METZENGERSTEIN Edgar Allan Poe

El horror y la fatalidad han estado al acecho en todas las edades. ¿Para qué, entonces,
atribuir una fecha a la historia que he de contar? Baste decir que en la época de que hablo
existía en el interior de Hungría una firme aunque oculta creencia en las doctrinas de la
metempsicosis. Nada diré de las doctrinas mismas, de su falsedad o su probabilidad.
Afirmo, sin embargo, que mucha de nuestra incredulidad (como lo dice La Bruyère de
nuestra infelicidad) vient de ne pouvoir être seuls6.
Pero, en algunos puntos, la superstición húngara se aproximaba mucho a lo absurdo.
Diferían en esto por completo de sus autoridades orientales. He aquí un ejemplo: El alma
—afirmaban (según lo hace notar un agudo e inteligente parisiense)— ne demeure qu’une
seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme même, n’est que
la ressemblance peu tangible de ces animaux.
Las familias de Berlifitzing y Metzengerstein hallábanse enemistadas desde hacía
siglos. Jamás hubo dos casas tan ilustres separadas por una hostilidad tan letal. El origen de
aquel odio parecía residir en las palabras de una antigua profecía: «Un augusto nombre
sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la mortalidad de
Metzengerstein triunfe sobre la inmortalidad de Berlifitzing.»
Las palabras en sí significaban poco o nada. Pero causas aún más triviales han tenido
—y no hace mucho— consecuencias memorables. Además, los dominios de las casas
rivales eran contiguos y ejercían desde hacía mucho una influencia rival en los negocios del
Gobierno. Los vecinos inmediatos son pocas veces amigos, y los habitantes del castillo de
Berlifitzing podían contemplar desde sus encumbrados contrafuertes, las ventanas del
palacio de Metzengerstein. La más que feudal magnificencia de este último se prestaba muy
poco a mitigar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos
acaudalados. ¿Cómo maravillarse entonces de que las tontas palabras de una profecía
lograran hacer estallar y mantener vivo el antagonismo entre dos familias ya predispuestas
a querellarse por todas las razones de un orgullo hereditario? La profecía parecía entrañar
—si entrañaba alguna cosa— el triunfo final de la casa más poderosa, y los más débiles y
menos influyentes la recordaban con amargo resentimiento.
Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de augusta ascendencia, era, en el tiempo de
nuestra narración, un anciano inválido y chocho que sólo se hacía notar por una excesiva
cuanto inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival, y por un amor apasionado
hacia la equitación y la caza, a cuyos peligros ni sus achaques corporales ni su incapacidad
6 En L’an deux mille quatre cents quarante, Mercier defiende seriamente la doctrina de la metempsicosis, y J.
d'Israeli afirma que «no hay ningún sistema tan sencillo y que repugne menos a la inteligencia». Se dice asimismo que el coronel Ethan Allen, «el muchacho de las Montañas Verdes», era asimismo un firme convencido de la metempsicosis.
mental le impedían dedicarse diariamente.
Frederick, barón de Metzengerstein, no había llegado, en cambio, a la mayoría de edad.
Su padre, el ministro G..., había muerto joven, y su madre, lady Mary, lo siguió muy
pronto. En aquellos días, Frederick tenía dieciocho años. No es ésta mucha edad en las
ciudades; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquel antiguo
principado, el péndulo vibra con un sentido más profundo.
Debido a las peculiares circunstancias que rodeaban la administración de su padre, el
joven barón heredó sus vastas posesiones inmediatamente después de muerto aquél. Pocas
veces se había visto a un noble húngaro dueño de semejantes bienes. Sus castillos eran
incontables. El más esplendoroso, el más amplio era el palacio Metzengerstein. La línea
limítrofe de sus dominios no había sido trazada nunca claramente, pero su parque principal
comprendía un circuito de cincuenta millas.
