LA AVENTURA DE WALTER SCHNAFFS Guy de Maupassant

Desde su entrada en Francia con el ejército invasor, Walter Schnaffs se consideraba el más desdichado de los hombres. Era gordo, le costaba andar, respiraba con dificultad y le dolían espantosamente los pies, que tenía muy planos y gruesos. Amén de eso era pacífico y bondadoso, nada magnánimo o sanguinario, padre de cuatro hijos a los cuales adoraba y casado con una joven rubia cuyas ternuras, cuidados y besos echaba desesperadamente de menos todas las noches. Le gustaba levantarse tarde y acostarse pronto, comer lentamente cosas buenas y tomar cerveza en las cervecerías. Pensaba además que todas las dulzuras de la existencia desaparecen con la vida y encerraba en su corazón un odio espantoso, instintivo y racional al mismo tiempo, hacia los carones, los fusiles, los revólveres y los sables, pero sobre todo hacia las bayonetas, sintiéndose incapaz de manejar ágilmente esa arma rápida para defender su grueso vientre.
Cuando se acostaba en el suelo, llegada la noche, envuelto en su capote junto a sus camaradas que roncaban, pensaba largamente en los suyos, dejados allí lejos, y en los peligros que alfombraban su camino: «Si lo mataban, ¿qué sería de los niños? ¿Quién los alimentaría y los educaría? Incluso ahora no eran ricos, pese a las deudas que él había contraído al marchar para dejarles algún dinero.» Y Walter Schnaffs lloraba a veces.
Al comenzar una batalla sentía tal debilidad en las piernas que se habría dejado caer, si no hubiera pensado que el ejército entero pasaría sobre su cuerpo. El silbido de las balas le ponía los pelos de punta.
Desde hacía meses vivía así, aterrorizado y angustiado.
Su cuerpo de ejército avanzaba hacia Normandía, y un día lo enviaron de reconocimiento con un reducido destacamento que debía limitarse a explorar parte de la comarca y replegarse a continuación. Todo parecía calmo en la campiña; nada indicaba una resistencia preparada.
Ahora bien, cuando los prusianos bajaban con tranquilidad a un vallecito cortado por profundos barrancos, una violenta descarga de fusilería los detuvo en seco, derribando a unos veinte; y una tropa de francotiradores, saliendo repentinamente de un bosquecillo del tamaño de la palma de la mano, se lanzó hacia adelante, con la bayoneta calada.
Walter Schnaffs se quedó inmóvil al principio, tan sorprendido y enloquecido que ni se le ocurrió huir. Después, lo asaltó un loco deseo de salir a escape; pero pensó al punto que corría como una tortuga en comparación con los delgados franceses que llegaban saltando como un rebaño de cabras. Entonces, divisando a seis pasos de él una ancha zanja llena de malezas, cubiertas de hojas secas, saltó a ella a pies juntillas, sin pensar siquiera en su profundidad, como se salta desde un puente al río.
Pasó, como una flecha, a través de una espesa capa de bejucos y de espinos puntiagudos que le desollaron la cara y las manos, y cayó pesadamente sentado sobre un lecho de piedras.
Al levantar los ojos, vio el cielo por el agujero que había hecho. Aquel agujero revelador podía traicionarlo, y se arrastró con precaución, a cuatro patas, hasta el fondo de aquel hoyo, bajo el techo de ramajes entrelazados, yendo lo más deprisa posible, alejándose del lugar del combate. Después se detuvo y se sentó de nuevo, agazapado como una liebre entre las altas hierbas secas.
Oyó durante cierto tiempo detonaciones, gritos, que jas. Después los clamores de la lucha se debilitaron, cesaron. Todo volvió a estar mudo y calmo.
De pronto algo se removió cerca de él. Tuvo un espantoso sobresalto. Era un pajarito que, habiéndose posado en una rama, agitaba las hojas secas. Durante casi una hora el corazón de Walter Schnaffs palpitó con latidos acelerados.
Caía la noche, llenando de sombras el barranco. Y el soldado se puso a meditar. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué sería de él? ¿Reunirse con su ejército?... Pero ¿cómo? ¿Y por dónde? ¡Tendría que volver a empezar la horrible vida de angustias, de espantos, de fatigas y de sufrimientos que llevaba desde el inicio de la guerra! ¡No! ¡Se sentía ya sin valor para eso! No tendría la energía necesaria para soportar marchas y afrontar peligros a cada minuto.
