EL JUGADOR [Capítulo 12] Fedor Dostoiewski

La abuela estaba de humor impaciente e irritable; era evidente que la ruleta le había causado honda impresión. Estaba inatenta para todo lo demás, y en general, muy distraída; durante el camino, por ejemplo, no hizo una sola pregunta como las que había hecho antes. Viendo un magnífico carruaje que pasó junto a nosotros como una exhalación apenas levantó la mano y preguntó: «¿Qué es eso? ¿De quién?», pero sin atender por lo visto a mi respuesta. Su ensimismamiento se veía interrumpido de continuo por gestos y estremecimientos abruptos e impacientes. Cuando ya cerca del Casino le mostré desde lejos al barón y a la baronesa de Burmerhelm, los miró abstraída y dijo con completa indiferencia: «¡Ah!». Se volvió de pronto a Potapych y Marfa, que venían detrás, y les dijo secamente:
-Vamos a ver, ¿por qué me venís siguiendo? ¡No voy a traeros todas las veces! ¡Idos a casa! Contigo me basta -añadió dirigiéndose a mí cuando los otros se apresuraron a despedirse y volvieron sobre sus pasos.
En el Casino ya esperaban a la abuela. Al momento le hicieron sitio en el mismo lugar de antes, junto al crupier. Se me antoja que estos crupieres, siempre tan finos y tan empeñados en no parecer sino empleados ordinarios a quienes les da igual que la banca gane o pierda, no son en realidad indiferentes a que la banca pierda, y por supuesto reciben instrucciones para atraer jugadores y aumentar los beneficios oficiales; a este fin reciben sin duda premios y gratificaciones. Sea como fuere, miraban ya a la abuela como víctima. Acabó por suceder lo que veníamos temiendo.
He aquí cómo pasó la cosa.
La abuela se lanzó sin más sobre el zéro y me mandó apostar a él doce federicos de oro.
Se hicieron una, dos, tres posturas... y el zéro no salió. « ¡Haz la puesta, hazla! »-decía la abuela dándome codazos de impaciencia. Yo obedecí.
-¿Cuántas puestas has hecho? -preguntó, rechinando los dientes de ansiedad.
-Doce, abuela. He apostado ciento cuarenta y cuatro federicos de oro. Le digo a usted que quizá hasta la noche...
-¡Cállate! -me interrumpió-. Apuesta al zéro y pon al mismo tiempo mil gulden al rojo.
Aquí tienes el billete.
Salió el rojo, pero esta vez falló el zéro; le entregaron mil gulden.
-¿Ves, ves? -murmuró la abuela-. Nos han devuelto casi todo lo apostado. Apuesta de nuevo al zéro; apostaremos diez veces más a él y entonces lo dejamos.
Pero a la quinta vez la abuela acabó por cansarse.
-¡Manda ese zéro asqueroso a la porra! ¡Ahora pon esos cuatro mil gulden al rojo! -ordenó.
-¡Abuela, eso es mucho! ¿Y qué, si no sale el rojo? -le dije en tono de súplica; pero la abuela casi me molió a golpes. (En efecto, me daba tales codazos que parecía que se estaba peleando conmigo.) No había nada que hacer. Aposté al rojo los cuatro mil gulden que ganamos esa mañana. Giró la rueda. La abuela, tranquila y orgullosa, se enderezó en su silla sin dudar de que ganaría irremisiblemente.
-Zéro -anunció el crupier.
Al principio la abuela no comprendió; pero cuando vio que el crupier recogía sus cuatro mil gulden junto con todo lo demás que había en la mesa, y se dio cuenta de que el zéro, que no había salido en tanto tiempo y al que habíamos apostado en vano casi doscientos federicos de oro, había salido como de propósito tan pronto como ella lo había insultado y abandonado,, dio un suspiro y extendió los brazos con gesto que abarcaba toda la sala.
En torno suyo rompieron a reír.
