LAS HERMANAS RONDOLI Guy de Maupassant

I
"No, dijo Pierre Jouveriet, no conozco Italia, y, sin embargo, he intentado dos veces entrar en ella, pero me hallé detenido en la frontera de tal forma que siempre me resultó imposible avanzar más. Y, sin embargo, esas dos tentativas me han dado una agradable idea de las costumbres de ese hermoso país. Me falta conocer las ciudades, los museos, las obras maestras que pueblan esa tierra. Probaré de nuevo, cualquier día, a aventurarme por ese territorio infranqueable.
"¿No comprende usted? —Me explicaré."
***
En 1874 sentí deseos de ver Venecia, Florencia, Roma y Nápoles. Esta afición me entró hacia el 15 de junio, cuando la savia violenta de la primavera infunde en el corazón ardores de viaje y de amor.
No soy un viajero, sin embargo. Cambiar de sitio me parece una acción inútil y fatigosa. Las noches en ferrocarril, el sueño agitado de los vagones con dolores de cabeza y agujetas en las extremidades, el despertar deslomado en esa caja rodante, esa sensación de mugre en la piel, esas suciedades voladoras que empolvan los ojos y el vello, ese perfume de carbón con el que uno se alimenta, esas cenas execrables entre corrientes de aire en las cantinas son, a mi parecer, detestables inicios para una partida de recreo.
Después de esta introducción del Rápido tenemos las tristezas del hotel, del gran hotel tan lleno de gente y tan vacío, la habitación desconocida, lastimosa, la cama sospechosa...—Me gusta más que nada mi cama. Es el santuario de la vida. Le entregamos desnuda nuestra carne fatigada para que la reanime y la descanse entre la blancura de las sábanas y el calor de los colchones de Plumas.
Allí es donde encontramos las más dulces horas de la existencia, las horas de amor y de sueño. La cama es sagrada. Debe ser respetada venerada por nosotros y amada como lo mejor y más dulce que poseemos en la tierra.
No puedo levantar la sábana de una cama de hotel sin sentir un estremecimiento de asco. ¿Qué habrán hecho allá dentro la pasada noche? ¿Qué gente desaseada, repugnante, habrá dormido sobre esos colchones? Y pienso en todos los seres horrorosos con quienes nos codeamos cada día, en los jorobados, en las carnes granujientas, en las manos negras que recuerdan los pies y todo lo demás. Pienso en aquello5 cuyo encuentro os lanza a la nariz olores asquerosos de ajo o de humanidad. Pienso en los deformes, en los purulentos, en los sudores de los enfermos en todas las fealdades y en todas las suciedades del hombre.
Todo esto ha pasado por esa cama donde voy a dormir. Se me encoge el corazón al deslizar el pie dentro de ella.
Y las cenas de hotel, esas largas cenas en la mesa redonda en medio de todas esas personas fastidiosas, grotescas; y las horribles cenas solitarias en la mesita de un restaurante frente a una pobre vela coronada por una pantalla.
¿Y las tardes desconsoladoras en la ciudad ignorada? ¿Conoce usted nada más lamentable que la noche que cae sobre una ciudad extranjera? Andamos sin rumbo entre un movimiento, una agitación que parecen tan sorprendentes como los de los sueños. Miramos esas caras que nunca hemos visto, que jamás volveremos a ver; escuchamos esas voces hablar de cosas que nos son indiferentes, en una lengua que no comprendemos Experimentamos la atroz sensación de estar perdidos. Tenemos el corazón en un puño, las piernas vacilantes, el alma abatida. Caminamos como si huyéramos caminamos para no regresar al hotel, donde nos encontraríamos aún más perdidos porque estamos en casa, en la casa pagada de todo el mundo, y acabamos por derrumbarnos en la silla de un café iluminado, cuyos dorados y luces nos abruman mil veces más que las sombras de la calle. Entonces, delante de la caña babosa traída por un camarero apresurado, nos sentimos tan abominablemente solos que nos asalta una especie de locura, una necesidad de marcharnos, de ir a otra parte, adonde sea, para no quedarnos allí, ante esa mesa de mármol y bajo esa araña resplandeciente. Y percibimos entonces que estamos realmente y siempre y por doquier solos en el mundo, aunque en los lugares conocidos el trato familiar nos dé la ilusión de la fraternidad humana. En esas horas de abandono, de negro aislamiento en las ciudades lejanas, es cuando pensamos largamente, claramente, profundamente. Entonces es cuando vemos bien toda la vida de una sola ojeada, al margen de la óptica de esperanza eterna, al margen de la engañifa de los hábitos adquiridos y de la espera de la felicidad siempre soñada.
Es al marchar lejos cuando comprendemos cuán próximo y corto y vacío es todo; es al buscar lo desconocido cuando percibimos cuán mediocre y breve es todo; es al recorrer la tierra cuando vemos a la perfección cuán pequeña y casi semejante es.
¡Oh! Conozco las sombrías veladas de caminatas al azar por calles ignoradas Las temo más que a nada.
Por ello, como no quería por nada del mundo partir solo a ese viaje a Italia, decidí a acompañarme a mi amigo Paul Pavilly.
Ya conoce usted a Paul. Para él, el mundo, la vida, es la mujer. Hay muchos hombres de esa ralea. La existencia le aparece poetizada iluminada por la presencia de las mujeres. La tierra sólo es habitable porque en ella hay mujeres; el sol es brillante y cálido porque las ilumina. El aire es dulce de respirar Porque se desliza bajo su piel y hace remolinear los cortos cabellos de sus sienes. La luna es encantadora porque las hace soñar y presta al amor un lánguido encanto. Ciertamente, todos los actos de Paul tienen por móvil a las mujeres; todos sus pensamientos van hacia ellas, así como todos sus esfuerzos y todas sus esperanzas.
Un poeta ha reprobado a esta especie de hombres:
Je déteste sourtout le barde a l'oeil humide
Qui regarde une étoile en murmurant un nom,
Et pour qui la nature immense serait vide
S'il ne portait en croupe ou Lisette ou Ninon
Ces gens —là sont charmants qui se donnent la peine,
A/in qu'on se intéresse à son pauvre univers,
D'attacher des jupons aux arbres de la plaine
Et la cornette blanche au front des coteaux verts.
Certes ils n'ont pas compris les musiques divines,
Eternelle nature aux frémissantes voix,
Ceux qui ne vont par seuls par les creuses ravines
Et révent d'une femme au bruit que ¡ant les bojs!
["Detesto sobre todo el bardo de ojos húmedos
que mira una estrella mientras murmura un nombre
y para quien la naturaleza inmensa estaría..vacía
si él no llevara a la grupa a Lisette o Ninon.
Esa gente tan desagradable se toma el trabajo,
con el fin de que nos interesemos por su pobre universo
de colgar enaguas de los árbo1es de la llanura
y una cofia blanca en la frente de las verdes laderas.
Con certeza no han comprendido tus músicas divinas,
¡oh, eterna naturaleza de trémulas voces!
aquellos que no van solos por los encajonados barrancos
¡y sueñan con una mujer en medio del rumor de los bosques!"]
Cuando le hablé a Paul de Italia, se negó al principio en redondo a abandonar París, pero me puse a contarle aventuras de viaje, le dije que las italianas tienen fama de encantadoras; le hice esperar refinados placeres, en Nápoles, gracias a una recomendación que yo tenía para un tal signore Michel Amoroso, cuyas relaciones son utilísimas para los viajeros; y se dejó tentar.
