En los balnearios -y al parecer en toda Europa- los gerentes y jefes de comedor de los hoteles se guían, al dar acomodo al huésped, no tanto por los requerimientos y preferencias de éste cuanto por la propia opinión personal que de él se forjan; y conviene subrayar que raras veces se equivocan. Ahora bien, no se sabe por qué, a la abuela le señalaron un alojamiento tan espléndido que se pasaron de rosca; cuatro habitaciones magníficamente amuebladas, con baño, dependencias para la servidumbre, cuarto particular para la camarera, etc., etc. Era verdad que estas habitaciones las había ocupado la semana anterior una grande duchesse, hecho que, ni que decir tiene, se comunicaba a los nuevos visitantes para ensalzar el alojamiento. Condujeron a la abuela, mejor dicho, la transportaron, por todas las habitaciones y ella las examinó detenida y rigurosamente. El jefe de comedor, hombre ya entrado en años, medio calvo, la acompañó respetuosamente en esta primera inspección.
Ignoro por quién tomaron a la abuela, pero, según parece, por persona sumamente encopetada y, lo que es más importante, riquísima. La inscribieron en el registro, sin más, como «madame la générale princesse de Tarassevitcheva», aunque jamás había sido princesa. Su propia servidumbre, su vagón particular, la multitud innecesaria de baúles, maletas, y aun arcas que llegaron con ella, todo ello sirvió de fundamento al prestigio; y el sillón, el timbre agudo de la voz de la abuela, sus preguntas excéntricas, hechas con gran desenvoltura y en tono que no admitía réplica, en suma, toda la figura de la abuela, tiesa, brusca, autoritaria, le granjearon el respeto general. Durante la inspección la abuela mandaba de cuando en cuando detener el sillón, señalaba algún objeto en el mobiliario y dirigía insólitas preguntas al jefe de comedor, que sonreía atentamente pero que ya empezaba a amilanarse. La abuela formulaba sus preguntas en francés, lengua que por cierto hablaba bastante mal, por lo que yo, generalmente, tenía que traducir. Las respuestas del jefe de comedor no le agradaban en su mayor parte y le parecían inadecuadas; aunque bien es verdad que las preguntas de la señora no venían a cuento y nadie sabía a santo de qué las hacía. Por ejemplo, se detuvo de improviso ante un cuadro, copia bastante mediocre de un conocido original de tema mitológico:
-¿De quién es el retrato?
El jefe respondió que probablemente de alguna condesa.
-¿Cómo es que no lo sabes? ¿Vives aquí y no lo sabes? ¿Por qué está aquí? ¿Por qué es bizca?
El jefe no pudo contestar satisfactoriamente a estas preguntas y hasta llegó a atolondrarse.
-¡Vaya mentecato! -comentó la abuela en ruso.
Pasaron adelante. La misma historia se repitió ante una estatuilla sajona que la abuela examinó detenidamente y que mandó luego retirar sin que se supiera el motivo. Una vez más asedió al jefe: ¿cuánto costaron las alfombras del dormitorio y dónde fueron tejidas?
El jefe prometió informarse.
-¡Vaya un asno! -musitó la abuela y dirigió su atención a la cama.
-¡Qué cielo de cama tan suntuoso! Separad las cortinas.
Abrieron la cama.
-¡Más, más! ¡Abridlo todo! ¡Quitad las almohadas, las fundas; levantad el edredón!
Dieron la vuelta a todo. La abuela lo examinó con cuidado.
-Menos mal que no hay chinches. ¡Fuera toda la ropa de cama! Poned la mía y mis almohadas. ¡Todo esto es demasiado elegante! ¿De qué me sirve a mí, vieja que soy, un alojamiento como éste? Me aburriré sola. Aleksei Ivanovich, ven a verme a menudo, cuando hayas terminado de dar lección a los niños.
-Yo, desde ayer, ya no estoy al servicio del general -respondí-. Vivo en el hotel por mi cuenta.
-Y eso ¿por qué?