-¡Por vida de...! ¡Conque ha asomado ese maldito! -aulló la abuela-. ¡Pero se habrá visto qué condenado! ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú! -y se echó sobre mí con saña, empujándome-. ¡Tú me lo quitaste de la cabeza!
-Abuela, yo le dije lo que dicta el sentido común. ¿Acaso puedo yo responder de las probabilidades?
-¡Ya te daré yo probabilidades! -murmuró en tono amenazador-. ¡Vete de aquí!
-Adiós, abuela -y me volví para marcharme.
-¡Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich, quédate! ¿Adónde vas? ¿Pero qué tienes?
¿Enfadado, eh? ¡Tonto! ¡Quédate, quédate, no te sulfures! La tonta soy yo. Pero dime, ¿qué hacemos ahora?
-Abuela, no me atrevo a aconsejarla porque me echará usted la culpa. Juegue sola.
Usted decide qué puesta hay que hacer y yo la hago.
- ¡Bueno, bueno! Pon otros cuatro mil gulden al rojo. Aquí tienes el monedero.
Tómalos. -Sacó del bolso el monedero y me lo dio-. ¡Hala, tómalos! Ahí hay veinte mil rublos en dinero contante.
-Abuela -dije en voz baja-, una suma tan enorme...
-Que me muera si no gano todo lo perdido... ¡Apuesta! -Apostamos y perdimos.
-¡Apuesta, apuesta los ocho mil!
-¡No se puede, abuela, el máximo son cuatro mil!...
-¡Pues pon cuatro!
Esta vez ganamos. La abuela se animó. «¿Ves, ves? -dijo dándome con el codo-. ¡Pon cuatro otra vez!»
Apostamos y perdimos; luego perdimos dos veces más.
-Abuela, hemos perdido los doce mil -le indiqué.
-Ya veo que los hemos perdido -dijo ella con tono de furia tranquila, si así cabe decirlo-; lo veo, amigo, lo veo -murmuró mirando ante sí, inmóvil y como cavilando algo-. ¡Ay, que me muero si no ... ! ¡Pon otros cuatro mil gulden!
-No queda dinero, abuela. En la cartera hay unos certificados rusos del cinco por ciento y algunas libranzas, pero no hay dinero.
-¿Y en el bolso?
-Calderilla, abuela.
-¿Hay aquí agencias de cambio? Me dijeron que podría cambiar todo nuestro papel - preguntó la abuela sin pararse en barras.
- ¡Oh, todo el que usted quiera! Pero de lo que perdería usted en el cambio se asustaría un judío.
-¡Tontería! Voy a ganar todo lo perdido. Llévame. ¡Llama a esos gandules!
Aparté la silla, aparecieron los cargadores y salimos del Casino. «¡De prisa, de prisa, de prisa!» -ordenó la abuela-. Enseña el camino, Aleksei Ivanovich, y llévame por el más corto... ¿Queda lejos?
-Está a dos pasos, abuela.
Pero en la glorieta, a la entrada de la avenida, salió a nuestro encuentro toda nuestra pandilla: el general, Des Grieux y mlle. Blanche con su madre. Polina Aleksandrovna no estaba con ellos, ni tampoco mister Astley.
-¡Bueno, bueno, bueno! ¡No hay que detenerse! -gritó la abuela-. Pero ¿qué queréis?
¡No tengo tiempo que perder con vosotros ahora!
Yo iba detrás. Des Grieux se me acercó.
-Ha perdido todo lo que había ganado antes, y encima doce mil gulden de su propio dinero. Ahora vamos a cambiar unos certificados del cinco por ciento -le dije rápidamente por lo bajo.
Des Grieux dio una patada en el suelo y corrió a informar al general. Nosotros continuamos nuestro camino con la abuela.
-¡Deténgala, deténgala! -me susurró el general con frenesí.
-¡A ver quién es el guapo que la detiene! -le contesté también con un susurro.
