EL SEÑOR PARENT Guy de Maupassant

I
Jorgito, agazapado en el suelo, hacía montones de arena que luego coronaba con hojas de castaño.
Su padre, sentado en una silla de hierro, en aquel jardín público, lleno de gente, sólo tenía ojos para contemplar a su hijo con atención concentrada y amorosa.
A lo largo del paseo circular otros niños jugaban, mientras las niñeras, indiferentes, miraban al espacio con aspecto embrutecido, y las mamás charlaban sin perder nunca de vista a sus pequeñuelos.
Las nodrizas, de dos en dos, paseaban con gravedad, llevando en brazos un envoltorio de blancas telas y finos encajes, y a su espalda oscilaban las vistosas cintas de sus tocados, mientras las niñas, con la falda muy corta y las pantorrillas al aire, mantenían serias conversaciones entre dos carreras en pos de los aros; y el guarda, con su traje verde, paseaba entre aquella diminuta muchedumbre, dando rodeos para no destruir con el pie las construcciones de arena, para no pisar las manecitas, para no ser obstáculo a la constante labor de hormiguero en que afanaban aquellos retoños humanos.
El sol desaparecía detrás de los tejados de la calle de Saint-Lazare y lanzaba sus últimos resplandores oblicuos entre aquella muchedumbre infantil y afanosa. Los castaños brillaban con reflejos amarillos, las tres cascadas y el estanque parecían de plata líquida.
El señor Parent miraba cariñosamente a su hijo agazapado en el suelo; no perdía un gesto de la criatura ni un detalle de su labor; se hubiera dicho que sus labios temblorosos besaban sin cesar aquella imagen adorada.
Pero al dirigir los ojos hacia el reloj del alto campanario, notó que habían pasado allí cinco minutos más de lo acostumbrado. Entonces abandonando su asiento, cogió al niño por un brazo, le puso en pie, sacudió su vestidito cubierto de polvo, limpió las tiernas manecitas con el pañuelo de bolsillo y le condujo hacia la calle Blanche. Apretaba el paso temeroso de hacer aguardar a su esposa; y el pequeño, que apenas podía seguirlo, trotaba para no rezagarse.
Luego el padre le cogió en brazos para ir más de prisa, y respiraba fatigado al subir la cuesta. Era un buen señor de cuarenta años, ya canoso, anchote, de semblante inexpresivo y vientre abultado, con la timidez de un hombre feliz al que apocaran las contrariedades. Había contraído matrimonio con una joven a la cual adoraba tiernamente, y era tratado por ella con un despotismo y un despego abrumadores. Le reprendía sin cesar por todo lo hecho y por lo que dejaba de hacer. Le reprochaba con acritud sus palabras y sus acciones, sus costumbres y sus goces inocentes, sus gustos y sus maneras, sus gestos, su abultado abdomen y su plácida voz.
A pesar de todo, él sentía verdadero amor por ella; pero más que a su esposa quería sin duda al niño, a Jorgito, que acababa de cumplir tres años, y era la única dicha y la única preocupación de su alma. Con su renta de veinte mil francos vivía ocioso, y su mujer, que no le llevó dote, le reprochaba constantemente su ociosidad.
Llegado al portal de su casa, dejó al niño en el primer escalón, se secó la frente y subieron.
En el segundo piso llamó.
Una criada vieja, que le había visto nacer, una de esas criadas fieles que son los tiranos de las familias salió a la puerta, y él preguntó angustiado:
—¿Ha venido ya la señora?
La criada se encogió de hombros.
—¿Cuándo ha visto el señor que la señora volviese antes de las siete y media?
El respondió algo molesto:
—Mejor; así podré mudarme de ropa; vengo muy sudado.
La criada le miró entre despreciativa y piadosa.
—¡Oh! Ya lo veo que suda. Y debió correr con el niño en brazos; todo para no retrasarse, para estar aquí, de plantón, hasta que a las siete y media comparezca la señora. Como lo sé de siempre, no me doy prisa. La cena estará para las ocho, y si han de aguardar, ¡paciencia! Un asado no puede apresurarse.
El señor Parent, como si no la hubiese oído murmuró:
—Bueno, bueno. Hay que lavar las manos a Jorgito, que ha jugado con tierra. Entretanto voy a mudarme la camisa. Dile a la doncella que deje al niño bien aseado.
Entró en su dormitorio y cerró la puerta con el pestillo para estar solo, muy solo, completamente solo. Acostumbrado a verse despreciado y maltratado, no se defendía, y nada más se juzgaba seguro bajo la protección de un encierro. No se atrevía ni a pensar, ni a reflexionar, ni a echar cuentas consigo mismo, sin que le amparase una cerradura contra todas las miradas y suposiciones ajenas. Se situó para descansar un poco antes de desnudarse y reflexionó que Julia, su vieja criada, iba siendo un conflicto más en la casa. Indudablemente odiaba a la señora; odiaba también a Pablo Limousin, el amigo íntimo y familiar del matrimonio, que había sido desde la infancia el inseparable compañero de Parent.
Era Limousine quien le defendía vivamente, hasta severamente, de los reproches inmerecidos que lanzaba Enriqueta contra su esposo, de los altercado tormentosos, de todas las miserias cotidianas que amargaban su existencia.
Julia se permitía ya indicaciones y apreciaciones maliciosas acerca de la señora, juzgaba sus actos y repetía sin cesar: "Si yo estuviera en el caso del señor, de otro modo andaríamos... En fin... Cada uno es... como es"
Un día llegó a insolentarse con Enriqueta, la cual se había limitado a decir por la noche a su marido: "A la primera palabra inconveniente que me diga en adelante, la despido". Sin embargo, Enriqueta, que para toda era tan resuelta, parecía tener algún temor a la criada, y Parent atribuía esa mansedumbre a la consideración de que la pobre vieja le había visto nacer y había cerrado los ojos a su madre.
Pero todo tiene un límite, y las cosas no podían continuar de aquel modo mucho tiempo. Al buen hombre le horrorizaba la idea de lo que podía suceder allí. ¿Qué resolvería? Despedir a Julia era muy doloroso; ni pensarlo. Apoyarla contra Enriqueta ¡imposible! y, sin embargo, antes de un mes el conflicto sería inevitable.
Se quedó abandonado, con los brazos caídos, buscando vagamente la manera de conciliarlo todo, sin hallar la solución ansiada. Luego pensó: "Afortunadamente, me consuela tener a Jorgito, porque sin él yo sería muy desgraciado"
Se le ocurrió consultar a Limousin: eso haría; pero al punto recordó el odio mal disimulado que le tenía Julia, y temeroso de que su amigo le aconsejara despedirla se perdió de nuevo en sus incertidumbres angustiosas.
Sonaron las siete; al oír las campanadas tembló. ¡Ya eran las siete y no se había mudado aún la camisa! Entonces precipitadamente, se desnudó, se lavó, se puso una camisa limpia y volvió a vestirse con rapidez, como si alguien le aguardase para un acontecimiento de trascendental importancia.
Luego entró en la sala, satisfecho de hallarse a punto y sin temor alguno.
Pasó la vista por un periódico, se asomó al balcón, volvió a sentarse en el sofá; una puerta se abrió y entró el niño, lavado, peinado, limpio y risueño. Parent le oprimió entre los brazos, le besó amorosamente, primero en el pelo, después en los ojos, en las mejillas, en la boca, en las manos. Le balanceó en el aire, de pie; le alzó sobre su cabeza. Volvió sentarse fatigado; montó a Jorgito sobre sus rodillas y le hizo saltar. "¡Arre, caballito!..."
La criatura reía y agitaba los brazos; gritaba, entusiasmado con el juego. El padre también reía y gritaba de gozo, y su abultado vientre retemblaba.
¡Quería tanto al niño! Le quería con toda su alma de ser débil, resignado y apocado; le quería con entusiasmos de loco; sus caricias eran casi brutales; toda la ternura que no se atrevió a mostrar con su mujer, porque hasta en los primeros meses del matrimonio Enriqueta fue siempre par él reservada y fría; toda su ternura vergonzante y tímida se desbordaba en aquellos juegos, a solas con el niño.
Julia se asomó a la puerta con el semblante pálido, los ojos brillantes, y dijo temblorosa y exasperada:
—Ya son las siete y media, señor.
Parent fijó en el reloj una mirada inquieta, y resignado murmuró:
—En efecto; ya son las siete y media.
—Tengo a punto la comida.
Al ver próxima la tormenta, el buen hombre quiso evitarla:
—¿No me has dicho que la preparabas para las ocho?
—¿Para las ocho? ¡Estaríamos aviados! El niño no puede comer a las ocho; es muy tarde. Lo dije por decir. Pero con ese desarreglo, ¡bueno andaría el niño! ¡A las ocho! ¡Y pensar que su madre no toma esto en cuenta! ¡Vaya una madre! ¡Da compasión que haya madres así!.
Parent, angustiado y tembloroso, creyó necesario cortar en seco la amenazadora escena.
—Julia —dijo—, no te consiento que hables como hablas de tu señora. ¿Lo has oído? No te lo consentiré jamás, y procura no olvidarlo.
La criada, rabiosa y sorprendida le volvió la espalad, y al salir cerró con tal violencia, que todos los cristales retemblaron; durante algunos segundos produjeron sonido semejante al de campanillas invisibles que se agitasen en el ambiente silencioso de la sala.
Jorgito, repuesto de la primera impresión, que fue de asombro, batió palmas, hinchó sus carrillos, y lanzó un ruidoso "¡bum!" con toda la fuerza de sus pulmones, para imitar el ruido que hizo la puerta.
Entonces su padre le contó algunos cuentos; pero la preocupación de su espíritu le hacía perder con frecuencia el hilo de la narración; el pequeñuelo, sin comprender lo que pasaba por el alma del infeliz, abría mucho sus ojos asombrados.
