Estaba más absorta que de ordinario, pero no bien nos levantamos de la mesa me mandó que fuera con ella de paseo. Recogimos a los niños y nos dirigimos a la fuente del parque.
Como me encontraba sobremanera agitado, pregunté estúpida y groseramente por qué el marqués Des Grieux, nuestro francés, no sólo no la acompañaba ahora cuando iba a algún sitio, sino que ni hablaba con ella durante días enteros.
-Porque es un canalla -fue la extraña contestación. Hasta ahora, nunca la había oído hablar en esos términos de Des Grieux. Guardé silencio, por temor a comprender su irritación.
-¿Ha notado que hoy no se llevaba bien con el general?
-¿Quiere usted saber de qué se trata? -respondió con tono seco y enojado-. Usted sabe que el general lo tiene todo hipotecado con el francés; toda su hacienda es de él, y si la abuela no muere, el francés entrará en posesión de todo lo hipotecado.
-¡Ah! ¿Conque es verdad que todo está hipotecado? Lo había oído decir, pero no lo sabía de cierto.
-Pues sí.
-Si es así, adiós a mademoiselle Blanche -dije yo-. En tal caso no será generala. ¿Sabe?
Me parece que el general está tan enamorado que puede pegarse un tiro si mademoiselle
Blanche le da esquinazo. Enamorarse así a sus años es peligroso.
-A mí también me parece que algo le ocurrirá -apuntó pensativa Polina Aleksandrovna.
-¡Y qué estupendo sería! -exclamé-. No hay manera más burda de demostrar que iba a casarse con él sólo por dinero. Aquí ni siquiera se han observado las buenas maneras; todo ha ocurrido sin ceremonia alguna. ¡Cosa más rara! Y en cuanto a la abuela, ¿hay algo más grotesco e indecente que mandar telegrama tras telegrama preguntando: ¿ha muerto? ¿ha muerto?¿Qué le parece, Polina Aleksandrovna?
-Todo eso es una tontería -respondió con repugnancia, interrumpiéndome-. Pero me asombra que esté usted de tan buen humor. ¿Por qué está contento? ¿No será por haber perdido mi dinero?
-¿Por qué me lo dio para que lo perdiera? Ya le dije que no puedo jugar por cuenta de otros y mucho menos por la de usted. Obedezco en todo aquello que usted me mande; pero el resultado no depende de mí. Ya le advertí que no resultaría nada positivo.
Dígame, ¿le duele haber perdido tanto dinero? ¿Para qué necesita tanto?
-¿A qué vienen estas preguntas?
-¡Pero si usted misma prometió explicarme... ! Mire, estoy plenamente seguro de que ganaré en cuanto empiece a jugar por mi cuenta (y tengo doce federicos de oro). Entonces pídame cuanto necesite.
Hizo un gesto de desdén.
-No se enfade conmigo -proseguí- por esa propuesta. Estoy tan convencido de que no soy nada para usted, es decir, de que no soy nada a sus ojos, que puede usted incluso tomar dinero de mí. No tiene usted por qué ofenderse de un regalo mío. Además, he perdido su dinero.
Me lanzó una rápida ojeada y, notando que yo hablaba en tono irritado y sarcástico, interrumpió de nuevo la conversación.
-No hay nada que pueda interesarle en mis circunstancias. Si quiere saberlo, es que tengo deudas. He pedido prestado y quisiera devolverlo. He tenido la idea extraña y temeraria de que aquí ganaría irremisiblemente al juego. No sé por qué he tenido esta idea, pero he creído en ella porque no me quedaba otra alternativa.
-O porque era absolutamente necesario ganar. Por lo mismo que el que se ahoga se agarra a una paja. Confiese que si no se ahogara, no creería que una paja es una rama de árbol.
Polina se mostró sorprendida.
-¡Cómo! -exclamó-. ¡Pero si usted también pone sus esperanzas en lo mismo! Hace quince días me dijo usted con muchos pormenores que estaba completamente convencido de que ganaría aquí a la ruleta, y trató de persuadirme de que no le tuviera por loco.
