EL PERDÓN Guy de Maupassant

Había sido educada en una familia de las que viven absolutamente retraídas, aislándose por completo de todo. Ignoran los acontecimientos políticos, aun cuando los comenten de sobremesa. Juzgan los cambios de Gobierno como si ocurrieran a distancia en lo pasado; para ellos la palpitante actualidad se confunde con la historia, y lo que acaba de ocurrir no lo diferencian de los sucesos lejanos, como la muerte de Luis XVI o el desembarco de Napoleón I.
Las costumbres se modifican, las modas cambian y se suceden, pero apenas lo repara la familia, que se aferra en los usos tradicionales de sus antepasados. Y si algún hecho escabroso acontece que alborote su vecindad, el escándalo acaba en el umbral de aquella mansión pacífica. Sólo el padre y la madre, una noche cambian sus impresiones acerca del asunto, pero a media voz, porque las paredes oyen.
El padre dice discretamente:
—¿Llegó a tus oídos lo que se cuenta de los Rivoll? ¡Es horrible!
Y la madre contesta:
—¿Es posible que resulte verdad? ¡Sería espantoso!
Los hijos nada sospechan, y 1legan con los ojos vendados en la edad en que se lanzan a la vida las gentes, desconociendo lo engañoso del trato social, sin advertir que se piensa de un modo y se habla de otro —a veces contrario— que se dice una cosa y se hace otra, generalmente opuesta; ignorando que vivimos en lucha con todos, o en una paz armada, sin sospechar que a los inocentes los engañan, a los sinceros los burlan y a los buenos los maltratan.
Algunos conservan hasta la muerte su ceguera de honradez, lealtad, honor, tan obstinadamente íntegros que nada les abre los ojos.
Otros, desengañados, pero no bastante advertidos, tropiezan frenéticos, luchan desesperados y mueren juzgándose víctimas de una fatalidad, seguros de que su mala fortuna les puso en el camino circunstancias funestas y hombres perversos.
***
Los Lavignol casaron a su hija Berta, cuando tenía dieciocho años, con un joven parisiense —Jorge Barón— que negociaba en Bolsa. Era un guapo mozo, hablaba decorosamente y ofrecía todas las apariencias de probidad necesarias; pero en el fondo le hacían reír los padres de su mujer, a quienes, entre amigos y en confianza, solía llamar "estimables fósiles".
Berta llevó una buena dote; su marido era un hombre de calidad, bien relacionado. Resolvieron ir a vivir a París.
Ella se convirtió en una de las abundantes "provincianas de París". Ignoraba las costumbres, las elegancias, los goces parisienses, como ignoraba también las perfidias y los misterios de la vida.
Encerrada en su hogar, apenas conocía otras calles que la suya, y cuando tenía precisión de ir algo lejos, regresaba como de un largo viaje a una ciudad lejana y extranjera diciendo por la noche:
—Hoy he atravesado los bulevares.
Dos o tres veces al año, su marido la llevaba al teatro. Eran festejos cuya inextinguible memoria motivaba conversaciones incesantes.
Algunas veces, mientras comían, se ponía de pronto a reír, y exclamaba:
—¿Recuerdas aquel actor con traje de general que imitaba el canto del gallo?
Y lo vio tres meses atrás.
Se limitaban sus amistades a dos familias emparentadas con ellos y que para Berta eran la representación de toda la Humanidad: los Martinet y los Michelin.
Su marido vivía muy a sus anchas, trasnochando —a veces hasta el amanecer— pretextando negocios que le permitieran ausentarse, no conteniéndose poco ni mucho, en la certeza de que su mujer, alma cándida, nunca sospecharía.
En esto, Berta recibió un anónimo.
Se quedó consternada;. su inocencia no le permitía comprender la infamia de las delaciones ni despreciar los avisos del canalla que se decía inspirado por lo mucho qué le interesaban las dichas y el porvenir de Berta, por el odio que le inspiraba el mal y por amor a la verdad.
