EL MÉTODO DE ROGER Guy de Maupassant

Paseaba por el bulevar con Roger cuando un vendedor pregonó hacia nosotros:
—¡Pidan el método para deshacerse de su suegra! ¡Pidan, señores, pidan!
Me paré en seco y dije a mi camarada:
—Ese pregón me recuerda una pregunta que quería hacerte hace tiempo. ¿Qué es ese 'método de Roger' del que tu mujer habla siempre? Bromea sobre él de una forma tan divertida y tan amplia que se trata, para mí, de una poción de cantárida cuyo secreto posees. Cada vez que alguien cita delante de ella un joven fatigado, agotado, rendido, se vuelve hacia ti y dice riendo:
"'Habría que indicarle el método de Roger'. Y lo más divertido del asunto es que te ruborizas todas las veces.
Roger respondió:
—Tengo mis motivos y si mi mujer sospechara de qué está hablando, se callaría, te lo aseguro. Voy a confiarte esa historia. Sabes que me casé con una viuda de la que estaba muy enamorado. Mi mujer siempre ha sido muy libre de palabra, y antes de convertirla en mi legítima compañera teníamos a menudo conversaciones un poco picantes, permitidas, por lo demás, con las viudas, que han conservado el sabor de la guindilla en los labios. Le gustaban mucho los chistes verdes, las anécdotas subidas de tono, aunque con buena intención. Los pecados de la lengua no son graves, en ciertos casos; ella es atrevida, yo soy un poco tímido, y se divertía a menudo, antes de la boda, azorándome con preguntas o bromas a las cuales no me resultaba fácil responder. Por otra parte, quizá sea ese atrevimiento lo que me enamoró. Y enamorado estaba de pies a cabeza, en cuerpo y alma, y la muy tunanta lo sabía.
Se decidió que no haríamos ninguna ceremonia, ningún viaje. Después de la bendición en la iglesia, invitaríamos a un piscolabis a los testigos, después daríamos un paseo a solas, en un cupé, y regresaríamos a cenar a mi casa, en la calle de Helder.
Así, pues, una vez que se marcharon los testigos, subimos a un carruaje y dije al cochero que nos llevara al Bosque de Bolonia. Era a finales de junio; hacía un tiempo maravilloso.
En cuanto estuvimos solos, ella se echó a reír.
—Mi querido Roger —dijo—, llegó el momento de ser galante. Veamos cómo se porta.
Interpelado de tal suerte, me encontré inmediatamente paralizado. Le besaba la mano, le repetía: "La amo." Me atreví dos veces a besarle la nuca, pero los transeúntes me cohibían. Ella seguía repitiendo con un airecillo provocativo y gracioso: "¿Y qué más?..., ¿y qué más?" Aquel "¿y qué más? " me ponía nervioso y me desolaba. No era en un cupé, en el Bosque de Bolonia, en pleno día, donde se podía... Ya me entiendes.
Ella veía bien mi turbación y le divertía. De vez en cuando repetía:
—Me temo que no he acertado. Me inspira usted muchas inquietudes.
Y yo también comenzaba a sentirlas, inquietudes sobre mí. Cuando me intimidan, no soy capaz de nada.
En la cena se mostró encantadora. Y, para envalentonarme, despedí a mi criado, que me cohibía. ¡Oh!, nos comportamos decorosamente, pero ya sabes lo tontos que son los enamorados: bebíamos en el mismo vaso, comíamos en el mismo plato, con el mismo tenedor. Nos divertimos mordisqueando barquillos por los dos extremos, con el fin de que nuestros labios se encontrasen en el centro.
Ella me dijo:
—Quisiera un poco de champán.
Yo había olvidado la botella sobre el aparador. La cogí, le arranqué los cordeles y apreté el tapón para sacarlo. No saltó. Gabrielle sonrió y murmuró:
—Mal presagio.
Yo empujaba con el pulgar la cabeza hinchada del corcho, lo inclinaba a la derecha, lo inclinaba a la izquierda, pero en vano, y de pronto rompí el tapón al ras del vidrio.
