LA CRIATURA Guy de Maupassant

Lemonnier se había quedado viudo con un hijo. Durante los años de su matrimonio, consagró a su esposa un cariño fanático, ciego, una ternura sin igual, un amor exaltado, sin desfallecimientos, creciente de día en día. Era un hombre bondadoso y honrado, sencillo, muy sencillo, sin doblez alguna; sincero hasta la exageración, sin desconfianzas y sin malicias.
Enamorándose de una vecina suya, bastante necesitada, la pidió en matrimonio y se casó con ella. Era dueño Lemonnier de un comercio de telas muy bien acreditado; ganaba dinero, tenía fama de rico, y, a pesar de todo, ni siquiera sospechó que la muchacha le aceptase por interés, creyéndola gustosa de unirse a un hombre honrado y bueno.
Ella supo hacerle feliz. Lemonnier vivía sólo para ella, pensando a todas horas en ella, mirándola sin cesar con ojos de adorador humilde y prosternado. Mientras comían tropezaba en todo a cada instante, cometiendo repetidas torpezas y estropicios; por no apartar ni un instante sus miradas, fijas en el adorado rostro de la mujer, echaba el vino en los manteles y el agua en el salero; y al darse cuenta, reía como un simple, repitiendo:
—Te quiero demasiado; el cariño me ciega; sólo verte me agrada y por tener puestos en ti los ojos hago muchas torpezas; tropiezo en todo, me olvido de todo. No importa.
Ella sonreía, con expresión tranquila y resignada. Luego, sintiéndose fatigada por la insaciable adoración de su marido, procuraba distraerle provocando cualquier conversación, haciéndole hablar de algo que no fuera su apasionamiento Pero él, cogiéndole una mano por encima de la mesa, la oprimía suavemente murmurando:
—¡Juanita mía! ¡Encanto mío! ¡Amor mío!
Ella, impacientándose al fin, acababa diciendo:
—¡Vaya! Estáte quieto; sé razonable. Come y déjame comer en paz.
Lemonnier suspiraba y partía con los dientes una corteza de pan que iba mascando lentamente.
Durante los cinco primeros años, aquel matrimonio feliz no tuvo hijos. Luego, cuando menos lo esperaba ya, ella quedó embarazada. Fue un goce delirante para el marido, el cual no hubiera querido apartarse ni un momento de su mujer durante los meses últimos del embarazo; pero la criada, una vieja que sirvió en su mocedad a la madre de Lemonnier y que habiéndole conocido y cuidado mucho cuando era niño tenía con él cierto ascendiente, le hacia salir algunas veces a la fuerza, para que tomara un poco el aire.
***
Lemonnier había intimado mucho con un caballero, buen mozo, que había conocido a Juana desde que la vistieron de largo y era oficial primero en las oficinas de la Prefectura.
El señor Duretour comía tres veces por semana en casa de los señores de Lemonnier, llevando ramos de flores a la señora y a veces un palco de teatro. Con frecuencia, el bondadoso Lemonnier, sumergido en su propia dicha, se enternecía a los postres, y, dirigiéndose a su mujer, exclamaba:
—Con una compañera como tú y un amigo como él, soy perfectamente dichoso. ¿Qué puedo ambicionar en la tierra?
Ella murió de sobreparto; él estuvo también a punto de morirse de tristeza y desesperación; pero la existencia del niño le infundió alientos; le pareció que la criatura, crispada y quejumbrosa, reclamaba su auxilio.
Le quiso de todo corazón, apasionada y dolorosamente, con un cariño lastimado y triste; donde palpitaba el recuerdo imborrable de la muerta y en el cual también sobrevivía, consolándole a veces algo de su amor inextinguible.
Aquella criatura era carne de su esposa, una prolongación de aquel ser desaparecido, una quinta esencia de su Juana. Era su propia vida retoñando en otro cuerpo; Juana murió para que la criatura existiera.
Y el padre lo besaba con ansia, con delirio.
Pero aquel niño habla matado a la mujer encantadora y adorada; para vivir, el retoño había marchitado el tronco, alimentándose a sus expensas, robándole toda su vida...
Y pensando en esto, el señor Lemonnier dejaba el niño en la cuna, sin acariciarle más, contemplándolo de cerca, sentándose junto a él.
Así pasaba horas y horas, con los ojos fijos en la criatura, imaginando mil pensamientos, dolorosos unos, consoladores otros, dulces o amargos, risueños o tristes.
Cuando el niño dormía, inclinando la cabeza sobre la cuna, el padre lloraba, humedeciendo con su llanto las ropas que lo envolvían.
***
El niño iba creciendo. El padre no podía vivir sin verlo constantemente. Le vestía, le lavaba, le hacía comer, le sacaba de paseo; se había convertido en su constante preocupación.
También el señor Duretour paecía querer de veras al niño, mimándole, regalándole, acariciándole mucho, con verdaderos arranques de ternura, con frenesi paternal. Y le llevaba en brazos; le montaba en sus rodillas haciéndole saltar a las voces de "¡Arre, caballo; arre!"; le destapaba de pronto echándole sobre sus rodillas y besaba las piernas rosadas, rollizas y suaves del muñeco.