II
Cogimos el Rápido un jueves por la noche, el 26 de junio. Nadie va hacia el Sur por esa época; estábamos solos en el vagón, y de mal humor, fastidiados por dejar París, deplorando haber cedido a esta idea de viaje, añorando Marly, tan fresco, el Sena, tan hermoso, las riberas tan gratas, los excelentes días de vagabundeo en una barca, las excelentes veladas de somnolencia en la ribera, a la espera de la noche que cae.
Paul se arrellanó en su rincón, y declaró, en cuanto el tren se puso en marcha: "Es una estupidez ir tan lejos."
Como era demasiado tarde para que cambiara de opinión, repliqué: "Nadie te obligaba a venir."
No respondió. Pero me entraron ganas de reír al mirarlo, tan furioso era su aspecto. Realmente, se parece a una ardilla. Cada uno de nosotros, por lo demás, conserva en los rasgos, bajo la línea humana, un tipo de animal, como la marca de su raza primitiva. ¿Cuánta gente tiene hocico de bulldog, cabezas de chivo, de conejo, de zorro, de caballo, de buey? Paul es una ardilla convertida en hombre. Tiene los ojos vivos de este animal, su pelaje rojo, su nariz puntiaguda, su cuerpo pequeño, fino, ágil y revoltoso, y además un misterioso parecido en su facha general. ¿Cómo diría?, una similitud de gestos, de movimientos de porte, que nos la recuerdan.
Por fin nos dormimos los dos con ese sueño zumbador del ferrocarril entrecortado por horribles calambres en los brazos y el cuello y por las bruscas paradas del tren.
El despertar se produjo cuando corríamos a lo largo del Ródano. Y pronto el chirrido continuo de las cigarras, que entraba por la portezuela, ese chirrido que parece la voz de la tierra cálida, el canto de Provenza, nos arrojó al rostro, al pecho, al alma la alegre sensación del Sur, el sabor del sol requemado, de la patria pedregosa y clara del olivo rechoncho de follaje verde-gris.
Al detenerse de nuevo el tren, un empleado empezó a recorrer el convoy en toda su longitud, lanzando un sonoro Valence un auténtico Valence, con el acento, con todo el acento; un Valence, en fin, que nos hizo pasar otra vez por el cuerpo ese gusto de Provenza que ya nos había dado la nota chirriante de las cigarras.
Hasta Marsella, nada nuevo.
Bajamos a almorzar a la cantina.
Cuando volvimos a subir a nuestro vagón, una mujer se había instalado en él.
Paul me lanzó una oleada de satisfacción; con gesto maquinal se rizó el corto bigote, y después, levantándose un poco el sombrero, deslizó, como un peine, los cinco dedos abiertos. por el pelo bastante revuelto por la noche de viaje. Luego se sentó frente a la desconocida.
Cada vez que me hallo, sea en los viajes, sea en sociedad, ante un rostro nuevo, tengo la obsesión de adivinar qué alma, qué inteligencia, qué carácter se ocultan tras esos rasgos.
Era una joven, muy joven y bonita, seguramente una hija del Sur. Tenía unos ojos soberbios, admirables cabellos negros, ondulados un poco crespos, tan espesos, vigorosos y largos que parecían pesados, que daban sólo con verlos la sensación de su peso sobre la cabeza. Vestida con elegancia y cierto mal gusto meridional, parecía un poco ordinaria. Los rasgos regulares de su rostro no tenían esa gracia, ese acabado de las razas elegantes, esa leve delicadeza que los hijos de la aristocracia reciben al nacer y que es como la marca hereditaria de una sangre menos espesa.
Llevaba unas pulseras demasiado anchas para ser de oro, pendientes adornados con piedras transparentes demasiado gruesas para ser diamantes, y había en toda su persona un no-sé-qué de popular. Se adivinaba que debía de hablar demasiado fuerte, de gritar en cualquier ocasión con gestos exuberantes.
El tren echó a andar.
Permanecía inmóvil en su sitio, los ojos clavados en el vacío, con una actitud enfurruñada de mujer furiosa. Ni siquiera nos había echado una mirada.
Paul se puso a charlar conmigo, diciendo cosas encaminadas a surtir efecto, desplegando un escaparate de conversación para atraer el interés, al igual que los comerciantes exhiben sus objetos más escogidos para despertar el deseo.
Pero no parecía oírnos.
"¡Tolón! ¡Díez minutos de parada y fonda! ", gritó el empleado.
Paul me hizo una señal de que nos apeáramos, y en cuanto estuvimos en el andén: "¿Quién crees que podrá ser?"
Me eché a reír: "Y yo qué sé. Me da igual."
Estaba enardecido: " ¡Una real moza, terriblemente linda y fresca! ¡Qué ojos! Pero no tiene una pinta muy satisfecha. Debe de tener problemas; no se fija en nada."
Murmuré: "Pierdes el tiempo."
Pero él se enfadó: "No es mucho perder, amigo mío; opino que esa mujer es muy bonita, sin más. ¡Si pudiera hablar con ella! Pero, ¿qué le diría? Veamos, ¿a ti no se te ocurre ninguna idea? ¿No sospechas quién podrá ser?
—No, ni idea. Sin embargo, me inclinaría por una comicastra que va a reunirse con su compañía después de una escapatoria amorosa."
Puso una cara ofendida, como si le hubiese dicho algo hiriente, y prosiguió: "¿De dónde sacas eso? Yo, en cambio, le encuentro un aire muy distinguido."
Respondí: "Fíjate en las pulseras, amigo mío, y en los pendientes, y en su traje. Tampoco me extrañaría que fuese una bailarina, o quizá incluso una artista ecuestre; pero más bien una bailarina. Hay en toda su persona algo que huele a teatro."
Esta idea le molestaba, decididamente: "Es demasiado joven, amigo mío, apenas tiene veinte años.
—Pero, chico, hay muchas cosas que se pueden hacer antes de los veinte años, la danza y la declamación están entre ellas, sin contar otras más que tal vez practica inicuamente. "
"Señores viajeros del exprés de Niza y Ventimiglia, ¡al tren! ", gritaba el empleado.
Había que subir. Nuestra vecina comía una naranja. Decididamente, su aspecto no era distinguido. Había desplegado el pañuelo sobre las rodillas, y su manera de arrancar la piel dorada, de abrir la boca para coger los gajos entre los labios, de escupir las pepitas por la portezuela, revelaban toda una educación vulgar de hábitos y gestos.
Parecía, además, más cascarrabias que nunca, y tragaba rápidamente su fruta con una pinta de furor muy graciosa.
Paul la devoraba con los ojos, buscando lo que habría que hacer para llamar su atención, para despertar su curiosidad. Y volvió a charlar conmigo, alumbrando una procesión de ideas distinguidas, citando familiarmente nombres conocidos Ella no hacía el menor caso de sus esfuerzos.
Pasamos Fréjus, Saint-Raphael. El tren corría por aquel vergel, por aquel paraíso de las rosas, por aquel bosque de naranjos y limoneros que ofrecen al mismo tiempo sus ramilletes blancos y sus frutos de oro, por aquel reino de los perfumes, por aquella patria de las flores, por aquella admirable ribera que va desde Marsella a Génova.
Es en junio cuando hay que seguir esa costa donde crecen, libres, silvestres, en los estrechos valles, en las laderas de las colinas, las flores más hermosas. Y siempre se ven rosas, campos, llanuras, setos, bosquetes de rosas. Trepan por las paredes, se abren sobre los tejados, escalando los árboles, estallan en los follajes, blancas, rojas, amarillas, pequeñas o enormes, delgadas con un traje liso y sencillo, o carnosas con pesadas y brillantes ropas.
