HISTORIA VERDADERA Guy de Maupassant

Silbaba furioso el viento; un viento de otoño, abrumador obstinado, que arranca las últimas hojas de los árboles y las hace volar hasta las nubes.
Los cazadores acababan de comer, animados y satisfechos. Eran gentes de Normandía, medio señores, medio campesinos ricos y vigorosos, acostumbrados a sujetar por los cuernos a los bueyes en las ferias.
Habían cazado todo el día en las posesiones del señor Blonde alcalde de Eparville, y comían sentados alrededor de una mesa muy capaz, en la casona del huésped.
Hablaban ladrando, reían rugiendo, al beber parecían cisternas, y con las piernas estiradas, los codos sobre los manteles y los ojos echando chispas, gozando el delicioso calor del abundante fuego del hogar, cuyas llamas enrojecían el techo con su resplandores, hablaban de cacerías y de perros. Pero esta conversación iba cediendo lugar a otros pensamientos, provocados en parte por la exaltación del vino y en parte por la presencia de una moza exuberante y mofletuda que servia los platos.
De pronto, un hombretón que se había hecho veterinario después de estudiar para cura, y cuidaba todo el ganado de la comarca, exclamó:
—Amigo Blondel: su criada no se deja roer por la polilla.
Una carcajada ruidosa estalló. Entonces, un viejo aristócrata, descalificado, víctima de la embriaguez, el señor de Varnetot, dijo:
—En otro tiempo, tuve una singular aventura con una moza como ésta. Voy a referirla. Verán ustedes. Con ese recuerdo me viene siempre a la memoria el de Mizza, la perra que vendí al conde de Haussonnel, y que volvía siempre a mi casa; no podía olvidarme. Rogué al conde que la sujetase con una cadena; y ¿saben ustedes lo que hizo entonces el animalito? Morirse de tristeza. Pero, dejando aparte lo de la perra, vuelvo a mi aventura con la criada.
Yo tenía entonces veinticinco años, y vivía, soltero en mis posesiones de Villebón. Ninguno de ustedes ignora que un hombre joven, acomodado y que se aburra en la soledad de sus veladas, no desperdicia ocasiones.
A fuerza de huronear en todas partes, descubrí una moza que servia en casa de Deboultot, de Canville. Aquí no falta quien haya conocido mucho a Deboultot. ¿Verdad, Blondel? La moza comenzó a enloquecerme de tal manera, que un día visité a su amo para proponerle un negocio: él me cedería a su criada y yo le vendería mi yegua Cocotte, por la cual me había hecho muchas veces proposiciones ventajosas. Ofreciéndome su mano, dijo: "Choque usted, señor Varnetot" Y dejamos el asunto acordado. La moza entró en mi casa y yo mismo llevé a la de Deboultot mi yegua, cuyo importe recibí en el acto. Al principio, todo iba como la seda; nadie sospechaba; pero Rosa me quería más de lo conveniente para mi. Aquella mujer tenía su alma en su almario; corría por sus venas una sangre más delicada que la sangre campesina; era sin duda el fruto de otros placeres entre una criada y un señor.
Ella me adoraba. Sus caricias eran incesantes, la dulzura de sus palabras, una porción de monerías inventadas con el deseo de agradarme, me dieron que pensar.
Yo dije para mi capote: "Si esto continúa, caigo en la ratonera. " Pero no es tan fácil cogerme. No soy de los que se dejan seducir por las ternuras. Vivía siempre alerta.
Rosa me comunicó un día que se hallaba embarazada.
¡Pim! ¡Pum! Me hizo el efecto de un tiro la noticia. Y ella me besaba, me besaba riendo, bailando, como una loca. De pronto no respondí, pero aquella misma noche reflexioné: "Ya llegó la hora de acabar con todo; aún es tiempo. " Comprenderán ustedes que teniendo a mis padres en Barneville y una hermana casada con el marqués de Ispare, en Bollevec, a dos leguas de Villebón, hube de tentarme la ropa.
¿Cómo salir del conflicto? Yéndose Rosa de mi casa no faltarían sospechas y murmuraciones; quedándose allí, tampoco era fácil encubrirlo. Además, yo no podía, en. aquella ocasión, abandonarla por completo.
Hablé del caso a mi tío, el barón de Creteuil, un viejo muy aficionado a faldas, que se había enredado los pies en más de una, y me respondió tranquilamente:
—Cásala.
Di un salto, y exclamé:
—¿Cómo? ¿Dónde busco un marido?
Encogiéndose de hombros, repuso:
—Eso corre ya de tu cuenta. Si no eres tonto, encontrarás lo que necesitas.
Reflexioné detenidamente durante una semana, y acabé diciendome: "Tiene razón mi tío. "
Y pensando en la manera de hallar lo que necesitaba, me sorprendió el juez de paz, diciéndome a los postres de una comida que hicimos juntos:
El hijo de la Paumelle lleva mal camino. Acaba de cometer otra imperdonable torpeza. ¡Qué cierto es que "de raza le viene al galgo ser corredor"!