-El otro día llegó de Berlín un conocido barón alemán con su baronesa. Ayer, en el paseo, hablé con él en alemán sin ajustarme ala pronunciación berlinesa.
-Bueno, ¿y qué?
-Él lo consideró como una insolencia y se quejó al general; y el general me despidió ayer.
-¿Es que tú le insultaste? ¿Al barón, quiero decir? Aunque si lo insultaste, no importa.
-Oh, no. Al contrario. Fue el barón el que me amenazó con su bastón.
-Y tú, baboso, ¿permitiste que se tratara así a tu tutor? -dijo, volviéndose de pronto al general-; ¡y como si eso no bastara le has despedido! ¡Veo que todos sois unos pazguatos, todos unos pazguatos!
-No te preocupes, tía -replicó el general con un dejo de altiva familiaridad-, que yo sé atender a mis propios asuntos. Además, Aleksei Ivanovich no ha hecho una relación muy fiel del caso.
-¿Y tú lo aguantaste sin más? -me preguntó a mí.
-Yo quería retar al barón a un duelo -respondí lo más modesta y sosegadamente posible-, pero el general se opuso.
-¿Por qué te opusiste? -preguntó de nuevo la abuela al general-. Y tú, amigo, márchate y ven cuando se te llame -ordenó dirigiéndose al jefe de comedor-. No tienes por qué estar aquí con la boca abierta. No puedo aguantar esa jeta de Nuremberg. -El jefe se inclinó y salió sin haber entendido las finezas de la abuela.
-Perdón, tía, ¿acaso es permisible el duelo? -inquirió el general con ironía.
-¿Y por qué no habrá de serlo? Los hombres son todos unos gallos, por eso tienen que pelearse. Ya veo que sois todos unos pazguatos. No sabéis defender a vuestra propia patria. ¡Vamos, levantadme! Potapych, pon cuidado en que haya siempre dos cargadores disponibles; ajústalos y llega a un acuerdo con ellos. No hacen falta más que dos; sólo tienen que levantarme en las escaleras; en lo llano, en la calle, pueden empujarme; díselo así. Y págales de antemano porque así estarán más atentos. Tú siempre estarás junto a mí, y tú, Aleksei Ivanovich, señálame a ese barón en el paseo. A ver qué clase de von-barón es; aunque sea sólo para echarle un vistazo. Y esa ruleta, ¿dónde está?
Le expliqué que las ruletas estaban instaladas en el Casino, en las salas de juego.
Menudearon las preguntas: ¿Había muchas? ¿Jugaba mucha gente? ¿Se jugaba todo el día? ¿Cómo estaban dispuestas? Yo respondí al cabo que lo mejor sería que lo viera todo con sus propios ojos, porque describirlo era demasiado difícil.
-Bueno, vamos derechos allá. ¡Tú ve delante, Aleksei Ivanovich!
-Pero ¿cómo, tía? ¿No va usted siquiera a descansar del viaje? -interrogó solícitamente el general-. Parecía un tanto inquieto; en realidad todos ellos reflejaban cierta confusión y empezaron a cambiar miradas entre sí. Seguramente les parecía algo delicado, acaso humillante, ir con la abuela directamente al Casino, donde cabía esperar que cometiera alguna excentricidad, pero esta vez en público; lo que no impidió que todos se ofrecieran a acompañarla.
-¿Y qué falta me hace descansar? No estoy cansada; y además llevo sentada cinco días seguidos. Luego iremos a ver qué manantiales y aguas medicinales hay por aquí Y dónde están. Y después... ¿cómo decías que se llamaba eso, Praskovya... ? ¿Cúspide, no?
-Cúspide, abuela.
-Cúspide; bueno, pues cúspide. ¿Y qué más hay por aquí?
-Hay muchas cosas que ver, abuela -dijo Polina esforzándose por decir algo.
-¡Vamos, que no lo sabes! Marfa, tú también irás conmigo -dijo a su doncella.
~¿Pero por qué ella, tía? -interrumpió afanosamente el general-. Y, de todos modos, quizá sea imposible. Puede ser que ni a Potapych le dejen entrar en el Casino.
