EL INVERNADERO Guy de Maupassant

EL señor y la señora Lerebour tenían la misma edad. Pero él parecía más joven, aunque fuera el más gastado de los dos. Vivían cerca de Mantes, en una bonita casa de campo que habían logrado hacerse con la fortuna que reunieron vendiendo telas.
La casa estaba rodeada de un hermoso jardín que tenía corral, quioscos chinos y un pequeño invernadero al fondo de la propiedad. El señor Lerebour era bajo, regordete y jovial, de una jovialidad de tendero bonachón. Su mujer, flaca, voluntariosa y siempre descontenta, no habla conseguido vencer el buen humor de su marido. Se teñía el pelo, leía a veces novelas que llenaban su alma de sueños, aunque afectara despreciar aquella clase de literatura. La consideraban apasionada, sin que ella hubiera hecho nunca nada para autorizar esta opinión. Pero su marido decía a veces: "¡Mi mujer es tremenda! ", con cierto tono malicioso que hacía surgir las suposiciones.
Desde hacía algunos años, sin embargo, ella se mostraba agresiva con Lerebour, a todas horas irritada y dura, como si la atormentara una pena secreta e inconfesable. De todo esto resultó una especie de desavenencia. Apenas se hablaban ya, y la mujer, que se llamaba Palmyre, abrumaba sin cesar al marido, que se llamaba Gustave, con expresiones desagradables, alusiones hirientes, frases sarcásticas, y todo sin razón aparente.
El marido se encogía de hombros, molesto, pero sin perder el buen humor, pues estaba dotado de tan buen carácter que tomaba en broma aquellos disgustos íntimos. Sin embargo, a veces se preguntaba cuál podría ser la causa desconocida que había agriado así a su compañera, porque se daba cuenta de que su irritación obedecía a un motivo oculto, pero tan difícil de adivinar que desesperaba en sus esfuerzos.
A menudo le preguntaba:
—Pero, vamos a ver, pequeña, ¿puedes decirme lo que tienes contra mí? Me parece que me ocultas algo.
Ella, invariablemente le contestaba:
—No tengo nada, nada en absoluto. Además, si tuviera algún motivo para estar descontenta, tendrías que ser tú quien lo adivinara. No me gustan los hombres que no comprenden nada, que son tan obtusos e incapaces que necesitan ayuda para darse cuenta de Ias cosas más nimias.
El. marido, desalentado, murmuraba:
—Ya veo que no me quieres decir nada.
Y se alejaba buscando el misterio.
Las noches, sobre todo, eran penosas para él; pues, como los matrimonios honrados y sencillos, seguían durmiendo en la misma cama. No había vejaciones que no utilizara la mujer. Elegía, el momento en que estaban ya acostados, uno junto al otro, para abrumarle con sus burlas más pesadas. Principalmente le reprochaba que estuviera engordando:
—Ocupas toda la cama, de gordo que te estás poniendo. Y me empapas la espalda con tu sudor, que parece tocino derretido. No me resulta muy agradable, que digamos.
Le obligaba a levantarse con el menor pretexto, mandándole a buscar abajo un periódico que se le había olvidado o una botella de agua de azahar, que él no encontraba nunca porque Palmyre los había escondido. Y le gritaba, con un tono furioso y sarcástico:
—¡Pareces tonto! Debías saber dónde están las cosas.
Cuando llevaba una hora recorriendo la casa dormida y regresaba con las manos vacías, la mujer le decía, por todo agradecimiento:
—Venga, acuéstate. Pasear un poco te hará adelgazar, porque te estás poniendo fofo como una esponja.
Le despertaba cada poco diciéndole que le dolía el estómago, y le exigía que le diera friegas en el vientre con una franela empapada en agua de colonia. Él se esforzaba por curarla, desolado de verla enferma; y le proponía ir a despertar a la criada, Céleste. Entonces ella, encolerizada, gritaba:
—¡Hace falta ser animal! ¡Hala, se acabó: ya no me duele! ¡Duérmete, carcamal!