Gabrielle suspiró:
—Pobre Roger.
Cogí un sacacorchos que atornillé en la parte que había quedado en el fondo del gollete. ¡Me resultó imposible arrancarlo! Tuve que volver a llamar a Prosper. Mi mujer, en ese momento, se reía con toda su alma y repetía:
—Qué bien..., qué bien..., ya veo que puedo contar con usted.
Estaba medio achispada.
Lo estuvo casi del todo después del café.
Como los preparativos para la noche de una viuda no exigen todas las ceremonias maternas necesarias para una jovencita, Gabrielle pasó tranquilamente a su habitación, diciéndome:
—Fúmese un cigarro durante un cuarto de hora.
Cuando me reuní con ella, carecía de confianza en mí mismo, lo confieso. Me sentía nervioso, turbado, incómodo.
Ocupé mi lugar de esposo. Ella no decía nada. Me miraba con una sonrisa en los labios, con visibles ganas de burlarse de mí. Esta ironía, en semejante momento, acabó de desconcertarme y, lo confieso, me cortó brazos y piernas.
Cuando Gabrielle se percató de mi... apuro, no hizo nada para tranquilizarme, muy al contrario. Me preguntó, con un airecillo indiferente:
— ¿Tiene siempre los mismos bríos?
No pude dejar de responder:
—Oiga, está usted insoportable.
Entonces ella se echó a reír, pero a reír de una forma inmoderada, inconveniente, exasperante.
Es cierto que yo hacía el ridículo, y que debía de tener una pinta muy idiota.
De vez en cuando, entre dos locas crisis de gozo, ella pronunciaba, ahogándose:
—Vamos..., valor..., un poco de energía..., mi..., mi pobre amigo.
Después volvía a reír tan locamente que lanzaba gritos. Al final, me sentí tan nervioso, tan irritado conmigo mismo y con ella, que comprendí que iba a pegarle si no abandonaba aquel lugar.
Salté de la cama, me vestí bruscamente, con rabia, sin decir una palabra.
Ella se había calmado de repente y, comprendiendo que estaba enfadado, preguntó:
—¿Qué hace? ¿Adónde va?
No respondí. Y bajé a la calle. Tenía ganas de matar a alguien, de vengarme, de cometer cualquier locura. Iba sin rumbo, caminando a grandes pasos, y bruscamente se me pasó por la cabeza la idea de entrar en una casa de placer.
¿Quién sabe? Sería una prueba, un experimento, quizá un entrenamiento. ¡Y en cualquier caso sería una venganza! Y si alguna vez mi mujer me engañaba, yo la habría engañado primero.
No vacilé. Conocía una posada de amor no lejos de mi casa, y corrí a ella, y entré como hace la gente que se arroja al agua para ver si sabe aún nadar.
Nadé, y muy bien. Y me quedé allí un buen rato, saboreando esta venganza secreta y refinada. Después me encontré en la calle a esa hora fresca en la que la noche va a acabar. Me sentía ahora tranquilo y seguro de mí, contento, en calma, y dispuesto aún, me parecía, a nuevas proezas.
Entonces regresé a casa con lentitud; y abrí despacito la puerta de mi habitación.
Gabrielle leía, acodada en su almohada. Levantó la cabeza y preguntó, en tono tímido:
—¿Ya está de vuelta? ¿Qué es lo que le ha pasado?
No respondí. Me desvestí con seguridad. Y recuperé, como dueño triunfante, el puesto que había abandonado como un cobarde.
Quedó estupefacta y convencida de que yo había empleado algún secreto misterioso.
Y ahora, venga o no a cuento, habla del método de Roger como hablaría de un infalible procedimiento científico.
Pero, ¡ay!, de esto hace diez años, y hoy la misma prueba no tendría muchas posibilidades de éxito, al menos para mí.
Pero si tienes algún amigo que tema las emociones de una noche de bodas, indícale mi estratagema y asegúrale que, de los veinte a los treinta y cinco, no hay mejor manera de desanudar las agujetas, como diría el señor de Brantóme. FIN