~¡Qué tontería! ¡Dejarla en casa porque es criada! Es un ser humano como otro cualquiera. Hemos estado una semana viaja que te viaja, y ella también quiere ver algo.
¿Con quién habría de verlo sino conmigo? Sola no se atrevería a asomar la nariz a la calle.
-Pero abuela...
-¿Es que te da vergüenza ir conmigo? Nadie te lo exige; quédate en casa. ¡Pues anda con el general! Si a eso vamos, yo también soy generala. ¿Y por qué viene toda esa caterva tras de mi? Me basta con Aleksei Ivanovich para verlo todo.
Pero Des Grieux insistió vivamente en que todos la acompañarían y habló con frases muy amables del placer de ir con ella, etc., etc. Todos nos pusimos en marcha.
-Elle est tombée en enfance -repitió Des Grieux al general-, seule elle fera des bêtises...
-No pude oír lo demás que dijo, pero al parecer tenía algo entre ceja y ceja y quizás su esperanza había vuelto a rebullir.
Hasta el Casino había un tercio de milla. Nuestra ruta seguía la avenida de los castaños hasta la glorieta, y una vez dada la vuelta a ésta se llegaba directamente al Casino. El general se tranquilizó un tanto, porque nuestra comitiva, aunque harto excéntrica, era digna y decorosa. Nada tenía de particular que apareciera por el balneario una persona de salud endeble imposibilitada de las piernas. Sin embargo, se veía que el general le tenía miedo al Casino: ¿por qué razón iba a las salas de juego una persona tullida de las piernas y vieja por más señas? Polina y mademoiselle Blanche caminaban una a cada lado junto a la silla de ruedas. Mademoiselle Blanche reía, mostraba una alegría modesta y a veces hasta bromeaba amablemente con la abuela, hasta tal punto que ésta acabó por hablar de ella con elogio. Polina, al otro lado, se veía obligada a contestar a las numerosas y frecuentes preguntas de la anciana: «¿Quién es el que ha pasado? ¿Quién es la que iba en
el coche? ¿Es grande la ciudad? ¿Es grande el jardín? ¿Qué clase de árboles son éstos?
¿Qué son esas montañas? ¿Hay águilas aquí? ¡Qué tejado tan ridículo!». Mister Astley caminaba juntó a mí y me decía por lo bajo que esperaba mucho de esa mañana.
Potapych y Marfa marchaban inmediatamente detrás de la silla: él en su frac y corbata blanca, pero con gorra; ella -una cuarentona sonrosada pero que ya empezaba a encanecer- en chapelete, vestido de algodón estampado y botas de piel de cabra que crujían al andar. La abuela se volvía a ellos muy a menudo y les daba conversación. Des Grieux y el general iban algo rezagados y hablaban de algo con mucha animación. El general estaba muy alicaído; Des Grieux hablaba con aire enérgico. Quizá quería alentar al general y al parecer le estaba aconsejando. La abuela, sin embargo, había pronunciado poco antes la frase fatal: «lo que es dinero no te doy». Acaso esta noticia le parecía inverosímil a Des Grieux, pero el general conocía a su tía. Yo noté que Des Grieux y mademoiselle Blanche seguían haciéndose señas. Al príncipe y al viajero alemán los columbré al extremo mismo de la avenida: se habían detenido y acabaron por separarse de nosotros. Llegamos al Casino en triunfo. El conserje y los lacayos dieron prueba del mismo respeto que la servidumbre del hotel. Miraban, sin embargo, con curiosidad. La abuela ordenó, como primera providencia, que la llevaran por todas las salas, aprobando algunas cosas, mostrando completa indiferencia ante otras, y preguntando sobre todas.
Llegaron por último a las salas de juego. El lacayo que estaba de centinela ante la puerta cerrada la abrió de par en par presa de asombro.
La aparición de la abuela ante la mesa de ruleta produjo gran impresión en el público.