Parent no quitaba los suyos del reloj. Hubiera querido pararlo, detener el tiempo hasta que se presentara su mujer. No le preocupaba la tardanza; pero tenía miedo; miedo a lo que pudiera ocurrir; miedo a ella, y a Julia, y a todo. Diez minutos bastarían parar producir una catástrofe irremediable; violencias y explicaciones que no hubiera querido imaginar siquiera. Suponerlo nada más, el presentimiento de la disputa, las voces descompuestas, las injurias que silban en el aire como balas, las dos mujeres frente a frente, cada una con los ojos fijos en los ojos de la otra y arrojándose a la cara frases hirientes. La idea sólo de que pudiera ocurrir, le hacía palpitar el corazón violentamente, le dejaba la boca seca, le ablandaba como un trapo. Le desconcertaba de tal modo que ella ni siquiera tenía fuerza bastante para levantar al niño, para hacerle saltar sobre las rodillas.
Sonaron las ocho. La puerta se abrió nuevamente para dejar paso a Julia. Ya no estaba descompuesta ni exasperada; su rostro expresaba una intención dañina y severa, más temible aún.
—Señor —dijo—, he servido a su madre hasta la hora de su muerte, y sirvo a usted, señor, desde que lo vi nacer hasta la fecha. No se dirá de mí que no los quiero.
Se detuvo. Aguardaba una respuesta. Parent balbució:
—Sí, ya lo sé, mi pobre Julia.
—Usted sabe también que no estimo el dinero, que nunca mentí, que nunca tuvo usted que reñirme...
—Sí, sí, mi buena Julia...
—Pues bien, señor; esto no puede continuar. Por el cariño que a usted le tengo, he callado; pero ya es imposible; ya lo sabe todo el barrio, y se ríen de usted... Es indispensable que yo se lo diga... que usted lo sepa... y no me gustan los chismes ni las delaciones; pero... ¡ya es mucho! La señora se retrasa tanto, porque hace cosas... abominables.
Parent quedó asombrado, sin comprender nada. Sólo pudo balbucear:
—Cállate; ya sabes que te prohíbo...
Pero ella le interrumpió resuelta, irresistible:
—No callaré; ya es preciso que lo diga todo. Hace mucho tiempo que la señora tiene relaciones con el señor Limousin. Los he visto más de veinte veces besarse detrás de las puertas. ¡Vaya! Si el señor Limousin fuese rico, la señora no se hubiera casado con usted. Y si el señor recordara cómo se hizo la boda, lo comprendería todo fácilmente...
Parent irritado, lívido, se levantó y exclamó:
—Calla, cállate, o...
Julia continuaba:
—No; quiero decir todo lo que sé. La señora se casó con el señor para tener dinero, y le ha engañado desde el primer día. Era cosa convenida entre la señora y el amigo. Basta reflexionar para comprenderlo. Y como la señora no estaba satisfecha de haberse casado con el señor, y no le quería, le amargaba la existencia de tal modo, que me lastimaba porque yo lo veía...
Parent avanzaba con los puños en alto:
—¡Calla, cállate!
No se le ocurría otra réplica.
Pero la criada no retrocedió; estaba decidida.
El niño, sorprendido primero y luego aterrado por aquellas voces desentonadas, comenzó a llorar ruidosamente. Detrás de su padre, con la cara contraída y la boca muy abierta, chillaba.
El clamor del niño exasperó a Parent, le enfureció y le envalentonó; se arrojó sobre Julia con los brazos levantados, y gritaba, dispuesto a golpearla:
—¡Miserable! ¿Quieres que se vuelva loco de terror mi pobre hijo?
Ella le arrojó a la cara:
—Puede pegarme, pero no dejará de ser cierto que su esposa le ha engañado, y que la criatura es del otro.
Parent se detuvo en seco; dejó caer los brazos y quedó frente a Julia tan aturdido, que no le sería ya posible comprender nada.
—Basta mirar al niño —prosiguió la vieja— para reconocer al padre verdadero. ¡Si es un retrato del señor Limousin! No hay más que ver los ojos y la frente. Ni a un ciego engañarían...
Parent le atenazó los hombros con las manos y la sacudía violentamente:
—¡Víbora!, ¡víbora! ¡fuera de aquí! Vete, o te mato. ¡Vete! ¡vete!...
Y con un esfuerzo desesperado, la empujó hasta la habitación próxima. Julia tropezó en la mesa ya servida, y los vasos al caer se hicieron pedazos; luego, huía del señor, en torno de la mesa para tenerle siempre a distancia y evitarle cuando intentaba cogerla, sin dejarle de escupirle a la cara palabras terribles.
—Si quiere convencerse... luego de comer salga... Y entre al momento... Verá... verá si he mentido. Pruébelo... pruébelo y se convencerá...
Julia pudo escaparse por la puerta de la cocina. El subió tras ella por la escalera interior, hasta la puerta del desván, donde la criada logró encerrarse.
—¡Ahora mismo vete de mi casa!
Julia contestó:
—Ya lo creo. Antes de una hora me habré ido.
El bajó la escalera muy despacio. Se apoyaba en la pared para no caerse, y volvió al salón, donde Jorgito lloraba sentado en el suelo.
Parent se desplomó en una butaca y miró al niño con estúpida fijeza. No comprendía nada, no sabía nada; se sentía aturdido, embrutecido, loco, lo mismo que si acabara de recibir sobre la cabeza un tremendo golpe; apenas recordaba las frases horribles de Julia. Pero poco a poco, sinrazón, como el agua turbia, se aclaró, calmándose, y la noticia triste y abominable comenzó a torturar su alma.
Julia lo había manifestado tan claramente, con tal energía, con tal seguridad, con tal sinceridad, que Parent no dudaba de su buena fe; pero se obstinaba en dudar de su perspicacia. Pudo confundirse, cegada por su cariño hacia él, arrastrada por su odio inconsciente contra Enriqueta. Sin embargo, a medida que trataba de tranquilizarse y convencerse, mil pequeños incidentes despertaban en su memoria palabras de su mujer, miradas de Limousin, un montón de minucias, no tomadas hasta entonces en consideración o apenas advertidas; retrasos repetidos, ausencias simultáneas y hasta gestos insignificantes, pero extraños, que no había sabido interpretar ni comprender, y que, al fin, adquirían a sus ojos mucha importancia, cuando establecía entre todos ellos unidad y connivencia. Cuanto había ocurrido desde su casamiento surgía bruscamente en su memoria sobreexcitada por la angustia. Lo recordaba todo; entonaciones singulares, actitudes sospechosas. Y su pobre corazón de hombre tranquilo y bondadoso martirizado por la duda, le mostraba en aquel instante como cierto lo que no eran acaso más que sospechas.
Recorría obstinadamente, encarnizadamente, sus cinco años de matrimonio; procuraba revivirlos mes por mes, día por día; y cada suceso inquietante que recordaba, le hería como un aguijón de abeja.
Ya no pensaba en Jorgito, que permanecía silencioso apoyado en la pared; pero al advertir el niño que nadie se ocupaba de él, volvió a llorar.
Parent corrió a buscarle, le oprimió con ternura y le besó con frenesí. Mientras le quedara el niño, ¿qué le importaba lo demás? Le cogía, le apretaba sin apartar la boca de sus cabellos rubios, tranquilo, consolado, repitiendo: "¡Hijo mío, hijo mío, hijo mío!..." De pronto recordó lo que había dicho Julia... Sí; la criada le dijo que la criatura era del otro... ¡Ah! ¡Esto sí que le parecía imposible! No, no podía creerlo, no podía siquiera dudar ni un segundo. Aquello fue una de las odiosas infamias que germinan en las almas innobles de seres vulgares. Y repetía: "¡Hijo mío, hijo mío!..."
El pequeño, al sentirse acariciado, calló.
Parent sentía el calor de aquel cuerpecito, que penetraba en su carne a través de la ropa, y le inundaba de ternura, de valor, de alegría; el calor dulce del niño le acariciaba, le fortalecía, le salvaba.
Entonces apartó un poco de sí aquella cabeza pequeña y rizada para mirarla con pasión. Y la contempló ávidamente, fijamente, delirante de gozo al repetir: "¡Hijo mío... hijo mío!..."
De pronto reflexionó: "Se parece al otro... sin-embargo."
Y se produjo en su naturaleza un fenómeno extraño, terrible; una punzante y violenta sensación de frío, como si sus huesos de repente se hubieran helado. ¡Ah! ¡Se parecía mucho a Limousin!... Y analizaba las facciones del niño, que ya reía. Le miraba con los ojos turbados, feroces y rudos; buscaba en su frente y en su nariz, en su boca y en sus mejillas, algo que recordara la frente, la nariz, la boca y las mejillas del amante.
Su pensamiento divagaba como el de un loco, y la cara de Jorgito se transformaba continuamente a sus ojos y le ofrecía modificaciones muy extrañas, parecidos inverosímiles.
Había dicho Julia: "Ni a un ciego engañan." Y había, en efecto, algo que saltaba de pronto a los ojos, algo imborrable. Pero ¿qué? ¿La frente acaso? Limousin tenía la frente más estrecha. ¿La boca? ¿Era posible comparar un rostro barbudo con la cara gordinflona del niño?
Parent pensó: "No veo nada, no puedo ver nada; estoy perturbado; no podría cerciorarme aunque lo viera... Es preciso aguardar... Por la mañana le miraré tranquilamente."
Luego reflexionó: "Y si el niño se parece a mí, estoy salvado, ¡salvado!"
Atravesó la sala en dos zancadas, para examinar en el espejo el rostro del niño junto al suyo.
Sentando a Jorgito en su brazo para que las dos cabezas apareciesen juntas, hablaba en alta voz, tanta era su turbación: "Sí... La misma forma de nariz... La misma forma... tal vez no... Y la mirada... Tiene los ojos azules, muy azules... Tampoco eso... ¡Dios mío!... ¡Dios mío!... ¡Estoy loco! No quiero ver más... ¡Dios mío!... ¡Estoy loco!...
Como si huyera se alejó del espejo; fue a sentarse en una butaca y puso al niño en otra. El pobre hombre lloraba, lloraba como un desesperado, y al oírle gemir de aquel modo, el niño, asustado, comenzó a berrear.
