LA ENSEÑANZA DEL LATÍN Guy de Maupassant

Las discusiones habidas últimamente acerca de la enseñanza del latín, me traen a la memoria un recuerdo curioso de mi lejana mocedad.
Terminaba yo el bachillerato, asistiendo a las clases del Colegio Robineau, famoso en toda la provincia por los grandes conocimientos del idioma latino que allí adquirían los alumnos.
Hacia diez años que los discípulos del Colegio Robineau ganaban los primeros premios en las oposiciones de latín, luchando con los del Colegio Imperial y con todos los demás del departamento. Tan absurdos y bien ganados triunfos se debían a un pasante, a un humilde pasante, al señor Piquedent, a quien hasta el "señor" se le regateaba, llamándole generalmente Piquedent, a secas.
Era un hombre aviejado, gris, de una edad indefinible y cuya historia se adivinaba inmediatamente. Habiendo ingresado en un colegio cualquiera, de pasante, a los veinte años, para poder proseguir sus estudios haciendo la Licenciatura y el Doctorado, se vio de tal modo envuelto por aquella dura y siniestra obligación, que se quedó ya de pasante para toda su vida.
Pero no había perdido su afición al latín y le obsesionaba como un deseo encarnizado. Leía de continuo los poetas, los prosistas, los historiadores y los interpretaba, los comentaba con una perseverancia inconcebible.
Se le ocurrió obligar a todos los alumnos de su clase a que le contestaran siempre en latín, insistiendo en sus propósitos hasta conseguir que fueran capaces de hablar en latín como en su propio idioma. Los oía como un director de orquesta oye los ensayos de sus músicos, y a cada instante golpeaba su pupitre con el puntero:
—¡Señor Lefrére, señor Lefrére! Ha cometido usted un solecismo. ¿No recuerda ya la regla?
—Señor Plantel: da usted a sus frases un giro muy francés y nada latino. Hay que penetrarse del espíritu de un idioma. Fíjese cómo lo digo yo...
Así, los alumnos del colegio de Robineau ganaron aquel año todos los premios de tema, versión y disertaciones latinas.
Al siguiente curso, el directo un hombrecillo sagaz como un mona —y semejante a una mona en figura y maneras— hizo estampar en los programas, en lo prospectos de su colegio y hasta en la muestra de la fachada, esta nota:
Especialidad En Estudios Latinos.— Cinco Primeros Premios Obtenidos En Los Cinco Años De Latinidad.— Dos Diplomas De Honor En El Concurso General Entre Todos Los Colegios De Francia.
Durante diez años consecutivos el colegio Robineau salió triunfante, con la misma brillantez y por Igual motivo. Esa fue la causa de que mi padre resolviera que yo estudiase allí como alumno externo, dándome por añadidura clase particular el señor Piquedent, mediante cinco francos la hora, de los cuales el director cobraba tres y el pasante dos. Yo tenía entonces dieciocho años y cursaba filosofía.
La clase particular me la daban en un gabinetito del entresuelo que tenía vistas a la calle. Ocurrió que a los pocos días, en vez de hablarme latín como en el colegio, el señor Píquedent me contaba sus desdichas en francés. Careciendo en absoluto de familia y de amigos, el infeliz se aficionó a mí, derramando sobre mi corazón toda la miseria del suyo.
En quince años no había tenido la fortuna de hablar con alguien íntimamente como hablaba conmigo.
—Soy una encina solitaria —me decía—. Sicut quercus in solitudine..
Le molestaba el trato de los otros pasantes, y como no disponía de tiempo ni de libertad, nunca pudo tener amistades en la población.
