EN EL CIRCO DE LOS RATONES Harlan Jay Ellison

El Rey del Tibet estaba haciendo el amor con una gorda blanca. Se había tirado hacia las profundidades de un túnel de gelatina, milenios antes, y periódicamente, mientras la pistoneaba, un suave conejito blanco y rosa con levita y botines hacía temblar el túnel a su paso, estudiando un reloj de bolsillo que llevaba colgado de una pesada cadena de oro. La mujer blanca era suave como el sebo, con ojillos negros hundidos bajo prominentes cejas. La muy gorrina gruñía en un éxtasis insatisfecho, tratando desesperadamente, y sabiendo que nunca podría. Pues nunca había podido. El Rey del Tíbet tenía dolor de tripas. ¡Oh, estar en otro lugar, haciendo otra cosa, solo!
El paisaje exterior temblaba en oleadas de miedo, que irradiaban desde las cimas le las montañas muy lejanas. En las cimas de las montañas, parduscos y marchitos viejos consideraban medios y fines, consideraban ruinas y portentos, consideraban porqués y porconsiguientes... Lo ignoraban todo... y se dedicaban a enviar más miedo a lugares más alejados. El paisaje temblaba en la noche, comenzando a estremecerse con un terror que era mayor que el miedo que había pasado antes.
–¿Que hora es? –preguntó, y no recibió respuesta.
Hacia treinta y siete años, cuando el Rey del Tíbet había sido un muchacho, había un hombre con una pierna, que había sido su padre por corto tiempo, y una mujer con algo de sangre de negro en ella, que le había servido de madre.
–Puedes ser cualquier cosa, Charles –le había dicho–. Lo que prefieras ser. Un hombre puede ser cualquier cosa que desee: el Tío Wiggly, Jomo Kenyatta, el Rey del Tíbet, si es que así lo deseas. Blanco o negro, Charles, eso no importa. Tan solo tienes que seguir tu camino, ser bueno y hacer. Eso es lo único que debes recordar.
El Rey del Tíbet pasaba por una mala época. Gordas blancas y colonia barata. Dinámico, había perdido el horizonte. Exquisito, había tratado con superficies y le habían tratado de forma similar. Consumido, había cumplido con su tiempo.
–Tengo que irme –le dijo ella.
–Aún no, un poquito más. Por favor. Así que se quedó. Con la bandera en alto, colgando fláccida ante la ausencia de las brisas de Camelot, se quedó y sufrió. Finalmente, ella lo soltó, y el Rey del Tíbet se metió bajo la ducha, permaneciendo cuarenta minutos. Su piel dorada se le despellejó, se embebió; nunca estaba limpio del todo. Perfumado, bañado, aún notaba los olores de wombats, almizcle de guarida, graneros, fútiles recipientes de fluidos nocivos. Si era un ratón blanco, ¿por qué no podía ver su molino de ruedas?
–Escucha, muñeca, necesito quinientos pavos. Ya sé que no hemos estado juntos más que un rato, pero los necesito de mala manera –ella fue a rebuscar en su monedero y regresó.
La odiaba más por hacerlo que por no hacerlo.
Y, por el pasado de ella, sabía que él no formaría parte de ningún futuro reconocible.
–Charlie, ¿cuándo te veré de nuevo? –¡Extraño nunca!
Llevado de allí en la carne plateada del Cadillac, su gran y bella madre-cerda, de una extensa anchura de trescientos (comprados con su semen) centímetros de rueda a rueda, Eldorado semidiós de cuatrocientos caballos, intrépidamente cubicando 7200 centímetros, atronando hasta olvidarse su peso de más de dos toneladas, va... fue... Charlie... Charles... el Rey del Tíbet. Tez marrón dorada, tan limpia como le era posible, quinientas razones y quinientas huidas. Conducido, conduciendo hacia el exterior.
Siempre dentro, el Rey del Tíbet iba afuera.

***
A lo largo de la ruta, Manhattan, Jersey City, New Brunswick, Trenton. En Norristown, habiendo comido en un excelente restaurante, Charlie fue detenido en la esquina de una calle por una voz que hizo pssst desde un buzón. Abrió la rendija y un niño con suéter y corbata sacó su cabeza y hombros a la noche.
–Tiene que ayudarme –le dijo el chico–. Mi nombre es Batson. Billy Batson. Trabajo para la estación de radio WHIZ y, si solo pudiera recordar la palabra exacta, y si solo pudiera decirla, pasaría algo maravilloso. S es por la sabiduría de Salomón, H es por la fuerza de Hércules, A es por la resistencia de Atlas, Z es por el poder de Zeus... pero después de eso me he olvidado.
El Rey del Tíbet lenta y firmemente empujó la cabeza de nuevo hacia dentro por la rendija del buzón, y se marchó. Reading, Harrisburg, Mt. Union, Altoona, Nanty, Gb.