Sonó el timbre de la puerta. Parent dio un salto, como si le hubiese atravesado una bala y dijo: "Es ella; ¿qué haré?" Corrió hacia su cuarto para encerrarse, reponerse, secar sus lágrimas. Pero a los pocos instantes el timbre le hizo estremecerse de nuevo, y pensó entonces que Julia se habría ido sin avisar a la doncella. ¿Quién abriría la puerta? ¡El mismo!
Se sintió de pronto resucito y envalentonado, dispuesto al disimulo y a la lucha. La horrible sacudida le había curtido en un momento. Además, quería saber, averiguar algo, con furor de tímido y tenacidad de bonachón exasperado.
A pesar de todo, temblaba. ¿De miedo? Sí. ¿Acaso aún temía, como siempre, a su mujer? ¿Alguien sabe cuánta cobardía fustigada contiene un movimiento audaz?
Se acercó a la puerta sin hacer ningún ruido, y se detuvo a escuchar. Su corazón latía furiosamente; los golpes que resonaban en su pecho y la voz chillona del niño... No conseguía oír otra cosa.
De pronto el timbre resonó sobre su cabeza, sacudiéndole como una explosión, y anheloso, desfallecido, abrió la puerta.
Su mujer y Limousin se le aparecieron en el descansillo.
Enriqueta le dijo, a un tiempo irritada y sorprendida:
—¿Por qué abres tú? ¿Y Julia?
Parent sentía en la garganta un nudo, y la respiración fatigosa; quiso responder, pero no pudo pronunciar ni una palabra.
Ella insistió:
—¿Te has quedado mudo? ¿Y Julia?
Entonces él dijo, balbuciente:
—Julia... Julia se ha ido...
Enriqueta se enardecía:
—¡Cómo! ¿Se ha ido? ¿A dónde? ¿Por qué?
Parent recobraba su aplomo; sintió brotar en su corazón un odio implacable contra la insolencia de aquella mujer.
—Sí... Se ha ido para siempre. La he despedido.
—¿A Julia? Estás loco.
—Sí; la he despedido porque se había insolentado; y además... porque ha maltratado al niño.
—¿Julia?
—Sí, Julia.
—¿Y por qué se ha insolentado?
—Refiriéndose a ti...
—¿A mí?
—Dijo que la comida se pasaba... y tú no volvías...
—¿Eso ha dicho?
—Y más... Cosas desagradables para ti... que yo no he comprendido... ni quiero comprenderlas.
—Dímelo todo.
—Es inútil repetirlo.
—Quiero saberlo todo.
—Dijo, que para un hombre como yo, era una desgracia estar casado con una mujer como tú, que nunca eres puntual, ni ordenada, ni cuidadosa, ni atiendes a las obligaciones de tu casa, ni a tu hijo, ni a mí.
Enriqueta, seguida por Limousin, que no despegó los labios sorprendido en aquella situación difícil, avanzaba y cerró bruscamente la puerta. Dejó caer su abrigo sobre una silla, para encararse con su marido, irritada, irascible:
—¿Qué dices? ¿Qué dices? ¿Que yo soy...?
Parent estaba pálido y tranquilo:
—Yo no digo nada, esposa mía; te repito solamente las frases de Julia que deseas conocer; y te hago notar que la despedí, precisamente, por esas frases.
Enriqueta hubiera querido arrancarle las barbas y los carrillos con uñas. En la voz, en el tono, en la expresión del hombre, notaba claramente la rebeldía; sin saber cómo atacarle, buscaba una frase directa y mortificadora, dispuesta, como siempre, a tomar la ofensiva.
—¿Comiste ya?
—Te aguardábamos. Enriqueta hizo un movimiento de impaciencia.
—Es una estupidez aguardar tanto. Debisteis comer a las siete y media, seguro de que me habría entretenido en alguna parte; por algún asunto; de compras.
Dc pronto le pareció necesario explicar de qué modo había invertido el tiempo, y refirió ligeramente, con altivez, que al ir a ver unos muebles, muy lejos, a la calle de Rennes, encontró a Limousin a eso de las siete, en el bulevar Saint-Germain, y le había rogado que la acompañase para poder tomar algo en un restaurante, por no atreverse a entrar sola; y sentía mucha debilidad. Por eso habían tomado los dos precipitadamente, para retrasarse lo menos posible, una sopita y medio pollo.
Parent, respondió sencillamente:
—Hiciste bien; ya ves que no te digo nada.
Limousin, callado hasta entonces, y casi oculto detrás de Enriqueta, se acercó al marido, tendiéndole una mano:
—¿Cómo estás?
Parent alargó fríamente la suya, y dijo:
—Muy bien.
Pero la mujer había recogido una frase de la última respuesta del marido.
—"¡No me dices nada!"... ¿Qué podrías decirme?
Parent se disculpó.
—No tengo motivo. Quise decirte, que no me había preocupado tu mucha tardanza.
Ella buscaba un pretexto para reñir, y se agarró a lo que pudo:
—¡Mi tardanza!... Como si hubiese comparecido a la madrugada, y pasase noches enteras en la calle.
—No, esposa mía. Digo "tardanza", porque no sé decirlo de otro modo. Te aguardábamos a las seis y media, y vienes a las ocho y media. Bueno... Está bien.., y no hay para extrañarse... Por eso digo "tu mucha tardanza", no sé decirlo de otro modo.
—Pronuncias la frase con cierto retintín...
—¡Vaya, no lo creas!
Enriqueta comprendió que no hallaría resistencia, y al dirigirse a su cuarto, los gritos del niño la sorprendieron. Entonces preguntó sobresaltada:
—¿Por qué llora esa criatura?
—Ya te dije que Julia le ha maltratado.
—Pero ¿qué le ha hecho esa miserable?
—¡Oh! Casi nada. Le ha dado un empujón y el niño se ha caído...
Enriqueta, para ver a Jorgito, entró presurosa en el comedor y se detuvo ante el mantel empapado en vino, los vasos rotos y la sal derramada.
—¿Qué significa esto?
—Es Julia, que...
Enriqueta le interrumpió enfurecida:
—¡Ya es demasiado! Julia dice desvergüenzas de mí, pega al niño, rompe la vajilla, revuelve toda la casa, y parece que tú encuentras natural todo esto.
—No... La he despedido.
—¡Claro! Pero debiste avisar a la policía para que la llevaran a la cárcel.
—Pero, mi querida esposa... No hay para tanto...Seguramente no hay para tanto... Y hubiera sido muy difícil...
Enriqueta, con un desdén infinito se encogió do hombros:
—Siempre serás lo mismo: un pobrete, un infeliz, un hombre sin voluntad, sin carácter y sin energía. ¡Oh! ¡Qué desvergüenzas debió decir para que te hayas decidido a despedirla! Me hubiera gustado verlo un minuto, un minuto nada más.
Abrió la puerta de la sala, en busca de Jorgito: le alzó, le oprimió entre sus brazos, le bazuqueó:
—Jorgito, ¿qué tienes? ¿Qué te han hecho, mono mío, lucero mío?
Al sentirse acariciado por su madre, dejó de llorar el niño.
—¿Qué tienes? ¿Dímelo tú? ¿Qué tienes?
Y respondió con su media lengua:
—Julia... Julia... ha pegado... a papá...
Enriqueta se volvió hacia su marido, estupefacta. Después, el deseo insano de soltar la risa brilló en sus ojos, se dibujó como un temblor en sus mejillas rosadas, asomó a sus labios, levantó las alas de su nariz, y salió, al fin, de su boca, ruidosamente, con vibraciones de alegría satisfecha, sonora, vibrante como el trino de un pájaro. Enriqueta repetía, entre gritos agudos, que dolían a Parent como si fueran mordeduras de aquellos dientes blancos:
—¡Ja, ja, ja!... ¡Ella te pegó!... ¡Ja, ja!... ¡Tiene gracia... mucha gracia....! ¡Ja, ja! ¡Oiga usted, Limousin!... ¡Le ha pegado Julia!... ¡Ja, ja, ja!... ¡Sí...ha pegado a mi marido la criada! ¡Ja, ja, ja! ¡Es muy gracioso!
Parent murmuraba:
—No... no... Te digo que no es cierto. Al contrario: yo fui quien... Yo la empujé tan violentamente que al encontronazo hizo caer cuanto había en la mesa... Jorgito no lo vio. Yo fui quien...
Enriqueta dijo al niño:
—Anda, mi cielo, di otra vez: ¿Julia pegó a papá?
—Sí; Julia —exclamó el niño.
Asaltada por otra idea, la mujer preguntó:
—¿Tampoco disteis de comer al niño? ¿No comiste aún, tesoro mío?
—No, mamá.
Revolviéndose furiosa contra su marido, Enriqueta gritó:
—¿Estás loco, archiloco! ¡Las ocho y media y el niño está sin haber comido aún!
Parent se disculpaba, desconcertado por aquella escena, perdido entre tan engorrosos comentarios, aplastado por aquel desmoronamiento de toda su existencia.
—Hija mía: no quise comer sin ti. Como siempre te retrasas algo, te aguardábamos de un momento a otro.
Ella se quitó el sombrero, lo tiró sobre una butaca, y dijo con voz nerviosa:
—Es intolerable tratar con personas que nada entienden y no adivinan nada; que nada saben hacer. ¡Claro! Y si me ocurre venir a media noche, tampoco hubiera comido la criatura. ¡Como si no pudieras comprender, cuando a las siete y media yo no volvía, que alguna causa...
El marido temblaba, sintiéndose arrebatado por la cólera; pero Limousin se interpuso y dijo a Enriqueta:
—La veo a usted algo injusta en esta ocasión. El no pudo adivinar que hoy vendría usted más tarde que otras veces. Además, después de haber despedido a Julia, solo, ¿era tan fácil salir del paso?
Exasperada Enriqueta, contestó:
—Pues yo no pienso ayudarle; que haga lo que pueda.
Y entró en su cuarto bruscamente, sin preocuparse de que su hijo no había comido.
