LA PIRA Guy de Maupassant

El pasado lunes murió en Etretat un príncipe hindú, Bapu Sahib Khanderao Ghathay, pariente de su alteza el Maharajá Gaikwar, príncipe de Baroda, en la provincia de Gujarath, presidencia de Bombay.
Desde hacía más o menos tres semanas, se veía por las calles a una docena de jóvenes indostánicos, pequeños, ágiles, de piel negra, vestidos de trajes grises y con la cabeza cubierta con gorras de palafreneros ingleses. Eran grandes señores, que habían venido a Europa para estudiar las instituciones militares de las principales naciones de Occidente. Componían el pequeño grupo tres príncipes, un amigo noble, un intérprete y tres servidores.
El que acaba de morir era el jefe de la misión; era un anciano de setenta y cuatro años, suegro de Sampatrao Kashivao Gaikwar, hermano de su alteza el Gaikwar de Baroda.
El yerno acompañaba al suegro. Los otros indostánicos se llamaban Gampatrao Shravanrao Gaikwar, primo de su alteza Khasherao Gadhay; Vasudey Madhav Samarth, intérprete y secretario; y los esclavos Ramchandra Bajají. Ganu bm Pukaram Kokate, Rhambhaji bm Favji.
El personaje que ha muerto el otro día, fue víctima, en el momento de abandonar a su patria, de una aguda crisis de pesar; convencido de que nunca más regresaría, quiso desistir del viaje, pero no tuvo más remedio que plegarse a la voluntad de su noble pariente, el príncipe de Baroda, y se puso en camino.
Vinieron a pasar el final del verano en Etretat; la gente iba todas las mañanas, llena de curiosidad, a verlos bañarse en el balneario Roches-Blanches.
Hará cosa de cinco o seis días, Bapu Sahib Khanderao Ghatgay se sintió atacado de dolores en las encías; la inflamación llegó a la garganta, y se ulceró. Se declaró la gangrena, y el lunes los médicos manifestaron a sus jóvenes compañeros que su pariente iba a morir. La agonía empezó casi en seguida; como el desdichado apenas si podía respirar, sus amigos lo sacaron en vilo de la cama y lo tendieron en el suelo de la habitación, para que entregase su alma tendido sobre la tierra, nuestra madre, según los preceptos de Brahma.
Después solicitaron permiso del alcalde, señor Baissaye, para quemar el cadáver, obedeciendo a las terminantes prescripciones de la religión indostánica. El alcalde, no atreviéndose a decidir, telegrafió a la prefectura pidiendo instrucciones, aunque anunciaba que interpretaría la falta de contestación como respuesta afirmativa. No habiendo llegado contestación a las nueve de la noche, se tomó la resolución de que, habida cuenta de que la enfermedad que había acabado con el indostánico era de carácter infeccioso, la cremación del cadáver tendría lugar aquella misma noche, bajo los acantilados, a orillas del mar, durante la marea baja.
Hoy se censura al alcalde por haber tomado semejante resolución, aunque ciertamente ha obrado como hombre inteligente, decidido y liberal, y ha contado con el apoyo y el consejo de los tres médicos que habían atendido al enfermo y certificado su defunción.
***
Aquella noche se bailaba en el Casino. Era una noche de otoño prematuro, algo fría. Soplaba de alta mar un viento bastante fuerte, sin que las aguas estuviesen todavía alborotadas, y corrían por el cielo las nubes rápidas, desgarradas, deshilachadas. Avanzaban desde la línea del horizonte, como una mancha sobre el fondo del firmamento, y se iban tornando blancas a medida que se aproximaban a la luna; pasaban rápidas por delante de ella, envolviéndola con un velo, pero sin llegar a ocultarla.
Los grandes acantilados cortados a pico, que dan forma a la playa en curva de Etretat y que terminan en las dos célebres arcadas conocidas con el nombre de Las Puertas, quedaban envueltas en la oscuridad, igual que manchones negros en el paisaje suavemente iluminado.
Había llovido durante todo el día.
La orquesta del Casino ejecutaba valses, polcas y contradanzas. Súbitamente, se propagó un rumor por todos los grupos. Decía ese rumor que un príncipe indostánico acababa de fallecer en el hotel de los Baños, y que se había solicitado autorización del ministro para quemar su cadáver. Nadie lo creyó o, por lo menos, nadie supuso tan próximo el hecho, por tratarse de una práctica tan en pugna con nuestras costumbres; a medida que fue avanzando la noche, la concurrencia se retiró, marchando cada cual a su casa.
El empleado del gas, corriendo de calle en calle, apagó a medianoche, una tras otra, las llamas amarillas que iluminaban las casas dormidas, el barro y los charcos. Nosotros esperábamos, acechando la hora en que la pequeña población estuviese desierta y callada.