En un hombre tan joven, cuyo carácter era ya de sobra conocido, semejante herencia
permitía prever fácilmente su conducta venidera. En efecto, durante los tres primeros días,
el comportamiento del heredero sobrepasó todo lo imaginable y excedió las esperanzas de
sus más entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes traiciones, atrocidades
inauditas, hicieron comprender rápidamente a sus temblorosos vasallos que ninguna
sumisión servil de su parte y ningún resto de conciencia por parte del amo proporcionarían
en adelante garantía alguna contra las garras despiadadas de aquel pequeño Calígula.
Durante la noche del cuarto día estalló un incendio en las caballerizas del castillo de
Berlifitzing, y la opinión unánime agregó la acusación de incendiario a la ya horrorosa lista
de los delitos y enormidades del barón.
Empero, durante el tumulto ocasionado por lo sucedido, el joven aristócrata hallábase
aparentemente sumergido en la meditación en un vasto y desolado aposento del palacio
solariego de Metzengerstein. Las ricas aunque desvaídas colgaduras que cubrían
lúgubremente las paredes representaban imágenes sombrías y majestuosas de mil ilustres
antepasados. Aquí, sacerdotes de manto de armiño y dignatarios pontificios, familiarmente
sentados junto al autócrata y al soberano, oponían su veto a los deseos de un rey temporal,
o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del archienemigo. Allí, las
atezadas y gigantescas figuras de los príncipes de Metzengerstein, montados en robustos
corceles de guerra, que pisoteaban al enemigo caído, hacían sobresaltar al más sereno
contemplador con su expresión vigorosa; y otra vez aquí, las figuras voluptuosas, como de
cisnes, de las damas de antaño, flotaban en el laberinto de una danza irreal, al compás de
una imaginaria melodía.
Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el creciente tumulto en las
caballerizas de Berlifitzing —y quizá meditaba algún nuevo acto, aún más audaz—, sus
ojos se volvían distraídamente hacia la imagen de un enorme caballo, pintado con un color
que no era natural, y que aparecía en las tapicerías como perteneciente a un sarraceno,
antecesor de la familia de su rival. En el fondo de la escena, el caballo permanecía inmóvil
y estatuario, mientras aún más lejos su derribado jinete perecía bajo el puñal de un
Metzengerstein.
En los labios de Frederick se dibujó una diabólica sonrisa, al darse cuenta de lo que sus
ojos habían estado contemplando inconscientemente. No pudo, sin embargo, apartarlos de
allí. Antes bien, una ansiedad inexplicable pareció caer como un velo fúnebre sobre sus
sentidos. Le resultaba difícil conciliar sus soñolientas e incoherentes sensaciones con la
certidumbre de estar despierto. Cuanto más miraba, más absorbente se hacía aquel
encantamiento y más imposible parecía que alguna vez pudiera alejar sus ojos de la
fascinación de aquella tapicería. Pero como afuera el tumulto era cada vez más violento,
logró, por fin, concentrar penosamente su atención en los rojizos resplandores que las
incendiadas caballerizas proyectaban sobre las ventanas del aposento.
Con todo, su nueva actitud no duró mucho y sus ojos volvieron a posarse
mecánicamente en el muro. Para su indescriptible horror y asombro, la cabeza del
gigantesco corcel parecía haber cambiado, entretanto, de posición. El cuello del animal,
antes arqueado como si la compasión lo hiciera inclinarse sobre el postrado cuerpo de su
amo, tendíase ahora en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, mostraban una
expresión enérgica y humana, brillando con un extraño resplandor rojizo como de fuego; y
los abiertos belfos de aquel caballo, aparentemente enfurecido, dejaban a la vista sus
sepulcrales y repugnantes dientes.