En torno a las mesas de ruleta y al otro extremo de la sala, donde se hallaba la mesa de trente et quarante, se apiñaban quizá un centenar y medio o dos centenares de jugadores en varias filas. Los que lograban llegar a la mesa misma solían agruparse apretadamente y no cedían sus lugares mientras no perdían, ya que no se permitía a los mirones permanecer allí ocupando inútilmente un puesto de juego. Aunque había sillas dispuestas alrededor de la mesa, eran pocos los jugadores que se sentaban, sobre todo cuando había gran afluencia de público, porque de pie les era posible estar más apretados, ahorrar sitio y hacer las puestas con mayor comodidad. Las filas segunda y tercera se apretujaban contra la primera, observando y aguardando su turno; pero en su impaciencia alargaban a veces la mano por entre la primera fila para hacer sus puestas. Hasta los de la tercera fila se las arreglaban de ese modo para hacerlas; de aquí que no pasaran diez minutos o siquiera cinco sin que en algún extremo de la mesa surgiera alguna bronca sobre una puesta de equívoco origen. Pero la policía del Casino se mostraba bastante eficaz.
Resultaba, por supuesto, imposible evitar las apreturas; por el contrario, la afluencia de gente era, por lo ventajosa, motivo de satisfacción para los administradores; pero ocho crupieres sentados alrededor de la mesa no quitaban el ojo de las puestas, llevaban las cuentas, y cuando surgían disputas las resolvían. En casos extremos llamaban a la policía y el asunto se concluía al momento. Los agentes andaban también desparramados por la sala en traje de paisano, mezclados con los espectadores para no ser reconocidos.
Vigilaban en particular a los rateros y los caballeros de industria que abundan mucho en las cercanías de la ruleta por las excelentes oportunidades que se les ofrecen de ejercitar su oficio. Efectivamente, en cualquier otro sitio hay que desvalijar el bolsillo ajeno o forzar cerraduras, lo que si fracasa puede resultar muy molesto. Aquí, por el contrario, basta con acercarse a la mesa, ponerse a jugar, y de pronto, a la vista de todos y con desparpajo, echar mano de la ganancia ajena y metérsela en el bolsillo propio. Si surge una disputa el bribón jura y perjura a voz en cuello que la puesta es suya. Si la manipulación se hace con destreza y los testigos parecen dudar, el ratero logra muy a menudo apropiarse el dinero, por supuesto si la cantidad no es de mayor cuantía, porque de lo contrario es probable que haya sido notada por los crupieres o, incluso antes, por algún otro jugador. Pero si la cantidad no es grande el verdadero dueño a veces decide sencillamente no continuar la disputa y, temeroso de un escándalo, se marcha. Pero si se logra desenmascarar a un ladrón, se le saca de allí con escándalo.
Todo esto lo observaba la abuela desde lejos con apasionada curiosidad. Le agradó mucho que se llevaran a unos ladronzuelos. El trente et quarante no la sedujo mucho; lo que más la cautivó fue la ruleta y cómo rodaba la bolita. Expresó por fin el deseo de ver el juego más de cerca. No sé cómo, pero es el caso que los lacayos y otros individuos entremetidos (en su mayor parte polacos desafortunados que asediaban con sus servicios a los jugadores con suerte y a todos los extranjeros) pronto hallaron y despejaron un sitio para la abuela, no obstante la aglomeración, en el centro mismo de la mesa, junto al crupier principal, y allí trasladaron su silla. Una muchedumbre de visitantes que no jugaban, pero que estaban observando el juego a cierta distancia (en su mayoría ingleses y sus familias), se acercaron al punto a la mesa para mirar a la abuela desde detrás de los jugadores. Hacia ella apuntaron los impertinentes de numerosas personas. Los crupieres comenzaron a acariciar esperanzas: en efecto, una jugadora tan excéntrica parecía prometer algo inusitado. Una anciana setentona, baldada de las piernas y deseosa de jugar no era cosa de todos los días. Yo también me acerqué a la mesa y me coloqué junto a la abuela. Potapych y Marfa se quedaron a un lado, bastante apartados, ,entre la gente. El general, Polina, Des Grieux y mademoiselle Blanche también se situaron a un lado, entre los espectadores.