Un ebanista se hallaba desde el mediodía atareado en cortar madera, y pensaba con asombro en el destino de todas aquellas tablas aserradas en trozos menudos, lo que constituía un despilfarro de una madera de la mejor calidad. La madera aserrada se cargó en una carreta que se dirigió por calles desviadas hasta la playa, sin despertar sospechas en las personas trasnochadoras con quienes se cruzaba en el camino. Llegó hasta la playa pedregosa, al pie mismo del acantilado, y una vez descargada la madera, los tres servidores indostánicos dieron principio a la tarea de construir una pira algo más larga que ancha. Trabajaban solos, porque ninguna mano profana debía colaborar en aquella tarea santa.
A la una de la madrugada se anunció a los parientes del difunto que podían llevar a cabo su obra.
Se abrió la puerta de la casita que ocupaban, y pudimos ver, tendido en unas parihuelas, en el estrecho vestíbulo débilmente alumbrado, el cadáver envuelto en seda blanca. Bajo aquel velo pálido, se marcaba con claridad su cuerpo, tendido de espaldas.
Serios, en pie y delante de los pies del muerto, permanecían los indostánicos inmóviles, mientras uno de ellos llevaba a cabo las ceremonias de rigor, murmurando en voz baja y monótonas palabras incomprensibles. Daba vueltas en torno al cadáver, lo tocaba de cuando en cuando, y finalmente, echando mano de una urna colgada de tres cadenitas, lo roció abundantemente con agua sagrada del Ganges, que los indostánicos están obligados a llevar consigo, adondequiera que vayan.
Cuatro indostánicos levantaron las parihuelas y echaron a caminar lentamente. La luna se había puesto, dejando en la oscuridad las calles fangosas y desiertas, pero eran tales los brillos de la seda blanca, que el cadáver que iba sobre las parihuelas parecía luminoso; y embargaba el ánimo al ver pasar en la noche la forma tersa de aquel cuerpo, conducido por hombres de piel tan oscura que no se distinguían en la noche sus caras ni sus manos de sus ropas.
Seguían detrás del muerto tres indostánicos, y tras éstos, rebasándolos con toda la cabeza, se dibujaba la elevada silueta de un inglés, envuelta en un gran abrigo de viaje de un color gris suave; se trataba de un caballero amable y distinguido, amigo de los indostánicos, que los guiaba y los aconsejaba en sus viajes por Europa.
Me parecía asistir a una especie de espectáculo simbólico, bajo el cielo brumoso y frío de esta pequeña playa del Norte. Me parecía que allí se llevaban al genio de la India, vencido, y que le seguía, como se sigue a los muertos, el genio victorioso de Inglaterra, vestido de un abrigo gris.
Al llegar a la playa pedregosa los que transportaban el cadáver se detuvieron algunos segundos para tomar aliento, y luego reanudaron la marcha; caminaba ahora a pasitos cortos, agobiados bajo la carga. Llegaron por fin hasta la pira. Esta había sido construida en un repliegue, al pie mismo del acantilado, que se alzaba perpendicular, hasta cíen metros de altura, oscuro en la noche, a pesar de su blancura.
La pira tendría, poco más menos, un metro de altura; colocaron encima de ella el cadáver; uno de los indostánicos pidió luego que le indicasen cual era la estrella polar. Le fue indicada, y entonces colocaron al Rajá muerto con los pies en dirección a su patria. Vertieron luego sobre él una docena de botellas de petróleo y lo cubrieron por completo con tablitas de pino. Parientes y servidores estuvieron ocupados cerca de una hora en levantar cada vez más la pira, que tenía el aspecto de una de las pilas de madera que suelen guardar los ebanistas en los desvanes de sus casas. Derramaron encima de todo veinte botellas de aceite y vaciaron en la cúspide misma un saco de virutas finas. A unos pasos de la pira temblequeaba una llama en una estufilla de bronce que permanecía encendida desde la llegada del cadáver.
Habla llegado el momento. Los parientes fueron en busca del fuego. Como éste era muy débil, vertieron encima algo de aceite; bruscamente se alzó una llama que iluminó desde abajo hasta arriba el gran muro de rocas. Uno de los indostánicos, que estaba inclinado sobre la estufilla, se incorporó, con las dos manos levantadas y los codos doblados, y vimos de pronto que una sombra colosal, la sombra de Buda en su actitud hierática, subía y subía, proyectando su negrura sobre la superficie blanca del acantilado. Y el birrete puntiagudo con que cubría su cabeza daba la impresión de ser el peinado del dios.
Tan emocionante e imprevisto fue aquel detalle, que mi corazón se puso a latir apresuradamente, como si ante mi hubiese surgido una aparición sobrenatural.
Era ella, sin duda; la imagen antigua y sagrada, que había venido desde el lejano Oriente hasta esta extremidad de Europa, para velar al hijo suyo que iba a ser quemado en aquel lugar.
