EL PORDIOSERO Guy de Maupassant

Había conocido tiempos mejores, a pesar de su miseria y su invalidez.
A la edad de quince años, un coche le aplastó las dos piernas en la carretera de Varville. Desde ese momento, mendigaba arrastrándose a lo largo de los caminos, a través de los corrales de las granjas, balanceándose sobre sus muletas que le habían levantado los hombros hasta la altura de las orejas. Su cabeza parecía hundida entre dos montañas.
Niño hallado en una zanja por el cura de Les Billettes, la víspera del día de difuntos, y bautizado por esa razón Nicolás Todos los Santos, criado por caridad, ajeno a toda instrucción, lisiado tras haber bebido unas copas de aguardiente invitado por el panadero del pueblo, tan sólo por reírse un poco, y vagabundo a partir de entonces, no sabía hacer otra cosa que tender la mano.
En tiempos la baronesa de Avary le dejaba para dormir una especie de nicho lleno de paja, al lado del gallinero, en la granja lindante con el castillo: y estaba seguro, los días de mucha hambre, de encontrar siempre un pedazo de pan y un vaso de sidra en la cocina. Con frecuencia recibía también allí unas monedas arrojadas por la anciana dama desde lo alto de la escalinata o de las ventanas de su habitación. Ahora ella había muerto.
En los pueblos no le daban casi nada; lo conocían demasiado; estaban hartos de él desde hacía cuarenta años que lo veían pasear de casucha en casucha su cuerpo andrajoso y deforme sobre sus dos patas de madera. No obstante, él no quería marcharse, porque no conocía otra cosa en la tierra que aquel rincón del país, aquellos tres o cuatro villorrios por donde había arrastrado su miserable vida. Había puesto fronteras a su mendicidad y jamás habría traspasado los límites que estaba habituado a no franquear.
Ignoraba si el mundo se extendía más allá de los árboles que habían siempre acotado su vista. No se lo preguntaba. Y cuando los campesinos, cansados de encontrarlo siempre al borde de sus campos o a lo largo de sus cunetas, le gritaban:
"¿Por qué no te largas a otros pueblos, en vez de cojear siempre por aquí?", no respondía y se alejaba, asaltado por un vago temor a lo desconocido, por un temor de pobre que recela confusamente de mil cosas, de los rostros nuevos, de los insultos, de las miradas desconfiadas de personas que no lo conocen, y de los gendarmes que van de dos en dos por las carreteras y que le hacían meterse, por instinto, entre los matorrales o detrás de los montones de guijarros.
Cuando los divisaba a lo lejos, relucientes bajo el sol, encontraba de pronto una singular agilidad, una agilidad de monstruo para llegar a algún escondrijo. Soltaba sus muletas, se dejaba caer como un trapo, y se hacía una bola, se volvía pequeñísimo, invisible, agazapado como una liebre en su madriguera, confundiendo sus harapos pardos con la tierra.
Sin embargo jamás había tenido que ver con ellos. Pero lo llevaba en la sangre, como si hubiera recibido ese temor de sus padres, a los cuales no había conocido.
No tenía refugio, ni techo, ni choza, ni abrigo. Dormía en cualquier parte, en verano, y en invierno se deslizaba bajo las trojes o en los establos con notable habilidad. Salía pitando siempre antes de que se dieran cuenta de su presencia. Conocía los agujeros para entrar en los edificios; y como el manejo de las muletas había dado a sus brazos un sorprendente vigor, trepaba con la sola fuerza de las muñecas hasta los hórreos donde se quedaba a veces cuatro o cinco días sin moverse, cuando había recogido en su ronda suficientes provisiones.
Vivía como los animales del bosque, en medio de los hombres, sin conocer a nadie, sin querer a nadie, limitándose a excitar entre los campesinos una especie de desprecio indiferente y de hostilidad resignada. Le habían puesto el mote de "Campana", porque se balanceaba, entre sus dos estacas de madera, como una campana entre sus soportes.
Desde hacía dos días no había comido. Nadie le daba nada. No querían saber de él. Las campesinas, en sus puertas, le gritaban de lejos al verlo venir:
"¿Quieres largarte, desgraciao? ¡Hace tres días que te he dao un cacho pan!"
Y él giraba sobre sus rodrigones y se iba a la casa vecina, donde lo recibían de la misma manera.
Las mujeres declaraban de una puerta a otra:
"No vamos a estar alimentando a este gandul to el año. "
Sin embargo el gandul necesitaba comer todos los días.
Había recorrido Saint-Hilaire, Varville y Les Billettes, sin cosechar un céntimo o un mendrugo. Sólo le quedaba la esperanza de Tournolles; pero tenía que andar dos leguas por la carretera, y se sentía fatigado a más no poder, con el vientre tan vacío como su bolsillo.
No obstante, se puso en marcha.
Era diciembre, un viento frío corría por el campo, silbaba entre las ramas desnudas; y las nubes galopaban a través del cielo bajo y sombrío, precipitándose no se sabe a dónde. El lisiado marchaba lentamente, desplazando sus soportes uno tras otro con un penoso esfuerzo, apoyándose en la pierna torcida que le quedaba, rematada por un pie zopo y calzado con un andrajo.
De vez en cuando, se sentaba en la cuneta y descansaba unos minutos. El hambre sembraba en su alma una angustia confusa y pesada. Sólo tenía una idea: "comer", pero no sabía por qué medio.