Y su hálito poderoso, su hálito continuo espesa el aire, lo vuelve sabroso y lánguido. Y el aroma aún más penetrante de los naranjos en flor parece azucarar lo que uno respira, convertirlo en una golosina para el olfato.
La gran costa de rocas pardas se extiende bañada por el Mediterráneo inmóvil. El pesado sol de verano cae como un lienzo de fuego sobre las montañas, sobre las largas orillas de arena, sobre el mar de un azul duro y yerto. El tren sigue avanzando, entra en los túneles para cruzar los cabos, se desliza por las ondulaciones de las colinas, pasa encima del agua sobre cornisas rectas como muros; y un suave, un vago olor salado, un olor a algas que se secan se mezcla a veces con el grande y turbador olor de las flores.
Pero Paul no veía nada, no miraba nada, no sentía nada. La viajera había atraído toda su atención.
En Cannes, como tenía que decirme algo más, me hizo señas de que bajáramos de nuevo.
Apenas salidos del vagón, me cogió del brazo.
"Te habrás fijado en que es encantadora. Mira sus ojos. Y su pelo, amigo mío, ¡nunca he visto otro semejante! "
Le dije: "Cálmate, vamos; o bien, si tienes esa intención, ataca. No me parece inexpugnable, aunque tenga una pinta algo gruñona."
Prosiguió: "¿No podrías hablarle tú? A mí no se me ocurre nada. Soy de una timidez estúpida al principio. Jamás he sabido abordar a una mujer por la calle. Las sigo, doy vueltas a su alrededor, me acerco, y jamás descubro la frase necesaria. Sólo una vez hice un intento de conversación. Como veía de forma muy evidente que mis proposiciones eran esperadas, y como resultaba absolutamente preciso decir algo, balbucí: "¿Cómo está usted, señora?' Se rió en mi cara, y escapé."
Prometí a Paul que desplegaría toda mi habilidad para entablar una conversación, y cuando ocupamos nuestros sitios, le pregunté galantemente a nuestra vecina: "¿Le molesta el humo del tabaco, señora? "
Respondió: "Non capisco. "
¡Era italiana! Me invadieron unas ganas locas de reír. Como Paul no sabía una palabra de esta lengua, tenía que servirle yo de intérprete. Iba a comenzar mi papel. Dije entonces, en italiano:
"Le preguntaba, señora, que si el humo del tabaco le molesta."
Ella me lanzó con aire furioso: "Che mi la!"
No había vuelto la cabeza ni alzado sus ojos hacia mi, y yo estaba muy perplejo, sin saber si debía tomar ese "¡qué más me da!" por una autorización, por una negativa, por una auténtica señal de indiferencia o por un simple: " ¡Déjeme en paz! "
Proseguí: "Señora, si el olor le molesta un poquito... "
Respondió entonces: "Mica", con una entonación que equivalía a " ¡Váyase a paseo! " No obstante, era un permiso, y le dije a Paul: "Puedes fumar." Me miraba con esos ojos asombrados que uno pone cuando trata de entender a gente que habla delante de él una lengua extranjera. Y preguntó con un aire muy gracioso:
" ¿Qué le has dicho?
—Le pregunté que si podíamos fumar.
—¿No sabe francés, pues?
—Ni una palabra.
—¿Qué ha respondido?
—Que nos autorizaba a hacer lo que nos apeteciera."
Y encendí mi cigarro.
Paul prosiguió: "¿No ha dicho más que eso?
—Amigo mío, si hubieras contado sus palabras, habrías reparado en que ha pronunciado exactamente seis, dos de ellas para hacerme comprender que no entendía francés. Conque quedan cuatro. Ahora bien, en cuatro palabras no se pueden expresar realmente montones de cosas."
Paul parecía absolutamente desdichado, contrariado, desorientado.
Pero de pronto la italiana me preguntó con aquel mismo tono descontento que parecía natural en ella: " ¿Sabe usted a qué hora llegaremos a Génova?"
Respondí: "A las once de la noche, señora." Después, tras un minuto de silencio, proseguí: "Mi amigo y yo vamos también a Génova, y será un placer para nosotros serle útiles en algo, durante el trayecto."
Como ella no respondía, insistí: "Está usted sola, y si necesita nuestros servicios...", Articuló un nuevo "mica" tan duro que enmudecí bruscamente.
Paul preguntó:
"¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que te encontraba encantador."
Pero no estaba de humor para bromas, y me rogó secamente que no me burlase de él. Entonces traduje la pregunta de la joven y mi galante propuesta, tan acremente rechazada.
Realmente, estaba tan agitado como una ardilla en la jaula. Dijo: "Si pudiéramos saber en qué hotel para, iríamos al mismo. Conque trata de interrogarla hábilmente, de provocar una nueva ocasión de hablarle."
No era nada fácil y no sabia qué inventar, deseoso también yo de entablar conocimiento con aquella persona tan difícil.
Pasamos Niza, Mónaco, Mentón, y el tren se detuvo en la frontera para la inspección de los equipajes.
Aunque siento horror por la gente mal educada que almuerza y cena en los vagones, fui a comprar todo un cargamento de provisiones para intentar un último esfuerzo a cuenta de la glotonería de nuestra compañera. Percibía perfectamente que la muchacha debía de ser, en momentos normales, fácil de abordar. Una contrariedad cualquiera la volvía irritable; pero quizá bastase una insignificancia, un deseo despertado, una palabra, un ofrecimiento bien hecho para desfruncir su ceño, decidirla y conquistarla.
Arrancamos. Seguíamos solos los tres. Desplegué mis víveres sobre el asiento, partí el pollo, dispuse elegantemente las lonchas de jamón en un papel, después ordené cuidadosamente, muy cerca de la joven, nuestro postre: fresas, ciruelas, cerezas, pasteles y dulces.
Cuando vio que nos poníamos a comer, sacó a su vez de un bolso un trozo de chocolate y dos croissants y empezó a mordisquear con sus bonitos dientes el bollo crujiente y la tableta.
Paul me dijo a media voz:
" ¡Invítala de una vez!
—Esa es mi intención, amigo mío; pero no es fácil empezar. "
Mientras tanto ella miraba a veces hacia nuestras provisiones, y noté que tendría más hambre una vez acabados sus dos croissants. La dejé, pues, que terminase su frugal cena. Después le pregunté:
"¿Sería tan amable, señora, de aceptar alguna fruta?" Respondió de nuevo "¡mica!", pero con una voz menos desagradable que durante el día, e insistí: "Entonces, permítame que le ofrezca un poco de vino. Veo que no ha bebido nada. Es un vino de su tierra, vino de Italia, y puesto que ahora estamos en su país, nos resultaría muy agradable ver una linda boca italiana aceptando el ofrecimiento de sus vecinos franceses."
Ella decía que no con la cabeza, despacito, con voluntad de rehusar y deseo de aceptar, y repitió de nuevo mica, pero un mica casi educado. Cogí la hotellita revestida de paja a la moda italiana; llené un vaso y se lo presenté.
"Beba, le dije; será nuestra bienvenida a su patria."
Cogió el vaso con aire descontento y lo vació de un solo trago, como una mujer torturada por la sed; después me lo devolvió sin darme las gracias.
Entonces le presenté las cerezas: "Coja, señora, por favor. Ya ve usted que nos complace mucho."
Ella miraba desde su rincón todas las frutas desplegadas a su lado, y replicó tan deprisa que me costaba mucho entenderla: "A me non piacciono ne le ciliegie ne le susine; amo so/tanto le fragole. "
" ¿Qué dice?, preguntó Paul de inmediato.
—Dice que no le gustan ni las cerezas ni las ciruelas, solamente las fresas."
