EL PADRE (I) Guy de Maupassant

Como estaba empleado en el Ministerio de Instrucción Pública y vivía en Batignolles, tomaba todas las mañanas el ómnibus a la misma hora para ir a la oficina. Y todas las mañanas iba en el mismo coche sentada frente a él, hasta el centro de Paris, una muchacha, de la cual se prendó.
Era una morenita de las que tienen los ojos muy negros, ojeras muy pronunciadas, como dos manchones, y un cutis pálido, con reflejos de marfil viejo.
Diariamente la veía revolver la misma esquina y tomar la misma calle, corriendo hasta que alcanzaba el pesado vehículo.
Corría presurosa, con ligereza, con gracia, y de un salto se ponía en el estribo antes que se detuvieran los caballos. Luego entraba en el interior un poco agitada, respirando con afán, y después de sentarse tranquilamente revolvía los ojos mirando en torno para reconocer cuanto la rodeaba. Era puntual siempre, obligada por sus ocupaciones en un almacén de novedades.
Desde la primera vez que la vio correr airosamente y subir al ómnibus de un salto, Francisco Tessier se convenció de que la muchacha le agradaba extraordinariamente.
No es cosa rara que una mujer, presentándose de pronto a nuestra vista, nos impresione de tal modo que sintamos deseos irresistibles de oprimirla entre los brazos, como si de toda la vida la conociéramos y la estimáramos.
Aquella muchacha reunía todas las condiciones imaginables para satisfacer, como ninguna otra, los íntimos deseos del empleado, sus ansias infinitas, sus anhelos, el ideal amoroso que guardamos en lo más profundo, en lo más ignorado a veces de nuestro corazón.
La miró fija, obstinadamente a su pesar. Contrariada por la insistencia de aquel hombre, se ruborizó la muchacha, y advirtiéndolo él, para no ser desagradable ni molesto, quiso apartar los ojos; pero a cada punto los clavaba de nuevo en ella, sin que toda su voluntad bastase para evitarlo.
A los pocos días, y sin haberse dirigido la palabra, se trataban amistosamente. Francisco Tessier cedía su asiento a la muchacha cuando estaba lleno el ómnibus y subía desolado a la Imperial, privándose de verla por servirla. Ella le saludaba ya con una tenue sonrisa, y aun cuando bajaba los ojos al sentir la mirada provocativa y ardiente del hombre, aquella obstinación constante no pareció desagradarla.
Por fin hablaron, y se estableció al punto entre los dos intimidad rápida, una intimidad que los unía durante media hora. Era para el empleado aquella media hora la más feliz de su vida. No pensaba en otro asunto, rumiándola sin cesar durante su permanencia en la oficina, reviviéndola constantemente de día y de noche, obsesionado, poseído, rebosando en el delirio insistente y tenaz que nos hace sentir el recuerdo amoroso de una mujer deseada.
Le parecía que la posesión completa de aquella criatura encantadora sería para él un goce absoluto, incomparable a todo goce humano.
Ya se despedían todas las mañanas dándose un apretón de manos, y Francisco Tessier conservaba la sensación de aquel expresivo contacto; imprimían un recuerdo profundo en su carne los deditos primorosos y suaves; le parecía conservar sobre la piel una huella profunda.
Aguardaba sin cesar, ansiosamente, durante horas y horas, que llegara el momento feliz de subir al ómnibus, para gozar de nuevo las dulzuras de aquel repetido y corto viaje. Los domingos le parecían tristes y angustiosos.
También ella le quería sin duda, porque al ser invitada por él un sábado, en primavera, para ir al día siguiente a pasear por el campo y a comer en Maisons-Laffitte, aceptó.
***
A pesar de que Francisco Tessier llegó temprano a la estación, ella le aguardaba ya.
Se sorprendió al verla tan madrugadora, y entonces la muchacha le dijo:
—Antes de seguir adelante, necesito hablar con usted. Faltan aún veinte minutos y hay tiempo de sobra.
Apoyó su mano temblorosa en el brazo del hombre, y palideciendo, bajando los ojos, prosiguió:
—No quisiera que usted me juzgara mal. Soy una mujer honrada, y no le acompañaré, no puedo acompañarle, si no me promete, si no me jura no intentar..., no intentar nada..., que no sea..., que no sea..., decente.