¿Qué hacer? No podía quedarse en aquel barranco y ocultarse allí hasta el final de las hostilidades. No, claro. Si no hubiera tenido que comer, aquella perspectiva no le hubiese aterrado demasiado; pero había que comer, y todos los días.
Se encontraba, así, solo, con armas, de uniforme, en territorio enemigo, lejos de quienes podían defenderlo. Leves temblores corrían por su piel.
De repente pensó: «¡Si al menos me hubieran hecho prisionero!», y su corazón se estremeció de deseo, de un deseo violento, inmoderado, de ser prisionero de los franceses. ¡Prisionero! Estaría a salvo, alimentado, alojado, a cubierto de las balas y los sables. Sin el menor recelo, en una buena cárcel bien custodiada. ¡Prisionero! ¡Qué sueño!
Y de inmediato tomó una resolución:
«Voy a entregarme prisionero.»
Se levantó, resuelto a ejecutar su proyecto sin perder un minuto. Pero se quedó inmóvil, asaltado de pronto por enojosas reflexiones y por nuevos terrores.
¿Dónde entregarse prisionero? ¿Cómo? ¿Hacia qué lado—? Y espantosas imágenes, imágenes de muerte, invadieron su alma.
Iba a correr terribles peligros aventurándose solo, con su casco puntiagudo, por la campiña.
¿Y si se encontraba con unos campesinos? Los campesinos, al ver un prusiano perdido, un prusiano indefenso, ¡lo matarían como a un perro vagabundo! ¡Lo destrozarían con sus horquillas, sus picos, sus hoces, sus palas! Lo harían papilla, picadillo, con el ensañamiento de vencidos exasperados.
¿Y si se encontraba con francotiradores? Los francotiradores, insensatos sin ley ni disciplina, lo fusilarían para divertirse, por pasar el rato, sólo por reírse viendo su cara. Y se veía ya pegado a un muro frente a doce dones de fusil, cuyos agujeritos redondos y negros parecían mirarlo.
¿Y si se encontraba con el propio ejército francés? Los hombres de la vanguardia lo tomarían por un explorador, por un atrevido y astuto soldado que había salido solo de reconocimiento, y tirarían sobre él. Y oía ya las detonaciones irregulares de los soldados tumbados en las zarzas, mientras él, de pie en el centro de un campo, caía, agujereado como un colador por las balas que sentía entrar en su carne.
Volvió a sentarse, desesperado. Su situación le parecía sis salida.
La noche había caído del todo, la noche muda y negra. No se movía, estremeciéndose con todos los ruidos desconocidos y ligeros que cruzan por las tinieblas. Un conejo, al golpear con el culo el borde de una madriguera, a punto estuvo de hacer escapar a Walter Schnaffs. Los chillidos de las lechuzas le desgarraban el alma, invadiéndola con miedos repentinos, tan dolorosos como una herida. Desencajaba sus grandes ojos para tratar de la ver en las sombras, y a cada momento se imaginaba que oía pasos cerca.
Tras interminables horas y angustias de condenado vio, a través de su techo de ramas, que el cielo clareaba. Entonces lo inundó un inmenso alivio; sus miembros se relajaron, descansados de pronto, su corazón se apaciguó; se le cerraron los ojos y se durmió.
Cuando despertó, le pareció que el sol había llegado más o menos al centro del cielo; debía de ser mediodía. Ningún ruido turbaba la taciturna paz de los campos; y Walter Schnaffs se dio cuenta de que tenía mucha hambre.
Bostezaba, la boca se le hacía agua al pensar en el salchichón, en el buen salchichón de los soldados; y el estómago le dolía.
Se levantó, dio unos pasos, sintió flojera en las piernas, y volvió a sentarse para reflexionar. Durante dos o tres horas más pesó los pros y los contras, cambiando a cada momento de decisión, dudoso, desgraciado, atraído por las razones más encontradas.
Por fin una idea le pareció lógica y práctica; consistía en acechar el paso de un aldeano solo, sin armas, y sin aperos peligrosos, y en correr hacia él y ponerse en sus manos, haciéndole comprender claramente que se rendía.
Entonces se quitó el casco, cuya punta podía traicionarlo, y sacó la cabeza por el borde del hoyo, con infinitas precauciones.