Y coloqué sobre sus rodillas el periódico lleno de fresas del bosque. Empezó al punto a comerlas a toda prisa, cogiéndolas con la yema de los dedos y lanzándolas, desde un poco lejos, en su boca, que se abría para recibirlas de forma coqueta y encantadora.
Cuando hubo acabado el montoncito rojo que habíamos visto en unos minutos menguar, fundirse, desaparecer bajo el vivo movimiento de sus manos, le pregunté:
"Y ahora, ¿qué puedo ofrecerle? "
Respondió:"Tomaría un poco de pollo."
Y, en efecto, devoró la mitad del ave, que despedazaba con grandes movimientos de mandíbula con traza de carnívoro. Después se decidió a coger cerezas, que no le gustaban, después ciruelas, después pasteles; y después dijo: "Ya basta", y se acurrucó en su rincón.
Yo empezaba a divertirme mucho, y quise hacerla comer más, multiplicando, para decidirla, cumplidos y ofrecimientos. Pero volvió a ponerse furiosa de golpe y me arrojó a la cara un "mica" repetido, tan terrible que no me aventuré más a perturbar su digestión.
Me volví hacia mi amigo: "Mi pobre Paul, creo que hemos perdido el tiempo."
Llegaba la noche, una cálida noche veraniega que descendía lentamente, extendía sus sombras tibias sobre la tierra ardiente y cansada. A lo lejos, de trecho en trecho, hacia el mar, se encendían luces en los cabos, en la cima de los promontorios, y también comenzaban a aparecer estrellas en el horizonte oscurecido, y yo las confundía a veces con los faros.
El perfume de los naranjos se hacía más penetrante; lo respirábamos con embriaguez, ensanchando los pulmones para beberlo a fondo. Algo dulce, delicioso, divino, parecía flotar en el aire embalsamado.
Y de repente distinguí bajo los árboles, a lo largo de la vía, en la sombra enteramente negra ahora, algo así como una lluvia de estrellas. Hubiéranse dicho gotas de luz que brincaban, revoloteaban, jugaban y corrían por las hojas, pequeños astros caídos del cielo para hacer una excursión por la tierra. Eran luciérnagas, esas moscas ardientes, danzando en el aire perfumado un extraño ballet de fuego.
Una de ellas, por casualidad, entró en nuestro vagón y empezó a vagabundear despidiendo su resplandor intermitente, tan pronto apagada como encendida. Cubrí nuestro quinqué con su velo azul y contemplé las idas y venidas de la mosca fantástica, según los caprichos de su vuelo encendido. Se posó, de pronto, en los cabellos negros de nuestra vecina, amodorrada después de cenar. Y Paul permanecía en éxtasis, los ojos clavados en aquel punto brillante que centelleaba, como una joya viva, sobre la frente de la mujer dormida.
La italiana se despertó hacia las once menos cuarto, llevando siempre en su peinado el animalillo encendido. Dije, al verla moverse: "Estamos llegando a Génova, señora... " Murmuró, sin responderme, como obsesionada por una idea fija y molesta: " ¿Qué voy a hacer ahora? "
Después, de pronto, me preguntó:
" ¿Quieren que vaya con ustedes? "
Me quedé tan estupefacto que no comprendía.
" ¿Cómo, con nosotros? ¿Qué quiere decir? "
Repitió, con un aire cada vez más furioso:
" ¿Quieren que vaya con ustedes en seguida?
—Sí que quiero, pero ¿adónde desea usted ir? ¿Adónde quiere que la lleve?"
Se encogió de hombros con soberana indiferencia.
" ¡Adonde ustedes quieran! Me es igual."
Repitió, dos veces: "Che mi fa?"
"Pero es que nosotros vamos al hotel."
Dijo con un tono de lo más despreciativo: "¡Pues bueno! Vayamos al hotel."
Me volví hacia Paul y expliqué:
"Pregunta si queremos que venga con nosotros."
La sorpresa azarada de mi amigo me hizo recuperar mi sangre fría. El balbució:
"¿Con nosotros? ¿Y adónde? ¿Por qué? ¿Cómo?
—¡Y yo qué sé! Acaba de hacerme esa extraña proposición con un tono de lo más irritado. He respondido que íbamos al hotel, y ella ha replicado: '¡Pues bueno, vayamos al hotel!' No debe de tener un céntimo. Es igual, tiene una singular manera de entablar conocimiento."
Paul, agitado y tembloroso, exclamó: "Claro que sí, me parece bien, dile que la llevaremos adonde quiera." Después vaciló un segundo y prosiguió con voz inquieta:
"Sólo que habrá que saber con quién viene. ¿Contigo o conmigo? "
Me volví hacia la italiana, que ni siquiera parecía escucharnos, sumida en su total despreocupación, y le dije:
"Estaremos encantados, señora, de llevarla con nosotros. Sólo que mi amigo desea saber si es mi brazo o el suyo el que usted quiere coger como apoyo."
Abrió mucho sus grandes ojos negros y respondió con vaga sorpresa: "Che mi la?"
Me expliqué: "En Italia, creo, al amigo que se cuida de todos los deseos de una mujer, que se ocupa de todas sus voluntades y satisface todos sus caprichos, le llaman un patito. ¿A cuál de los dos quiere usted de patito?
Respondió sin vacilar: "¡A usted! "
Me volví hacia Paul: "Me ha elegido a mí, amigo mío, no estás de suerte."
Declaró con aire rabioso: "Mejor para ti."
Después, tras haber reflexionado unos minutos: " ¿Es que te interesa llevarte a esa zorra? Nos va a estropear el viaje. ¿Qué quieres que hagamos con esa mujer que tiene una pinta tan rara? ¡Ni siquiera nos aceptarán en un hotel como es debido! "
Pero yo empezaba justamente a encontrar a la italiana mucho mejor de lo que la había juzgado al principio; y me interesaba, sí; me interesaba llevármela ahora. Incluso estaba fascinado por la idea, y sentía ya esos pequeños escalofríos de espera que la perspectiva de una noche de amor hace pasar por las venas.
Respondí: "Amigo mío, hemos aceptado. Es demasiado tarde para volverse atrás. Tú has sido el primero en aconsejarme que respondiera: si."
Rezongó: "¡Qué estupidez! En fin, haz lo que quieras."
El tren silbaba, disminuía la marcha; llegamos.
Bajé del vagón, después tendí la mano hacia mi nueva compañera. Saltó ágilmente a tierra y le ofrecí el brazo, que pareció coger con repugnancia. Una vez identificado y reclamado el equipaje, echamos a andar a través de la ciudad. Paul marchaba en silencio, con paso nervioso.
Le dije: "¿En qué hotel vamos a parar? Quizá sea difícil ir al Ciudad de París con una mujer, sobre todo con esta italiana."
Paul me interrumpió: "Sí, con una italiana que tiene más pinta de moza que de duquesa. En fin, no es asunto mío. ¡Haz lo que te parezca! "
Me quedé perplejo. Había escrito al Ciudad de Paris para reservar habitaciones... y ahora... no sabía qué decisión tomar.
Dos mozos de cuerda nos seguían con los baúles. Proseguí: "Deberías adelantarte. Di que llegamos. Y, además, dale a entender al dueño que estoy con una... amiga, y que deseamos una suite totalmente aislada para nosotros tres, con el fin de no mezclarnos con los otros viajeros. Comprenderá y, según su respuesta, ya decidiremos. "
Pero Paul rezongó: "Gracias, no me van ni esos recaditos, ni ese papel. No he venido aquí para prepararte tus habitaciones ni tus placeres."