Estupefacto de terror, el joven aristócrata se encaminó, tambaleante, hacia la puerta. En
el momento de abrirla, un destello de luz roja, inundando el aposento, proyectó claramente
su sombra contra la temblorosa tapicería, y Frederick se estremeció al percibir que aquella
sombra (mientras él permanecía titubeando en el umbral) asumía la exacta posición y
llenaba completamente el contorno del triunfante matador del sarraceno Berlifitzing.
Para calmar la depresión de su espíritu, el barón corrió al aire libre. En la puerta
principal del palacio encontró a tres escuderos. Con gran dificultad, y a riesgo de sus vidas,
los hombres trataban de calmar los convulsivos saltos de un gigantesco caballo de color de
fuego.
—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo encontrasteis? —demandó el joven, con voz
tan sombría como colérica, al darse cuenta de que el misterioso corcel de la tapicería era la
réplica exacta del furioso animal que estaba contemplando.
—Es vuestro, sire —repuso uno de los escuderos—, o, por lo menos, no sabemos que
nadie lo reclame. Lo atrapamos cuando huía, echando humo y espumante de rabia, de las
caballerizas incendiadas del conde de Berlifitzing. Suponiendo que era uno de los caballos
extranjeros del conde, fuimos a devolverlo a sus hombres. Pero éstos negaron haber visto
nunca al animal, lo cual es raro, pues bien se ve que escapó por muy poco de perecer en las
llamas.
—Las letras W. V. B. están claramente marcadas en su frente —interrumpió otro
escudero—. Como es natural, pensamos que eran las iniciales de Wilhelm Von Berlifitzing,
pero en el castillo insisten en negar que el caballo les pertenezca.
—¡Extraño, muy extraño! —dijo el joven barón con aire pensativo, y sin cuidarse, al
parecer, del sentido de sus palabras—. En efecto, es un caballo notable, un caballo
prodigioso... aunque, como observáis justamente, tan peligroso como intratable... Pues bien,
dejádmelo —agregó, luego de una pausa—. Quizá un jinete como Frederick de
Metzengerstein sepa domar hasta el diablo de las caballerizas de Berlifitzing.
—Os engañáis, señor; este caballo, como creo haberos dicho, no proviene de las
caballadas del conde. Si tal hubiera sido el caso, conocemos demasiado bien nuestro deber
para traerlo a presencia de alguien de vuestra familia.
—¡Cierto! —observó secamente el barón.
En ese mismo instante, uno de los pajes de su antecámara vino corriendo desde el
palacio, con el rostro empurpurado. Habló al oído de su amo para informarle de la repentina
desaparición de una pequeña parte de las tapicerías en cierto aposento, y agregó numerosos
detalles tan precisos como completos. Como hablaba en voz muy baja, la excitada
curiosidad de los escuderos quedó insatisfecha.
Mientras duró el relato del paje, el joven Frederick pareció agitado por encontradas
emociones. Pronto, sin embargo, recobró la compostura, y mientras se difundía en su rostro
una expresión de resuelta malignidad, dio perentorias órdenes para que el aposento en
cuestión fuera inmediatamente cerrado y se le entregara al punto la llave.
—¿Habéis oído la noticia de la lamentable muerte del viejo cazador Berlifitzing? —
dijo uno de sus vasallos al barón, quien después de la partida del paje seguía mirando los
botes y las arremetidas del enorme caballo que acababa de adoptar como suyo, y que
redoblaba su furia mientras lo llevaban por la larga avenida que unía el palacio con las
caballerizas de los Metzengerstein.
—¡No! —exclamó el barón, volviéndose bruscamente hacia el que había hablado—.
¿Muerto, dices?
—Por cierto que sí, sire, y pienso que para el noble que ostenta vuestro nombre no será
una noticia desagradable.
Una rápida sonrisa pasó por el rostro del barón.
—¿Cómo murió?
—Entre las llamas, esforzándose por salvar una parte de sus caballos de caza favoritos.
—¡Re...al...mente! —exclamó el barón, pronunciando cada sílaba como si una
apasionante idea se apoderara en ese momento de él.