Al pronunciar la última palabra se ruborizó de tal modo que sus mejillas parecían dos amapolas. Hubo un silencio. Tessier no sabía contestar, dichoso y desasosegado a un tiempo. En lo más Intimo de su corazón, tal vez le halagaba lo que oía; y, sin embargo... como la noche antes se había dejado acariciar por esperanzas que abrasaron sus venas... era una decepción para su deseo. Seguramente la querría menos juzgándola fácil y complaciente pero, en aquellos instantes, ¡era tan delicioso, tan dulce para él! Todos los cálculos egoístas que inventa la imaginación de los hombres en asuntos de amor, le preocupaban, seduciéndole.
No sabia qué responder a la muchacha, y ella cortó el silencio, hablando conmovida, con ojos inundados de lágrimas:
—Si usted no me promete portarse dignamente conmigo, abusar de mi confianza, me vuelvo ahora mismo a mi casa.
Entonces Tessier, oprimiéndole amorosamente un brazo, respondió:
—Se lo prometo; no me propasaré en manera alguna; usted hará lo que le plazca.
Casi del todo tranquila, preguntó, sonriente:
—¿De veras?
El hombre la miró a los ojos mientras decía con toda sinceridad:
—¡Se lo juro!.
—¡Vamos a tomar los billetes y al tren!—dijo ella.
Por el camino apenas hablaron. El vagón en que viajaban iba lleno, prestándose poco a conversaciones intimas y amorosas.
Al apearse luego en Maison— Laffitte, se dirigieron hacia el Sena.
El aire tibio, primaveral, emperezaba los cuerpos y las almas. El sol caía de lleno, a plomo, sobre la superficie tersa del río, sobre la verdura oscilante y sobre la hojarasca movible de las riberas y provocaba con sus reflejos encantos y alegrías.
Tessier y la muchacha iban cogidos de la mano, bordeando la corriente, viendo los pececillos se deslizan presurosos entre dos aguas. Iban satisfechos, inundados por un goce inmenso, a impulsos de una felicidad infinita, que no les dejaba sentir la tierra bajo sus pies, como si los hiciera flotar en el aire.
Al fin, ella dijo:
—¡Debo parecerle a usted una a la locuela!
Y él preguntó:
—¿Por qué motivo?
La muchacha insistió:
—¿No es una locura venirme a pasear con usted, como he venido, sola?
—¡Eso es muy natural!
—No, no es natural; no debí hacerlo. Me propuse no ser mala, no faltar a mis deberes, no. caer en el vicio... Y así empezaron todas las infelices. ¡Así empezaron! Pero ¡si usted supiera! ¡Es tan triste vivir haciendo siempre lo mismo! Todos los días lo mismo; todos los días del mes y todos los meses del año. ¡Aburre, cansa! Yo vivo con mi madre. La pobre tiene muchas penas y nunca está para bromas. Pero, a pesar de todo, yo procuro reír y hago lo posible para divertirme y alegrarme. No siempre lo consigo... ¡Lo consigo muy pocas veces! Hoy mismo vine para distraerme... y comprendo que hice mal. Le ruego que no me juzgue casquivana. Tráteme bien...
De pronto, el hombre la besó en una oreja. La muchacha se apartó bruscamente y, enfadándose, dijo:
—¡Ah! ¡Señor Tessier! Pronto ha olvidado su promesa y su juramento.
Silenciosos, regresaron hacia Maisons-Laffitte.
Almorzaron en el Petit-Havre, que sólo tiene piso bajo, construido junto al agua y oculto entre cuatro álamos enormes. El calor, el aire libre, los vapores del vinillo blanco y la turbación de verse juntos allí, solos en tan apartado lugar, sofocábanlos, oprimianlos, ahogaban sus pensamientos. Ni a él ni a ella se les ocurría nada que decir. Pero después de sorber el café se sintieron de pronto envueltos en una racha de alegría, y habiendo pasado al otro lado del río, lo bordearon, dirigiéndose al pueblo de La Frette.
No hablaban aún. De repente, al hombre se le ocurrió preguntar:
—¿Cómo se llama usted?
Y ella respondió con voz suave:
—¡Luisa!
—¡Luisa, Luisa!—repitió Francisco.
Y volvieron a quedar silenciosos.
El río describía una curva muy amplia, reflejando a lo lejos una hilera de casitas blanqueadas, que parecían inclinar la cabeza sobre la corriente para ver mejor imagen. La muchacha iba cogiendo margaritas y otras flores campestres de largos tallos, formando un grueso haz; y el hombre caminaba desaforadamente con toda la fuerza de sus pulmones, ebrio de alegría, como un potro que abandona la cuadra para salir al prado. Viñedos y más viñedos se extendían a su izquierda; pero al fin el paisaje le ofreció un aspecto diferente. Se detuvo Tessier, admirado, sorprendido, lleno de asombro, y dijo:
—¡Ah! ¡Vea usted! ¡Vea usted!