Limousin se esforzó para endulzar la difícil situación. Recogió los vasos rotos, dispuso los cubiertos, y sentó al niño en su poltrona, mientras Parent iba en busca de la doncella para que sirviese la comida.
La doncella no se había enterado de nada. Sacó la sopa; luego carne con puré de patata.
Parent se había sentado junto al niño, estúpido y desalentado por aquella catástrofe. Hacía comer al pequeño y trataba también de comer algo; partía menuda la carne, y aún después de masticarla mucho, le costaba un esfuerzo para tragarla.
Poco a poco se alzó en su alma un deseo invencible de mirar a Limousin que, sentado frente a él, hacía bolitas de pan. Deseaba comprobar su parecido con la criatura. pero no se atrevía a levantar los ojos. Al fin, se decidió y observó aquel rostro que tanto conocía y que, sin embargo, le pareció no haber examinado nunca; tan diferente le hallaba de como lo supuso.
De cuando en cuando lanzaba una mirada rapidísima, queriendo retener todos los perfiles, toda su expresión; luego clavaba los ojos en el niño, distraídamente, como si pensara sólo en comer.
Dos palabras zumbaban en su oído: "¡Su padre, su padre, su padre!"; resonaban rítmicamente en cada latido del corazón. Sí; aquel hombre, aquel hombre tranquilo, sentado frente a él, junto a su mesa, podía ser el padre de Jorgito, de su Jorgito... Parent dejaba de comer, sin fuerzas para proseguir. Un dolor terrible, uno de esos dolores que hacen aullar y retorcerse y morder, le desgarraba las entrañas. Tuvo tentaciones de coger un cuchillo y c1avárselo en el vientre. Esto le tranquilizaría, le salvaría, sería el fin de todo.
¿Era posible vivir así? ¿Levantarse todas las mañanas, comer a sus horas, andar por las calles, acostarse por la noche, con aquel pensamiento invencible? ¡Limousin es el padre de Jorgito!" ¡No; no tendría fuerzas para dar un paso, ni para vestirse, ni podría pensar en nada, ni hablar con nadie! A todas horas, a cada momento, siempre! se preguntaría lo mismo; trataría de saberlo, de adivinar, de sorprender aquel horrible secreto. Y el niño, el niño adorado... No podía verle sin aumentar el espantoso tormento de aquella duda; sin sentirse desgarrado hasta lo más profundo, sin que hasta la médula de sus huesos le doliera... Y permanecer allí, en aquella casa, junto al niño, ¡que le inspiraba odio y amor a un tiempo! Odio, sí, acabaría por odiarle. ¡Qué suplicio! ¡Ah! ¡Si al menos estuviera seguro de que Limousin era el padre, tal vez se calmara y se adormeciera en sus desdichas, en su dolor! ¡Pero no saber nada seguro, era intolerable!
No saber nada seguro, buscar siempre, sufrir siempre y besar al niño a cada instante. Pasearlo por las calles, cogerlo en brazos, sentir como una caricia el roce de sus finos cabellos, adorarle y pensar: "¡Acaso es del otro!" ¿No valdría más no verle, abandonarlo, perderlo? ¿No valdría más huir solo, muy lejos, tan lejos que nunca oyese hablar de nada nunca, nunca?
Le sobresaltó el chirrido de la puerta que se abría.
—Tengo hambre —dijo al entrar la señora—. ¿Y usted, Limousin?
—¡Caramba! yo también —contestó el amigo.
Enriqueta mandó que volviesen a sacar la sopa.
Parent pensaba: "¿Será cierto que han comido ya, o se habrán retrasado en una entrevista amorosa?"
Los dos comieron con mucho apetito. Ella tranquila, risueña, ocurrente, bromeaba. Los ojos de Parent seguían sus movimientos, a intervalos y con disimulo. Enriqueta se había puesto una bata de color de rosa con encajes blancos, y su cabeza rubia, su cuello terso y sus manos finas y carnosas, asomaban de aquel traje lindo que parecía una concha de nácar bordada con espuma. ¿Cómo estuvo ella toda la tarde con el amigo? Los imaginaba estrechamente abrazados entre caricias y palabras ardientes! Y ¿no sería posible saber nada ni adivinar nada, cuando los veía juntos frente a él?
¡No se habrían reído poco de su misma crueldad si le engañaban desde fecha lejana! ¿Era posible que de tal modo se hiciese burla de un hombre honrado para servirse de su dinero? ¿Por qué no se leen esas maldades en las almas? ¿Por qué los corazones bondadosos no adivinan los engaños de los corazones infames? ¿Por qué la voz que miente y la que adora suenan de igual modo? ¿Por qué la mirada falaz no se distingue de la mirada sincera?
Después de observarlos furtivamente y coger al vuelo una palabra, una entonación, un guiño, una sonrisa, de pronto pensó: "Esta misma noche quiero sorprenderlos." Y dijo:
—Hija mía, como he despedido a Julia, es necesario que busque lo antes posible otra cocinera. Tal vez logre que pueda venir alguna desde mañana temprano si lo procuro desde ahora. Me voy en seguida y si tardo en volver, no lo extrañes.
—Bueno —contestó Enriqueta—;Limousin me dará conversación hasta que vuelvas. Te aguardaremos.
Y encarándose con la doncella., prosiguió:
—Acueste usted a Jorgito, levante los manteles y retírese.
Parent, ya de pie, oscilaba sobre sus piernas, aturdido, titubeante.
—Hasta luego —murmuró; y apoyándose un poco en la pared, porque le parecía que la casa oscilaba como un barco, salió pausadamente.
La doncella se había llevado a Jorgito. Enriqueta y Limousin pasaron a la sala.
—¿Estás loca? —dijo el amante—. ¡Hostigas demasiado a tu marido!
—Oye; no empieces como de costumbre; me violentan mucho tus reflexiones ¡empeñado en presentarme a Parent como un mártir!
—No te lo presento como un mártir —dijo Limousin que arrellanado en una butaca ponía una pierna sobre la otra—;pero me parece ridículo, en tu situación, provocarle con saña.
Ella cogió sobre la chimenea un cigarrillo, y contestó mientras lo encendía:
—Si no le provoco; al contrario: me irrita su estupidez... y le trato como se merece.
Limousin, algo impaciente, replicaba:
—Es ridículo eso que haces. ¡Y todas las mujeres hacéis algo semejante! Un excelente hombre, de sobra confiado y de sobra bondadoso, que nunca estorba, que nos deja libres, que confía en ti como un estúpido, sin dudar ni un momento; y tú, haces lo posible para enfurecerle y que se turbe nuestra existencia tranquila.
—¡Calla! —¡Me aburres¡¡También eres cobarde como todos los hombres! ¡Tienes miedo! ¡Te da miedo ese infeliz!
El se levantó vivamente, furioso.
—Yo quisiera saber qué daño te ha hecho, y por qué le odias... ¿Te maltrata? ¿Qué hace contra ti? Es demasiada crueldad torturar a un hombre por el solo motivo de ser bueno, y odiarle únicamente porque le engañas.
Ella se acercó a Limousin y le miró fijamente a los ojos.
—Y ¿eres tú quien me lo echa en cara? ¿Tú? ¿Tú? ¿Tú? ¿Tienes vergüenza para eso?
—No he querido echártelo en cara; defiendo a Parent, porque necesitamos, para ser felices, de su ceguedad. Y deberías comprenderlo.
Estaban muy cerca el uno del otro; él, grandote, moreno, con patillas largas, guapetón, con la vulgar apostura de un hombre satisfecho de sí mismo; ella, bonita, sonrosada y rubia, una deliciosa parisién, semi-galante y semi--burguesa, nacida en una trastienda, educada junto al escaparate de un comercio en el mecanismo de atraer parroquianos con los ojos, y casada al azar de aquella pesca del transeúnte, con el primer infeliz que se apasionó por ella, complacido al verla en el mismo lugar dos voces al día: al salir por la mañana y al regresar por la tarde.
Enriqueta dijo a Limousin:
—¿Pero tú no adivinas, inocente, que le aborrezco, precisamente porque se ha casado conmigo, porque me ha comprado con su dinero, porque todo lo que dice, todo lo que hace, todo lo que piensa, me ataca a los nervios? A cada instante me desespera con su estupidez, que tú llamas bondad; con su torpeza, que tú llamas confianza, y, sobre todo, porque yo quisiera que fueses tú mi marido y no él. Aunque no molesta mucho, le siento entre los dos a todas horas. Es insoportable... ¿Y qué? ¡No!, es demasiado idiota para sospechar nada. Yo quisiera verle celoso alguna vez. Me dan tentaciones de gritarle: "¡Ciego, bruto, ¿no ves? ¿No adivinas ¡Y ¿no comprendes que Pablo es mi amante?"
—Por ahora —dijo Limousin risueño— te agradeceré que lo calles y no turbes nuestra existencia.
—¡Oh! No la turbaré, no te apures; con ese idiota no es posible temer nada. Pero me parece absurdo que no comprendas cuánto le odio —y cuánto me repugna. En cambio, tú le tratas con afecto, le das la mano con gusto. Los hombres sois atroces.
—Hay que disimular, cariño mío.
—No se trata del disimulo; se trata del sentimiento. Desde que burláis a un hombre, parece que le queréis más; nosotras le odiamos a partir del momento en que le hubimos engañado.
—No veo razón para odiar a un buen hombre desde que se le roba el amor de su mujer.
—¿No ves razón? ¿Que no ves razón? Es un delicadeza que os falta. ¡Está bien! Hay cosas que sentimos y no acertamos a explicar. Por añadidura en estos asuntos... No; no me comprenderías; mi razonamiento sería inútil. Vosotros no entendéis ciertas delicadezas...
Y sonriente, con un dulce abandono de viciosa, puso las manos en los hombros de su amante para ofrecerle sus labios; él inclinó la cabeza, oprimió su cintura con fuerte abrazo, y se unieron sus bocas. Como estaban de pie delante del espejo de la chimenea, otros amantes, reflejados en el cristal se besaron también...
