LA CONFIDENCIA Guy de Maupassant

La baronesita de Grangerie dormitaba en su chaise longue cuando la marquesita de Rennedon entró bruscamente, con aire agitado, el corpiño un poco chafado, el sombrero algo torcido, y se desplomó en una silla diciendo:
"¡Uf! ¡Ya está! "
Su amiga, que sabía que de ordinario era tranquila y dulce, se había incorporado muy sorprendida. Preguntó:
"¿Qué? ¿Qué es lo que está?"
La marquesa, que parecía incapaz de estarse quieta, se levantó, empezó a caminar por la habitación, y después se arrojó al pie de la chaise longue donde reposaba su amiga y, cogiéndole las manos:
"Escucha, querida, ¡júrame que no repetirás lo que voy a confesarte!
—Te lo juro.
—¿Por tu salvación eterna?
—Por mi salvación eterna.
—¡Pues bien! Acabo de vengarme de Simon."
La otra exclamó: "¡Oh! ¡Has hecho muy bien!
—¿Verdad? Imagínate que, desde hace seis meses, se había vuelto aún más insoportable que antes; pero insoportable en todo. Cuando me casé con él, sabía perfectamente que era feo, pero lo creía bueno. ¡Cómo me he engañado! Había pensado, sin duda, que lo amaba por sí mismo, con su barrigón y su nariz roja, porque empezó a hacerme arrullos como un tortolito. A mí, ya comprendes, eso me hacia reír, y de ahí que lo llamara Pichón. Los hombres, realmente, tienen ideas muy raras sobre sí mismos. Cuando comprendió que sólo sentía amistad por él, se volvió desconfiado, empezó a decirme cosas agrias, a calificarme de coqueta, de libertina, de no sé qué. Y luego, la cosa se puso más seria a consecuencia de..., de...; es muy difícil de contar... En fin, estaba enamoradísimo de mí..., enamoradísimo..., y me lo probaba a menudo, demasiado a menudo. ¡Oh!, querida, menudo suplicio ser amada por un hombre grotesco... No, realmente, yo no podía más..., no podía más...; es como si te arrancaran un diente todas las noches..., ¡peor que eso, mucho peor! En fin, figúrate entre tus amistades a alguien muy feo, muy ridículo, muy repugnante, con una gruesa panza (eso es lo horrible) y gruesas pantorrillas velludas. Lo ves, ¿no? Bueno, pues figúrate que ese alguien es tu marido.., y que... todas las noches..., ya entiendes. No, ¡es odioso! ..., ¡odioso! A mí me daban náuseas, verdaderas náuseas..., náuseas en mi jofaina. De veras, no podía más. Debería de existir una ley que protegiera a las mujeres en esos casos. Pero, ¡figúrate eso, todas las noches! ... ¡Puaf! ¡Qué asco!
"No es que yo haya soñado con amores poéticos, no, jamás. Ya no se encuentran. Todos los hombres, en nuestro mundo, son palafreneros o banqueros; sólo les gustan los caballos o el dinero; y si les gustan las mujeres, es a la manera de los caballos, para exhibirlas en sus salones como quien exhibe en el bosque un par de alazanes. Nada más. La vida es hoy tal que el sentimiento no puede desempeñar en ella el menor papel.
"Vivimos, pues, como mujeres prácticas e indiferentes. Los mismos amoríos no son sino encuentros regulares, en los que se repiten cada vez las mismas cosas. ¿Por quién podríamos, además, sentir un poco de cariño o de ternura? Los hombres, nuestros hombres, no son en general sino maniquíes correctos que carecen de toda inteligencia y de toda delicadeza. Si buscamos un poco de ingenio, como quien busca agua en el desierto, llamamos a nuestro lado a los artistas; y vemos llegar a unos presumidos insoportables o a unos bohemios mal educados. Yo busco un hombre, como Diógenes, un solo hombre en toda la sociedad parisiense; pero ya no estoy muy segura de encontrarlo y no tardará en soplar mi farol. Volviendo a mi marido, como me daba auténtica repugnancia verlo entrar en mis habitaciones en camisa y calzoncillos, empleé todos los medios, todos, lo que oyes, para alejarlo y para... desaficionarlo de mí. Al principio se puso furioso; y luego le entraron celos; se imaginó que lo engañaba. En los primeros tiempos, se contentaba con vigilarme. Miraba con ojos de tigre a cuantos hombres venían por casa; y después se inició la persecución. Me siguió por todas partes. Empleó métodos abominables para sorprenderme. Luego no me dejó charlar con nadie. En los bailes se quedaba plantado detrás de mí, alargando su cabezota de perro en cuanto yo decía una palabra. Me perseguía al buffet, me prohibía bailar con éste o aquél, se me llevaba en pleno cotillón, me volvía estúpida y ridícula y me hacía pasar por lo que no soy. Es entonces cuando dejé de mostrarme en sociedad.
"En la intimidad, la cosa se puso aún peor. Imagínate que ese miserable me calificaba de..., de..., no me atrevería a decir la palabra..., ¡de ramera!
"¡Sí, amiga mía! ... Me decía por las noches: "¿Con quién te has acostado hoy?" Yo lloraba y él estaba encantado.
"Y después aún se puso peor. La semana pasada me llevó a cenar a los Campos Elíseos. El azar quiso qué Baubignac estuviera en la mesa vecina. Y entonces Simon empieza a aplastarme los pies con furia y rezonga, por encima del melón: "Tú le has dado una cita, bestia inmunda; espera y verás." Entonces, jamás te figurarías lo que hizo, querida: quitó suavemente el alfiler de mi sombrero y me lo clavó en el brazo. Yo lancé un grito enorme. Todos acudieron. Y entonces representó una horrorosa comedia de pena. Ya sabes.