La abuela comenzó por observar a los jugadores. A media voz me hacía preguntas bruscas, inconexas: ¿quién es ése? Le agradaba en particular un joven que estaba a un extremo de la mesa jugando fuerte y que, según se murmuraba en torno, había ganado ya hasta cuarenta mil francos, amontonados ante él en oro y billetes de banco. Estaba pálido, le brillaban los ojos y le temblaban las manos. Apostaba ahora sin contar el dinero, cuanto podía coger con la mano, y a pesar de ello seguía ganando y amontonando dinero a más y mejor. Los lacayos se movían solícitos a su alrededor, le arrimaron un sillón, despejaron un espacio en torno suyo para que estuviera más a sus anchas y no sufriera apretujones -todo ello con la esperanza de recibir una amplia gratificación-. Algunos jugadores con suerte daban a los lacayos generosas propinas, sin contar el dinero, gozosos, también cuanto con la mano podían sacar del bolsillo. Junto al joven estaba ya instalado un polaco muy servicial, que cortésmente, pero sin parar, le decía algo por lo bajo, seguramente indicándole qué puestas hacer, asesorándole y guiando el juego también con la esperanza, por supuesto, de recibir más tarde una dádiva. Pero el jugador casi no le miraba, hacía sus puestas al buen tuntún y ganaba siempre. Estaba claro que no se daba cuenta de lo que hacía.
La abuela le observó algunos minutos.
-Dile -me indicó de pronto agitada, tocándome con el codo-, dile que pare de jugar, que recoja su dinero cuanto antes y que se vaya. Lo perderá, lo perderá todo en seguida! –me apremió casi sofocada de ansiedad-. ¿Dónde está Potapych? Mándale a Potapych. Y díselo, vamos, díselo -y me dio otra vez con el codo-; pero ¿dónde está Potapych? Sortez,
sortez -empezó ella misma a gritarle al joven-. Yo me incliné y le dije en voz baja pero firme que aquí no se gritaba así, que ni siquiera estaba permitido hablar alto porque ello estorbaba los cálculos, y que nos echarían de allí en seguida.
- ¡Qué lástima! Ese chico está perdido, es decir, que él mismo quiere... no puedo mirarle, me revuelve las entrañas. ¡Qué pazguato! -y acto seguido la abuela dirigió su atención a otro sitio.
Allí a la izquierda, al otro lado del centro de la mesa entre los jugadores, se veía a una dama joven y junto a ella a una especie de enano. No sé quién era este enano si pariente suyo o si lo llevaba consigo para llamar la atención. Ya había notado yo antes a esa señora: se presentaba ante la mesa de juego todos los días a la una de la tarde y se iba a las dos en punto, así, pues, cada día jugaba sólo una hora. Ya la conocían y le acercaron un sillón. Sacó del bolso un poco de oro y algunos billetes de mil francos y empezó a hacer posturas con calma, con sangre fría, con cálculo, apuntando con lápiz cifras en un papel y tratando de descubrir el sistema según el cual se agrupaban los «golpes».
Apostaba sumas considerables. Ganaba todos los días uno, dos o cuando más tres mil francos, y habiéndolos ganado se iba. La abuela estuvo observándola largo rato.
-¡Bueno, ésta no pierde! ¡Ya se ve que no pierde! ¿De qué pelaje es? ¿No lo sabes?
¿Quién es?
-Será una francesa de... bueno, de ésas -murmuré.
-¡Ah, se conoce al pájaro por su modo de volar! Se ve que tiene buenas garras.
Explícame ahora lo que significa cada giro y cómo hay que hacer la puesta.
Le expliqué a la abuela, dentro de lo posible, lo que significaban las numerosas combinaciones de posturas, rouge e noir, pair et impair, manque et passe, y, por último, los diferentes matices en el sistema de números. Ella escuchó con atención, fijó en la mente lo que le dije, hizo nuevas preguntas y se lo aprendió todo. Para cada sistema de posturas era posible mostrar al instante un ejemplo, de modo que podía aprender y recordar con facilidad y rapidez. La abuela quedó muy satisfecha.