Y no habían oído nada, ni el ruido de la llave ni el roce de la puerta; pero Enriqueta, bruscamente, lanzando un grito agudo, se apartó de Limousin. El y ella vieron la imagen de Parent que los contemplaba, lívido, con los puños apretados, descalzo y con el sombrero sobre la frente, junto a las cejas.
Se volvieron para mirarle, primero ella, luego él, con un rápido movimiento de los ojos y sin mover apenas la cabeza. El marido tenía la cara descompuesta. Sin decir una palabra se arrojó sobre Limousin, y le agarró fuertemente para estrujarlo y ahogarlo; a empujones y sacudidas lo arrastró hasta un ángulo de la sala, tan impetuosamente, que Limousin perdió el equilibrio, y al caer se dio un golpazo en la cabeza.
Pero Enriqueta, segura de que su marido quería matar al amante, se arrojó sobre Parent, le acogotó, le clavó en el cuello las diez uñas de sus manecitas rosadas, le apretó de tal modo, con la fuerza nerviosa de una mujer desesperada, que hizo sangre. Le mordía en el hombro, como si hubiera querido despedazarlo con los dientes, y Parent, casi estrangulado, sofocado, soltó a Limousin para sacudirse de su mujer, agarrada fuertemente a su cuello, y cogiéndola por la cintura, de un empujón la hizo ir hasta él otro extremo de la sala.
Luego, como sólo sentía la cólera instantánea de los bonachones y la violencia repentina de los débiles, quedó entre sus dos enemigos, jadeante, agotado, sin saber qué partido tomar. Su furor se había disipado en aquel esfuerzo, como la espuma del vino, y su energía insólita se abatió en un ahogo prolongado.
Y cuando pudo hablar, balbuceó:
—¡Fuera. de aquí!... Los dos.... Inmediatamente... ¡Fuera de aquí!
Limousin continuaba inmóvil en el suelo, arrimado a la pared, muy atontado aún para comprender nada; muy despavorido para mover ni un dedo. Enriqueta, con las manos apoyadas en un velador, con la cabeza erguida, con el vestido desabrochado, el pecho desnudo y el cabello en desorden, aguardaba como una fiera que se dispone a saltar.
Parent repetía con la voz más enérgica:
—¡Fuera de aquí! ¡Fuera de mi casa! ¡Inmediatamente!
Segura ya de que no había peligro, envalentonada Enriqueta, se acercó a él y le dijo:
—¿Te has vuelto loco? ¿Te has vuelto loco?
Parent, amenazador, gritaba:
—¡Oh!... ¡Es demasiado!... ¡Es demasiado! Lo sé todo.., todo... todo.... lo he oído todo... ¿entiendes? Todo, ¡miserable!... ¡miserable!... ¡Sois unos canallas! ¡Fuera de aquí!... ¡los dos!... ¡He de mataros!... ¡Canallas!... ¡Fuera de aquí!
Ella comprendió que no había remedio; que no había manera de justificarse, que todo estaba perdido; y su impudicia y su odio la impulsaron. Con ansias de insolente provocación, dijo:
—Vámonos, Limousin, ya que nos echa de aquí; vámonos a tu casa.
Pero Limousin no se movía. Parent, recobrados los bríos, gritaba:
—¡Inmediatamente! ¡Canallas!... ¡Fuera de aquí!... O ahora mismo...
Enriqueta, rápidamente atravesó la sala, cogió por un brazo a su amante, le ayudó a levantarse del suelo, y al dirigirse con él hacia la puerta, repetía:
—Vámonos, hijo mío; anda; ese hombre se ha vuelto loco; anda, me voy contigo...
Al salir, ella miró a su esposo con el ánimo de inventar algo para torturarle una vez más, antes de salir de aquella casa; y una idea venenosa, feroz, mortal, acudió a su pensamiento; una idea en la que fermentaba toda la perfidia femenil:
—¡Quiero llevarme a mi hijo!
Parent, estupefacto, balbuceó:
—¿Tu... tu hijo? ¿Te atreves a recordarlo siquiera? ¿Te atreves a pedirme tu hijo?... ¡Ah! ¡Es mucho, es mucho! ¿Te atreves?... ¡Oh! ¡Fuera de aquí... miserable! ¡Fuera!
La mujer se acercó al marido, casi risueña; casi vengada ya, y provocándole, irguiéndose, le dijo cara a cara:
—¡Quiero llevarme al hijo!... que no debe quedarse aquí, en tu casa, ¡porque no es tuyo!... ¿Lo entiendes? No es tuyo, no es tuyo; es de mi amante.
Parent, ya loco, gritó:
—¡Mientes! ¡Mientes! ¡Canalla!
Y ella insistía:
—No es tuyo, ¡imbécil! Todo el mundo lo sabe menos tú. Su padre, ahí le tienes: mírale y te convencerás.
Parent retrocedió vacilante; luego, bruscamente, cogió una bujía, entró en el dormitorio y volvió al punto con el niño envuelto en las ropas de la cuna.
Jorgito, sobresaltado con el brusco despertar, lloraba. Parent se lo entregó a la madre, sin decir una palabra más, y la empujó violentamente hacia la puerta, luego hacia la escalera, donde Limousin, acobardado, aguardaba.
Cerró, con llave, corrió el cerrojo, y al entrar en la sala, cayó desplomado en el suelo.
II
Parent vivía solo, enteramente solo. Durante las primeras semanas que siguieron a la separación, el aturdimiento de su vida nueva no le permitió hacer muchas reflexiones. Andaba por las calles vagabundo, como cuando era soltero; comía en un restaurante. Para evitar el escándalo señaló a su mujer una pensión y formalizó notarialmente su compromiso. Pero, poco a poco, el recuerdo del niño turbaba su pensamiento. Con frecuencia, cuando estaba solo en casa por las noches, le parecía oír la voz de Jorgito que le llamaba "papá". Su corazón latía muy angustiosamente, y el pobre hombre, levantándose, abría la puerta del piso para ver si, por acaso, el niño había vuelto. Creía posible que volviera solo, como vuelven les perros y las palomas... ¿Por qué había de tener la criatura humana menos instinto que un animal? Seguro ya de su error, volvía a sentarse en una butaca para pensar en Jorgito. Meditaba durante horas enteras, durante días enteros. No era solamente una obsesión sentimental: era también una obsesión física, un ansia material, nerviosa, de besarle, de tenerle, de oprimirle, de sentarle sobre sus rodillas y hacerle saltar. Le exasperaba el recuerdo febril de las caricias pasadas. Sentía los bracitos en torno de su cuello; la boquita, que imprimía sobre su barba ruidosos besos; la cabellera rubia, que le cosquilleaba en la mejilla. El deseo de aquellos dulces halagos perdidos, la piel suave, sonrosada y tibia, dónde puso con placer sus labios, le enloquecía como el deseo de una mujer adorada que huye.
De pronto, en la calle, no podía contener su llanto al acordarse del pequeño que saltaba y corría junto a él. Ya de regreso, a solas, con la cabeza entre las manos, lloraba toda la tarde.
Luego veinte veces, mil veces en un día se hizo la misma pregunta: ¿Era o no era el padre de Jorgito? Pero, sobre todo, por la noche, le obsesionaba esa idea con razonamientos interminables. Apenas acostado, repetía sin cesar la misma serie de reflexiones desconsoladoras.
Al principio no dudaba: el niño era seguramente de Limousin, como había confesado Enriqueta. Pero más adelante, poco a poco, empezó a dudar. Seguramente las palabras de su esposa no tenían valor. Ella quiso provocarle, desesperarle. Y, al pesar el pro y el contra fríamente, no era descabellado suponer que su afirmación fue un embuste.
Acaso Limousin hubiera dicho la verdad. Pero ¿cómo preguntárselo? ¿cómo decidirle a que lo confesara?
Algunas veces, Parent, despierto de madrugada, resolvía de pronto buscar a .Limousin, rogarle, ofrecerle cuanto quisiera para poner término a tan abominable angustia. Luego se descorazonaba, desesperaba, seguro de que también mentiría el amante. Mentiría, seguramente, para impedir que recobrase al niño el padre verdadero.
¿Qué hacer? ¡Nada!
Y se desconsolaba por haber precipitado brutalmente los acontecimientos, por no haberlo reflexionado con calma, por no haber sabido esperar, fingir, durante un mes o dos, para convencerse y enterarse por sus propios ojos. Debió tener disimulo y dejar que se traicionaran sin darse cuenta. Debió esperar ocasiones en que Limousin acariciase al niño; esto le bastaría para saber la verdad: un amigo no besa como un padre. Los hubiera observado, oculto detrás de las puertas. ¿Cómo no se le ocurrió esto? Si Limousin, a solas con el niño, no le hubiese cogido en brazos para oprimirle y besarle apasionadamente; si le hubiese dejado jugar, con indiferencia, sin ocuparse de él: no era posible dudar; en ese caso no era, no se creía, no se sentía padre.
Y al separarse de la madre, Parent hubiera conservado al hijo, y hubiera sido feliz con él; ¡todo lo feliz que pueda ser un hombre!
Se revolvía en la cama, sudoroso, dolorido y obstinado en recordar cómo trataba Limousin a la criatura. Pero no recordaba nada, absolutamente nada: ningún gesto, ninguna mirada, ninguna palabra, ninguna caricia sospechosa. La madre tampoco se ocupaba mucho de Jorgito. Si fuera hijo del amante, seguramente le quisiera más.
Sin duda le separaron del niño por venganza, por crueldad, en castigo de la sorpresa.
Y Parent decidía salir temprano para presentar al juez lo antes posible, su reclamación, resuelto a recobrar a su Jorgito.
Pero de pronto le invadía la certeza de lo contrario. Como fue Limousin desde un principio el amante de Enriqueta, el amante adorado: ella debió entregarse a él con toda su alma, con todo el abandono y el amor que hacen madres a las mujeres. Y por otra parte, la reserva y la frialdad que mostró siempre la esposa en sus relaciones íntimas con el marido, no eran causa bastante para suponer que no pudo fecundarla su acoplamiento.