Pero yo insistía: "Vamos, amigo mío, no te enfades. Más vale, con toda seguridad, parar en un buen hotel que en uno malo, y no es muy difícil ir a pedirle al dueño tres habitaciones separadas, con comedor."
Recalqué lo de tres, y se decidió.
Tomó la delantera, pues, y lo vi entrar por la puerta principal de un hermoso hotel, mientras yo permanecía al otro lado de la calle, arrastrando a mi muda italiana, y seguido paso a paso por los portadores de los bultos.
Paul regresó por fin, con un rostro tan huraño como el de mi compañera: "Listo, dijo, nos acepta; pero no hay más que dos habitaciones. Arréglatelas como puedas."
Y lo seguí, avergonzado por entrar con aquella compañía dudosa.
Teníamos dos habitaciones, en efecto, separadas por un saloncito. Rogué que nos llevaran una cena fría, y después me volví, un poco perplejo, hacia la italiana.
"No hemos podido procurarnos más que dos habitaciones, señora, elija usted la que desee."
Respondió con su eterno "Che mi la? " Entonces cogí del suelo su cauta de madera negra, un auténtico baúl de criada, y la llevé al aposento de la derecha, que escogí para ella.., para nosotros. Una mano francesa había escrito en un cuadrado de papel engomado: "Señorita Francesca Rondoli, Génova."
Pregunté: " ¿Se llama usted Francesca? "
Dijo que sí con la cabeza, sin responder.
Proseguí: "Vamos a cenar en seguida. Mientras tanto, ¿le apetece quizá asearse? "
Respondió con un mica, palabra tan frecuente en su boca como el che mí la. Insistí: "Después de un viaje en ferrocarril, ¡es tan agradable lavarse! "
Después pensé que a lo mejor no tenía los objetos indispensables para una mujer, pues me parecía en una singular situación, como al salir de alguna aventura desagradable, y traje mi neceser.
Saqué todos los pequeños instrumentos de limpieza que contenía: un cepillo de uñas, un cepillo de dientes nuevo —pues siempre llevo conmigo un surtido—, mis tijeras, mis limas, esponjas. Destapé un frasco de agua de colonia, un frasco de lavanda, un frasquito de newmownhay , para que eligiera. Abrí mi caja de polvos de arroz, donde se bañaba la ligera borla. Coloqué una de mis toallas finas a caballo sobre la jarra de agua y puse un jabón nuevo junto a la palangana.
Ella seguía mis movimientos con sus ojos rasgados y enojados, sin parecer extrañada ni satisfecha de mis atenciones.
Le dije: "Ahí tiene todo lo necesario, la avisaré cuando la cena esté lista."
Y regresé al salón. Paul había tomado posesión del otro cuarto y se había encerrado en él, conque me quedé solo esperando.
Un camarero iba y venía, trayendo los platos, los vasos. Puso la mesa lentamente, después colocó sobre ella un pollo frío y me anunció que estaba servido.
Llamé suavemente a la puerta de la señorita Rondoli. Gritó: "¡Entre!" Entré. Un sofocante olor a perfume me asaltó: ese olor violento, espeso, de las peluquerías.
La italiana estaba sentada en su baúl, en una actitud de soñadora descontenta o de criada despedida. Aprecié de un vistazo qué entendía por asearse. La toalla seguía doblada sobre la jarra de agua, siempre llena. El jabón, intacto y seco, permanecía al lado de la palangana vacía; pero hubiérase dicho que la joven se había bebido la mitad de los frascos de esencia. Sin embargo, había perdonado al agua de colonia; sólo faltaba cerca de un tercio de la botella; en compensación, había hecho un sorprendente consumo de lavanda y de newmownhay. Una nube de polvos de arroz, una vaga niebla blanca parecía flotar aún en el aire, de tanto como se había embadurnado el rostro y el cuello. Llevaba una especie de nieve en las pestañas, en las cejas y sobre las sienes, mientras que sus mejillas estaban enharinadas y se veían profundas capas de polvos en todos los huecos de su rostro: bajo las aletas de la nariz, en el hoyuelo de la barbilla, en las comisuras de los ojos.
Cuando se levantó difundió un olor tan violento que sentí una sensación de jaqueca.
Nos sentamos a la mesa para cenar. Paul se había puesto de un humor execrable. No podía sacarle más que palabras de censura, apreciaciones irritadas o cumplidos desagradables.
La señorita Francesca comía como un pozo sin fondo. En cuanto hubo acabado la comida, se amodorró en el sofá. Mientras tanto, yo veía llegar con inquietud la hora decisiva de la distribución de los cuartos. Me resolví a forzar las cosas, y sentándome junto a la italiana, la besé la mano con galantería.
Entreabrió sus ojos fatigados, me lanzó entre los párpados alzados una mirada dormida y siempre descontenta.
Le dije: "Como no tenemos más que dos habitaciones, ¿me permite que vaya con usted a la suya? "
Respondió: "Haga lo que le parezca. Me da igual. Che mí la?"
Esta indiferencia me hirió: "Entonces, ¿no le resulta desagradable que vaya con usted?
—Me da igual, haga lo que le parezca.
—¿Quiere usted acostarse en seguida?
—Sí, sí quiero; tengo sueño."
Se levantó, bostezó, tendió la mano a Paul, que se la cogió con aire furioso, y le iluminé nuestro aposento.
Pero me obsesionaba una inquietud: "Ahí tiene, le dije de nuevo, todo lo que necesita."
Y tuve buen cuidado de verter yo mismo la mitad de la jarra de agua en la palangana y de colocar la toalla junto al jabón.
Después volví con Paul. Declaró en cuanto hube entrado: "¡Menuda pájara te has traído!" Repliqué riendo: "Amigo mío, no hables mal de las uvas demasiado verdes."
El prosiguió con socarrona malignidad:
"Veremos si no te cuesta caro, amigo mío."
Me estremecí, y me asaltó ese miedo importuno que nos persigue después de los amores sospechosos, ese miedo que nos estropea los encuentros encantadores, las caricias imprevistas, todos los besos atrapados al azar. Me hice el valiente, sin embargo: "Quita allá, esta chica no es una buscona."
¡Pero me había calado, el muy bribón! Había visto pasar por mí rostro la sombra de mi inquietud: ",jTanto la conoces? ¡Te encuentro sorprendente! Recoges en un vagón a una italiana que viaja sola; te ofrece con un cinismo realmente singular ir a acostarse contigo en el primer hotel. Te la traes. ¡Y ahora pretendes que no es una furcia! Y te persuades de que no corres más peligro esta noche que si fueras a pasar la noche en la cama de una... de una mujer enferma de sífilis."
Y reía con su risa maligna y vejada. Me senté, torturado por la angustia. ¿Qué iba a hacer? Porque ¿tenía razón?. Y un terrible combate se entablaba en mí, entre el temor y el deseo.
Prosiguió: "Haz lo que quieras, yo ya te he avisado; no te quejes después de las consecuencias."
Pero vi en sus ojos una alegría tan irónica, tal placer de venganza, se burlaba tan descaradamente de mí, que no vacilé. Le tendí la mano: "Buenas noches, le dije:
"A fe mía, querido, la victoria vale el peligro."
Y entré con paso firme en la habitación de Francesca.
Me quedé junto a la puerta, sorprendido, maravillado. Dormía ya, completamente desnuda, en la cama. El sueño la había sorprendido cuando acababa de desnudarse, y reposaba en la actitud encantadora de la gran mujer de Tiziano.