El señor Lemonnier, encantado, murmuraba:
—¡Da gusto! ¡Es tan precioso! ¡Tan precioso!
Y el señor Duretour oprimía entre sus brazos a la criatura, haciéndole cosquillas en el cuello con los bigotes.
Sólo Celeste, la criada vieja, no parecía tenerle mucho apego. La exasperaban las manifestaciones apasionadas e incesantes de los dos hombres y la pusieron, fuera de si las travesuras del niño en cuanto llegó a la edad en que todos las hacen.
Y exclamaba:
—¡Cómo le están educando entre los dos! ¡Bueno saldrá con tanto mimo!
Pasaba el tiempo, y al cumplir nueve años Juanito apenas sabía leer y sólo hacia su gusto, no habiendo junto a él una voluntad que se le impusiera. Tenía obstinaciones tenaces, resistencias inconcebibles, iras rabiosas. El padre cedía siempre, concediéndoselo todo. El señor Duretour compraba y llevaba sin cesar los juguetes deseados por el capricho de la criatura, y le hartaba de pasteles, de caramelos, de toda clase de golosinas.
Celeste, indignándose al verlo, exclamaba:
—Es una vergüenza, señor; es una vergüenza lo que hacen ustedes. Por su culpa, ese niño será un desdichado; por su culpa, si, señor; ustedes tendrán la culpa; sí, señor. Pero esto no puede seguir asi; yo no me resigno a verlo, y si continúa, tomaré una resolución muy pronto, sí, señor; se lo aseguro a usted; tomaré una resolución; acaso antes de lo que usted imagina.
El señor Lemonnier contestaba sonriendo:
—¡Vaya! Tú sabrás lo que haces. Le quiero tanto, que no sé contradecirle. Por lo demás, cuando te disguste mi manera de vivir, eres libre para resolver lo que te plazca.
***
Juanito enfermaba, debilitándose, y el médico, diagnosticando en la criatura una devoradora y terrible anemia, recetó preparados de hierro, carne cruda y caldos de gallina.
Pero al niño le gustaban solamente las golosinas, negándose a tomar toda clase de alimento restaurador; y el padre, desesperado, le atracaba de pasteles de chantilly o de crema y de bizcochos bañados con chocolate.
Una noche, hallándose ya sentados a la mesa el padre y el hijo, Celeste puso la sopera sobre los manteles, con un gesto de plomo y despreocupación casi provocativa que nunca tuvo hasta entonces. Destapó la sopera y metiendo el cucharón, dijo:
—Vea un caldo riquísimo, como no lo han tomado nunca; el niño no tendrá más remedio que resignarse a que se lo dé o decidirse a que le guste.
Y el señor Lemonnier, aterrado, bajó la cabeza, comprendiendo que aquel desplante de la criada traería cola.
Celeste sirvió la sopa en un plato y lo puso delante del señor.
Lemonnier probó una cucharada y dijo:
—En verdad, es una sopa excelente.
La criada sirvió entonces otro plato y lo puso delante de Juanito, Echándose atrás, se cruzó de brazos y aguardó.
Juanito bajó la cabeza, olió la sopa y, como si le repugnase tenerla cerca, empujó el plato con gesto desapacible, articulando una interjección desagradable:
—¡Puf!
Celeste, palideciendo de coraje, se acercó bruscamente, cogió la cuchara, la llenó de sopa y se la hizo tragar al niño a viva fuerza.
El niño se atragantó, escupió, tosió, estornudó, chilló, y al fin, agarrando el vaso que tenía delante y revolviéndose con furia, se lo tiró a la criada. Entonces la mujer, descompuesta y rabiosa, le sujetó la cabeza, obligándole a tomar cucharada tras cucharada toda la sopa que había en el plato. El niño escupía, manoteaba, gesticulaba, se retorcía sofocado, angustioso, encendido, como si fuese a morir estrangulado.
Lemonnier se quedó al pronto inmóvil, dominado por la sorpresa, no habiendo previsto, ni por asomo, aquel incidente. Luego, levantándose furioso, cogió a la criada por el cuello, empujándola contra la pared, con rabia de loco y balbuciendo:
—¡Fuera de mi casa!... ¡Fuera de aquí!... ¡Animal!... ¡Vete!...¡Vete al punto!...
Pero ella, repuesta en un instante, se libró de sus manos, y con el peinado caído, la cofia colgando a la espalda y los ojos encendidos, gritó:
—¿Qué repente le ha dado? ¿Qué significa esto? ¡Me maltrata porque obligo a la criatura, porque le hago tomar a la fuerza un caldo sustancioso! Usted le mata con tanto mimo y con tantas golosinas.
Lemonnier, agitado, tembloroso de pies a cabeza, repetía furiosamente:
—¡A la calle!... ¡Animal!.., ¡Fuera de mi casa!... ¡Vete!...
