
¡Oh viejo dolmen! ¡Oh viejo menhir, cómo atraíais mi corazón!
Llamé a la puerta como hubiera llamado a la de mi casa. Una mujer salió, una criada, una vieja criada vestida de negro con su cofia blanca y aspecto monjil. Me pareció que también la conocía, y le dije:
—¿Usted no es de Bretaña, verdad?
Ella me respondió:
—No, caballero; soy de Lorena. ¿Viene usted a ver la casa?
—Sí; a eso vengo.
Y entré. Me parecía reconocerlo todo: las paredes y los muebles. Casi me sorprendió no hallar mis bastones en el vestíbulo. Entré en el saloncito, un elegante saloncito bañado en luz por tres ventanas que daban al mar. Vi sobre la chimenea, entre porcelanas de china, un retrato fotográfico de mujer; me acerqué, seguro de que también la reconocería. La reconocí, aunque no estaba cierto haberla visto jamás. Pero era ella, ella misma, la que yo deseaba, la que yo aguardaba, la que yo buscaba; si, era la misma, cuyo semblante me había obsesionado en sueños. Ella; era la que se busca siempre y por todas partes, la que deseamos en la calle y a todas horas, la que adivinamos en los caminos cuando vemos aparecer a lo lejos, en el campo, una sombrilla roja; la que sin duda llegó antes que nosotros al hotel donde nos apeamos; la que debiera de estar en el vagón donde subimos y en la sala cuya puerta se abre para dejarnos paso.
Era ella seguramente; sin duda era ella.
La reconocí en sus ojos que me miraban, en sus cabellos peinados a la inglesa; en su boca obre todo, en la sonrisa de sus labios que imaginé sin duda muchas veces.
Ante aquella fotografía, pregunté:
—¿De quién es el retrato?
La criada, con aspecto conventual, me respondió secamente:
—De la señora.
Insistí preguntando:
—¿La dueña de la casa?
La criada entonces dijo con expresión devota y dura:
—¡No! No, señor.
Tomé asiento y dije:
—Cuénteme usted lo que ocurre.
La criada quedó sorprendida, inmóvil y silenciosa.
Insistí:
—¿No es la dueña de casa?
— No, señor.
—¿Pues de quién es la casa?
— De mi amo, el señor Tournelle.
Señalé con el dedo la fotografía.
—Y esta mujer, ¿quién es?
—La señora.
—¿Pero no es la esposa del de la casa?
—No, señor.
—Entonces, la querida.
La beata no respondió.
Unos celos vagos, un odio confuso contra el hombre que había encontrado, poseído aquella mujer, me sobrecogieron y pregunté:
—¿Dónde está ahora?
La criada murmuró:
—El amo está en Paris; la señora no sé adónde habrá ido.
Sentí un estremecimiento.
—¡Ah! ¿No están juntos?
—No, señor.
Acudí a un juego de malicia y dije con voz grave:
—Cuénteme lo que ha sucedido; acaso pueda yo ser útil a su amo. Conozco bien a esa mujer; es algo perversa.
La vieja me miró y la expresión de mi rostro debió de inspirarle confianza.
—¡Oh caballero! La señora hizo a mi amo infeliz. La conoció en Italia y la trajo consigo aquí como si estuviese casado con ella. La señora cantaba muy bien. Mi amo la quería mucho; ¡daba pena verle! Vinieron a esta playa el año pasado y vieron esta casa, que sin duda fue construida por algún loco; se necesita estar loco de remate para construir una casa como ésta, lejos del pueblo. La señora quiso comprarla para vivir en ella con mi amo, el cual en seguida la compró, deseoso de complacerla. Vivieron aquí todo el verano y casi todo el invierno. Y una mañana, a la hora del almuerzo, me llamó el amo y me dijo: "Serafina, ¿la señora no ha vuelto aún?" Yo le dije: "No ha vuelto aún. " Y aguardó todo el día. Mi amo estaba furioso. La buscó por todas partes, Inútilmente. La señora se había ido, caballero, y nunca supimos cómo ni adónde.
¡Qué alegría sentí! Tuve deseos de abrazar a la beata y dar unos valsones por el saloncito.
¡Bien! Aquella mujer adorable se había ido, se había escapado, le abandonó fatigada, cansada... Esta idea me hizo feliz.
La vieja prosiguió:
—Mi amo se moría de pena y ha vuelto a París, dejándome aquí para vender la casa. Pide veinte mil francos.
Yo no la oía. Pensaba en ella. Y de pronto me pareció que al salir de la casa la encontraría; que la mujer encantadora volvía para visitar, durante la primavera, su retiro, su precioso retiro que le hubiera sido tan agradable sin él.
Puse diez francos en la mano de la vieja; cogí la fotografía y escapé. Corría y besaba el rostro de aquella imagen deliciosa.
Proseguí mi camino con los ojos puestos en el retrato.
¡Qué gusto pensar que la mujer aquella era libre y se hallaba en salvo! Seguramente nos encontraríamos aquel mismo día, o al siguiente; si no, a la otra semana. Era seguro que debíamos de encontrarnos alguna vez. Para eso, nada más que para eso, se habría separado de su amante.
Y era libre, libre del todo. Sólo faltaba que nos encontrásemos, puesto que yo la conocía bien.
Acariciando nuevamente las doradas espigas del trigo, absorbía el aire del mar, que me hinchaba el pecho, y sentía la caricia del sol en mi rostro. Avanzaba rápidamente, radiante de dicha, de entusiasmo, de esperanza. Avanzaba, seguro de que la encontraría pronto y volveríamos los dos a cobijarnos bajo el techo de nuestra bonita casa en venta.
¡Cuánto le gustaría vivir allí conmigo! FIN