-¿Y qué es eso del zéro? ¿Has oído hace un momento a ese crupier del pelo rizado, el principal, gritar zéro? ¿Y por qué recogió todo lo que había en la mesa? ¡Y qué montón ha cogido! ¿Qué significa eso?
-El zéro, abuela, significa que ha ganado la banca. Si la bola cae en zéro, todo cuanto hay en la mesa pertenece sin más a la banca. Es verdad que cabe apostar para no perder el dinero, pero la banca no paga nada.
-¡Pues anda! ¿Y a mí no me darían nada?
-No, abuela, si antes de ello hubiera apostado usted al zéro y saliera el zéro, le pagarían treinta y cinco veces la cantidad de la puesta.
-¡Cómo! ¿Treinta y cinco veces? ¿Y sale a menudo? ¿Cómo es que los muy tontos no apuestan al zéro?
-Tienen treinta y seis posibilidades en contra, abuela.
-¡Qué tontería! ¡Potapych, Potapych! Espera, que yo también llevo dinero encima; aquí está! -Sacó del bolso un portamonedas bien repleto y de él extrajo un federico de oro-.
¡Hala, pon eso en seguida al zéro!
-Abuela, el zéro acaba de salir -dije yo-, por lo tanto tardará mucho en volver a salir.
Perderá usted mucho dinero. Espere todavía un poco.
-¡Tontería! Ponlo.
-Está bien, pero quizás no salga hasta la noche; podría usted poner hasta mil y puede que no saliera. No sería la primera vez.
-¡Tontería, tontería! Quien teme al lobo no se mete en el bosque. ¿Qué? ¿Has perdido?
Pon otro.
Perdieron el segundo federico de oro; pusieron un tercero. La abuela apenas podía estarse quieta en su silla; con ojos ardientes seguía los saltos de la bolita por los orificios de la rueda que giraba. Perdieron también el tercero. La abuela estaba fuera de sí, no podía parar en la silla, y hasta golpeó la mesa con el puño cuando el banquero anunció «trente-six» en lugar del ansiado zéro.
-¡Ahí lo tienes! -exclamó enfadada-, ¿pero no va a salir pronto ese maldito cerillo?
¡Que me muera si no me quedo aquí hasta que salga! La culpa la tiene ese condenado crupier del pelo rizado. Con él no va a salir nunca. ¡Aleksei Ivanovich, pon dos federicos a la vez! Porque si pones tan poco como estás poniendo y sale el zéro, no ganas nada.
-¡Abuela!
-Pon ese dinero, ponlo. No es tuyo.
Aposté dos federicos de oro. La bola volteó largo tiempo por la rueda y empezó por fin a rebotar sobre los orificios. La abuela se quedó inmóvil, me apretó la mano y, de pronto, ¡pum!
-Zéro! -anunció el banquero.
~¿Ves, ves? -prorrumpió la abuela al momento, volviéndose hacia mí con cara resplandeciente de satisfacción-. ¡Ya te lo dije, ya te lo dije! Ha sido Dios mismo el que me ha inspirado para poner dos federicos de oro. Vamos a ver, ¿cuánto me darán ahora?
¿Pero por qué no me lo dan? Potapych, Marfa, ¿pero dónde están? ¿Adónde ha ido nuestra gente? ¡Potapych, Potapych!
-Más tarde, abuela -le dije al oído-. Potapych está a la puerta porque no le permiten entrar aquí. Mire, abuela, le entregan el dinero; cójalo. -Le alargaron un pesado paquete envuelto en papel azul con cincuenta federicos de oro y le dieron unos veinte sueltos. Yo, sirviéndome del rastrillo, los amontoné ante la abuela.
-Faites le jeu, messieurs! Faites lejeu, messieurs! Rien ne va plus? -anunció el banquero invitando a hacer posturas y preparándose para hacer girar la ruleta.
-¡Dios mío, nos hemos retrasado! ¡Van a darle a la rueda! ¡Haz la puesta, hazla! –me apremió la abuela-. ¡Hala, de prisa, no pierdas tiempo! -dijo fuera de sí, dándome fuertes codeos.