—Ni de noche soy libre, amigo mío, y es lo que me disgusta más. Todas mis aspiraciones se reducen a tener un cuartito con mis muebles, mis libros y todos aquellos objetos de mi pertenecía exclusiva. Pero no puedo tener nada mío, nada más que mi pantalón y mi levita; ¡ni siquiera el colchón y las almohadas en que descanso para dormir! No puedo aislarme nunca entre cuatro paredes y sólo respiro a mis anchas cuando estoy aquí. ¿Usted comprende lo terrible que resulta pasar la vida, toda la vida, sin derecho a la soledad para entregarse a tranquilas meditaciones, a reflexionar, a trabajar, a soñar? ¡Oh amigo mío, una llave, la llave de una puerta que cerrándose nos aísla! No concibo dicha mayor. En el colegio, durante las horas de clase, la presencia de los muchachos, que no dejan de hablar ni de moverse; por las noches, los ronquidos incesantes de los muchachos en el dormitorio. Y duermo en una cama que no es mía, entre dos hileras de camas, que debo, dormido y todo, vigilar. Nunca pude aislarme, ¡nunca! Si voy por las calles, me codeo con una muchedumbre; si me canso de andar y entro en un café, me rodea otra muchedumbre de fumadores que discuten o juegan al billar. Vivo como en una cárcel.
Yo le preguntaba:
—¿Por qué no buscó usted otro empleo?
Y él respondía:
—¿Cuál? No soy zapatero, ni carpintero, ni sombrerero, ni panadero, ni peluquero. Sólo sé latín, y carezco de un diploma que me autorice para venderlo a buen precio. Si tuviera un titulo de doctor, me produciría cien francos lo que ahora me produce tres, y sin duda mis enseñanzas serian más deficientes, porque bastaría mi titulo para mantener mi reputación.
A veces me decía:
—Sólo descanso durante las horas que paso con usted. No perderá el tiempo que le distraigo. En clase le indemnizaré, haciéndole hablar en latín doble que a los otros.
Un día me atreví a ofrecerle un cigarrillo. Lo contempló con inquietud y, mirando hacia la puerta, dijo:
—¡Si entran y nos ven!
—Fumémoslo en la ventana.
Y apoyamos los codos en el alféizar, ocultando en la mano, abarquillada, el cuerpo del delito.
Frente a nosotros había un taller de planchadoras. Cuatro mujeres con blusitas blancas deslizaban sobre las piezas de ropa las planchas pesadas y calientes, que desprendían un vaho espeso.
De pronto apareció en la puerta otra mujer, saliendo cargada con un cesto muy grande, para llevar a los clientes camisas, pañuelos y sábanas. En el umbral se detuvo, como si el peso de la carga la rindiese ya. Luego alzó los ojos, dedicándonos una sonrisa; con la mano que le quedaba libre nos tiró un beso burlonamente, y se fue a paso lento.
Era una moza de veinte años, de poca estatura, flaca, bastante linda, con la expresión picaresca, los ojos alegres y los cabellos rubios y mal peinados.
El señor Piquedent murmuró preocupado:
—¡Qué oficio para una mujer! ¡Cargarse como una bestia!
Y reflexionó acerca de la miseria de las clases humildes. Tenía exaltaciones democráticos sentimentales, y hablaba de las fatigas de los obreros con frases propias de Juan Jacobo Rousseau, con angustia sincera.
Otro día, viéndonos en la misma postura, la misma planchadora, nos dijo: "¡Adiós, colegiales!", con una vocecita burlona y haciéndonos un guiño.
Yo le tiré mi cigarro, y ella, cogiéndolo, se puso a chuparlo. Salieron las otras cuatro a la puerta, con las manos tendidas, para recibir igual obsequio.
Y poco a poco se estableció una correspondencia sentimental entre las planchadoras del taller y los cautivos del colegio.
Daba risa ver al señor Piquedent. Temblando, porque temía que pudieran sorprenderle y le costara el empleo, hacia muecas tímidas —toda una mímica de amante de comedia— y las planchadoras le respondían con una lluvia de besos.
Concebí una diabólica idea. Un día, entrando en el gabinetito del entresuelo, dije misteriosamente al pasante:
—Señor Piquedent: acabo de hablar con la planchadora, la del cesto, la más joven; acabo de hablar con ella.
Me preguntó, un poco turbado por el tono confidencial de mis palabras:
—¿Y que le ha dicho a usted?
—Me ha dicho... ¡Prepárese a recibir una sorpresa! ... Me ha dicho... que le parece usted un hombre muy simpático. Y sospecho... la verdad; sospecho que se interesa mucho por usted.
Palideció, murmurando:
—Sin duda se quiso burlar de mi. Es imposible que a mis años.