Y él preguntaba:
—¿Estás segura de que ya no te duele nada? Palmyre le lanzaba duramente a la cara:
—Sí, cállate ya, déjame dormir. No digas más tonterías. Eres incapaz de hacer nada, ni siquiera de darle friegas a una mujer.
Él se desesperaba:
—Pero,... querida...
—¡Nada de peros!—se exasperaba ella—. Ya está bien. Ahora, déjame en paz..
Y se volvía de cara a la pared.
Una noche, ella le sacudió tan bruscamente que él saltó asustado y se encontró sentado en la cama con una rapidez desacostumbrada en él.
Balbució:
—¿Qué?... ¿Qué ocurre?...
La mujer le agarraba el brazo, pellizcándole hasta hacerle sentir ganas de gritar. Le susurró al oído:
—He oído ruidos en la casa.
Acostumbrado a las frecuentes alarmas de su mujer, no se inquietó demasiado, y preguntó tranquilamente:
—¿Qué clase de ruidos, querida?
Ella temblaba, como enloquecida, y respondió:
—Ruidos..., pues ruidos..., ruidos de pasos... Hay alguien en la casa.
El marido siguió incrédulo:
—¿Alguien? ¿Tú crees? No, no, seguramente te engañas. ¿Quién puede ser?
El1a se estremeció:
—¿Quién?... ¿Quién?... ¡Pues ladrones, imbécil!
El hombre volvió a meterse suavemente entre las ropas de la cama:
—Pero, querida, es imposible. No hay nadie. Lo has soñado, seguramente.
Entonces ella retiró las sábanas y, saltando de la cama, exclamó, exasperada:
—¡Eres tan cobarde como inútil! Sea como sea, yo no dejaré que me asesinen porque tú tengas miedo.
Y cogiendo las tenazas de la chimenea, se plantó de pie detrás de la puerta cerrada con cerrojo, en una actitud de combate.
Conmovido por aquel ejemplo de valor, acaso avergonzado, el marido se levantó a su vez a regañadientes y, sin quitarse su gorro de dormir, cogió el badil y se colocó enfrente de su mujer.
Esperaron veinte minutos en el mayor silencio. Ningún nuevo ruido turbó el descanso de la casa. Entonces, la mujer, furiosa, se metió en la cama.
—Pues yo estoy segura de que había alguien —declaró.
Para evitar toda discusión, él no hizo ninguna alusión durante el día a aquel susto.
A la noche siguiente, Palmyre despertó a su marido con más violencia aún que la víspera y, jadeante, tartamudeó:
—Gustave, Gustave, acaban de abrir la puerta del jardín.
Extrañado de aquella insistencia, creyó que su mujer padecía sonambulismo y se disponía a quitarle de la cabeza aquella peligrosa pesadilla cuando le pareció oír, en efecto, un ligero ruido junto a los muros de la casa.
Se levantó, corrió a la ventana y pudo ver una sombra blanca que atravesaba de prisa un paseo del jardín.
Desfallecido, murmuró:
—Hay alguien —luego se rehizo, recobró su firmeza y, llevado de pronto por una formidable cólera de propietario al que allanan su morada, exclamó—: ¡Aguárdadme! ¡Ahora vais a ver!
Corrió a su escritorio, lo abrió, tomó su pistola y se precipitó escaleras abajo.
Su mujer, fuera de sí, le siguió, gritando:
—¡Gustave, Gustave, no me abandones, no me dejes sola! ¡Gustave! ¡Gustave!
Pero él no la escuchaba; estaba ya en la puerta del jardín.
La mujer subió a toda prisa a atrincherarse en la alcoba matrimonial.
Esperó cinco, diez minutos, un cuarto de hora. Un terror loco la invadía. Seguramente le habían matado: le habrían cogido, y estaría muerto a palos o estrangulado. Habría preferido oír los seis disparos de la pistola, saber que luchaba, que se defendía. Pero aquel tremendo silencio, aquel silencio espantoso del campo la trastornaba.