Le advertía que su marido estaba, en relaciones amorosas con una mujer viuda y joven: la señora de Rosset, un pasatiempo que duraba ya dos años.
Berta no supo fingir, ni disimular, ni observar, ni engañar. A la hora del almuerzo arrojó el anónimo sobre la mesa, y ahogada en lágrimas, se retiró a su gabinete.
Jorge pudo hacerse cargo de todo, y habiendo meditado su excusa se presentó ante su mujer, la cual ni levantaba los ojos del suelo. Sonriente, se sentó, y atrayéndola sobre sus rodillas, con voz suave y algo burlona, dijo:
—Nena mía: efectivamente, soy amigo de la señora Rosset; la conozco hace más de diez años, y la quiero mucho. Además, tengo muchísimas relaciones amistosas, de las cuales nunca te hablé siquiera, seguro de que no te agrada el trato social y que sería, un sacrificio para ti hacer lo que a otros les divierte. No quiero exigirte que trates a todas las familias que yo trato; pero conviene, para que te convenzas de lo que valen esas infamias anónimas, que visitemos hoy mismo, después de almorzar, a la señora de Rosset, que sin duda será, en cuanto la conozcas, tu mejor amiga.
Berta se arrojó en los brazos de su Jorge. Impulsada por implacable curiosidad femenina se resolvió a seguir el consejo de su marido, el cual se quedó algo confuso al oírla. Institntivamente sabía la mujer que un riesgo conocido está casi evitado.
Vivía la señora de Rosset en un cuartito muy lindamente amueblado, lleno de chucherías preciosas, en el cuarto piso de una hermosa casa.
Cinco minutos aguardó el matrimonio en una salita oscurecida por sendos cortinajes, colocados con muy buen gusto, hasta que, abriéndose una puerta, se presentó una señora joven, morenota, regordeta, sonriente.
Jorge hizo la presentación.
La viuda se adelantó, satisfecha, tendiendo ambas manos. Dijo que no esperaba recibir tan agradable sorpresa, enterada por Jorge del retraído carácter de su esposa. Y por esto era más de agradecer aquella distinción. ¡Estimaba tanto a Jorge (le llamaba Jorge a secas, y siempre con una confianza fraternal), que tenía vivos deseos de conocer a la compañera encantadora y amante de su amigo!
Al cabo de un mes, las dos eran inseparables. Se veían a diario, y dos veces algunos días; comían todas las noches juntas, ya en una casa, ya en la otra. Jorge salía poco, no hablaba de asuntos que le obligasen a largas ni breves ausencias, y era feliz, arrinconado en su hogar, según decía.
La señora Barón supo que se desalquilaba un piso en la casa donde vivía la señora Rosset, y suplicó a Jorge que lo tomase, para verse aún con más frecuencia y tratarse con mayor intimidad.
Durante dos años, no se presentó en aquel horizonte ni una sola nube; su amistad era entrañable y completa: una delicia. Berta no hablaba sin referirse a Julia Rosset, a la cual tenía por modelo de todas las perfecciones, realizando con su amistad una dicha completa, suave y tranquila.
Por desgracia, la señora Rosset enfermó. Berta la cuidaba cariñosamente, velándola todas las noches, desconsolándose y su marido también estaba triste.
Una noche, el médico advirtió a Jorge y a Berta que su amiga se hallaba muy grave.
Aterrados por aquella noticia, cuando hubieron acompañado al médico hasta la escalera, se sentaron los dos en la sala y se pusieron a llorar. Velaron juntos aquella noche; a cada momento.
Berta besaba con ternura el rostro de su amiga, mientras Jorge la contemplaba silencioso desde los pies de la cama.
Iba de mal en peor; pero al anochecer del día siguiente, hallándose algo animada, la enferma rogó a sus amigos que fuesen a comer.