Le interrumpí:
—¡A sus años! Pero ¡si está usted muy aceptable!
Comprendiendo que mi engaño le interesaba, no insistí al pronto.
Pero cada tarde le comunicaba un supuesto recado, repitiéndole que la muchacha sentía cariño hacia él. Acabó por convencerse, por enviarle desde la ventana besos ardientes y apasionados.
Y ocurrió que una mañana, yendo al colegio, encontré a la moza y decidí abordarla francamente, como si la conociera de mucho tiempo.
—Buenos días.
—Buenos días.
—¿Quiere usted un cigarro?
—No; en la calle, no.
—Puede fumarlo en el taller, luego.
—Así, venga.
—Digame: ¿No sabe usted lo que ocurre?
—¿Qué ocurre?
—¡Casi nada! El viejo; mi profesor...
—¿Piquedent?
—Sí; Piquedent. ¿Cómo sabía usted su nombre?
—Se saben tantas cosas ¿Y qué?
—Pues, que... se ha enamorado como un loco… de usted.
La moza soltó un carcajada, exclamando:
—¡Qué bromas!
—No, no es broma. Se lo aseguro. Me habla de usted constantemente. Apuesto a que acabarán casándose.
La moza dejó de reír. La sola idea del matrimonio es un asunto serio para cualquier muchacha.
Después, incrédula, repitió:
—¡Qué bromas!
—Le juro a usted que no la engaño.
Cargando nuevamente con el cesto de ropa que había dejado en el suelo dijo:
—Se verá, se verá...
Y se fue.
Llegando al colegio, busqué una ocasión para poder hablar a solas con el pasante.
—Le aseguro que la enamoró. Escríbale.
Y escribió una carta muy cariñosa, llena de frases y de perífrasis, de metáforas y de comparaciones, de filosofía y de galantería universitaria; una verdadera preciosidad, un modelo de literatura burlesca, y me comprometí a llevarla yo.
La moza iba leyendo y emocionándose; luego, dijo:
— ¡Qué bien escribe! ¡Cómo se conoce que ha estudiado mucho! Y ¿es cierto que piensa casarse conmigo?
Respondí resueltamente:
—¡Claro! Y sólo espera una ocasión para decírselo de palabra.
—Pues que me invite a comer el domingo en la Isla de las Flores.
Aseguré que la invitaría.
Impresionó grandemente al pasante la relación del efecto que había producido su carta.
Insistí:
—Ya ve cómo le quiere, señor Piquedent; y me parece una buena mujer. Sería una infamia seducirla para divertirse con ella. Merece mucho más.
Respondió seriamente:
—Yo no soy capaz de hacer una infamia. Siempre me porto como un hombre honrado.
Confieso que hasta entonces no me propuse más que seguir la broma, una broma de colegial. Adivinando la ingenuidad candorosa del pasante, su inocencia y su debilidad, me divertía sin pararme a reflexionar el fin de todo aquello. Tenía yo entonces dieciocho años y fama de guasón.
Convinimos en que yo iría con Piquedent hasta el embarcadero de Rabo de Vaca, en coche, y que un allí nos reuniríamos con Angela. Después, embarcados los tres en mi bote, llegando a la Isla de las Flores, comeríamos juntos. Yo había impuesto mi presencia para disfrutar de mi triunfo, y el pasante, aceptando mi proposición, demostraba que había perdido la chaveta.
Cuando llegamos al embarcadero, donde mi bote nos aguardaba, descubrí sobre las hierbas una enorme sombrilla encarnada, semejante a una colosal amapola. Bajo la sombrilla, vimos a la planchadora, muy compuesta. Me sorprendió su aspecto agradable y gracioso, aun cuando estaba paliducha.
Piquedent la saludó haciéndole una reverenda con el sombrero en la mano. Ella estuvo atenta con él, y subimos los tres al bote.
Yo remaba y los había hecho sentar juntos, frente a mí.
El pasante fue quien primero habló:
—Un hermoso día para un paseo por el río.
La planchadora se limitó a decir:
—Efectivamente.
Metió las puntas de los dedos en el agua, produciendo, al avanzar el bote, como una cinta de cristal y un suave murmullo, un chapoteo amortiguado.