¿Hablaba usted en broma entonces? Recuerdo que hablaba usted con tal seriedad que era imposible creer que era guasa.
-Es cierto -repliqué pensativo-. Todavía tengo la certeza absoluta de que ganaré.
Confieso que me lleva usted ahora a hacerme una pregunta: ¿por qué la pérdida estúpida y vergonzosa de hoy no ha dejado en mí duda alguna? Sigo creyendo a pies juntillas que tan pronto como empiece a jugar por mi cuenta ganaré sin falta.
-¿Por qué está tan absolutamente convencido?
-Si puede creerlo, no lo sé. Sólo sé que me es preciso ganar, que ésta es también mi única salida. He aquí quizá por qué tengo que ganar irremisiblemente, o así me lo parece.
-Es decir, que también es necesario para usted, si está tan fanáticamente seguro.
-Apuesto a que duda de que soy capaz de sentir una necesidad seria.
-Me es igual -contestó Polina en voz baja e indiferente-. Bueno, si quiere, sí. Dudo que nada serio le traiga a usted de cabeza. Usted puede atribularse, pero no en serio. Es usted un hombre desordenado, inestable. ¿Para qué quiere el dinero? Entre las razones que adujo usted entonces, no encontré ninguna seria.
-A propósito -interrumpí-, decía usted que necesitaba pagar una deuda. ¡Bonita deuda será! ¿No es con el francés?
-¿Qué preguntas son éstas? Hoy está usted más impertinente que de costumbre. ¿No está borracho?
-Ya sabe que me permito hablar de todo y que pregunto a veces con la mayor franqueza. Repito que soy su esclavo y que no importa lo que dice un esclavo. Además, un esclavo no puede ofender.
-¡Tonterías! No puedo aguantar esa teoría suya sobre la «esclavitud».
-Fíjese en que no hablo de mi esclavitud porque me guste ser su esclavo. Hablo de ella como de un simple hecho que no depende de mí.
-Diga sin rodeos, ¿por qué necesita dinero?
-Y usted, ¿por qué quiere saberlo?
-Como guste -respondió con un movimiento orgulloso de la cabeza.
-No puede usted aguantar la teoría de la esclavitud, pero exige esclavitud: «¡Responder y no razonar!». Bueno, sea. ¿Por qué necesito dinero, pregunta usted? ¿Cómo que por qué? El dinero es todo.
-Comprendo, pero no hasta el punto de caer en tal locura por el deseo de tenerlo.
Porque usted llega hasta el frenesí, hasta el fatalismo. En ello hay algo, algún motivo especial. Dígalo sin ambages. Lo quiero.
Empezaba por lo visto a enfadarse y a mí me agradaba mucho que me preguntara con acaloramiento.
-Claro que hay un motivo -dije-, pero temo no saber cómo explicarlo. Sólo que con el dinero seré para usted otro hombre, y no un esclavo.
-¿Cómo? ¿Cómo conseguirá usted eso?
-¿Que cómo lo conseguiré? ¿Conque usted no concibe siquiera que yo pueda conseguir que no me mire como a un esclavo? Pues bien, eso es lo que no quiero, esa sorpresa, esa perplejidad.
-Usted decía que consideraba esa esclavitud como un placer. As! lo pensaba yo también.
-Así lo pensaba usted -exclamé con extraño deleite-. ¡Ah, qué deliciosa es esa ingenuidad suya! ¡Conque sí, sí, usted mira mi esclavitud como un placer. Hay placer, sí, cuando se llega al colmo de la humildad y la insignificancia -continué en mi delirio-.
¿Quién sabe? Quizá lo haya también en el knut cuando se hunde en la espalda y arranca tiras de carne... Pero quizá quiero probar otra clase de placer. Hoy, a la mesa, en presencia de usted, el general me predicó un sermón a cuenta de los setecientos rublos anuales que ahora puede que no me pague. El marqués Des Grieux me mira alzando las cejas, y ni me ve siquiera. Y yo, por mi parte, quizá tenga un deseo vehemente de tirar de la nariz al marqués Des Grieux en presencia de usted.