—¡Realmente! —repitió el vasallo.
—¡Terrible! —dijo serenamente el joven, y se volvió en silencio al palacio.
Desde aquel día, una notable alteración se manifestó en la conducta exterior del
disoluto barón Frederick de Metzengerstein. Su comportamiento decepcionó todas las
expectativas, y se mostró en completo desacuerdo con las esperanzas de muchas damas,
madres de hijas casaderas; al mismo tiempo, sus hábitos y manera de ser siguieron
diferenciándose más que nunca de los de la aristocracia circundante. Jamás se le veía fuera
de los límites de sus dominios, y en aquellas vastas extensiones parecía andar sin un solo
amigo —a menos que aquel extraño, impetuoso corcel de ígneo color, que montaba
continuamente, tuviera algún misterioso derecho a ser considerado como su amigo.
Durante largo tiempo, empero, llegaron a palacio las invitaciones de los nobles
vinculados con su casa. «¿Honrará el barón nuestras fiestas con su presencia?» «¿Vendrá el
barón a cazar con nosotros el jabalí?» Las altaneras y lacónicas respuestas eran siempre:
«Metzengerstein no irá a la caza», o «Metzengerstein no concurrirá».
Aquellos repetidos insultos no podían ser tolerados por una aristocracia igualmente
altiva. Las invitaciones se hicieron menos cordiales y frecuentes, hasta que cesaron por
completo. Incluso se oyó a la viuda del infortunado conde Berlifitzing expresar la esperanza
de que «el barón tuviera que quedarse en su casa cuando no deseara estar en ella, ya que
desdeñaba la sociedad de sus pares, y que cabalgara cuando no quisiera cabalgar, puesto
que prefería la compañía de un caballo». Aquellas palabras eran sólo el estallido de un
rencor hereditario, y servían apenas para probar el poco sentido que tienen nuestras frases
cuando queremos que sean especialmente enérgicas.
Los más caritativos, sin embargo, atribuían aquel cambio en la conducta del joven
noble a la natural tristeza de un hijo por la prematura pérdida de sus padres; ni que decir
que echaban al olvido su odiosa y desatada conducta en el breve período inmediato a
aquellas muertes. No faltaban quienes presumían en el barón un concepto excesivamente
altanero de la dignidad. Otros —entre los cuales cabe mencionar al médico de la familia—
no vacilaban en hablar de una melancolía morbosa y mala salud hereditaria; mientras la
multitud hacía correr oscuros rumores de naturaleza aún más equívoca.
Por cierto que el obstinado afecto del joven hacia aquel caballo de reciente adquisición
—afecto que parecía acendrarse a cada nueva prueba que daba el animal de sus feroces y
demoniacas tendencias— terminó por parecer tan odioso como anormal a ojos de todos los
hombres de buen sentido. Bajo el resplandor del mediodía, en la oscuridad nocturna,
enfermo o sano, con buen tiempo o en plena tempestad, el joven Metzengerstein parecía
clavado en la montura del colosal caballo, cuya intratable fiereza se acordaba tan bien con
su propia manera de ser.
Agregábanse además ciertas circunstancias que, unidas a los últimos sucesos, conferían
un carácter extraterreno y portentoso a la manía del jinete y a las posibilidades del caballo.