En el restaurante se animó, habló, dispuso la comida; un frito, un pollo, una ensalada. Y mientras lo preparaban todo, nos hizo dar un paseo por la isla, cuyas veredas conocía perfectamente.
Se mostró agradable, viva, dicharachera.
Nadie dijo una sola palabra de amor, hasta los postres. Yo había pedido una botella de champaña; Piquedent estaba ebrio, y Angela un poco mareada. Entonces el pasante dijo:
—Señorita: Raúl habrá manifestado a usted mis intenciones.
Ella puso cara de juez, contestando:
—Si; me lo ha dicho todo.
—Y usted, ¿qué responde?
—No es costumbre responder a ciertas preguntas.
La emoción ahogaba en aquel momento al infeliz pasante.
—¿Puedo confiar en serle agradable con el tiempo?
Angela sonrió:
—¡Tonto! ¿No conoce usted que me gusta?
—De modo, señorita, que puedo confiar...
Ella dudó un segundo, y dijo con voz temblorosa:
—Pero ¿es verdad que desea usted casarse conmigo?
—¡Sí, Angela!
—Entonces... habrá que decidirse.
Los dos chorlitos formalizaron la promesa de matrimonio, siguiendo la burla de un mozalbete.
Peroo yo no creía la cosa tan seria, acaso ellos tampoco. Angela tuvo un momento de vacilación, confesando:
—Yo no tengo ni un céntimo; Lo supondrá usted.
É1 balbució, borracho como el propio Sileno:
—Yo economicé siete mil francos.
—¡Lo bastante para establecernos!
A través de la borrachera, el pasante sintió una vaga inquietud.
—¡Establecernos! ¿Cómo?
—¿Cómo? Ya veremos lo que se presenta. Con siete mil francos puede intentarse alguna empresa. ¿No pretenderá usted llevarme a dormir al colegio cuando sea su esposa?
No habiendo previsto aquella dificultad, balbució contrariado:
—¿Establecernos? ¿Cómo? ¿Para qué? Yo sólo sé latín.
Angela reflexionaba también pasando revista ligeramente a todas las profesiones que juzgaba lucrativas.
—¿No le seria fácil ser médico?
—No.
—¿Y boticario?
—Tampoco.
La moza lanzó un grito de júbilo. ¡Había encontrado la idea que buscaba!
—¡Compraremos una tienda de comestibles! ¡Oh! ¡Qué gusto. Una tienda de comestibles! Modesta. ¿Eh? Con siete mil francos no hay para mucho.
El pasante quiso protestar.
—No; no es posible que yo haga eso... Yo soy una persona... demasiado conocida... Sólo sé latín! Yo...
Pero ella le hizo callar acercándole una copa de champaña a los labios.
Volvimos al bote, y aunque la oscuridad que nos rodeaba era mucha, los vi enlazarse y acariciarse varias veces.
Aquello produjo una catástrofe horrible. Todo se averiguó. Expulsaron del colegio al pasante, mi padre, indignado, me llevó a otro colegio. Al cabo de mes y medio me gradué de bachiller. Luego fui a París a estudiar Leyes y estuve dos años ausente de mi ciudad natal.
Cuando volví a pasar unas vacaciones, en un recodo que forma la calle de la Sierpe, me saltó a la vista este letrero:
Productos Coloniales
De Piquedent
Y más abajo, para que no dudaran los más ignorantes:
Comestibles
Leyendo, exclamé:
—Quantum mutatus ab illo!
Piquedent alzó la cabeza, y desatendiendo a una cliente corrió tendiéndome ambas manos:
—¡Ay amigo! ¡Usted por aquí!
—¡Me alegro! ¡Me alegro de verte!
Una hermosa mujer, llenita de carnes, abandonó el escritorio para caer en mis brazos.
Me costó algún esfuerzo reconocerla. Estaba maciza y de buen color.
Después me decidí a preguntar:
—¿El negocio prospera?
Piquedent, que ya se hallaba otra vez junto al mostrador despachando, respondió:
—Sí, prospera; estoy satisfecho.
—¿Y el latín, señor Piquedent?
—¡Oh Virgen Santísima! ¿Quién habla ya de latín? Con latines, amigo mío, no se come. FIN