Parecía haberse acostado por cansancio, para quitarse las medias, pues éstas habían quedado sobre las sábanas; después había pensado en algo, sin duda en algo agradable, pues había esperado un poco antes de levantarse, para dejar que su ensoñación terminase, y después, cerrando suavemente los ojos, había perdido la conciencia. Un camisón, bordado en e1 cuello, comprado en una tienda de confección, lujo de primeriza, yacía sobre una silla.
Era encantadora, joven, firme y fresca.
¿Hay cosa más bonita que una mujer dormida? Ese cuerpo, cuyos contornos son todos suaves, cuyas curvas seducen todas, cuyos blandos relieves turban todos el corazón, parece hecho para la inmovilidad de la cama. Esa línea sinuosa que se ahonda en el flanco, se alza en la cadera, después desciende por la pendiente ligera y graciosa de la pierna para terminar tan coquetamente en la punta del pie, sólo se dibuja realmente con todo su exquisito encanto al alargarse sobre las sábanas de un lecho.
Iba a olvidar yo, en un segundo, los prudentes consejos de mi camarada; pero de pronto, al volverme hacia el tocador, vi todas las cosas en el estado en que yo las había dejado; y me senté, muy ansioso, torturado por la irresolución.
Con seguridad me quedé allí mucho tiempo, muchísimo, quizá una hora, sin decidirme a nada, ni a la audacia ni a la huida. La retirada me resultaba imposible, por lo demás, y o bien tenía que pasar la noche en una silla, o bien que acostarme a mi vez, por mi cuenta y riesgo.
En cuanto a dormir, aquí o allá, no podía pensar en ello, tenía la cabeza demasiado agitada, y los ojos demasiado ocupados.
Me meneaba sin cesar, vibrante, afiebrado, incómodo, nervioso en exceso. Después me hice un razonamiento abandonista: "Acostarme no me compromete a nada. Siempre estaré mejor, para descansar, en un colchón que en una silla."
Y me desvestí lentamente; después, pasando por encima de la durmiente, me extendí junto al muro, dando la espalda a la tentación.
Y permanecí todavía mucho tiempo, muchísimo, sin dormir.
Pero de pronto mi vecina se despertó. Abrió unos ojos asombrados y siempre descontentos, y después, advirtiendo que estaba desnuda, se levantó y se puso tranquilamente el camisón, con tanta indiferencia como si yo no hubiera estado allí.
Entonces... a fe mía... aproveché la circunstancia, sin que a ella pareciera preocuparle en absoluto. Y volvió a dormirse plácidamente, la cabeza posada sobré el brazo derecho.
Y yo me puse a meditar sobre la imprudencia y la debilidad humanas. Después me adormilé por fin.
Ella se vistió temprano, como mujer habituada a las labores de la mañana. El movimiento que hizo al levantarse me despertó; y la aceché entre los párpados semicerrados.
Iba y venía, sin apresurarse, como extrañada de no tener nada que hacer. Después se decidió a acercarse a la mesa del tocador, donde vació, en un minuto, todos los perfumes que quedaban en los frascos. Utilizó también agua, es cierto, pero poca.
Después, cuando se hubo vestido por completo, se sentó en su baúl y, con una rodilla entre las manos, permaneció pensativa.
Fingí entonces verla y dije: "Buenos días, Francesca."
Rezongó, sin parecer más graciosa que la víspera:
"Buenos días."
Pregunté: " ¿Durmió usted bien?"
Dijo que sí con la cabeza, sin responder; y, saltando al suelo, me adelanté para besarla.
Me tendió su rostro con un movimiento aburrido de niño a quien se acaricia a su pesar. La cogí entonces tiernamente entre mis brazos (una vez abierto el vino, tonto sería al no beber más) y posé lentamente mis labios en sus grandes ojos enojados, que ella cerraba, aburrida, bajo mis besos, en sus mejillas claras, en sus labios carnosos que apartaba.
Le dije: "¿No le gusta que la besen?"
Respondió: "Mica."
Me senté en el baúl, a su lado, y pasando mi brazo bajo el suyo: "¡Mica, mica, mica! para todo. La llamaré señorita Mica."
Por primera vez creí ver en su boca una sombra de sonrisa; pero se borró tan pronto, que bien pude haberme equivocado.
"Pero, si usted sigue respondiendo mica, ya no sabré qué intentar para agradarle. Veamos, ¿qué vamos a hacer hoy? "
Vaciló como si una apariencia de deseo hubiera cruzado por su cabeza, después dijo indolente: "Me es igual, lo que usted quiera.
—Pues bien, señorita Mica, cogeremos un carruaje e iremos de paseo."
Murmuró: "Como usted quiera."
Paul nos esperaba en el comedor con el semblante aburrido de un tercero en asuntos de amor. Afecté una cara arrobada y le estreché la mano con una energía llena de confesiones triunfantes.
Preguntó: "¿Qué piensas hacer?"
Respondí: "Pues primero vamos a recorrer un poco la ciudad, y después podremos coger un coche para ver algún rincón de los alrededores."
El almuerzo fue silencioso; después salimos a la calle para visitar los museos. Yo arrastraba a Francesca de mi brazo de palacio en palacio. Recorrimos el palacio Spinola, el palacio Doria, el palacio Marcelo Durazzo, el palacio Rojo y el palacio Blanco. Ella no miraba nada, o bien alzaba a veces hacia las obras maestras unos ojos cansados e indolentes. Paul, exasperado, nos seguía rezongando cosas desagradables. Después un carruaje nos paseó por la campiña, mudos los tres.
Luego regresamos para cenar.
Y al día siguiente ocurrió lo mismo, y al otro día igual.
Paul me dijo al tercer día: "Te abandono, ¿sabes? No me voy a quedar tres semanas mirando cómo haces el amor con esa zorra."
Me dejó muy perplejo, muy molesto, pues, para gran sorpresa mía, me había ligado a Francesca de forma singular. El hombre es débil e idiota, influenciable por una nadería, y cobarde cada vez que sus sentidos son excitados o domados. Me apegaba a esta chica, a la que no conocía, a esta chica taciturna y siempre descontenta. Amaba su cara gruñona, el mohín de su boca, el aburrimiento de su mirada; amaba sus gestos fatigados, su consentimiento despreciativo, hasta la indiferencia de sus caricias. Un lazo secreto, ese lazo misterioso del amor bestial, ese nudo secreto de la posesión que no sacia, me retenía junto a ella. Se lo dije a Paul con toda franqueza. Me motejó de imbécil, y después me dijo: "Pues bien, llévatela."
Pero ella se negó obstinadamente a dejar Génova, sin querer explicar por qué. Empleé ruegos, razonamientos, promesas; de nada sirvió.
Y me quedé.
Paul declaró que iba a marcharse solo. E incluso hizo las maletas, pero se quedó también.
Y transcurrieron quince días más.
Francesca, siempre silenciosa y de humor irritable, vivía a mi lado más bien que conmigo, respondiendo a todos mis deseos, a todas mis peticiones, a todas mis propuestas con su eterno che mi la o con su no menos eterno mtca.
Mi amigo no dejaba de rabiar. A todas sus cóleras yo respondía: "Puedes marcharte si te aburres. Yo no te retengo."
Entonces él me insultaba, me abrumaba a reproches, exclamaba:
"Pero, ¿adónde quieres que vaya ahora? Podíamos disponer de tres semanas, ¡y ya han pasado quince días! ¡No es ahora cuando puedo continuar este viaje! Y además, ¡como si fuera a marcharme solo a Venecia, Florencia y Roma! Pero me las pagarás, y más de lo que piensas. ¡No se hace venir a un hombre desde París para encerrarlo en un hotel de Génova con una buscona italiana! "
Yo le decía tranquilamente: "Bueno, pues regresa a París entonces." Y él vociferaba: "Es lo que voy a hacer, y mañana a lo más tardar."