Allí acababan los viñedos, cubriéndose toda la ribera de lilas en flor. Era un bosque violáceo, una especie de alfombra floreciente y perfumada, tendida sobre dos o tres kilómetros de tierra, llegando hasta el pueblo de La Frette.
También Luisa se quedó admirada y murmuró:
—¡Qué delicioso!
Corrieron a través de los campos se dirigieron hacia la escondida colina, que proporciona todos los años a las vendedoras ambulantes de Paris las cargas de lilas que pasean por las calles en carritos.
Una vereda muy angosta se perdía entre los arbustos. Se encaminaron por allí, avanzando hasta llegar a una plazoleta, donde se sentaron.
Legiones de moscas revoloteaban zumbando sobre sus cabezas, agitando el aire con una especie de ronquido sordo y continuado. Y el sol espléndido, el sol abrasador de una tarde sin brisa, inundo la ribera en la calma del ambiente, desprendía del bosque florido aromas penetrantes, algo asi como el poderoso aliento perfumado de la tierra fecunda.
Se oyó vibrar, a lo lejos la campana de una Iglesia.
Y suavemente, místicamente, la mujer y el hombre se besaron, se oprimieron, reclinándose con ternura sobre la hierba, inconscientes, ajenos a todo, con ansia de caricias y de amor.
Ella, con los ojos entornados, le abrazaba estrechamente, sin preocupación, sin propósito, sin ideas, con la razón desvanecida, por instinto, sintiéndose inundada por un deseo apasionado. Y se ofreció, entregándose a él, sin darse cuenta de lo que hacia, sin reflexionar, sin advertir nada, sin comprender siquiera la emoción, el encanto de su abandono.
Y al despertar luego, con el estremecimiento que advierte de las irremediables desdichas, lloró, gimió dolorida y angustiada, cubriéndose la cara con las manos. El quiso inútilmente consolarla; pero ella no le atendía, pensando sólo en huir de aquel sitio, en volver a su casa lo antes posible.
Y apresurándose, andando ansiosamente, repetía incesante:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
El suplicaba:
—¡Luisa! ¡Luisa! ¡Te lo ruego! ¡No te vayas! ¡Aún es temprano! ¡Espera!
Luisa tenía las mejillas arreboladas y los ojos hundidos.
Al verse ya en la estación de Paris, se apartó de su amante sin despedirse; ni siquiera le dijo ¡adiós!
***
Al día siguiente, cuando se vieron como todos los días en el ómnibus, ella parecía otra mujer: paliducha y enflaquecida. Y dijo a Tessier:
—Es necesario que hablemos.
Al apearse los dos en el bulevar, ella le dijo:
—Después de lo que ha sucedido, no debemos volver a vernos. Despidámonos para siempre.
Y él balbució:
—¿Por qué?
—Porque resultaría muy violento para mí encontrarme con usted. He sido culpable. Cedí sin saber cómo. He sido culpable, pero no volveré a serlo.
Entonces el amante suplicó, imploró, torturado por el ansia de poseerla, de gozarla en el abandono absoluto de las noches de amor.
Ella repetía obstinadamente:
—No es posible; no puedo, no puedo.
El se animaba, excitándose más. Prometió casarse, y ni aun con eso pudo convencerla.
La muchacha respondía invariablemente a todo:
—No es posible. ¡No!
Y se fue, dejándole aún con una súplica entre los labios.
Durante una semana, Francisco no la vio. No le fue posible dar con ella; y como ignoraba dónde vivía, perdió la esperanza de volver a verla jamás.
Pero a los ocho días, al anochecer, sonó la campanilla, y Francisco abrió la puerta. Era Luisa, que se arrojó en sus brazos, abandonada completamente. Ya no volvió a negarse ni a resistir.
Por espacio de tres meses fue su querida.
El se iba cansando ya, cuando ella le advirtió que se hallaba embarazada. Francisco se vio desde aquel momento dominado por una idea tenaz: romper sus relaciones a todo trance.
No encontrando motivo ni ocasión oportuna, sin saber cómo resolverse ni qué decir, atormentado por sus inquietudes, por el mielo que le infundía la llegada próxima de una criatura, tomó una resolución suprema y repentina, mudándose de casa, desapareciendo una noche, de pronto, sin dejar dicho adónde iba.