-¡Tía! -dijo el general acercándose-, tía... casualmente ahora mismo... ahora mismo... –le temblaba la voz y se le quebraba- íbamos a alquilar caballos para ir de excursión al campo... Una vista espléndida... una cúspide... veníamos a invitarla a usted.
-¡Quítate allá con tu cúspide! -le dijo con enojo la abuela, indicándole con un gesto que se apartara.
-Allí hay árboles... tomaremos el té... -prosiguió el general, presa de la mayor
desesperación.
-Nous boirons du lait, sur l'herbe fraîche -agregó Des Grieux con vivacidad brutal.
Du laít, de I'herbe fraiche -esto es lo que un burgués de París considera como lo más idílico; en esto consiste, como es sabido, su visión de «la nature et la vérité».
-¡Y tú también, quítate allá con tu leche! ¡Bébetela tú mismo, que a mí me da dolor de vientre. ¿Y por qué me importunáis? -gritó la abuela-. He dicho que no tengo tiempo que perder.
-¡Hemos llegado, abuela! -dije-. Es aquí.
Llegamos a la casa donde estaba la agencia de cambio. Entré a cambiar y la abuela se quedó a la puerta. Des Grieux, el general y mademoiselle Blanche se mantuvieron apartados sin saber qué hacer. La abuela les miró con ira y ellos tomaron el camino del Casino.
Me propusieron una tarifa de cambio tan atroz que no me decidí a aceptarla y salí a pedir instrucciones a la abuela.
-¡Qué ladrones! -exclamó levantando los brazos-. ¡En fin, no hay nada que hacer!
¡Cambia! -gritó con resolución-. Espera, dile al cambista que venga aquí.
-¿Uno cualquiera de los empleados, abuela?
-Cualquiera, dalo mismo. ¡Qué ladrones!
El empleado consintió en salir cuando supo que quien lo llamaba era una condesa anciana e impedida que no podía andar. La abuela, muy enojada, le reprochó largo rato y en voz alta por lo que consideraba una estafa y estuvo regateando con él en una mezcla de ruso, francés y alemán, a cuya traducción ayudaba yo. El empleado nos miraba gravemente, sacudiendo en silencio la cabeza. A la abuela la observaba con una curiosidad tan intensa que rayaba en descortesía. Por último, empezó a sonreírse.
-¡Bueno, andando! -exclamó la abuela-. ¡Ojalá se le atragante mi dinero! Que te lo cambie Aleksei Ivanovich; no hay tiempo que perder, y además habría que ir a otro sitio...
-El empleado dice que otros darán menos.
No recuerdo con exactitud la tarifa que fijaron, pero era horrible. Me dieron un total de doce mil florines en oro y billetes. Tomé el paquete y se lo llevé a la abuela.
-Bueno, bueno, no hay tiempo para contarlo -gesticuló con los brazos-, ¡de prisa, de prisa, de prisa! Nunca más volveré a apostar a ese condenado zéro; ni al rojo tampoco
-dijo cuando llegábamos al Casino.
Esta vez hice todo lo posible para que apostara cantidades más pequeñas, para persuadirla de que cuando cambiara la suerte habría tiempo de apostar una cantidad considerable. Pero estaba tan impaciente que, si bien accedió al principio, fue del todo imposible refrenarla a la hora de jugar. No bien empezó a ganar posturas de diez o veinte federicos de oro, se puso a darme con el codo:
-¡Bueno, ya ves, ya ves! Hemos ganado. Si en lugar de diez hubiéramos apostado cuatro mil, habríamos ganado cuatro mil. ¿Y ahora qué? ¡Tú tienes la culpa, tú solo!
Y aunque irritado por su manera de jugar, decidí por fin callarme y no darle más consejos.