Luego lo que se proponía era tener a su lado constantemente y cuidar al hijo de otro. No podría mirarle, besarle, oírle decir "papá", sin que le hiriera un pensamiento desgarrador: "¡No es hijo mío!" Se condenaba para siempre a un suplicio, a una vida miserable. ¡No! Más prudente sería estar solo, vivir solo, envejecer solo, morir solo.
Y todos los días le asediaban esas abominables vacilaciones y esas torturas, que por nada podía calmar ni vencer. Al acercarse la noche temía la oscuridad, la tristeza del crepúsculo. Una lluvia de tristeza, un torrente de amarguras anegaban y enloquecían su corazón con los últimos reflejos de la tarde. Tenía horror de sus pensamientos, como si fueran sus más encarnizados enemigos, y huía de sus reflexiones, como huye una bestia perseguida. Temía, sobre todo, su casa desierta, siempre oscura y terrible, y las calles solitarias donde sólo brilla, de trecho en trecho, una luz de gas, donde el transeúnte silencioso, que vemos venir a distancia, parece un ladrón que nos persigue o nos sale al encuentro. Parent, a su pesar, por instinto, buscaba lugares bien alumbrados y concurridos. La luz y la concurrencia le atraían, le interesaban y le aturdían. Se fatigaba de andar, de vagar entre la multitud, y cuando los transeúntes eran menos y las calles quedaban silenciosas, el horror a la soledad le impelía hacia un café concurrido, bullicioso, de luz espléndida. Sentado junto a una mesita redonda pedía un bock, y lo bebía lentamente, inquietándose cada vez que alguno se levantaba para irse; hubiera querido cogerle del brazo, retenerle, rogarle que se quedara un rato más; de tal modo temía la hora en que al salir en grupos todos los concurrentes, le dejaban solo, y un mozo le decía con voz áspera: "Caballero, que vamos a cerrar."
Porque todas las noches era el último que se iba. Veía recoger las sillas, cubrir los divanes, apagar uno tras otro los mecheros del gas: todos menos dos, el de su mesa y el del mostrador. Veía con ojos doloridos al encargado, que después de contar el dinero echaba la llave al cajón; y al fin se iba, casi empujado por los mozos, que rezongaban: "¡Ese pelmazo! Cualquiera diría que no tiene dónde acostarse".
Y en cuanto ponía los pies en la calle oscura, comenzaba a pensar en Jorgito, a barrenar el magín, y a retorcer sus pensamientos para descubrir si era o no era padre de aquella criatura¡
Se fue acostumbrando a pasar horas y horas en una cervecería, confundido con los impenitentes bebedores que forman un público familiar y silencioso, donde el denso humo de las pipas adormece las inquietudes mientras la cerveza pastosa embota el espíritu y calma el corazón.
Allí vivía. En cuanto se levantaba de la cama, se iba allí a sentarse cerca de personas, en las cuales podía entretener sus miradas y sus pensamientos. Por no moverse, decidió comer allí. Hacia medio día golpeaba suavemente la mesa de mármol con la copa de cristal, y el mozo le llevaba un cubierto; después del postre sorbía lentamente su café con los ojos fijos en la botella que le proporcionaba más tarde una hora de feliz embrutecimiento. Primero humedecía sus labios en el coñac, paladeándolo; después, lo saboreaba, lo vaciaba despacito, casi gota por gota, y levantaba la cabeza para bañar con el fuerte licor su paladar, sus encías, toda la mucosa de sus carrillos; lo mezclaba con abundante saliva, segregada por las glándulas, excitadas por el alcohol, y luego lo tragaba con recogimiento, sintiéndolo resbalar por la garganta y sumergirse en el estómago.
Después de cada comida tomaba poco a poco,. durante más de una hora, tres o cuatro copitas que le adormecían suavemente. Inclinaba la cabeza sobre el vientre y cerraba los ojos. A media tarde los abría, para tender la mano hacia el bock de cerveza que un mozo acababa de presentarle. Torpemente se removía un poco sobre el diván de terciopelo encarnado, levantaba la cintura del pantalón y estiraba el chaleco, para cubrir la camisa que aparecía entre uno y otro; y cogía de nuevo los periódicos de la mañana.
Repetía su lectura del principio al fin, hasta los anuncios, la cotización de la Bolsa y los programas de los teatros.
Luego daba un paseo por los bulevares, para refrescarse un poco, según decía; y al regresar, ocupaba el mismo sitio de siempre, y tomaba su ajenjo.
De conversación con algunos clientes, comentaban las últimas novedades, los sucesos y la política; todo esto hasta la hora de comer. La noche la pasaba como las primeras horas de la tarde. No salía de allí hasta la hora de cerrar. Era el momento terrible; no había más remedio que sumergirse en la negrura, volver a la casa desierta, guardadora de recuerdos azarosos, de pensamientos horribles y de angustias sin fin. Nunca veía ni a sus amigos de antes ni a sus parientes; no trataba con ninguno que pudiese recordarle su vida pasada.
Pero como su casa era un infierno para él, tomó un cuarto en una fonda, un hermoso cuarto, en el entresuelo, para ver a los transeúntes. Ya no estaba solo; en aquel establecimiento sentía removerse a su alrededor a cuantos allí vivían; oía conversaciones a través de los tabiques; cuando sus antiguas preocupaciones le hostigaban demasiado cruelmente junto a su cama entreabierta ya, o delante de su chimenea solitaria, se asomaba a los corredores y paseaba frente a las puertas cerradas, mirando con tristeza el calzado puesto delante de cada una; zapatitos de mujer junto a fuertes botas de hombres; y pensaba que muchas parejas felices dormían amorosamente, abrazados, felices bajo el suave calor de las mantas.
Cinco años transcurrieron así; cinco años aburridos y sin otra variación que la visita de dos horas por dos luises, a una prostituta, de vez en cuando.
Pero un día, mientras daba su acostumbrado paseo entre la Madelaine y la calle Drout, se fijó de pronto en una mujer que iba delante y cuya figura le dio algo que pensar. Un caballero alto y un niño le acompañaban. Parent se preguntó: "¿De dónde recuerdo a esa gente?" Y de pronto reconoció en ella un movimiento de la mano: era su esposa; iba con Limousin y con su Jorgito.
El corazón del infeliz latió con tal violencia, que casi le ahogaba; sin embargo, no se detuvo; quería verlos; iban como un buen matrimonio burgués. Enriqueta se apoyaba en el brazo de Limousin; le hablaba cariñosamente y volvía la cabeza para mirarle con ternura. Parent la vio de perfil; reconoció la línea graciosa de su rostro, los movimientos de sus labios, la dulzura de su mirada. El niño, sobre todo, le preocupó mucho. ¡Cuánto había crecido y qué robusto estaba! Parent, que no podía verle la cara, se fijó en la hermosa cabellera rubia que le cubría el cuello con rizados bucles. Era Jorgito, hecho un mozo ya; con las pantorrillas al aire, iba muy formal junto a su madre.
Como se detuvieron ante un escaparate, los vio de pronto a los tres. Limousin estaba muy envejecido, canoso y macilento. Por el contrario, Enriqueta, más lozana y agradable que nunca, más bien había engordado; el niño estaba desconocido, ¡tan diferente de antes!
Otra vez se pusieron en marcha. Parent se obstinó en seguirlos; apresuró el paso para verlos de frente, y al hallarse junto al niño, le acometió un deseo, un violento deseo de cogerle y llevárselo entre sus brazos. Le rozó, como por casualidad; el niño levantó la cabeza y miró despreciativamente al importuno que le había molestado. Entonces Parent huyó, abatido, perseguido, herido por aquella mirada. Huyó como un ladrón, sintiendo el horrible temor de que pudieran reconocerle su esposa y el amante. No paró hasta llegar a la cervecería, y caer, abrumado, sobre un diván.
Aquella noche bebió tres ajenjos.
Durante cuatro meses tuvo en el corazón abierta la llaga que le había producido aquel encuentro. Cada noche se le aparecían los tres, felices y tranquilos: el padre, la madre y el niño, paseaban por el bulevar antes de ir a comer a su casa.
Y aquella visión nueva borraba la antigua; era distinta su alucinación, pero tan dolorosa como la de antes. El niño, su Jorgito, a quien adoró y que le besaba en otro tiempo, desaparecía en un pasado lejano, veía sólo al muchachito de ahora, como a un hermano de aquél; un muchachito con las pantorrillas desnudas, ¡y que no le conocía! Este pensamiento le martirizaba horriblemente. El amor del niño había muerto; ningún lazo quedaba entre los dos; el niño no tendía ya los brazos al verle, y hasta le miraba con desprecio.
Poco a poco, su espíritu se calmó; las torturas mentales se debilitaban; la imagen aparecida ante sus ojos, turbadora de sus noches, fue cada vez más indecisa y más borrosa. Se dedicó a vivir como todo el mundo, como todos los desocupados que beben cerveza junto a las mesas de mármol y desgastan sus pantalones contra el duro terciopelo de los divanes.
Envejeció entre el humo denso de las pipas, perdió su cabello bajo las luces de gas, fueron sus únicas preocupaciones el baño cada semana, el peluquero cada quince días y la compra de alguna prenda de vestir. Cuando entraba en la cervecería con un sombrero nuevo, se miraba largo rato al espejo antes de sentarse; se lo ponía y se lo quitaba muchas veces, de varios modos, y preguntaba al fin a su amiga, la señorita del mostrador, que le atendía con mucho interés: "¿Le parece a usted bien?"
Dos o tres veces al año iba al teatro, y en verano solía pasar algunas noches en un café cantante de los Campos Elíseos. Conservaba en su memoria canciones que luego le distraían mentalmente durante semanas enteras y a veces tarareaba, como un murmullo acompasado con el pie, mientras permanecía sentado frente a su bock.
Los años pasaban lentos, monótonos y vacíos.
Parent no se daba cuenta del tiempo que le arrastraba hacia la muerte, sin conmoverle, sin agitarle. sentado junto a una mesa de cervecería; y sólo el espejo, donde apoyaba su cráneo más calvo cada vez, reflejaba los estragos del tiempo que pasa, que huye, que devora silenciosos a los hombres, a los míseros hombres.