En el camino hacia Pittsburgh había un ratón, con manos de cuatro dedos vestido con pantalón corto rojo y dos grandes botones amarillos en la parte delantera, haciendo auto stop. Zapatos como dos grandes guantes de boxeo, brillantes ojos sinceros, desamparando y perdido, permanecía en la curva con el carnoso pulgar en alto, esperando. Charlie pasó zumbando. Aquel no era su sueño.
Youngstown, Akron, Canton, Columbus y hambriento de nuevo en Dayton.
O.
O hache i o. ¿Por qué se tuvo que ir de allí? Nunca antes había estado. Aquél era un buen lugar. El río corría negro y el día pasaba por encima como otro río. Se metió en un aparcamiento y ni siquiera la diosa madre Eldorado. Esperaba paciente, sabiendo que su seno tapizado estaría pronto repleto de nuevo con el Rey del Tíbet.
–Luego te alimentaré a ti –le dijo al vehículo sensible mientras caminaba hacia el restaurante.
En el interior, en penumbras y con velas encendidas en pleno mediodía, fue acomodado en un reservado hecho en madera, y allí colocaron frente a él un mantel blanco de lino puro, cinco cubiertos de plata, una copa de cristal tallado en la que esperaba agua de calidad, y una promesa. De la promesa seleccionó, arriesgándose, apuestas nueve a cinco y el favorito del día.
Una bruja aterciopelada encaramada en un taburete del bar, frente a él, se volvió, enseñó pierna y sonrió. El le ofreció cubiertos, agua, una promesa y se pusieron de acuerdo.
Charlie miró los ojos de teca aceitada de ella por encima de la llama de la vela que había entre ellos. Toda su piel era como una envoltura de sarán humedecida. Todos sus dientes eran como cardos humedecidos. Toda ella era un misterio de huecos cóncavos bajo los pómulos Charlie había comprado en cierta ocasión un aparato de televisión, porque la pelirroja del anuncio era parte de su sueño. Había comprado un cepillo de dientes eléctrico porque la morena con las fundas en los dientes había indicado que también ella era parte de su sueño. Y, naturalmente, su gran Eldorado. Ese era el sueño del Rey del Tíbet.
–¿Qué hora es? –pero no recibió respuesta y, limpiándose los labios de los restos de la peche flambée, él y la bruja aterciopelada abandonaron el restaurante: él con su sueño agrietándose, y ella con tan solo un producto que vender.
Habla una fiesta en una casa de una colina.
Cuando pasaron por el camino de asfalto, la cinta negra bajo ellos se desenrolló como la rasposa lengua de una gran serpiente primitiva.
–Te gustará esa gente –dijo ella, y tomó el rostro sensitivo del Rey del Tíbet entre sus manos y lo besó largamente. Sus uñas tenían color metal plateado y sus palmas estaban ligeramente húmedas y eran regordetas, con promesas de placeres táctiles.
Caminaron hacia la casa. Iluminada desde dentro, cada ventana tenía una faceta coloreada de luz. Los sonidos aumentaban mientras se acercaban a la casa. El se puso a un paso por detrás de ella y contempló la forma en que su piel fluía. Ella extendió la mano, tocó la casa, y fluyeron una en la otra.
Ninguna puerta se abrió ante ellos, pero aferrándose con fuerza a su cabello fue sorbido tras ella, a través de la piel de la casa.
En el interior, hablan cajas de marfil tallado que, cuando se abrían, relevaban cajas más pequeñas en su interior. Se sintió fascinado por una de esas cajas colocada alta sobre un pedestal en el centro dé una alfombra om. La caja estaba decorada con dientes de nutria y culebras hinchadas y linces. Abrió la primera caja y en el interior había una segunda caja recubierta de escarcha helada. Dentro de la caja escarchada había una tercera, y estaba decorada con espejos que no daban reflejos. Y a continuación había una caja cuya superficie era una masa de tallas, y todas eran huellas dactilares, y ninguna concordaba con la de Charlie, y únicamente cuando un hombre de paso sonrió y acarició la tapa, se abrió esta, revelando la siguiente caja más pequeña. Y así siguió, hasta que perdió la cuenta de las cajas y el viaje terminó cuando no pudo ver la caja que había dentro de la caja del tamaño de una mota de polvo que estaba en el interior de todas las otras. Pero sabía que había más, y notó una gran tristeza por no poder alcanzarlas.
–¿Qué es, exactamente, lo que desea? –le preguntó una mujer mayor de muy buenos huesos. Estaba recostada contra una pared cuya única ornamentación era un gigantesco crucifijo de madera del que colgaba una figura de Cristo, con la cabeza caída, los hombros contorsionados como solo pueden estar aquellos cuyos brazos han sido desencajados; la figura estaba hecha de macizas piezas de madera, todas ellas artísticamente teñidas: trozos de puerta, patas de cama, sedales, machos de timón, vigas, crucetas, trozos encajados de marcos macizos.
–Deseo... –comenzó, luego extendió los brazos en confusión. Sabía lo que quería decir, pero nadie habla ordenado nunca correctamente la progresión de palabras.