De pronto se acercó Des Grieux. Los tres estaban allí al lado. Yo había notado que mademoiselle Blanche se hallaba un poco aparte con su madre y que coqueteaba con el príncipe. El general estaba claramente en desgracia, casi postergado. Blanche ni siquiera le miraba, aunque él revoloteaba en torno a ella a más y mejor. ¡Pobre general!
Empalidecía, enrojecía, temblaba y hasta apartaba los ojos del juego de la abuela.
Blanche y el principito se fueron por fin y el general salió corriendo tras ellos.
-Madame, madame -murmuró Des Grieux con voz melosa, casi pegándose al oído de la abuela-. Madame, esa apuesta no resultará... no, no, no es posible... -dijo chapurreando el ruso-, ¡no!
-Bueno, ¿cómo entonces? ¡Vamos, enséñeme! -contestó la abuela, volviéndose a él. De pronto Des Grieux se puso a parlotear rápidamente en francés, a dar consejos, a agitarse; dijo que era preciso anticipar las probabilidades, empezó a citar cifras... la abuela no entendía nada. Él se volvía continuamente a mí para que tradujera; apuntaba a la mesa y señalaba algo con el dedo; por último, cogió un lápiz y se dispuso a apuntar unos números en un papel. La abuela acabó por perder la paciencia.
-¡Vamos, fuera, fuera! ¡No dices más que tonterías! «Madame, madame» y ni él mismo entiende jota de esto. ¡Fuera!
-Mais, madame -murmuró Des Grieux, empezando de nuevo a empujar y apuntar con el dedo.
-Bien, haz una puesta como dice -me ordenó la abuela-. Vamos a ver: quizá salga en efecto.
Des Grieux quería disuadirla de hacer posturas grandes. Sugería que se apostase a dos números, uno a uno o en grupos. Siguiendo sus indicaciones puse un federico de oro en cada uno de los doce primeros números impares, cinco federicos de oro en los números del doce al dieciocho y cuatro del dieciocho al veinticuatro. En total aposté dieciséis federicos de oro.
Giró la rueda. «Zéro» -gritó el banquero. Lo perdimos todo.
-¡Valiente majadero! -exclamó la abuela dirigiéndose a Des Grieux-. ¡Vaya franchute asqueroso! ¡Y el monstruo se las da de consejero! ¡Fuera, fuera! ¡No entiende jota y se mete donde no le llaman!
Des Grieux, terriblemente ofendido, se encogió de hombros, miró despreciativamente a la abuela y se fue. A él mismo le daba vergüenza de haberse entrometido, pero no había podido contenerse.
Al cabo de una hora, a pesar de nuestros esfuerzos, lo perdimos todo.
~¡A casa! -gritó la abuela.
No dijo palabra hasta llegar a la avenida. En ella, y cuando ya llegábamos al hotel, prorrumpió en exclamaciones:
-¡Qué imbécil! ¡Qué mentecata! ¡Eres una vieja, una vieja idiota!
No bien llegamos a sus habitaciones gritó: « ¡Que me traigan té, y a prepararse en seguida, que nos vamos!».
-¿Adónde piensa ir la señora? -se aventuró a preguntar Marfa.
-¿Y a ti qué te importa? Cada mochuelo a su olivo. Potapych, prepáralo todo, todo el equipaje. ¡Nos volvemos a Moscú! He despilfarrado quince mil rublos.
-¡Quince mil, señora! ¡Dios mío! -exclamó Potapych, levantando los brazos con gesto conmovedor, tratando probablemente de ayudar en algo.
-¡Bueno, bueno, tonto! ¡Ya ha empezado a lloriquear! ¡Silencio! ¡Prepara las cosas! ¡La cuenta, pronto, hala!
-El próximo tren sale a las nueve y media, abuela -indiqué yo para poner fin a su arrebato.
-¿Y qué hora es ahora?
-Las siete y media.
-¡Qué fastidio! En fin, es igual. Aleksei Ivanovich, no me queda un kopek. Aquí tienes estos dos billetes. Ve corriendo al mismo sitio y cámbialos también. De lo contrario no habrá con qué pagar el viaje.