Durante tres horas, penó por el largo camino; después, cuando divisó los árboles del pueblo, aceleró sus movimientos.
El primer campesino al que encontró, y al cual le pidió limosna, le respondió:
"Toavía andas por aquí, desdichao? ¿Es que nunca nos libraremos de ti? "
Y Campana se alejó. De puerta en puerta lo trataron duramente, lo despidieron sin darle nada. Sin embargo, él seguía su ronda, paciente y obstinado. No recogió un céntimo.
Entonces visitó las granjas, deambulando a través de las tierras blandas de lluvia, tan extenuado que no podía ya alzar los bastones. Lo echaron de todas partes. Era uno de esos días fríos y tristes que oprimen el corazón, que irritan el ánimo, en el cual el alma está ensombrecida, la mano no se abre ni para dar ni para socorrer.
Cuando terminó de visitar todas las casas que conocía, fue a sentarse en el ángulo de una zanja, a lo largo del corral del señor Chiquet. Se descolgó, como se decía para expresar cómo se dejaba caer entre sus altas muletas haciéndolas deslizarse bajo los brazos. Y se quedó un buen rato inmóvil, torturado por el hambre, pero demasiado embrutecido para comprender a fondo su insondable miseria.
Esperaba no se sabe qué, con esa vaga espera que perdura constantemente en nosotros. Esperaba en el rincón de aquel corral, bajo el viento helado, la ayuda misteriosa que siempre se espera del cielo o de los hombres, sin preguntarse cómo, ni por qué, ni de quién podría llegar. Una bandada de gallinas negras pasaba, buscándose la vida en la tierra que nutre a todos los seres. A cada momento picoteaban un grano o un insecto invisible, luego continuaban su búsqueda lenta y segura.
Campana las miraba sin pensar en nada; después le asaltó, más en el vientre que en la cabeza, la sensación más que la idea de que uno de aquellos animales resultaría apetitoso asado en un fuego de leña seca.
Ni siquiera lo rozó la sospecha de que iba a cometer un robo. Cogió una piedra al alcance de su mano y, como era hábil, mató de un golpe, al lanzarla, a la gallina más próxima a él. El animal cayó de lado agitando las alas. Las otras huyeron, balanceándose sobre sus flacas patas, y Campana, encaramándose de nuevo en sus muletas, se puso en marcha para recoger su caza, con movimientos semejantes a los de las gallinas.
Cuando llegaba junto al cuerpecito negro manchado de rojo en la cabeza, recibió un terrible empujón en la espalda que le hizo soltar sus bastones y lo envió rodando a diez pasos de allí. Y el señor Chiquet, exasperado, precipitándose sobre el merodeador, lo molió a golpes, pegándole como un obseso, como pega un campesino robado, con el puño y la rodilla en todo el cuerpo del inválido, que no podía defenderse.
La gente de la granja llegaba a su vez y empezó a apalear al mendigo junto con el dueño. Después, cuando estuvieron hartos de pegar, lo recogieron y se lo llevaron, encerrándolo en la leñera mientras iban a buscar a los gendarmes.
Campana, medio muerto, sangrando y reventando de hambre, se quedó tendido en el suelo. Llegó la tarde, después la noche, después la aurora. Seguía sin comer.
Hacia el mediodía, aparecieron los gendarmes y abrieron la puerta con precaución, esperando una resistencia, pues el señor Chiquet pretendía haber sido atacado por el pordiosero y haberse defendido con mucho trabajo.
El sargento gritó:
"¡Vamos, de pie!"
Pero Campana no podía ya moverse, y aunque trató de alzarse sobre sus estacas, no lo consiguió. Creyeron que fingía, que era una astucia, mala voluntad del malhechor, y los dos hombres armados, maltratándolo, lo agarraron y lo colocaron a la fuerza entre sus muletas.
Le había entrado miedo, ese miedo instintivo de la pieza ante el cazador, del ratón ante el gato. Y, con sobrehumanos esfuerzos, consiguió seguir en pie.
"¡En marcha!", dijo el sargento. Echó a andar. Todo el personal de la granja lo miraba partir. Las mujeres le amenazaban con el puño; los hombres se burlaban, lo insultaban: ¡por fin lo habían cogido! Ya era hora.
Se alejó entre sus dos guardianes. Encontró la energía desesperada que necesitaba para arrastrarse aún hasta la noche, embrutecido, sin saber siquiera lo que le ocurría, demasiado espantado para entender nada.
La gente que encontraban se detenía para verlo pasar, y los campesinos murmuraban:
"¡Es algún ladrón!"
Llegaron, al anochecer, a la capital del distrito. Nunca había ido hasta allá. Realmente no se imaginaba lo que ocurría, ni lo que podía sobrevenir. Todas aquellas cosas terribles, imprevistas, aquellas caras y aquellas casas nuevas lo consternaban.
No pronunció una palabra, no teniendo nada que decir, pues no entendía ya nada. Además, desde hacía tantos años que no hablaba con nadie, casi había perdido el uso de la lengua; y sus ideas eran también demasiado confusas para formularse con palabras.
Lo encerraron en la cárcel del pueblo. Los gendarmes no pensaron que podía tener necesidad de comer, y lo dejaron hasta el día siguiente.
Pero, cuando fueron a interrogarlo, muy de mañana, lo encontraron muerto, en el suelo. ¡Qué sorpresa! FIN