Ningún ser aislado aparecía en el horizonte. Allá abajo, a la derecha, un pueblecito enviaba al cielo el humo de sus tejados, ¡el humo de las cocinas! Allá, a la izquierda, distinguía, al final de los árboles de una avenida, un gran castillo flanqueado por torrecillas.
Esperó hasta la noche, sufriendo horrorosamente, sin ver más que vuelos de cuervos, sin oír más que los sordos lamentos de sus tripas.
Y la noche volvió a caer sobre él.
Se tendió en el fondo de su refugio y se durmió con un sueño febril, poblado de pesadillas, con un sueño de hombre hambriento.
La aurora se alzó de nuevo sobre su cabeza. Reanudó su observación. Pero el campo seguía tan vacío como la víspera; un nuevo temor penetró en el espíritu de Walter Schnaffs: ¡el temor de morir de hambre! Se veía extendido en el fondo de su hoyo, de espaldas, con los ojos cerrados. Después los animales, animalillos de todas clases, se acercaban a su cadáver y empezaban a comerlo, atacándolo por todas partes a la vez, deslizándose bajo las ropas para morder su piel fría. Y un gran cuervo le sacaba los ojos con su pico afilado.
Entonces enloqueció, imaginándose que iba a desmayarse de debilidad y que no podría caminar. Y ya se disponía a lanzarse hacia el pueblo, resuelto a atreverse a todo, a desafiarlo todo, cuando vio tres campesinos que iban hacia los campos con sus horquillas al hombro, y volvió a hundirse en su escondrijo.
Pero cuando la noche oscureció la llanura, salió lentamente de la zanja y se puso en camino, encorvado, temeroso, con el corazón palpitante, hacia el lejano castillo, prefiriendo entrar allí que en en el pueblo, que le parecía tan temible como una guarida llena de tigres.
Las ventanas de la planta baja brillaban. Incluso una estaba abierta; un intenso olor de carne guisada se escapaba por ella, un olor que penetró bruscamente por la nariz y hasta el fondo del vientre de Walter Schnaffs, lo crispó, le hizo jadear, atrayéndolo irresistiblemente, infundiendo en su corazón una desesperada audacia.
Y bruscamente, sin reflexionar, apareció, con su casco, en el marco de la ventana.
Ocho criados cenaban en torno a una gran mesa. Pero de repente una sirvienta se quedó con la boca abierta, dejando caer el vaso, con los ojos fijos. ¡Todas las miradas siguieron a la suya!
¡Y vieron al enemigo!
¡Señor! ¡Los prusianos atacaban el castillo!...
Resonó primero un grito, un único grito, formado por ocho gritos lanzados en ocho diferentes tonos, un grito de horrible espanto; después hubo un tumultuoso levantarse, un atropellarse, una barahúnda, una enloquecida huida hacia la puerta del fondo. Las sillas caían, los hombres derribaban a las mujeres y pasaban por encima de ellas. En dos segundos la estancia quedó vacía, abandonada, con la mesa cubierta de condumio frente a un Walter Schnaffs estupefacto, que seguía de pie ante su ventana.
Tras unos instantes de vacilación, salvó el antepecho y avanzó hacia los platos. Su hambre desesperada le hacía temblar como un calenturiento; pero el terror lo retenía, lo paralizaba aún. Escuchó. Toda la casa parecía estremecerse; se cerraban puertas, rápidos pasos corrían por el entarimado del piso de arriba. El prusiano, inquieto, prestaba oídos a aquellos confusos rumores; luego oyó ruidos sordos, como si unos cuerpos hubiesen caído en la tierra blanda, al pie de los muros, cuerpos humanos que saltaban desde el primer piso.
Después cesaron los movimientos, la agitación, y el gran castillo quedó silencioso como una tumba.
Walter Schnaffs se sentó ante un plato que había quedado intacto, y empezó a comer. Comía a grandes bocados como si temiera que lo interrumpiesen pronto, no poder engullir bastante. Con las dos manos se metía los trozos en su boca abierta como una trampa; y bultos de comida bajaban uno tras otro al estómago, hinchando su garganta al pasar. A veces se interrumpía, a punto de reventar como un tubo demasiado lleno. Cogía entonces la jarra de sidra y se desatrancaba el estómago como quien limpia una cañería atascada.