Salí a cambiarlos. Cuando volví al hotel media hora después encontré a toda la pandilla en la habitación de la abuela. La noticia de que ésta salía inmediatamente para Moscú pareció inquietarles aún más que la de las pérdidas de juego que había sufrido.
Pongamos, sí, que su fortuna se salvaba con ese regreso, pero ¿qué iba a ser ahora del general? ¿Quién iba a pagar a Des Grieux? Por supuesto, mademoiselle Blanche no esperaría hasta que muriera la abuela y escurriría el bulto con el príncipe o con otro cualquiera. Se hallaban todos ante la anciana, consolándola y tratando de persuadirla.
Tampoco esta vez estaba Polina presente. La abuela les increpaba con furia.
-¡Dejadme en paz, demonios! ¿A vosotros qué os importa? ¿Qué quiere conmigo ese barba de chivo? -gritó a Des Grieux-. ¿Y tú, pájara, qué necesitas? -dijo dirigiéndose a mademoiselle Blanche-. ¿A qué viene ese mariposeo?
-¡Diantre! -murmuré mademoiselle Blanche con los ojos brillantes de rabia; pero de pronto lanzó una carcajada y se marchó.
-Elle vivra cent ans! -le gritó al general desde la puerta.
-¡Ah!, ¿conque contabas con mi muerte? -aulló la abuela al general-. ¡Fuera de aquí!
¡Échalos a todos, Aleksei Ivanovich! ¿A ellos qué les importa? ¡Me he jugado lo mío, no lo vuestro!
El general se encogió de hombros, se inclinó y salió. Des Grieux se fue tras él.
-Llama a Praskovya -ordenó la abuela a Marfa.
Cinco minutos después Marfa volvió con Polina. Durante todo este tiempo Polina había permanecido en su cuarto con los niños y, al parecer, había resuelto no salir de él en todo el día. Su rostro estaba grave, triste y preocupado.
-Praskovya -comenzó diciendo la abuela-, ¿es cierto lo que he oído indirectamente, que ese imbécil de padrastro tuyo quiere casarse con esa gabacha frívola? ¿Es actriz, no? ¿O algo peor todavía? Dime, ¿es verdad?
-No sé nada de ello con certeza, abuela -respondió Colina-, pero, a juzgar por lo que dice la propia mademoiselle Blanche, que no estima necesario ocultar nada, saco la impresión...
-¡Basta! -interrumpió la abuela con energía-. Lo comprendo todo. Siempre he pensado que le sucedería algo así, y siempre le he tenido por hombre superficial y liviano. Está muy pagado de su generalato (al que le ascendieron de coronel cuando pasó al retiro) y no hace más que pavonearse. Yo, querida, lo sé todo; cómo enviasteis un telegrama tras otro a Moscú preguntando «si la vieja estiraría pronto la pata». Esperaban la herencia; porque a él, sin dinero, esa mujerzuela, ¿cómo se llama, de Cominges? no le aceptaría ni como lacayo, mayormente cuando tiene dientes postizos. Dicen que ella tiene un montón de dinero que da a usura y que ha amasado una fortuna. A ti, Praskovya, no te culpo; no fuiste tú la que mandó los telegramas; y de lo pasado tampoco quiero acordarme. Sé que tienes un humorcillo ruin, ¡una avispa! que picas hasta levantar verdugones, pero te tengo lástima porque quería a tu madre Katerina, que en paz descanse. Bueno, ¿te animas? Deja todo esto de aquí y vente conmigo. En realidad no tienes donde meterte; y ahora es indecoroso que estés con ellos. ¡Espera -interrumpió la abuela cuando Polina iba a contestar-, que no he acabado todavía! No te exigiré nada. Tengo casa en Moscú, como sabes, un palacio donde puedes ocupar un piso entero y no venir a verme durante semanas y semanas si no te gusta mi genio. ¿Qué, quieres o no?