Llamó a Céleste. La doncella no vino, ni siquiera respondió. Llamó de nuevo, angustiada, a punto de desmayarse. La casa entera siguió silenciosa. Pegó al cristal de la ventana su frente enardecida, tratando de traspasar las tinieblas del exterior. Sólo distinguía las sombras más negras de los macizos, a ambos lados de las cintas grises de los paseos.
Sonaron las doce y media. Su marido llevaba cuarenta y cinco minutos ausente. ¡No le volvería a ver!. ¡Seguramente no le vería nunca más! Y cayó de rodillas, sollozando.
Dos golpecitos en la puerta de la alcoba la hicieron ponerse en pie de un salto. El señor Lerebeur la llamaba:
—Ábreme, Palmyre. Soy yo.
Se lanzó a abrir y, plantada ante él, con los puños en las caderas y los ojos arrasados todavía en lágrimas, le gritó:
—¿De dónde vienes, animal? ¡Conque me dejas que muera de miedo aquí sóla! Te preocupas de mí menos que si no existiera ya...
Él había cerrado la puerta; y se reía, se reía como un loco, abriendo mucho la boca, apretándose la tripa con las manos, los ojos húmedos.
La señora Lerebour, estupefacta, se calló.
Él tartamudeaba por la risa:
—Era..., era... Céleste, que tenía una.., una... una cita en el invernadero... Si supieras lo que... lo que.., lo que he visto.
Ella se puso lívida, sofocada de indignación:
—¿Cómo?... ¿Qué dices?... ¿Céleste?.. ¿En mi casa?... ¿En mi... mi... mi casa..., en mi... mi... en mi invernadero? ¿Y no has matado al hombre, a su cómplice?... En mi casa... ¡En mi casa!...
No podía más, se sentó.
El marido hizo una cabriola, tocó las castañuelas con los dedos, chasqueó la lengua y, sin dejar de reír, le dijo:
—Si tú supieras... Si tú supieras... Bruscamente, la besó.
Ella se libró de su marido. Y, con la voz enronquecida por la cólera, le dijo:
—No quiero que esa chica se quede ni un solo día más en mi casa, ¿me oyes? Ni un solo día... ¡Ni una hora! Cuando vuelva, la echamos...
El señor Lerebour habíá cogido a su mujer por la cintura y le llenaba de besos el cuello, besos sonoros, como antaño. Ella se calló de nuevo, paralizada por el asombro. Pero él, estrechándola aun más. la arrastraba suavemente hacia la cama...
Cerca de las nueve y media de la mañana, Céleste, extrañada de que no hubieran salido todavía sus señores, que solían levantarse temprano, fue a llamar suavemente a su puerta.
Estaban acostados aún, y charlaban alegremente uno al lado del otro. Se quedó perpleja, y dijo:
—Señora, ya está preparado el café con leche.
La señora Lerebour, con una voz muy dulce, le contestó:
—Tráenoslo aquí, hija. Estamos un poco fatigados, hemos dormido mal.
Apenas hubo salido la criada, el señor Lerebour se echó a reír, haciéndole cosquillas a su mujer y repitiendo:
—¡Si supieras! . ¡Ah, si supieras!
Ella le cogió las manos:
—Vamos, estáte un poco tranquilo, querido. Si sigues riéndote así, te vas a poner malo.
Y le besó con mucha dulzura en los ojos.
La señora Lerebour no tiene ya mal carácter. En las noches claras, algunas veces, los dos esposos van, con pasos furtivos, a lo largo de los macizos y los setos, hasta el pequeño invernadero que hay al fondo del jardín. Y permanecen allí, pegados uno contra otro y contra el cristal, como si miraran en el interior algo extraño y lleno de interés.
Le han aumentado el salario a Céleste.
El señor Lerebour ha adelgazado. FIN