Vació todos los platos, todas las fuentes y todas las botellas; después, borracho de líquido y de comida, embrutecido, colorado, sacudido por hipos, con el ánimo turbado y la boca grasienta, se desabrochó el uniforme para respirar, incapaz de dar un paso, por otra parte. Sus ojos se cerraban, sus ideas se embotaban; posó la pesada frente sobre sus brazos cruzados sobre la mesa, y perdió suavemente la noción de las cosas y de los hechos.
Una media luna iluminaba vagamente el horizonte por encima de los árboles del parque. Era esa hora fría que precede al día.
Unas sombras se deslizaban por la espesura, numerosas y mudas; y a veces un rayo de luna hacía relucir en la oscuridad una punta de acero.
El tranquilo castillo erguía su gran silueta negra. Sólo dos ventanas brillaban aún en la planta baja.
De repente una voz tonante gritó:
«¡Adelante! ¡Maldita sea! ¡Al asalto, hijos míos!
Entonces, en un instante, las puertas, las contraventanas y los vidrios se hundieron ante una marea de hombres que se abalanzó, lo rompió y destrozó todo, invadió la casa. En un instante cincuenta soldados armados hasta los dientes se lanzaron a la cocina donde descansaba pacíficamente Walter Schnaffs y, poniéndole en el pecho cincuenta fusiles cargados, lo derribaron, lo arrastraron, lo apresaron, lo ataron de pies y manos.
El jadeaba de aturdimiento, demasiado embrutecido para entender nada, apaleado, maltratado y loco de miedo.
Y de pronto un grueso militar recargado de oros le plantó el pie en el vientre, vociferando:
«Es usted mi prisionero, ¡ríndase!»
El prusiano sólo entendió una palabra, «prisionero», y gimió: «ya, ya, ya».
Sus vencedores, que resoplaban como ballenas, lo levantaron, lo ataron a una silla y lo examinaron con curiosidad. Varios de ellos se sentaron, pues no podían más de emoción y de cansancio.
El sonreía, sonreía ahora, ¡seguro de estar por fin prisionero!
Otro oficial entró y pronunció.
«Mi coronel, los enemigos han huido; parece que hemos herido a varios. Quedamos dueños de la plaza.» El grueso militar, que se enjugaba la frente, vociferó:
«,Victoria!»
Y escribió en una pequeña agenda comercial que sacó del bolsillo:
«Tras encarnizada lucha, los prusianos han tenido que batirse en retirada, llevándose sus muertos y sus heridos, que evaluamos en cincuenta hombres fuera de combate. Varios han quedado en nuestras manos.»
El joven oficial prosiguió:
«;Qué disposiciones debo tomar, mi coronel?»
El coronel respondió:
«Vamos a replegarnos para evitar un contraataque con artillería y fuerzas superiores.»
Y dio la orden de marcharse.
La columna se formó en la oscuridad, bajo los muros del castillo, y se puso en movimiento, rodeando por todas partes a un Walter Schnaffs agarrotado, sujeto por seis guerreros con el revólver empuñado.
Se enviaron exploradores a reconocer el camino. Avanzaban con prudencia, haciendo alto de vez en cuando.
Al rayar el día llegaron a la subprefectura de La Roche-Oysel, cuya guardia nacional había realizado aquel hecho de armas.
Los aguardaba una población ansiosa y sobreexcitada. Cuando divisaron el casco del prisionero, estallaron formidables clamores. Las mujeres alzaban los brazos; las viejas lloraban; un abuelo le lanzó su muleta al prusiano e hirió en la nariz a uno de sus guardianes.
El coronel chillaba:
«Velen por la seguridad del cautivo.»
Por fin llegaron a la casa consistorial. Abrieron la cárcel y arrojaron en su interior a Walter Schnaffs, libre de sus ligaduras.
Doscientos hombres armados montaron guardia en torno al edificio.
Entonces, a pesar de los síntomas de indigestión que lo atormentaban desde hacía tiempo, el prusiano, loco de alegría, empezó a bailar, a bailar desenfrenadamente, alzando los brazos y piernas, a bailar lanzando gritos frenéticos, hasta el momento en que cayó, agotado, al pie de una pared.
¡Era prisionero! ¡Estaba salvado!
Es así cómo el castillo de Champignet fue reconquistado al enemigo después de sólo seis horas de ocupación.
El coronel Ratier comerciante de paños, que realizó la hazaña al frente de los guardias nacionales de La RocheOysel, fue condecorado. FIN

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