Fue aquello tan inesperado y rudo, que Luisa no trató siquiera de inquirir el paradero de quien de tal modo la abandonaba. Echándose a los pies de su madre, confesó entre sollozos y llanto su desdicha; y algunos meses después tuvo un hijo.
***
Pasaban los años. Francisco Tessier envejecía, sin que se hubiera producido el menor cambio en su monótona existencia; continuaba igual que siempre, viviendo como viven los burócratas, adormecidos en su pasiva tranquilidad, sin esperanzas y sin ilusiones. Se levantaba a la misma hora todas las mañanas, recorría las mismas calles, entraba por la misma puerta, guardada por el mismo portero; se dirigía al mismo despacho, se sentaba en el mismo sillón y se ocupaba en el mismo trabajo. Estaba solo en el mundo; completamente solo de día entre sus compañeros, indiferentes; completamente solo de noche en su estancia de solterón. Economizaba mensualmente cien francos para que la vejez no le cogiera desprevenido.
Los días de fiesta solía dar un paseo por los Campos Elíseos para recrearse viendo cómo se luce la sociedad encopetada, viendo trenes costosos y damas hermosas.
Y a la mañana siguiente comunicaba sus impresiones a su compañero de mesa en la oficina, diciéndole:
—Fue un magnífico espectáculo el desfile de coches en la tarde de ayer.
***
Pero un domingo, distraídamente, lanzándose por otras calles, fue a parar al parque Monceau. Era una hermosa y nítida mañana de verano.
Las niñeras, las nodrizas y las mamás, sentadas en los bancos de los paseos, veían jugar a los niños, tranquilamente.
De pronto, Francisco Tessier se estremeció. Pasaba una señora llevando cogidos de la mano a un niño de diez años y a una niña de cinco. Era Luisa.
El oficinista continuó su paseo; pero no había dado cien pasos más, cuando tuvo que sentarse, tembloroso, rendido por la emoción. Ella no le había reconocido. A lo lejos la vio sentarse; y se quedó, absorto, contemplándola. El niño, muy juicioso, permanecía junto a la madre, mientras la niña se entretenía haciendo afanosamente montones de arena. Era Luisa; no podía ser otra que Luisa; la reconoció bien, a pesar del cambio de su figura. Tenía el aspecto de una señora grave, prudente y digna, vistiendo con sencillez.
La miraba desde lejos con insistencia, no atreviéndose a acercarse. Cuando el niño volvió la cabeza, Francisco Tessier tembló. Era su hijo, indudablemente. Contemplándolo, creyó reconocerse, creyó revivir en aquella criatura que le recordaba un retrato suyo, una fotografía hecha en su infancia.
Permaneció detrás de un árbol, oculto, aguardando a que la señora se levantase, para seguirla.
No le fue posible dormir aquella noche. Sobre todo, la idea del niño le obsesionaba. ¡Su hijo! ¡Ah! ¡Si hubiese tenido la certeza, el convencimiento absoluto de lo que pensaba! Pero ¿qué hubiera hecho?
Siguiéndola, llegó hasta la casa donde Luisa vivía. Se informó, y supo que su amante se había casado con un vecino, un hombre honrado y serio, de severas costumbres, que se compadeció de aquella desdicha. Un hombre bondadoso, que, perdonando a la infeliz su extravío, prohijó a la criatura.
Y Francisco Tessier fue desde entonces al parque Monceau todos los domingos. Todos los domingos la veía; y al verla se sentía impulsado por un ansia enloquecedora, violenta, irresistible, de levantar a su hijo entre los brazos cubriéndole de besos, y correr, huir con él, robándolo, secuestrándolo.
Padecía espantosamente en su aislamiento miserable de viejo solterón sin afecciones; padecía un suplicio atroz, desgarrado por una ternura paternal amasada con remordimientos, envidia, celos, y con el ansia de amar a la propia descendencia que la Naturaleza puso en las entrañas de todos los seres vivos.
Se decidió al fin a practicar una tentativa desesperada; y acercándose a Luisa un domingo, cuando entraba en el parque, murmuró poniéndose frente a ella, lívido, con los labios temblorosos:
—¿Ya no me conoce usted?
Luisa levantó los ojos, le miró; lanzando un grito de sorpresa y espanto al reconocerle, cogió a los dos niños de la mano, y llevándolos casi a remolque, se fue precipitadamente.