-Permita que le pregunte primero si de veras quiere usted irse en seguida.
-¿Es que estoy bromeando, niña? He dicho que me voy y me voy. Hoy he despilfarrado quince mil rublos en vuestra condenada ruleta. Hace cinco años hice la promesa de reedificar en piedra, en las afueras de Moscú, una iglesia de madera, y en lugar de eso me he jugado el dinero aquí. Ahora nina, me voy a construir esa iglesia.
-¿Y las aguas, abuela? Porque, al fin y al cabo, vino usted a beberlas.
-¡Quítate allá con tus aguas! No me irrites, Praskovya. Lo haces adrede, ¿no es verdad?
Dime, ¿te vienes o no?
-Le agradezco mucho, pero mucho, abuela -dijo Polina emocionada-, el refugio que me ofrece. En parte ha adivinado mi situación. Le estoy tan agradecida que, créame, iré a reunirme con usted y quizá pronto; pero ahora de momento hay motivos... importantes... y no puedo decidirme en este instante mismo. Si se quedara usted un par de semanas más...
-Lo que significa que no quieres,
-Lo que significa que no puedo. En todo caso, además, no puedo dejar a mi hermano y mi hermana, y como... como... como efectivamente puede ocurrir que queden abandonados, pues... ; si nos recoge usted a los pequeños y a mí, abuela, entonces sí, por supuesto, iré a reunirme con usted, ¡y créame que haré merecimientos para ello! –añadió con ardor-; pero sin los niños no puedo.
-Bueno, no gimotees (Polina no pensaba en gimotear y no lloraba nunca); ya encontraremos también sitio para esos polluelos: un gallinero grande. Además, ya es hora de que estén en la escuela. ¿De modo que no te vienes ahora? Bueno, mira, Praskovya, te deseo buena suerte, pues sé por qué no te vienes. Lo sé todo, Praskovya. Ese franchute no procurará tu bien.
Polina enrojeció. Yo por mi parte me sobresalté. (¡Todos lo saben! ¡Yo soy, pues, el único que no sabe nada!).
-Vaya, vaya, no frunzas el entrecejo. No voy a cotillear. Ahora bien, ten cuidado de que no ocurra nada malo, ¿entiendes? Eres una chica lista; me daría lástima de ti. Bueno, basta. Más hubiera valido no haberos visto a ninguno de vosotros. ¡Anda, vete! ¡Adiós!
-Abuela, la acompañaré a usted -dijo Polina.
-No es preciso, déjame en paz; todos vosotros me fastidiáis.
Polina besó la mano a la abuela, pero ésta retiró la mano y besó a Polina en la mejilla.
Al pasar junto a mí,- Polina me lanzó una rápida ojeada y en seguida apartó los ojos.
-Bueno, adiós a ti también, Aleksei Ivanovich. Sólo falta una hora para la salida del tren. Pienso que te habrás cansado de mi compañía. Vamos, toma estos cincuenta federicos de oro.
-Muy agradecido, abuela, pero me da vergüenza...
-¡Vamos, vamos! -gritó la abuela, pero en tono tan enérgico y amenazador que no me atreví a objetar y tomé el dinero.
-En Moscú, cuando andes sin colocación, ven a verme. Te recomendaré a alguien.
¡Ahora, fuera de aquí!
Fui a mi habitación y me eché en la cama. Creo que pasé media hora boca arriba, con las manos cruzadas bajo la cabeza. Se había producido ya la catástrofe y había en qué pensar. Decidí hablar en serio con Polina al día siguiente. ¡Ah, el franchute! ¡Así, pues, era verdad! ¿Pero qué podía haber en ello? ¿Polina y Des Grieux? ¡Dios, qué pareja!