Habíase medido cuidadosamente la longitud de alguno de sus saltos, que excedían de
manera asombrosa las más descabelladas conjeturas. El barón no había dado ningún
nombre a su caballo, a pesar de que todos los otros de su propiedad los tenían. Su
caballeriza, además, fue instalada lejos de las otras, y sólo su amo osaba penetrar allí y
acercarse al animal para darle de comer y ocuparse de su cuidado. Era asimismo de
observar que, aunque los tres escuderos que se habían apoderado del caballo cuando
escapaba del incendio en la casa de los Berlifitzing, lo habían contenido por medio de una
cadena y un lazo, ninguno podía afirmar con certeza que en el curso de la peligrosa lucha, o
en algún momento más tarde, hubiera apoyado la mano en el cuerpo de la bestia. Si bien los
casos de inteligencia extraordinaria en la conducta de un caballo lleno de bríos no tienen
por qué provocar una atención fuera de lo común, ciertas circunstancias se imponían por la
fuerza aun a los más escépticos y flemáticos; se afirmó incluso que en ciertas ocasiones la
boquiabierta multitud que contemplaba a aquel animal había retrocedido horrorizada ante el
profundo e impresionante significado de la terrible apariencia del corcel; ciertas ocasiones
en que aun el joven Metzengerstein palidecía y se echaba atrás, evitando la viva, la
interrogante mirada de aquellos ojos que parecían humanos.
Empero, en el séquito del barón nadie ponía en duda el ardoroso y extraordinario efecto
que las fogosas características de su caballo provocaban en el joven aristócrata; nadie, a
menos que mencionemos a un insignificante pajecillo contrahecho, que interponía su
fealdad en todas partes y cuyas opiniones carecían por completo de importancia. Este paje
(si vale la pena mencionarlo) tenía el descaro de afirmar que su amo jamás se instalaba en
la montura sin un estremecimiento tan imperceptible como inexplicable, y que al volver de
sus largas y habituales cabalgatas, cada rasgo de su rostro aparecía deformado por una
expresión de triunfante malignidad.
Una noche tempestuosa, al despertar de un pesado sueño, Metzengerstein bajó como un
maniaco de su aposento y, montando a caballo con extraordinaria prisa, se lanzó a las
profundidades de la floresta. Una conducta tan habitual en él no llamó especialmente la
atención, pero sus domésticos esperaron con intensa ansiedad su retorno cuando, después
de algunas horas de ausencia, las murallas del magnífico y suntuoso palacio de los
Metzengerstein comenzaron a agrietarse y a temblar hasta sus cimientos, envueltas en la
furia ingobernable de un incendio.
Aquellas lívidas y densas llamaradas fueron descubiertas demasiado tarde; tan terrible
era su avance que, comprendiendo la imposibilidad de salvar la menor parte del edificio, la
muchedumbre se concentró cerca del mismo, envuelta en silencioso y patético asombro.
Pero pronto un nuevo y espantoso suceso reclamó el interés de la multitud, probando
cuánto más intensa es la excitación que provoca la contemplación del sufrimiento humano,
que los más espantosos espectáculos que pueda proporcionar la materia inanimada.
Por la larga avenida de antiguos robles que llegaba desde la floresta a la entrada
principal del palacio se vio venir un caballo dando enormes saltos, semejante al verdadero
Demonio de la Tempestad, y sobre el cual había un jinete sin sombrero y con las ropas
revueltas.
Veíase claramente que aquella carrera no dependía de la voluntad del caballero. La
agonía que se reflejaba en su rostro, la convulsiva lucha de todo su cuerpo, daban pruebas
de sus esfuerzos sobrehumanos; pero ningún sonido, salvo un solo alarido, escapó de sus
lacerados labios, que se había mordido una y otra vez en la intensidad de su terror.
Transcurrió un instante, y el resonar de los cascos se oyó clara y agudamente sobre el rugir
de las llamas y el aullar de los vientos; pasó otro instante y, con un solo salto que le hizo
franquear el portón y el foso, el corcel penetró en la escalinata del palacio llevando siempre
a su jinete y desapareciendo en el torbellino de aquel caótico fuego.
La furia de la tempestad cesó de inmediato, siendo sucedida por una profunda y sorda
calma. Blancas llamas envolvían aún el palacio como una mortaja, mientras en la serena
atmósfera brillaba un resplandor sobrenatural que llegaba hasta muy lejos; entonces una
nube de humo se posó pesadamente sobre las murallas, mostrando distintamente la colosal
figura de... un caballo.