Ya de regreso en su casa, lloró.
***
Pasaron algunos meses. Francisco no pudo volver a verla; pero de día y de noche le perturbaba, le devoraba su ternura paternal.
Por una caricia de su hijo hubiera dado la vida, hubiera sido capaz de asesinar, de cometer cualquier exceso, de realizar cualquier trabajo penoso, hubiese desafiado todos los peligros, aventurándose a todas las audacias.
Se decidió a escribirle, y ella no contestó. Después de veinte cartas, comprendiendo que nunca lograría convencerla, puso en práctica una resolución peligrosa, resuelto a recibir un balazo según el giro que tomara el asunto.
Y dirigió al marido de Luisa una esquela, redactada como sigue:
"Caballero: Mi nombre, que sin duda no ignora usted, debe parecerle molesto y despreciable; acaso le inspire horror.
"Pero soy tan desdichado, de tal modo me torturan mis tristezas, que pongo en usted toda mi esperanza.
"Me atrevo a suplicarle que me conceda una entrevista de diez ninutos.
"Le saluda respetuosamente,
FRANCISCO TESSIER.
No se hizo esperar la respuesta:
"Caballero: El martes, a las cinco, me tendrá usted a sus órdenes en mi casa."
***
Mientras iba subiendo la escalera, se vio obligado Tessier a pararse varias veces, ahogado por la emoción. Sentía en su pecho un repiqueteo precipitado, como el galopar de una bestia campestre; un ruido sordo y violento. Apenas respiraba, y para no caerse tuvo que agarrarse bien a la barandilla.
Llamó en el tercer piso. Una criada le abrió la puerta, y Tessier dijo:
—¿El señor Flamel?
—Aquí vive, caballero; pase usted.
La criada le condujo a un salón decentemente amueblado, dejándole allí solo. Aguardaba, sobresaltado, enloquecido, como si presintiera una catástrofe.
Se abrió la puerta y apareció un hombre alto, grueso, tranquilo, grave, que vestía levita negra.
Después de saludarle, inclinando la cabeza, le señaló con la mano una butaca, invitándole a que se sentara.
Francisco Tessier se sentó, y este luego dijo con voz emocionada:
—Caballero... Caballero... Ignoro si conoce usted mi nombre..., si está usted enterado.
—Cualquier explicación sería improcedente, caballero. Mi mujer me lo ha dicho todo.
Hablaba con la dignidad propia de un hombre bondadoso que se propone mostrarse algo severo; con la firmeza persuasiva de un hombre honrado.
Fancisco Tessier prosiguió:
—Pues bien, caballero, vea usted lo que me sucede: me asesinan el dolor, el remordimiento, la vergüenza. Y quisiera una vez..., una sola vez..., dar un beso..., al niño...
El señor Flamel, acercándose a la chimenea, junto a la cual se hallaba el cordón de la campanilla, en silencio, llamó.
Al presentarse la criada, le dijo:
—Que venga Luisín.
La criada se retiró.
Quedaron los dos hombres frente a frente, silenciosos, porque nada tenían que decirse, aguardando.
Y de pronto, un mozalbete de diez años entró en la sala, corriendo hacia el señor Flamel; pero se detuvo, turbándose, al ver que su papá no estaba solo.
El señor Flamel dijo, acariciando al mozalbete:
— Quiero que le des un beso a este señor.
El niño, sin cortedad alguna, se acercó al desconocido, mirándole confiado, creyéndole tal vez un amigo de la familia.
Francisco Tessier se había puesto en pie. Se le cayó de las manos el sombrero y estuvo a punto de desplomarse: tanta era su emoción contemplando a su hijo.
El señor Flamel, por delicadeza, le volvió la espalda, y acercándose al balcón, fingía distraerse mirando a la calle.
Sorprendió a la criatura el aspecto dolorido y turbado de aquel señor. Cogió el sombrero para dárselo, y entonces Francisco Tessier, oprimiendo a Luisín cariñosamente, le cubrió la cara de besos; le besaba como un desesperado en las mejillas, en la boca, en los ojos, en los cabellos.
El niño, inquieto, volvía la cabeza para evitar aquellas intempestivas manifestaciones afectuosas y levantaba sus manecitas infantiles, defendiéndose contra las caricias voraces de aquel hombre.
Hasta que Francisco Tessier, anonadado, soltándole de pronto, dijo:
—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!
Y se fue huyendo, como huye un criminal. FIN