-¿A qué lo pongo, abuela?
-¡Al zéro, al zéro! ¡Otra vez al zéro! ¡Pon lo más posible! ¿Cuánto tenemos en total?
¿Setenta federicos de oro? No hay por qué guardarlos; pon veinte de una vez.
-¡Pero serénese, abuela! A veces no sale en doscientas veces seguidas. Le aseguro que todo el dinero se le irá en puestas.
-¡Tontería, tontería! ¡Haz la puesta! ¡Hay que ver cómo le das a la lengua! Sé lo que hago. -Su agitación llegaba hasta el frenesí.
-Abuela, según el reglamento no está permitido apostar al zéro más de doce federicos de oro a la vez. Eso es lo que he puesto.
~¿Cómo que no está permitido? ¿No me engañas? ¡Musié musié! -dijo tocando con el codo al crupier que estaba a su izquierda y que se disponía a hacer girar la ruleta-. Combien zéro? douze ? douze?
Yo aclaré la pregunta en francés.
-Oui, madame -corroboró cortésmente el crupier puesto que según el reglamento ninguna puesta sencilla puede pasar de cuatro mil florines -agregó para mayor aclaración.
-Bien, no hay nada que hacer. Pon doce.
-Le jeu estfait -gritó el crupier. Giró la ruleta y salió e treinta. Habíamos perdido.
-¡Otra vez, otra vez! ¡Pon otra vez! -gritó la abuela. Yo ya no la contradije y, encogiéndome de hombros, puse otros doce federicos de oro. La rueda giró largo tiempo.
La abuela temblaba, así como suena, siguiendo sus vueltas. «¿Pero de veras cree que ganará otra vez con el zéro? -pensaba yo mirándola perplejo. En su rostro brillaba la inquebrantable convicción de que ganaría, la positiva anticipación de que al instante gritarían: zéro!
-Zéro! -gritó el banquero.
-¡Ya ves! -exclamó la abuela con frenético júbilo, volviéndose a mí.
Yo también era jugador. Lo sentí en ese mismo instante. Me temblaban los brazos y las piernas, me martilleaba la cabeza. Se trataba, ni que decir tiene, de un caso infrecuente: en unas diez jugadas había salido el zéro tres veces; pero en ello tampoco había nada asombroso. Yo mismo había sido testigo dos días antes de que habían salido tres zéros seguidos, y uno de los jugadores, que asiduamente apuntaba las jugadas en un papel, observó en voz alta que el día antes el zéro había salido sólo una vez en veinticuatro horas.
A la abuela, como a cualquiera que ganaba una cantidad muy considerable, le liquidaron sus ganancias atenta y respetuosamente. Le tocaba cobrar cuatrocientos veinte federicos de oro, esto es, cuatro mil florines y veinte federicos de oro. Le entregaron los veinte federicos en oro y los cuatro mil florines en billetes de banco.
Esta vez, sin embargo, la abuela ya no llamaba a Potapych; no era eso lo que ocupaba su atención. Ni siquiera daba empujones ni temblaba visiblemente; temblaba por dentro, si así cabe decirlo. Toda ella estaba concentrada en algo, absorta en algo:
-¡Aleksei Ivanovich! ¿Ha dicho ese hombre que sólo pueden apostarse cuatro mil florines como máximo en una jugada? Bueno, entonces toma y pon estos cuatro mil al rojo -ordenó la abuela.
Era inútil tratar de disuadirla. Giró la rueda.
-Rouge! -anunció el banquero.
Ganó otra vez, lo que en una apuesta de cuatro mil florines venían a ser, por lo tanto, ocho mil.
-Dame cuatro -decretó la abuela- y pon de nuevo cuatro al rojo.
De nuevo aposté cuatro mil.
-Rouge! -volvió a proclamar el banquero.
-En total, doce mil. Dámelos. Mete el oro aquí en el bolso y guarda los billetes.
-Basta. A casa. Empujad la silla.