Todo ello era sencillamente increíble. De pronto di un salto y salí como loco en busca de míster Astley para hacerle hablar fuera como fuera. Por supuesto que de todo ello sabía más que yo. ¿Míster Astley? ¡He ahí otro misterio para mí!
Pero de repente alguien llamó a mi puerta. Miré y era Potapych.
-Aleksei Ivanovich, la señora pide que vaya usted a verla.
-¿Qué pasa? ¿Se va, no? Faltan todavía veinte minutos para la salida del tren.
-Está intranquila; no puede estarse quieta. «¡De prisa, de prisa! », es decir, que viniera a buscarle a usted. Por Dios santo, no se retrase.
Bajé corriendo al momento. Sacaban ya a la abuela al pasillo. Tenía el bolso en la mano.
-Aleksei Ivanovich, ve tú delante, ¡andando!
-¿Adónde, abuela?
-¡Que me muera si no gano lo perdido! ¡Vamos, en marcha, y nada de preguntas! ¿Allí se juega hasta medianoche?
Me quedé estupefacto, pensé un momento, y en seguida tomé una decisión.
-Haga lo que le plazca, Antonida Vasilyevna, pero yo no voy.
-¿Y eso por qué? ¿Qué hay de nuevo ahora? ¿Qué mosca os ha picado?
-Haga lo que guste, pero después yo mismo me reprocharía, y no quiero hacerlo. No quiero ser ni testigo ni participante. ¡No me eche usted esa carga encima, Antonida Vasilyevna! Aquí tiene sus cincuenta federicos de oro. ¡Adiós! –y poniendo el paquete con el dinero en la mesita junto a la silla de la abuela, saludé y me fui.
-¡Valiente tontería! -exclamó la abuela tras mí-; pues no vayas, que quizá yo misma encuentre el camino. ¡Potapych, ven conmigo! ¡A ver, levantadme y andando!
No hallé a míster Astley y volví a casa. Más tarde, a la una de la madrugada, supe por Potapych cómo acabó el día de la abuela. Perdió todo lo que poco antes yo le había cambiado, es decir, diez mil rublos más en moneda rusa. En el casino se pegó a sus faldas el mismo polaquillo a quien antes había dado dos federicos de oro, y quien estuvo continuamente dirigiendo su juego. Al principio, hasta que se presentó el polaco, mandó hacer las posturas a Potapych, pero pronto lo despidió; y fue entonces cuando asomó el polaco. Para mayor desdicha, éste entendía el ruso e incluso chapurreaba una mezcla de tres idiomas, de modo que hasta cierto punto se entendían. La abuela no paraba de insultarle sin piedad, aunque él decía de continuo que «se ponía a los pies de la señora».
-Pero ¿cómo compararle con usted, Aleksei Ivanovich? -decía Potapych-. A usted la señora le trataba exactamente como a un caballero, mientras que ése -mire, lo vi con mis propios ojos, que me quede en el sitio si miento- estuvo robándole lo que estaba allí mismo en la mesa; ella misma le cogió con las manos en la masa dos veces. Le puso como un trapo, con todas las palabras habidas y por haber, y hasta le tiró del pelo una vez, así como lo oye usted, que no miento, y todo el mundo alrededor se echó a reír. Lo perdió todo, señor, todo lo que tenía, todo lo que usted había cambiado. Trajimos aquí a la señora, pidió de beber sólo un poco de agua, se santiguó, y a su camita. Estaba rendida, claro, y se durmió en un tris. ¡Que Dios le haya mandado sueños de ángel! ¡Ay, estas tierras de extranjis! -concluyó Potapych-. ¡Ya decía yo que traerían mala suerte! ¡Cómo me gustaría estar en nuestro Moscú cuanto antes! ¡Y como si no tuviéramos una casa en Moscú! Jardín, flores de las que aquí no hay, aromas, las manzanas madurándose, mucho sitio... ¡Pues nada: que teníamos que ir al extranjero! ¡Ay, ay, ay!