-Palabras propias de un mocosuelo. En toda situación es posible comportarse con dignidad. Si hay lucha, que sea noble y no humillante.
-Eso viene derechito de un manual de caligrafía. Usted supone sin más que no sé portarme con dignidad. Es decir, que podré ser un hombre digno, pero que no sé portarme con dignidad. Comprendo que quizá sea verdad. Sí, todos los rusos son así y le diré por qué: porque los rusos están demasiado bien dotados, son demasiado versátiles, para encontrar de momento una forma de la buena crianza. Es cuestión de forma. La mayoría de nosotros, los rusos, estamos tan bien dotados que necesitamos genio para lograr una forma de la buena crianza. Ahora bien, lo que más a menudo falta es el genio, porque en general se da raramente. Sólo entre los franceses y quizá entre algunos otros europeos, está tan bien definida la buena crianza que una persona puede tener un aspecto dignísimo y ser totalmente indigna. De ahí que la forma signifique tanto para ellos. El francés aguanta un insulto, un insulto auténtico y directo, sin pestañear, pero no tolerará un papirotazo en la nariz, porque ello es una violación de la forma recibida y consagrada de la buena crianza. De ahí la afición de nuestras mocitas rusas a los franceses, porque los modales de éstos son impecables. A mi modo de ver, sin embargo, no tienen buena crianza, sino sólo «gallo», le coq gaulois. Pero claro, yo no comprendo eso porque no soy mujer. Quizá los gallos tienen también buenos modales. Está visto que estoy desbarrando y que no me para usted los pies. Interrúmpame más a menudo. Cuando hablo con usted quiero decirlo todo, todo, todo. Pierdo todo sentido de lo que son los buenos modales; hasta convengo en que no sólo no tengo buenos modales, sino ni dignidad siquiera. Se lo explicaré. No me preocupo en lo más mínimo de las cualidades morales. Ahora en mí todo está como detenido. Usted misma sabe por qué. No tengo en la cabeza un solo pensamiento humano. Hace ya mucho que no sé lo que sucede en el mundo, ni en Rusia ni aquí., He pasado por Dresde y ni recuerdo cómo es Dresde. Usted misma sabe lo que me ha sorbido el seso. Como no abrigo ninguna esperanza y soy un cero a los ojos de usted, hablo sin rodeos. Dondequiera que estoy sólo veo a usted, y lo demás me importa un comino. No sé por qué ni cómo la quiero. ¿Sabe? Quizá no tiene usted nada de guapa.
Figúrese que ni tengo idea de si es usted hermosa de cara. Su corazón, huelga decirlo, no tiene nada de hermoso y acaso sea usted innoble de espíritu.
-¿Es por eso por lo que quiere usted comprarme con dinero? -preguntó-. ¿Porque no cree en mi nobleza de espíritu?
-¿Cuándo he pensado en comprarla con dinero? -grité.
-Se le ha ido la lengua y ha perdido el hilo. Si no comprarme a mí misma, sí piensa comprar mi respeto con dinero.
-¡Que no, de ningún modo! Ya le he dicho que me cuesta trabajo explicarme. Usted me abruma. No se enfade con mi cháchara. Usted comprende por qué no Vale la pena enojarse conmigo: estoy sencillamente loco. Pero, por otra parte, me da lo mismo que se enfade usted. Allá arriba, en mi cuchitril, me basta sólo recordar e imaginar el rumor del vestido de usted y ya estoy para morderme las manos. ¿Y por qué se enfada conmigo?
¿Porque me llamo su esclavo? ¡Aprovéchese, aprovéchese de mi esclavitud, aprovéchese de ella! ¿Sabe que la mataré algún día? Y no la mataré por haber dejado de quererla, ni por celos; la mataré sencillamente porque siento ganas de comérmela. Usted se ríe...