La Paumelle era una vieja ladina, cuya juventud había dejado mucho que desear. Por cinco francos hubiera vendido su alma, y al bribón de su hijo por mucho menos.
Fui a verla, y, con rodeos, la enteré del asunto; como no me atrevía de pronto a formular una proposición, ella desvaneció mi escrúpulo con esta pregunta:
—¿Qué le daría usted al muchacho?
Era maliciosa y bruja; pero yo tenía bien meditado mi negocio.
Poseíamos unas tierras, cerca Sassevllle, de las cuales cuidaban los colonos de Vlllebón, a cuyo dominio pertenecían; pero como la distancia era grande, y les ofrecí en cambio algunas ventajas, no me fue difícil que renunciasen a su cultivo. Así pasó la cosa. Construyendo una cabaña y ensanchando las tierras con otras que le compré a un vecino —en junto, mil quinientos francos— hice un dote a la criada.
La vieja se rebeló, no pareciéndole bastante; pero me las tuve tiesas, y nos despedimos sin haber acordado nada.
Al día siguiente, muy temprano, el mozo fue a buscarme con la excusa de comprar una vaca. Poniéndonos de acuerdo, él quiso ver la posesión y fuimos juntos a través de los campos. El granuja me tuvo allí tres horas, midiendo, analizando, estrujando entre los dedos terrones que recogía y observaba, como si temiese ser defraudado en la calidad. La cabaña no estaba cubierta; exigió que se le pusiera pizarra en vez de chamiza, y luego dijo:
—Faltan los muebles, que usted debe darnos.
No me avine, protestando:
—Eso no. Bastante os doy con las tierras y la casa.
Entonces, el bellaco, insinuó:
—Las tierras, la casa... y un hijo.
Me sentí avergonzado, a pesar mío. El mozo proseguía:
—Siquiera, dénos la cama, una mesa, un armario, tres sillas, las cazuelas y sartenes que hagan falta. Si no acepta esto, yo no acepto nada.
Lo acepté y nos pusimos en camino, de regreso. No me había dicho aún media palabra respecto a la mujer; pero de pronto, me preguntó con expresión de duda y desconfianza:
—Si ella muere, ¿quién heredará su dote?
Contesté:
—Su marido; naturalmente.
No deseaba saber otra cosa. Me tendió la mano con verdadera satisfacción, al despedirnos. Estábamos conformes en todo.
Mucho me costó decidir a Rosa. De rodillas a mis pies, agarrándose a mí llorando, repetía:
— ¡Y usted me lo propone! ¡Usted lo desea!
Durante muchos días, se resistió, a pesar de mis razonamientos y de mis súplicas. Las mujeres son así; cuando las trastorna un amor, nada comprenden y no quieren saber nada. No hay prudencia ni reflexión; el amor, el amor sobre todo.
Al fin, amenazándola con despedirla, incomodándome, logré que cediera poco a poco. Me impuso una condición: la de ir a verme de cuando en cuando.
La conduje yo mismo a la iglesia; los apadriné, pagando los gastos de la boda. Comimos juntos, y al dejarlos, me fui a pasar seis meses a casa de mi hermano, en Turena.
Supe, al regresar de mi viaje, que Rosa iba semanalmente a mi casa, preguntando por mí. A la hora de llegar yo, la vi entrar con una criatura en brazos. Me crean o no me crean, aseguro que me impresioné grandemente ver al niño. Hasta me parece que le di un beso.
Rosa era una ruina, un esqueleto, una sombra. Enflaquecida y aviejada. Por lo visto, el matrimonio la consumía. Maquinalmente, pregunté:
—¿No eres dichosa?
Ella rompió a llorar; sus ojos eran fuentes; hipaba, sollozaba, gritaba:
—No puedo, no puedo vivir sin usted. Preferiría morirme. ¡No puedo acostumbrarme!
Armó un escándalo terrible. Consolándola como pude, nos despedimos.
Averigüé que su marido le daba malos tratos y que la suegra no dejaba de atormentarla.
Volvió a los tres días, y abrazándose a mí, arrastrándose, gritaba:
—Máteme usted, ¡máteme! Pero no vuelvo a mi casa.
Igual hubiera dicho Mizza cuando la vendí, si los perros hablaran.
Aquello me aburría, y me ausenté de nuevo medio año más. Cuando volví, supe que Rosa había muerto; mientras vivió fue a mi casa todos los domingos…Igual que Mizza.
La criatura también murió a los pocos días de perder a su madre.
El granuja del marido, heredero de la mujer, se corrigió, dándose buena vida, y ahora es concejal.
***
El señor Varnetot añadió, riendo:
—Yo hice su fortuna.
Y el veterinario, repuso gravemente, acercándose a los labios una copa de vino:
—Todo lo que usted quiera; pero ¡Dios nos libre de mujeres así! FIN