Y entonces la mujer, descompuesta. acercándose a él, mirándole provocativa frente a frente, balbució estas palabras:
—Pero... ¿es posible.., que me trate usted así?... ¿Es posible... yo lo tolere?... ¡Ah! ¡No!... mil veces, no!... Y el motivo.. ¡Eso es lo que me indigna más!... ¡El motivo es... un mocoso... un intruso, que ni siquiera es hijo de usted!... ¡No!.., ¡No es hijo de usted!... ¡No lo es!... ¡No lo es!... ¡Todos lo saben!... ¡Todos lo dicen!... ¡Y usted lo ignora!... Pregúnteselo usted al tendero...al carnicero..., al panadero... A todos..., a todos...
Tartamudeaba, enloquecida por su cólera; después calló, y sus ojos continuaban clavados en Lemonnier, anonadándole, sosteniendo sus atrevidas revelaciones.
Lemonnier no chistaba ni se movía, lívido, macilento, con los ojos caídos. Al cabo de unos instantes, balbució con la voz angustiada, temblorosa, débil, en la cual vibraba, sin embargo, la emoción terrible, formidable, que le tenía sobrecogido:
—¿Qué dices?... ¿Qué dices?... Pero ¿qué dices?
Ella continuó en silencio. La aterró de pronto la expresión que se reflejaba en el rostro de Lemonnier. Este avanzaba despacio, diciendo:
—¿Qué dices?... Pero... ¿tú sabes lo que dices?
Entonces ella respondió, ya calmada:
—Yo digo. lo que sé; lo que saben todos.
Lemonnier levantó las dos manos, arrojándose contra la mujer un impulso brutal, furioso, decidido a castigarla; pero Celeste, aunque vieja ya, era robusta y ágil. Se deslizó, huyéndole, corriendo en torno de la mesa, y nuevamente, dominada por la ira, vociferaba:
—¡Mirele! ... ¡Si basta mirarle! ... Por muy estúpido que usted sea, verá en él un retrato del señor Duretour... ¡Mirele! ... Su corte de cara, su nariz, sus ojos... ¿Tiene usted esos ojos? ¿Tiene usted esa nariz? ¿Y el cabello? ¿Se ha fijado en el color del cabello?... ¡Cuando yo le digo que todos lo advierten..., que todos lo comentan..., que todos lo saben...! Todos menos usted. ¡Usted! El hazmerreír de cuantos le conocen... ¡Mirele!
Y al pasar junto a la puerta, la empujó y salió corriendo.
Juanito, aterrado, se quedó inmóvil, con los ojos fijos en la sopera.
***
Al cabo de una hora, la vieja a se acercó al comedor, muy despacio y sin hacer ningún ruido, para enterarse de lo que sucedía. El niño, después de haber devorado los pasteles, un plato de crema y otro de peritas en dulce, metía la cuchara de la sopa en un tarro de almíbar.
Lemonnier había salido.
Celeste cogió al niño en brazos, y sin decir ni una palabra, llevándolo a la alcoba, lo acostó. Luego volvió al comedor, quitó los platos, alzó el mantel y lo puso todo en orden, desasosegada, inquieta.
No se oía ningún ruido en la casa; ni el más pequeño murmullo. Se acercó la vieja, de puntillas, al cuarto del señor; no se oía nada. Miró por el ojo de da la cerradura, y lo vio sentado a su mesa, escribiendo tranquilamente.
Volvió a la cocina y quedóse aguardando, sentada, previendo de que allí ocurriría cualquier cosa imprevlsta, y dispuesta, desde luego, a todo lo que fuese necesario.
Se durmió, y era ya de día cuando se despertó.
Como de costumbre, hizo el arreglo de la casa, barrió, aireó, sacudió los muebles en varias habitaciones, y a las ocho próximamente preparó el desayuno del señor Lemonníer.
Pero, ya con el café servido, aún dudaba, no atreviéndose a entrárselo, temerosa, con razón, de que le hiciese un mal recibimiento. Se resolvió a esperar que la llamara. La campanilla no sonó. En cambio, sonaron las horas. Las nueve. Las diez. Nada.
Celeste, aturdida, calentó de nuevo el café, y poniendo el desayuno en una bandeja, decidió entrarbo. Iba inquieta, con el corazón palpitante.
Se detuvo a escuchar junto a la puerta. Ningún ruido; ni el más ligero murmullo. Dio con los nudillos en la madera; nadie contestó. Entonces, revistiéndose de valor, sacando fuerzas de flaqueza, abrió, entró resueltamente..., lanzando un grito agudo, espantoso, dejó caer la bandeja que llevaba en la mano.
El cuerpo del señor Lemonnier se hallaba colgado en el centro de la habitación, pendiente de una cuerda pasada por el gancho puesto para sostener los aparatos de luz. Tenía la lengua horriblemente sacada. La zapatilla derecha se le había caído; la izquierda se mantenía calzando el pie. Tumbaba en el suelo, se veía una silla, que sin duda le sirvió para realizar su propósito.
Aturdida, la vieja huyó chillando.
Todos los vecinos acudieron. El médico certificó que Lemmonier se había sucidiado a medianoche.
Sobre la mesa del ahorcado encontraron un sobre dirigido al señor Duretoru. Dentro del sobre, un papel con estas lacónicas palabras:
"Dejo a su cuidado la criatura." FIN