III
Apenas pensaba ya en el espantoso drama que amargó su alma, porque habían pasado veinte años desde aquella terrible noche.
Su nuevo genero de vida le había envejecido mucho, debilitándole, consumiéndole, agotándole; con frecuencia el dueño de la cervecería, el cuarto dueño desde que Parent se convirtió en asiduo parroquiano de aquel establecimiento, le decía: "Debiera usted sacudir algo su modorra; debiera tomar los aires del campo; le aseguro que mejoraría mucho en poco tiempo."
Y cuando Parent salía, el comerciante comunicaba su pensamiento a la señorita del mostrador. "Ese desdichado se mata poco a poco; es una locura enterrarse así en un barrio populoso. Convénzale usted para que vaya de campo algún día siquiera. Ya llega cl buen tiempo; el aire puro le reanimará."
Y la muchacha, piadosamente y llena de buenos deseos, repetía cada tarde al obstinado Parent:
"¿Cuándo se decidirá usted a dar un buen paseo por las afueras? ¡Es tan hermoso el campo en un día sereno! ¡Ah! ¡Si yo pudiese, pasaría la vida en el campo!" Y le comunicaba sus ensueños, los ensueños poéticos y sencillos de todas las pobres muchachas que vegetan detrás de los cristales de una tienda; y al ver pasar la vida ficticia y ruidosa de la calle, piensan en la vida sosegada y dulce de los campos, a la sombra de los árboles, bajo el sol radiante que inunda las praderas; piensan en los bosques sombríos, en las claras riberas junto a las vacas perezosas que pacen, y entre flores campestres, azules, rojas, blancas, amarillas: ¡tan hermosas, tan frescas, tan perfumadas! todas las flores silvestres, que invitan con su abundancia a hacer lindos ramos.
Y gozosa, la pobre muchacha le hablaba sin cesar de su deseo infinito, nunca realizado y tal vez irrealizable ,mientras él, triste viejo sin esperanzas, la oía gustoso. Había tomado la costumbre de sentarse junto al mostrador para estar cerca de la señorita Zoé y discurrir con ella las excelencias dcl. campo. Lentamente sintió un vago deseo de realizar una vez siquiera lo que le aconsejaban, para convencerse al fin de que lejos de las calles populosas había un aire puro y vivificador.
Una mañana preguntó:
—¿Sabe usted algún sitio de las cercanías de París donde me diesen de almorzar pasablemente?
Y ella contestó:
—Vaya usted a la Terraza de Saint Germain. ¡Es precioso aquello!
Parent había estado allí en su juventud; volvería.
Eligió un domingo, sin razón fundada, solamente porque todos acostumbran a salir de campo el domingo, aun cuando no tengan durante la semana otra cosa que hacer.
Un domingo, temprano, se fue a Saint-Germain.
Era uno de los primeros días de Julio, brillante y caluroso. Sentado junto a la ventanilla del vagón, contemplaba el paso de los árboles y las casitas de los alrededores de París. Se sentía más triste y aburrido que nunca, y lamentaba su decisión, perturbadora de sus costumbres; El paisaje vario, le parecía siempre monótono y desolador. Sentía sed; hubiera bajado en cualquiera estación para sentarse tranquilamente y tomar un bock o dos y volver a París en el primer tren que pasara luego. El viaje se le hacía largo, muy largo. Durante meses enteros permanecía sentado ante las mismas cosas inmóviles; y consideraba enervante, fatigoso, recorrer tantos lugares y verlo girar todo a su alrededor mientras él no se movía.
El río atrajo su atención cada vez que lo cruzaba. Desde el puente Chatou vio algunas lanchas movidas por los poderosos remos, alzados a compás y con ritmo por los tripulantes que mostraban los brazos desnudos. "Esos no deben aburrirse", pensó. La orilla del río, cuando pasaban por el puente del Pecq, despertó en el fondo de su corazón un deseo de pasear junto al agua; pero el tren se precipitó en seguida en el túnel que precede a la estación de Saint-Germain, y se detuvo pronto en el. andén de llegada.
Parent bajó del coche. Vencido por la fatiga, con las manos atrás y el cuerpo inclinado, avanzó hacia la Terraza. Luego, junto a la barandilla de hierro, se detuvo para contemplar el horizonte. La llanura inmensa se extendía a su vista como un mar anchuroso y cuajada de pueblecitos. Carreteras blancas atravesaban aquellos campos verdes; algunos bosques aparecían como grandes manchas negruzcas; los pantanos del Vesinet brillaban como láminas de plata, y los ribazos de Sannois y de Argenteuil se dibujaban entre una bruma ligera y azulada, que apenas permitía descubrirlos. El sol bañaba con su luz abundante y abrasadora todo el paisaje, algo velado por el vaho matinal, por el sudor de la tierra caliente y por las emanaciones húmedas del Sena, que deslizándose con un serpenteo sin fin a través de las llanuras, bordea los pueblos y lame las faldas de las colinas.
Una brisa muy suave, impregnada en el perfume de la savia, de la vida vegetal, acariciaba la piel y penetraba en lo más profundo del pecho; parecía rejuvenecer el corazón, aligerar el espíritu, vivificar la sangre.
Parent, sorprendido, respiraba con ansia, distraía los ojos asombrados ante la extensión del paisaje, y pensaba: "Es cierto que me sienta bien estar aquí".
Avanzó algunos pasos y se detuvo nuevamente interesado en su contemplación. Creía descubrir cosas desconocidas y nuevas, no las cosas que sus ojos veían, sino las que presentía su alma; sucesos ignorados, dichas adivinadas, placeres no sentidos; todo un horizonte de vida, nunca imaginada por él, se abrió bruscamente sobre la extensión de la campiña sin límites.
La espantosa tristeza de su existencia le apareció iluminada por la potente claridad que inundaba la tierra. Recordó sus veinte años de café, pálidos, monótonos, abrumadores. Hubiera podido viajar, como lo hacen otros, .irse lejos, muy lejos, a países nuevos, a tierras casi desconocidas, más allá de los mares; pudo interesarse por todo lo que apasiona a otros hombres; las artes, las ciencias; y apreciar en mil formas la vida, la vida misteriosa, triste o alegre, siempre varia, siempre inexplicable y atrayente.
Ya era tarde para variar. Iría de bock en bock hasta su acabamiento, sin familia, sin amigos, sin esperanzas y sin curiosidades. Un abandono infinito le poseía, un deseo de huir, de ocultarse, de volver a París, a su rincón de la cervecería y a su embrutecimiento. Sin embargo, todas las ideas, todos los ensueños, todas las ilusiones que duermen en la pereza de las almas inactivas, se habían despertado en él, por la eficacia del sol que inundaba la llanura.
Le pareció que si permanecía más tiempo allí, ante aquel espectáculo, acabaría por enloquecer, y corrió a refugiarse en el pabellón Enrique IV para almorzar, aturdirse con el vino y los licores, y hablar con alguien.
Sentado junto a una mesita en el bosquecillo desde donde se descubre la campiña, escogió los platos que le apetecían y recomendó que se los sirvieran lo antes posible.
Llegaron otros excursionistas que ocuparon las mesas próximas. Parent se rehizo; ya no estaba solo.
En un cenador almorzaban tres personas. Parent había mirado hacia ellos varias veces y sin saber por qué, del modo que se mira a los indiferentes.
De pronto, una voz femenina estremeció al pobre hombre hasta la médula.
La voz había dicho sencillamente: "Jorge, trincha el pollo."
Y otra voz había respondido: "Sí, mamá."
Parent, atento a esas palabras, comprendió, adivinó en seguida, quiénes eran aquellas gentes. Sin oír la voz de Enriqueta no los hubiera reconocido. Su mujer tenía todo el pelo blanco y estaba gruesa, convertida en una señorona respetable; al comer, adelantaba mucho la cabeza por temor de mancharse, a pesar de tener tendida sobre el pecho la servilleta. Jorgito era todo un hombre; ya tenía barba, esa barba desigual, incolora casi, que apunta en las mejillas de los adolescentes. Llevaba sombrero de copa, un chaleco blanco y monóculo; no era elegante. Parent le miraba estupefacto. ¿Sería Jorgito hijo suyo? No, no le reconocía; no podía existir nada común entre los dos.
Limousin estaba un poco encorvado por la vejez. Pero aquellas tres personas vivían, sin duda, felices y satisfechas; iban a almorzar al campo, a sitios concurridos; vivían tranquilos en familia, en una buena casa, en la que disfrutaban de todas las pequeñeces que hacen agradable la vida, de todas las dulzuras del afecto, de todas las palabras amables que se cruzan sin cesar entre los que se quieren. ¡Y habían podido vivir así, gracias a Parent, con el dinero de Parent, después de haberle engañado y destruido! ¡Le condenaron, a él, al inocente, al crédulo, al bondadoso!, le condenaron a todas las tristezas de la soledad, a la vida horrible que arrastraba de la calle a la cervecería y de la cervecería a la calle, a todas las torturas morales y a todas las miserias físicas! Hicieron de él un ser inútil perdido en el mundo, un pobre viejo sin alegrías posibles, sin ilusiones, que nada esperaba de nadie. Para él era un desierto la tierra, porque no podía estimar nada sobre la tierra. Aun cuando recorriera todos los pueblos y todas las calles, aun cuando registrara todas las casas de París y abriera todas las puertas, no asomaría en parte alguna el rostro deseado, querido el rostro de la mujer o del niño que sonríen al vernos. Y aquella idea le consumía: la idea de la puerta que abrimos para sorprender y besar un rostro que aparece.
¡Aquellos tres miserables tenían la culpa! Su desgracia era obra de aquella mujer indigna, de aquel amigo infame y de aquel muchacho rubio que aparentaba una expresión arrogante.
¡Ya odiaba tanto a Jorgito como a los otros! ¿No era seguramente hijo de Limousin? ¿Acaso Limousin le conservara, le quisiera, sin esto? ¿Acaso Limousin no hubiera abandonado a la madre y al hijo, si el hijo no fuera suyo, bien suyo? ¿Alguien se molesta en educar hijos ajenos?