Bajaron a su casa, pero apenas comieron; estaban tristes y pensativos. La doncella entregó a Jorge una carta, cuya lectura le hizo palidecer, y levantándose, dijo a Berta, extrañamente desconcertado:
—Aguárdame aquí salgo, pero volveré pronto. No te muevas de casa. Espérame. No te muevas de casa.
Y fue a buscar el sombrero.
Berta le aguardó, torturada por una inquietud nueva. Pero, siempre dócil, se resolvió a no subir a casa de su amiga, mientras Jorge no volviese.
Como no volvía, se le ocurrió de pronto ver si había cogido los guantes.
Los vio sobre la mesa, y, junto ellos, un papel machacado. Era la carta que Jorge acababa de recibir. Y por vez primera en su vida, sintió ardientes deseos de saber, de averiguar y descubrir. Su conciencia la contenía, y una comezón de curiosidad la fustigaba; cogiendo el papel reconoció la letra de Julia, trazos temblorosos y escritos con lápiz. Leyó:
"Ven a besarme por última vez; quiero verte a solas antes de morir"
De pronto no comprendió aquello, quedando como estúpida, obsesionada por la idea de la muerte. Pero su amiga tuteaba en aquellas frases a Jorge, y esto fue una revelación para Berta como un relámpago, que alumbró en un momento los últimos años de su dichosa vida, revelándole toda la verdad infame, traidora y pérfida. Comprendió la miserable astucia de los amantes, la burla que hicieron de su inocencia. Los vela por las noches, a la luz del quinqué, leyendo en el mismo libro, consultándose con los ojos al acabar cada página.
Y su corazón indignado, herido, se hundió en un desconsuelo espantoso.
Al ir que alguien acercaba, se acercó, llorando, en su alcoba.
Su marido llamó a la puerta, diciéndole:
—Corre; la señora Bosset agoniza.
Y Berta respondió con voz temblorosa:
—Vuelve a su lado; yo no debo estar allí.
Aturdido por el dolor de su desgracia, Jorge insistió:
—De prisa, de prisa; que se muere.
Y Berta dijo:
—¡Lástima que no sea yo quien se muera!
Entonces el marido se retiró confuso y volvió a casa de la señora Rosset, acompañándola en sus horas de agonía. Lloró su muerte sin disimulo, sin pudor, sin preocuparse de las angustias de Berta, que ni le miraba, ni le hablaba, y vivía sola, sin otro consuelo para su desesperación que sus constantes oraciones.
Vivían juntos, comían juntos en silencio, desesperados.
Él se iba tranquilizando, pero ella no le perdonó.
Y su existencia continuaba fatigosa para el uno y para el otro.
Durante un año no hablaron ni se miraron, y casi llegaron a desconocerse. Berta estuvo en riesgo de volverse loca.
Una mañana salió muy temprano y volvió con un magnifico ramo de rosas blancas, muy blancas.
Y advirtió a su marido, valiéndose de la doncella, que deseaba tener con él una entrevista.
Jorge acudió inquieto y sobresaltado. Berta le dijo:
—Saldremos juntos. Lleva tu esas flores. Pesan demasiado para mí.
Cogiendo el ramo, siguió a su mujer. Un coche los aguardaba en la puerta, y, en cuanto hubieron subido, se puso en marcha.
Se detuvo ante la verja del cementerio. Y la esposa, con los ojos llenos de lágrimas, dijo al esposo:
—Guíame hasta su tumba. Jorge temblaba, sin comprender aún lo que ocurría, y avanzó en silencio con el ramo de rosas blancas en la mano. Se detuvo al fin ante una sepultura, sin despegar siquiera los labios.
Ella cogió las flores y, arrodillándose, las dejó muy suavemente sobre la blanca lápida mientras rezaba una oración.
En pie, a su espalda, Jorge, torturado por los recuerdos, lloraba.
Levantándose Berta, y ofreciéndole sus manos, murmuró:
—Si tu quieres, en adelante seremos amigos. FIN