"En ese momento, me dije: "Me vengaré, y además sin tardar" ¿Tú qué hubieras hecho?
— ¡Oh! ¡Me habría vengado!
—Bueno, pues ya está.
—¿Cómo?
—¿Qué? ¿No comprendes?
—Sí, querida...; sin embargo...
—Bueno, pues sí...
—Sí, ¿qué?
—Vamos, piensa en su cabeza. La ves bien, ¿no?, con su gorda cara, su nariz roja y esas patillas caídas como orejas de perro.
—Sí.
—Piensa que, con todo eso, es más celoso que un tigre.
—Sí.
—Bueno, pues me he dicho: "Voy a vengarme por mí solita y por Marie", pues contaba con decírtelo, aunque sólo a ti, faltaría más. Piensa en su cara, piensa también que..., que..., que es...
—¿Cómo?... ¿Le has...?
—¡Oh! Sobre todo no se lo digas a nadie, querida, ¡júramelo de nuevo! ... Pero ¡Piensa qué cómico es! Piensa... ¡Me parece totalmente cambiado desde ese momento! ... y me río yo sola..., yo sola... ¡¡¡Piensa en su cabeza!!! "
La baronesa miraba a su amiga, y la loca risa que ascendía a su garganta brotó entre sus dientes; se echó a reír, pero a reír como si le diera un ataque de nervios, y, con las dos manos sobre el pecho, el rostro crispado, la respiración entrecortada, se doblaba hacia adelante como para caer de bruces.
Entonces la marquesita soltó el trapo a su vez, sofocándose. Repetía, entre dos cascadas de grititos: "Piensa..., piensa..., ¿no es divertido?..., dime..., ¡piensa en su cabeza! ..., ¡piensa en sus patillas! ..., ¡en su nariz! piénsalo..., ¿no es divertido?..., pero sobre todo... no lo digas..., no... lo... digas... ¡nunca!
Estaban casi sofocadas, incapaces de hablar, llorando con lágrimas auténticas en aquel delirio de alegría.
La baronesa se calmó primero; y, palpitante aún, dijo:
" ¡Oh! ... Cuéntame cómo lo hiciste..., cuéntame...., es tan divertido..., ¡tan divertido!..."
Pero la otra no podía hablar: balbucía:
"Cuando tomé mi decisión... me dije... "Vamos..., deprisa..., tiene que ser enseguida..." Y lo he... hecho... hoy...
—¡Hoy!
—Sí..., hace un rato..., y le dije a Simon que viniera a buscarme a tu casa para divertirnos... Va a venir... ¡ahora mismo! ... ¡Va a venir! ... Piensa..., piensa..., piensa en su cabeza al mirarlo... "
La baronesa, un poco calmada, resollaba como después de una carrera. Prosiguió:
—¡Oh! Dime cómo has hecho..., ¡dímelo!
—Es muy sencillo... Me dije: "Está celoso de Baubignac; ¡pues bien: será Baubignac! Es tonto de capirote, pero muy honrado; incapaz de decir nada." Entonces fui a su casa, después de almorzar.
—¿Fuiste a su casa? ¿Con qué pretexto?
—Una colecta... para los huérfanos...
—Cuéntame..., rápido..., cuéntame...
—Se quedó tan extrañado al verme que no podía hablar. Y después me dio dos luises para mi colecta; y luego, cuando me levantaba para irme, me preguntó por mi marido; entonces fingí no poder contenerme más y le conté todo lo que me pesaba en el corazón. ¡Lo pinté con tintas más negras de las que tiene, eso sí! ... Entonces Baubignac se emocionó, buscó algún medio de ayudarme... y yo empecé a llorar..., pero como se llora... cuando se quiere... Me consoló..., me hizo sentarme... y después, como yo no me calmaba, me besó... Yo decía:
"¡Ay! ¡Pobre amigo mío..., pobre amigo mío!" El repetía: "¡Pobre amiga mía..., pobre amiga mía! " Y seguía besándome..., seguía... hasta el final. Así fue.
"Después tuve una terrible crisis de desesperación y recriminaciones. ¡Oh!, lo traté, lo traté como al mayor de los miserables... Pero sentía unas ganas locas de reír. Pensaba en Simon, en su cabeza, en sus patillas... ¡Imagínate! ¡Imagínate! ... ¡Ya está! ... Ocurra lo que ocurra ahora, ¡ya está! ¡Y él, que tenía tanto miedo de eso! Puede haber guerras, terremotos, epidemias, podemos morir todos..., ¡pero ya está! ¡Nada puede ya impedirlo! Piensa en su cabeza... y dite... ¡ya está! "
La baronesa, que se ahogaba, preguntó:
" ¿Volverás a ver a Baubignac...?
—No. Nunca, faltaría más..., he tenido bastante..., no valdría más que mi marido..."
Y recomenzaron a reír las dos con tanta violencia que tenían sacudidas de epilépticas.
Un timbrazo detuvo su alegría.
La marquesa murmuró: "Es él..., míralo. . . "
Se abrió la puerta; apareció un hombre gordo, un hombretón de tez rubicunda y labios gruesos, con patillas caídas; revolvía unos ojos irritados.
Las dos jóvenes lo miraron un segundo, después se dejaron caer bruscamente sobre ha chaise longue, en tal delirio de risas que gemían como entre horribles sufrimientos.
Y él repetía con voz sorda: " ¿Qué? ¿Están ustedes locas?... ¿Están ustedes locas?... ¿Están ustedes locas?..." FIN