Desapareció. Traían el fuego.
Las virutas de la cima de la pira se prendieron y pegaron fuego a su vez a la madera; una violenta claridad iluminó la costa, la playa pedregosa y la espuma de la olas que se rompían en la orilla.
La llama crecía por momentos e iluminaba, mar adentro, la cresta saltarina de las olas.
Soplaba en ráfagas una brisa de mar adentro, y aceleraba el ardor de la llama que se tumbaba, giraba, se alzaba, despidiendo millares de chispas. Subían éstas acantilado arriba con vertiginosa velocidad, y se perdían en el cielo, mezclándose con las estrellas y aumentando su número. Algunas aves marinas que se habían despertado lanzaban su grito lastimero, y después de trazar grandes curvas, cruzaban con su alas blancas extendidas dentro del círculo luminoso del foco del fuego, perdiéndose de nuevo en la noche.
La pira se convirtió pronto en una masa de fuego no roja, sino amarilla, de un amarillo cegador; en una hoguera azotada por el viento. De pronto, sacudida por un golpe de aire más fuerte, osciló, desmoronándose en parte, inclinada del lado del mar y el cadáver quedó por completo a la vista, masa negra sobre su lecho de fuego, y ardiendo también él con largas llamas azules.
El brasero se desmoronó aún más hacia la derecha, y el cadáver se dio vuelta, lo mismo que un hombre en su cama. Volvieron a cubrirlo con madera de reserva y el fuego cobró mayor fuerza que antes.
Los indostánicos, sentados en semicírculo sobre el suelo pedregoso, contemplaban el espectáculo con rostros serios y tristes. Como hacia mucho frío, nosotros nos aproximamos al fuego, hasta darnos en la cara el humo y las chispas. No percibimos otro olor que el de la madera de pino y el del petróleo.
Transcurrían las horas; se aproximaba el día. Hacia las cinco de la mañana ya no quedaba sino un montón de cenizas. Los parientes del difunto las recogieron; arrojaron una parte a los cuatro vientos, otra al mar y guardaron una pequeña cantidad en una vasija de bronce que llevarán con ellos a la India. Finalmente, se retiraron para plañir en su casa.
Con medios insuficientes a su disposición, estos jóvenes príncipes y sus criados han sabido realizar de un modo perfecto la cremación de su pariente, con notable habilidad y una dignidad extraordinaria. Todo fue hecho según el rito, de acuerdo con las prescripciones rigurosas de su religión. Su pariente muerto descansa en paz.
***
Desde que se hizo de día, reinó en Etretat una emoción indescriptible. Unos afirmaban que se había quemado a un hombre vivo; otros, que se había pretendido hacer desaparecer las huellas de un crimen; aquéllos, que el alcalde seria encarcelado, y los de más allá, que el príncipe indostánico había muerto víctima del cólera.
Algunos hombres mostraban su a asombro; algunas mujeres daban rienda suelta a su indignación. En el sitio en que se alzó la pira, hubo durante todo el día una muchedumbre de gente que buscaba huesos entre las piedras todavía calientes. Recogieron huesos como para rehacer diez esqueletos, porque los granjeros de la costa tienen la costumbre de tiran al mar los carneros que se les mueren. Los jugadores guardaban con mucho cuidado en sus portamonedas estos fragmentos. Pero la verdad es que ninguno de ellos está en posesión de una reliquia auténtica del príncipe Indostánico.
Aquella misma tarde llegó un delegado del Gobierno, comisionado para iniciar una investigación. Es cierto que juzgaba aquel caso singular como hombre de ingenio y de buen criterio. Pero ¿qué dirá en su informe?
Los indostánicos declararon que si se les hubiese prohibido en Francia quemar su muerto, se habrían ido con el cadáver a otro país más libre, donde hubiesen podido cumplir con lo que es uso y costumbre suya.
He visto, pues, consumirse el cadáver de un hombre en una pira, y ese espectáculo ha despertado en mi el deseo de desaparecer de la misma forma.
Por ese procedimiento, todo se acaba en el acto. El hombre activa la obra lenta de la Naturaleza en vez de retardarla aún más con el féretro repugnante, en el que el cadáver se descompone durante meses. La carne está muerta, el espíritu ha huido. El fuego purificador dispersa en algunas horas lo que fue un ser vivo; lo lanza al viento, lo convierte en aire y cenizas, y no en repugnante podredumbre.
Es un procedimiento limpio y sano. La putrefacción bajo la tierra, en un cajón cerrado, en el que el cadáver se convierte en pasta blancuzca, negra y hedionda, tiene en sí algo de atroz y repugnante. El ver hundirse el féretro en la fosa llena de fango atenaza el corazón, mientras que la pira que llamea bajo el firmamento tiene algo de grandioso, bello y solemne. FIN