-No me río, no, señor -dijo indignada-. Le mando que se calle.
Se detuvo, con el aliento entrecortado por la ira. ¡Por Dios vivo que no sé si era hermosa! Lo que si sé es que me gustaba mirarla cuando se encaraba conmigo así, por lo que a menudo me agradaba provocar su enojo. Quizá ella misma lo notaba y se enfadaba de propósito. Se lo dije.
- ¡Qué porquería! -exclamó con repugnancia.
-Me es igual -proseguí-. Sepa que hay peligro en que nos paseemos juntos; más de una vez he sentido el deseo irresistible de golpearla, de desfigurarla, de estrangularla. ¿Y cree usted que las cosas no llegarán a ese extremo? Usted me lleva hasta el arrebato. ¿Cree que temo el escándalo? ¿El enojo de usted? ¿Y a mí qué me importa su enojo? Yo la quiero sin esperanza y sé que después de esto la querré mil veces más. Si algún día la mato tendré que matarme yo también (ahora bien, retrasaré el matarme lo más posible para sentir el dolor intolerable de no tenerla). ¿Sabe usted una cosa increíble? Que con cada día que pasa la quiero a usted más, lo que es casi imposible. Y después de esto, ¿cómo puedo dejar de ser fatalista? Recuerde que anteayer, provocado por usted, le dije en el Schlangenberg que con sólo pronunciar usted una palabra me arrojaría al abismo. Si la hubiera pronunciado me habría lanzado. ¿No cree usted que lo hubiera hecho?
-¡Qué cháchara tan estúpida! -exclamó.
-Me da igual que sea estúpida o juiciosa -respondí-. Lo que sé es que en presencia de usted necesito hablar, hablar, hablar... y hablo. Ante usted pierdo por completo el amor propio y todo me da lo mismo.
. -¿Y con qué razón le mandaría tirarse desde el Schlangenberg? Eso para mí no tendría ninguna utilidad.
-¡Magnífico! -exclamé-. De propósito, para aplastarme, ha usado usted esa magnífica expresión «ninguna utilidad». Para mí es usted transparente. ¿Dice que «ninguna utilidad»? La satisfacción es siempre útil; y el poder feroz sin cortapisas, aunque sea sólo sobre una mosca, es también una forma especial de placer. El ser humano es déspota por naturaleza y muy aficionado a ser verdugo. Usted lo es en alto grado.
Recuerdo que me miraba con atención reconcentrada. Mi rostro, por lo visto, expresaba en ese momento todos mis sentimientos absurdos e incoherentes. Recuerdo todavía que nuestra conversación de entonces fue en efecto, casi palabra por palabra, como aquí queda descrita. Mis ojos estaban inyectados de sangre. En las comisuras de mis labios espumajeaba la saliva. Y en lo tocante al Schlangenberg, juro por mi honor, aun en este instante, que si me hubiera mandado que me tirara ¡me hubiera tirado! Aunque ella sólo lo hubiera dicho en broma, por desprecio, escupiendo las palabras, ¡me hubiera tirado entonces!
-No, pero sí le creo -concedió, pero de la manera en que a veces ella se expresa, con tal desdén, con tal rencor, con tal altivez, que vive Dios que podría matarla en ese momento.
Ella cortejaba el peligro. Yo tampoco mentía al decírselo.
-¿Usted no es cobarde? -me preguntó de pronto.
-No sé; quizá lo sea. No sé ... ; hace tiempo que no he pensado en ello.
-Si yo le dijera: «mate a esa persona», ¿la mataría usted?
-¿A quién?
-A quien yo quisiera.
-¿Al francés?
-No pregunte. Conteste. A quien yo le indicara. Quiero saber si hablaba usted en serio hace un momento. -Aguardaba la contestación con tal seriedad e impaciencia que todo ello me pareció un tanto extraño.
-¡Pero acabemos, dígame qué es lo que pasa aquí! -exclamé-. ¿Es que me teme usted?