Pero al día siguiente se quedaba igual que la víspera, siempre furioso y blasfemando.
Nos conocían ya por las calles, por donde errábamos de la mañana a la noche, por las calles estrechas y sin aceras de esta ciudad, que se asemeja a un inmenso laberinto de piedra, horadado por corredores parecidos a subterráneos. Íbamos a esos pasajes donde soplan furiosas corrientes de aire, a esas travesías encerradas entre murallas tan altas que apenas se ve el cielo. Algunos franceses se volvían a veces, extrañados de reconocer a unos compatriotas en compañía de aquella chica aburrida de trajes llamativos, cuya pinta parecía realmente singular, desplazada entre nosotros, comprometedora.
Caminaba apoyada en mi brazo, sin mirar nada. ¿Por qué se quedaba conmigo, con nosotros, que parecíamos agradarle tan poco? ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Qué hacía? ¿Tenía un proyecto, una idea? ¿O bien vivía a la ventura, de encuentros y de casualidades? Trataba en vano de comprenderla, de calar en ella, de explicarla. Cuanto más la conocía, más me asombraba, se me aparecía como un enigma. Ciertamente no era una bribona, una profesional del amor. Me parecía más bien una hija de gente pobre, seducida, arrastrada, después abandonada, y perdida ahora. Pero ¿en qué pensaba convertirse? ¿Qué esperaba? Pues no parecía esforzarse para nada por conquistarme o por sacar de mí algún beneficio bien real.
Probé a interrogarla, a hablarle de su infancia, de su familia. No me respondió. Y permanecía con ella, el corazón libre y la carne atenazada, nada cansado de tenerla en mis brazos, a aquella hembra arisca y soberbia, acoplado como un animal, atrapado por los sentidos, o mejor dicho, seducido, vencido por una especie de encanto sensual, un encanto joven, sano, poderoso, que se desprendía de ella, de su piel sabrosa, de las líneas robustas de su cuerpo.
Transcurrieron ocho días más. El término de mi viaje se acercaba, pues debía estar de regreso en París el 11 de julio. Paul, ahora, se resignaba a la aventura, más o menos, aunque insultándome siempre. En cuanto a mí, inventaba placeres, distracciones, paseos para divertir a mi amante y a mi amigo; me tomaba infinito trabajo. Un día les propuse una excursión a Santa Margarita.
Esta encantadora pequeña ciudad, en medio de jardines, se oculta a los pies de una costa que avanza a lo lejos en el mar hasta la aldea de Portofino. Seguíamos los tres la admirable carretera que corre a lo largo de la montaña. Francesca me dijo de pronto: "Mañana no podré pasear con ustedes. Iré a ver a mis padres."
Después se calló. No la interrogué, seguro de que no me respondería.
Se levantó, en efecto, al día siguiente muy temprano. Después, como yo seguía acostado, se sentó a los pies de la cama y dijo, como molesta, contrariada, vacilante:
"Si no he vuelto esta noche, ¿irá usted a buscarme?"
Respondí: "Sí, claro que sí. ¿A dónde hay que ir? "
Me explicó: "Vaya a la calle Víctor Manuel, después coja el pasaje Falcone y la travesía San Rafael, entre usted en la tienda de muebles, en el patio, al fondo del todo, en el edificio que está a la derecha, y pregunte por la señora Rondoli. Es allí."
Y se marchó. Me quedé sorprendidísimo.
Al verme solo, Paul, estupefacto, balbució: "¿Dónde está Francesca? " Y le conté lo que acababa de pasar.
Exclamó: "Pues bien, amigo mío, aprovecha la ocasión y larguémonos. De todos modos, se nos acaba el tiempo. Dos días más o menos no cambian nada. ¡En ruta, en ruta, haz tu baúl! ¡En ruta!"
Me negué: "No, amigo mío; realmente no puedo abandonar a esta chica de semejante forma, después de haberme quedado cerca de tres semanas con ella. Tengo que decirle adiós, que hacerle aceptar algo; no, me comportaría como un sinvergüenza."
Pero él no quería saber nada, me metía prisa, me hostigaba. Sin embargo, no cedí.
No salí en todo el día, esperando el regreso de Francesca. No volvió.
Por la noche, a la cena, Paul estaba exultante: "Es ella la que te ha abandonado, amigo mío. Es gracioso, graciosísimo."
Yo estaba extrañado, lo confieso, y un poco vejado. El se me reía en las narices, se metía conmigo: "El método no es malo, por otra parte, aunque primitivo:
"Espéreme, ahora vuelvo." ¿Es que vas a esperarla mucho tiempo? ¿Quién sabe? Quizá tengas la ingenuidad de ir a buscarla a la dirección indicada: "La señorita Rondoli, por favor. No es aquí, caballero." Apuesto a que tienes ganas de ir."
Protesté: "No, amigo mío, y te aseguro que si no ha regresado mañana por la mañana, me marcho a las ocho en el exprés. Me habré quedado veinticuatro horas. Es bastante: mi conciencia estará tranquila."
Pasé toda la velada inquieto, un poco triste, un poco nervioso. Mi corazón sentía verdaderamente algo por ella. A medianoche me acosté. Apenas dormí.
Estaba en pie a las seis. Desperté a Paul, hice las maletas; y cogíamos juntos, dos horas después, el tren para Francia.
III
Ahora bien, ocurrió que al año siguiente, por esa misma época, me asaltó, como lo hace una fiebre periódica, un nuevo deseo de ver Italia. Me decidí de inmediato a emprender ese viaje, pues la visita de Florencia, Venecia y Roma forma parte, con toda seguridad, de la instrucción de un hombre bien educado. Y además proporciona en sociedad multitud de temas de conversación y permite declamar trivialidades artísticas que siempre parecen profundas.
Partí solo esta vez, y llegué a Génova a la misma hora que el año anterior, pero sin ninguna aventura de viaje. Fui a dormir al mismo hotel, ¡y por casualidad me dieron la misma habitación!
Pero apenas me metí en la cama, el recuerdo de Francesca, que desde la víspera flotaba vagamente en mis pensamientos, me persiguió con extraña persistencia.
¿Conoce usted esa obsesión de una mujer mucho tiempo después, cuando regresamos a los lugares donde la hemos amado y poseído?
Es una de las sensaciones más violentas y penosas que conozco. Parece que la vamos a ver entrar, sonreír, abrir los brazos. Su imagen, huidiza y precisa, está ante nosotros, pasa, regresa y desaparece. Nos tortura como una pesadilla, nos aferra, nos llena el corazón, conmueve nuestros sentidos con su presencia irreal. El ojo la percibe; el olor de su perfume nos acosa; tenemos en los labios el gusto de sus besos, y la caricia de su carne sobre la piel. Y, sin embargo, estamos solos, lo sabemos, sufrimos con la turbación singular de ese fantasma evocado. Y una tristeza pesada, desconsoladora, nos envuelve. Parece que acabamos de ser abandonados para siempre. Todos los objetos adquieren una significación desoladora, siembran en el alma, en el corazón, una impresión horrible de aislamiento, de desamparo. ¡Oh, no volváis a ver jamás la ciudad, la casa, la habitación, el bosque, el jardín, el banco donde habéis tenido en vuestros brazos a una mujer amada!
En fin, durante toda la noche me persiguió el recuerdo de Francesca; y poco a poco, el deseo de volver a verla entró en mí; un deseo confuso al principio, después más vivo, más agudo, ardiente. Y me decidí a pasar en Génova todo el día siguiente para tratar de encontrarla. Si no lo conseguía, cogería el tren de la noche.