Y allí estaban, muy cerca, los tres malhechores que le impusieron tantas angustias.
Parent los miraba, se irritaba, se exaltaba con el recuerdo de todos sus dolores, de toda su pena, de todo su desconsuelo. Y le desesperaba, sobre todo, contemplar la expresión plácida y satisfecha de los tres. Sentía deseos de matarlos, de arrojarles a la cara el sifón de agua de Seltz. ¡Abrir la cabeza de Limousin, que se inclinaba tranquila y acompasadamente sobre el plato!
¿Ellos continuarían viviendo de aquel modo, sin preocupaciones y sin inquietudes de ninguna clase? No, no. ¡Era ya demasiado! Su venganza no se haría esperar. De momento, ¡ya que la ocasión los puso entonces al alcance de su mano! Pero ¿cómo? Imaginaba cosas horribles, escenas de folletín patibulario, y no se le ocurría nada hacedero. Bebía, bebía sin cesar, para excitarse, para decidirse y no perder la ocasión propicia que no se le presentaría otra vez.
De pronto concibió una idea, una idea terrible, y dejó de beber para reflexionar. Una sonrisa frunció sus labios. Y meditaba: "Ya son míos, ya son míos. Ahora veremos, ahora veremos."
Un mozo le dijo: —¿Qué más desea el señor?
—Nada; café y coñac.
Los contemplaba mientras paladeaba su copita. había demasiada concurrencia en el restaurante para realizar allí sus proyectos; aguardaría, los seguiría, porque sin duda irían luego a pasear por la terraza o por el bosque. Cuando estuvieran más distantes de la gente, los alcanzaría para vengarse. ¡Oh, sí: para vengarse! ¡Ya era tiempo, después de padecer veinte años! ¡Ellos no sospechaban lo que les podía ocurrir!
Acabado el almuerzo, Parent observó que hablaban tranquilamente; no podía oír su conversación, pero veía sus gestos reposados. La cara de su mujer, sobre todo, le exasperaba. Descubrió en su esposa una expresión altanera, una expresión de beata satisfecha, inabordable, cumplidora de sus deberes y acorazada en su virtud.
Luego pagaron el gasto y se levantaron. Entonces vió de frente a Limousin. Le parecía un diplomático retirado; tanta importancia se daba con sus hermosas patillas rizadas y blancas, cuyos extremos rozaban las solapas de la levita.
Salieron. Jorgito fumaba un puro y llevaba el sombrero inclinado sobre una oreja. Parent los siguió.
Dieron una vuelta por la terraza, admiraron con placidez el paisaje, como admiran las gentes satisfechas; luego se internaron en el bosque.
Parent, los seguía a cierta distancia, prudentemente, para no fijar a destiempo su atención, y se frotaba las manos muy satisfecho.
Iban despacio, como si tomasen un baño de verdor y de aire tibio. Enriqueta se apoyaba en el brazo de Limousin y andaba muy erguida, como una esposa fiel y satisfecha. Jorgito golpeaba las hojas de los árboles con su bastón, y saltaba de cuando en cuando las cunetas dcl camino, ligero como un potro de sangre, dispuesto a lanzarse al trote por la espesura.
Parent se acercaba poco a poco, ahogándose de fatiga y emoción; estaba fatigado porque no tenía costumbre de andar. Pronto los alcanzó; pero dominado por un temor inexplicable, apresuró el paso, decidido a volverse y encararse con ellos.
Iba con el corazón palpitante, y al sentirlos a su espalda se repetía sin cesar: "Ahora es la ocasión. ¡Audacia! ¡Es la ocasión!"
Se detuvo para mirarlos. Al pie de un árbol, se habían sentado los tres sobre la hierba, y hablaban.
Se decidió; avanzó hacia ellos rápidamente. Se detuvo ya cerca, y balbuceó con la voz cascada por su emoción:
—¡Miradme! Aquí estoy! ¿No me aguardabais?
Los tres examinaron al hombre y creyeron que se trataba de un loco.
Parent proseguía:
—¡Parece que no me reconocéis! ¡Miradme bien! ¡Soy Enrique! Sí. ¿No me aguardabais? ¡Pensasteis que todo había concluido, que todo había concluido para siempre, que no volveríais a verme jamás, jamás, jamás!... ¡Oh! ¡Aquí me tenéis! ¡Vuelvo! Y ahora, ¡vamos a explicarnos!
Enriqueta, impresionada, cubierto el rostro con las manos, murmuró: "¡Ah, Dios mío!"
En presencia de aquel desconocido, que parecía amenazar a su madre, Jorge se había levantado para alejarle de allí a viva fuerza.
Limousin, espantado, miraba con ojos de horror al aparecido, el cual, después de tomar alientos, prosiguió:
—Vamos a explicarnos ahora. Ha llegado el momento. Sí. ¡Me habéis engañado, me condenasteis a una existencia de presidiario, y creísteis que nunca nos encontraríamos!
El joven le cogió por los hombros y dijo:
—¿Está usted loco? ¿Qué se propone? Siga su camino al instante, o le abofeteo.
Parent respondió:
—¿Lo que me propongo? Decirte lo que son esas gentes.
Pero exasperado Jorge, le zarandeaba, dispuesto a golpearle.
Parent prosiguió:
—¡Suéltame! ¡Soy tu padre!...¡Mira!... Obsérvalos! ¡Ahora me reconocen!
Aterrado el joven, soltó al infeliz para mirar a su madre. Parent avanzó hacia ella:
—¡Dile quién soy, díselo! ¡Dile que soy su padre, porque tú eres mi esposa y él lleva mi apellido; porque vive, como vosotros, de mi dinero, de la pensión que te señalé al arrojarte de mi casa! ¡Dile por qué motivo te arrojé de mi casa! ¡Dile que te sorprendí con ese miserable, con ese malvado, con tu amante! Dile que yo era un hombre bondadoso, que te casaste conmigo por el dinero; y me burlaste desde el primer día! ¡Que sepa lo que sois y lo que yo he sido para él!
Tartamudeaba, sofocado por la cólera.
Enriqueta gritó con voz desgarradora:
—¡Pablo, Pablo! ¡Haz que se calle! ¡Oblígale, ruégale!... ¡Que no diga eso delante de mi pobre hijo!
Limousin, a su vez, se había levantado y murmuro:
—¡Cállese usted, cállese usted; comprenda el daño que hace!
Parent proseguía, enardecido:
—¿Y el daño que me hicieron a mí? Sé perfectamente lo que digo, y lo digo a conciencia. Pero no acabé aún: hay algo que necesito saber, que me tortura desde hace veinte años.
Y dirigiéndose al joven, anonadado, que se apoyaba en un tronco para no caerse, le dijo:
—Escúchame. Cuando ella salió de mi casa, como si no fuera bastante su engaño, quiso acrecentar mi desesperación. Tú eras todo mi consuelo, toda mi vida; pues bien, me dijo que yo no era tu padre, que lo era el otro, y se fue, llevándote consigo. ¿Mintió aquel día? Lo ignoro. Hace veinte años que me lo pregunto. ¿Mintió aquel día?
Y avanzando hacia ella, trágico, terrible, la obligó bruscamente a mostrar el rostro que había escondido entre las manos y prosiguió:
—Ahora di: exijo que lo digas ahora. ¿Quién es el padre verdadero? ¿Tu amante o tu esposo? ¡Vaya! ¡Que lo sepamos de una vez!
Limousin le acometió; Parent pudo rechazarle con la energía de un desesperado.
—¡Ahora eres valiente! ¡Ahora das la cara! No haces como aquel día, no huyes, no tiemblas como cuando quise matarte. ¡Oh! Si ella no lo dice, dilo tú; dilo tú, que debes saberlo como ella. ¡Dilo tú! ¿Eres el padre de Jorge?
Y de nuevo encarado con su esposa, prosiguió:
—Si no queréis decírmelo, decídselo a él. Ya es un hombre; tiene derecho a saber cómo vino al mundo. Yo ignoro eso aún; jamás lo supe. Si yo lo supiera, se lo diría. ¡Pobre muchacho!
Enloquecía, su voz tomaba entonaciones agudas, y sus brazos se agitaban como los de un epiléptico.
—Me parece... Me parece que tampoco ella lo sabe... No lo sabe; apuesto a que no lo sabe de segnro. ¡No! Ella también lo ignora... Nadie lo sabe de seguro... Nadie... Si a un tiempo te entregabas a los dos... ¿cómo averiguar estas cosas? Tú no lo sabrás nunca, pobre mozo; no lo sabrás nunca; tampoco yo lo sabré jamás... Anda, pregúntaselo a ellos: convéncete de que no lo saben... Ni yo... Ni ella... Ni él... Ni tú... Nadie lo sabe de seguro. Puedes elegir el padre que tú quieras: él o yo. Elige... Adiós... Y si te decidieras por mí, si ella te indicase algo, vete a decírmelo al hotel de los Continentes. ¿Irás? Me gustaría saberlo... Adiós, y que seáis felices...
Hablaba solo, gesticulaba y andaba resueltamente a la sombra de los árboles respirando el aire puro, impregnado con aromas de la tierra fecunda. No volvió la cabeza para mirarlos. Iba derecho, impulsado por sus furores, embebecido en su idea fija.
Llegó a la estación; subió al tren. Su cólera fue apaciguándose poco a poco; y al verse de nuevo en París, apenas pudo explicarse su audacia.
Se sentía quebrantado, magullado, cuando entró en la cervecería.
Sorprendió a la señorita Zoé verle tan pronto de regreso, y le preguntó:
—Tempranito vuelve; ¿se ha fatigado mucho?
—Sí, mucho, mucho... Como he perdido la costumbre de salir... No, no volveré al campo... Mejor cuenta me tenía quedarme... No volveré al campo... ni a moverme de aquí.
Ella no pudo lograr que le relatara sus impresiones.
Por vez primera en su vida, Parent cogió una borrachera fenomenal. Por la noche, tuvieron que llevarle a su casa en brazos. FIN