Veo bien la confusión que reina aquí. Usted es hijastra de un hombre loco y arruinado, a quien ha envenenado la pasión por ese diablo de mujer, Blanche. Luego está ese francés con su misteriosa influencia sobre usted y he aquí que ahora me hace usted seriamente una pregunta... insólita. Por lo menos tengo que saber qué hay; de lo contrario me haré un lío y meteré la pata. ¿O es que le da a usted vergüenza de honrarme con su franqueza?
¿Pero es posible que tenga usted vergüenza de mí?
-No le hablo a usted en absoluto de eso. Le he hecho una pregunta y espero contestación.
-Claro que mataría a quien me mandara usted -exclamé-, pero ¿es posible que... es posible que usted mande tal cosa?
-¿Qué se cree? ¿Que le tendré lástima? Se lo mandaré y escurriré el bulto. ¿Aguantará eso? ¡Claro que no podrá aguantarlo! Puede que matara usted cumpliendo la orden, pero vendría a matarme a mí por haberme atrevido a dársela.
Tales palabras me dejaron casi atontado. Por supuesto, yo pensaba que me hacía la pregunta medio en broma, para provocarme, pero había hablado con demasiada seriedad.
De todos modos, me asombró que se expresara así, que tuviera tales derechos sobre mi persona, que consintiera en ejercer tal ascendiente sobre mí y que dijera tan sin rodeos:
«Ve a tu perdición, que yo me echaré a un lado». En esas palabras había tal cinismo y desenfado que la cosa pasaba de castaño oscuro. Porque, vamos a ver, ¿qué opinión tenía de mí? Esto rebasaba los límites de la esclavitud y la humillación. Opinar así de un hombre es ponerlo al nivel de quien opina. Y a pesar de lo absurdo e inverosímil de nuestra conversación, el corazón me temblaba.
De pronto soltó una carcajada. Estábamos sentados en el banco, junto a los niños, que seguían jugando, de cara al lugar donde se detenían los carruajes para que se apeara la gente en la avenida que había delante del Casino.
-¿Ve usted a esa baronesa gorda? -preguntó-. Es la baronesa Burmerhelm. Llegó hace sólo tres días. Mire a su marido: ese prusiano seco y larguirucho con un bastón en la mano. ¿Recuerda cómo nos miraba anteayer? Vaya usted al momento, acérquese a la baronesa, quítese el sombrero y dígale algo en francés.
-¿Para qué?
-Usted juró que se tiraría desde lo alto del Schlangenberg. Usted jura que está dispuesto a matar si se lo ordeno. En lugar de muertes y tragedias quiero sólo pasar un buen rato.
Hala, vaya, no hay pero que valga. Quiero ver cómo le apalea a usted el barón.
-Usted me provoca. ¿Cree que no lo haré?
-Sí, le provoco. Vaya. Así lo quiero.
-Perdone, voy, aunque es un capricho absurdo. Sólo una cosa: ¿qué hacer para que el general no se lleve un disgusto o no se lo dé a usted? Palabra que no me preocupo por mí, sino por usted...y, bueno, por el general. ¿Y qué antojo es éste de ir a insultar a una mujer?
-Ya veo que se le va a usted la fuerza por la boca -dijo con desdén-. Hace un momento tenía usted los ojos inyectados de sangre, pero quizá sólo porque había bebido demasiado vino con la comida. ¿Cree que no me doy cuenta de que esto es estúpido y grosero y que el general se va a enfadar? Quiero sencillamente reírme; lo quiero y basta. ¿Y para qué insultar a una mujer? Para que cuanto antes le den a usted una paliza.
Giré sobre los talones y en silencio fui a cumplir su encargo. Sin duda era una acción estúpida, y por supuesto no sabía cómo evitarla, pero recuerdo que cuando me acercaba a la baronesa algo en mí mismo parecía azuzarme, algo así como la picardía de un colegial.
Me sentía totalmente desquiciado, igual que si estuviera borracho.