Conque, llegada la mañana, me puse en su busca. Recordaba perfectamente la información que me había dado al dejarme: "Calle Víctor Manuel —pasaje Falcone, travesía de San Rafael— tienda de muebles— al fondo del patio, el edificio de la derecha."
Lo encontré todo, no sin trabajo, y llamé a la puerta de una especie de deteriorado pabellón. Vino a abrir una mujer gruesa, que había debido de ser muy guapa, y que ya no era sino muy sucia. Demasiado gorda, conservaba, sin embargo, una notable majestad de lineas. Su pelo despeinado caía en mechones sobre la frente y los hombros, y se veía flotar, en una amplia bata acribillada a manchas, todo su corpachón bamboleante. Llevaba al cuello un enorme collar dorado, y en las dos muñecas, magníficas pulseras de filigrana de Génova.
Preguntó con aire hostil: " ¿Qué desea usted? "
Respondí: " ¿No vive aquí la señorita Francesca Rondoli?
—¿Qué le quiere usted?
—Tuve el gusto de conocerla el año pasado, y desearía verla."
La vieja me escudriñaba con ojos desconfiados: "Dígame, ¿dónde la conoció?
—Aquí mismo, en Génova.
—¿Cómo se llama usted?"
Vacilé un segundo, después dije mi nombre. Apenas lo había pronunciado cuando la italiana alzó los brazos como para abrazarme. " ¡Ah! Es usted el francés. ¡Qué contenta estoy de verlo! ¡Qué contenta! Pero cuánto ha hecho sufrir a la pobre niña... Lo esperó un mes, señor, sí, un mes. El primer día creía que usted iba a venir a buscarla. ¡Quería ver si la amaba! Si supiera cuánto lloró cuando comprendió que no vendría usted. Sí, señor, lloró a lágrima viva. Y después fue al hotel. Usted se había marchado. Entonces creyó que estaba usted haciendo su viaje por Italia, y que iba a pasar otra vez por Génova y que la buscaría al regreso, ya que no había querido ir con usted. Y esperó, sí, señor, más de un mes; y estaba muy triste, ea, muy triste. ¡Soy su madre! "
Me sentí un poco desconcertado, realmente. Recobré mi seguridad, sin embargo, y pregunté: "¿Está aquí en este— momento?
—No, señor, está en París con un pintor, un chico encantador que la ama, señor, que la ama con un gran amor y que le da todo lo que quiere. Mire, fíjese en lo que ella me envía a mí, a su madre. ¿Son bonitas, verdad?"
Y me mostraba, con una animación muy meridional, las gruesas pulseras y el pesado collar de su cuello. Prosiguió: "También tengo dos pendientes con piedras, y un traje de seda, y sortijas; pero no los llevo por la mañana, me los pongo sólo hacia la tarde, cuando me visto de tiros largos. ¡Oh!, es muy feliz, señor, muy feliz. ¡Qué contenta se pondrá cuando le escriba que ha venido usted! Pero pase, señor, siéntese. Tomará usted algo; pase."
Yo me negaba, pues ahora quería marcharme en el primer tren. Pero me había cogido del brazo y me atraía, repitiendo: "Pase de una vez, señor, tengo que decirle que ha venido usted a nuestra casa."
Y penetré en una salita bastante oscura, amueblada con una mesa y unas cuantas sillas.
Prosiguió: "¡Oh! Es muy feliz ahora, muy feliz. Cuando usted la encontró en el ferrocarril, tenía un gran pesar. Su amiguito la había abandonado en Marsella. Y regresaba, la pobre niña. A usted lo quiso mucho en seguida, pero todavía estaba un poco triste, ya comprenderá usted. Ahora no le falta nada; me escribe todo lo que hace. El se llama señor Bellemin. Dicen que es un gran pintor en su tierra. La encontró al pasar por aquí en la calle; sí, señor, en la calle, y la amó en seguida. ¿Tomará usted un vaso de jarabe? Es muy bueno. ¿Está usted solo este año?"
Respondí: "Sí, estoy solo."
Me senté, ganado ahora por unos crecientes deseos de reír, pues mi desengaño inicial se evaporaba con las declaraciones de la señora Rondoli. Tuve que tomar un vaso de jarabe.
Ella continuaba: "¿Cómo, está usted solo? ¡Oh! Cuánto siento entonces que Francesca no esté aquí; le habría hecho compañía el tiempo que usted fuera a quedarse en la ciudad. No es muy alegre pasear sólo; y ella lo lamentará mucho, por su parte."
Después, como yo me levantaba, exclamó: "Pero, si usted quiere, Carlotta irá con usted; conoce muy bien los paseos. Es mi otra hija, señor, la segunda."
Sin duda tomó mi estupefacción por un consentimiento, y precipitándose a la puerta interior, la abrió y gritó en la oscuridad de una escalera invisible: " ¡Carlotta! ¡Carlotta! Baja en seguida, ven ahora mismo, hijita."
Quise protestar; no me lo permitió: "No, le hará compañía; es muy dulce, y mucho más alegre que la otra; es una buena chica, una buenísima chica a la que quiero mucho."
Oí en los peldaños un ruido de suelas de chancletas; y apareció una muchacha alta, morena, delgada y bonita, pero también despeinada, que dejaba adivinar, bajo un vestido viejo de su madre, un cuerpo joven y esbelto.
La señora Rondoli la puso en seguida al tanto de mi situación: "Es el francés de Francesca, el del año pasado, ya sabes. Venía a buscarla; está solo, el pobre. Entonces le he dicho que irías con él para hacerle compañía."
Carlotta me miraba con sus hermosos ojos pardos; y murmuró empezando a sonreír: "Si él quiere, me parece bien."
¿Cómo hubiera podido negarme? Declaré: "Claro que quiero."
Entonces la señora Rondoli la empujó hacia fuera:
"Vete a vestir, rápido, rapidito: ponte el traje azul y el sombrero de flores; date prisa."
En cuanto su hija hubo salido, me explicó: "Tengo aún otras dos; pero más pequeñas. ¡Cuesta caro, ea, criar a cuatro hijas! Afortunadamente, la mayor ha salido adelante ya."
Y después me habló de su vida, de su marido, que había muerto de empleado del ferrocarril, y de todas las cualidades de su segunda hija, Carlotta.
Esta regresó, vestida al estilo de la mayor, con un traje llamativo y singular.
Su madre la examinó de pies a cabeza, la juzgó muy de su agrado, y nos dijo: "Y ahora, váyanse, hijos míos."
Después, dirigiéndose a su hija: "Sobre todo, no vuelvas después de las diez, esta noche; ya sabes que la puerta está cerrada."
Carlotta respondió: "No tengas cuidado, mamá."
Se cogió de mi brazo, y heme aquí vagando con ella por las calles, como con su hermana, el año antes.
Regresé al hotel a almorzar, después llevé a mi nueva amiga a Santa Margarita, repitiendo el último paseo que había dado con Francesca.
Y por la noche no volvió a casa, aunque la puerta debiera cerrarse después de las diez.
Y durante los quince días de que podía disponer paseé a Carlotta por los alrededores de Génova. No me hizo añorar a la otra.
La dejé deshecha en lagrimas, la mañana de mi partida, al entregarle, con un recuerdo para ella, cuatro pulseras para su madre.
Cuento con regresar un día de estos para ver Italia, aunque pensando con cierta inquietud, mezclada de esperanzas, que la señora Rondoli posee todavía dos hijas. FIN