–¿Se trata de Madelaine? –preguntó la vieja. Sonrió como la Tía Jemima, y apuntó un dedo al otro extremo de la enorme sala de estar, clavándolo en la bruja aterciopelada al otro lado, junto a la chimenea –. Está allí.
El Rey del Tíbet se sintió algo más relajado.
–Ahora –dijo la vieja, con su mano en la mejilla de Charlie–, ¿qué es lo que necesita saber? Dígamelo. Aquí tenemos todas las respuestas. De verdad.
–Quiero saber...
La pantalla de la televisión se tornó plata y lanzó un charco de luz, atrayendo la atención de Charlie. Las posibilidades fueron listadas en la pantalla. Y lo que deseaba saber pareció inconsecuente comparado con las posibilidades que vio listadas.
–Aquella –dijo–. La segunda. ¿Cómo murieron los dinosaurios?
–Oh. ¡Excelente! –Parecía contenta de que hubiera escogido aquella –. ¿Shefty...?
–Llamó a un hombre alto de sienes canosas. El la miró dejando de hablar a varias mujeres y a otro hombre, la contempló expectante, y ella dijo –: Ha escogido la segunda. ¿Puedo?
–Naturalmente, querida –dijo Shefty, alzando su copa de vino hacia ella.
–¿Tenemos tiempo?
–Oh, creo que sí –contestó él.
–Sí... ¿Qué hora es? –preguntó Charlie.
–Por allí –le dijo la vieja, llevándolo fuertemente asido por el antebrazo. Se detuvieron frente a otra pared –. Mire.
El Rey del Tíbet miró a la pared, y esta palideció, se convirtió en hielo, y se hizo translúcida. Había algo atrapado en el hielo. Algo grande. Algo oscuro. Forzó la vista, tratando sus ojos de discernir la figura. Luego la estuvo viendo más claramente y era un gran saurio, congelado en el momento de saltar sobre alguna especie menor.
–Gorgosaurio –dijo la vieja, a su lado –. Se parece bastante al Tiranosaurio, como puede ver; pero las patas delanteras solo tienen dos dedos. ¿Lo ve?
Diez metros de piel gris curtida. Los dientes asesinos. El morro de hocico prominente, los ojos de ámbar ahumado del comedor de despojos. La lisa y repugnante protuberancia de la cola balanceante, las atrofiadas patas delanteras trágicamente agostadas e inútiles. La musculatura... El pulsante latir de la sangre congelada bajo la piel de lona. El... latir...
Vivía.
El Rey del Tíbet atravesó el hielo, acompañado por la vieja de ojos de Circe, mientras la sala de estar, blanco caracol de mar, reculaba tras la pared de hielo. El hielo se fue, vino la noche.
Hielo que se fundía lentamente de la gran masa frente a él. Se quedó asombrado.
–Mire –dijo la mujer.
Y vio mientras el hielo se disolvía en niebla y bruma nocturna, y vio mientras la tierra temblaba, y vio mientras el gran lagarto furioso se movía en tambaleante duda, y vio mientras los otros llegaban apiñándose cerca, sin ser vistos. Llegó el Escolosaurio. Llegó el Tracodonte. Llegó el Esteanosaurio. Llegó el Protoceraton. Y todos se quedaron esperando.
El Rey del Tíbet sabía que había mataderos en los que los bueyes eran colgados boca abajo de ganchos, donde los cuellos eran cortados y la sangre corría espesa como aceite de máquina. Vio una cosa dorada colgando, y no quiso mirar. Más tarde, miraría.
Esperaron, silenciosamente, a que llegase.
Venía a través de la ciénaga cretácea. Charlie lo podía oír. No muy fuerte, pero acercándose inexorablemente.
–¿Quiere encenderme el cigarrillo, por favor? –preguntó la vieja.
Brillaba. Llevaba un pálido nimbo blanco. Caminaba a través del pantano, negro hasta las caderas por la pútrida sustancia. Llegó, con los ojos hundidos bajo pobladas cejas prominentes, la mandíbula proyectándose hacia delante, las amplias aletas de la nariz olisqueando la gélida noche, los brazos cubiertos con suciedad incrustada y pelo. El salvador.
Llegó hasta los lagartos propietarios de la tierra. Caminó alrededor de ellos, que permanecieron quietos y en silencio, próximos a su fin. Entonces los tocó, uno tras otro, y la plaga se apoderó de ellos. Hongos azules se extendieron de las cinco huellas dejadas en sus pieles imperecederas; muerte azul irradiando de impresiones de dedos opuestos, uniéndose, extendiendo cilios y pudriendo la carne de los grandes dinosaurios desaparecidos.
Se volvió a formar el hielo y el Rey del Tíbet regresó a través de un frío perlino hacia la sala de estar.
Encendió una cerilla y le prendió el cigarrillo.
Ella le dio las gracias y se apartó.
La bruja aterciopelada regresó.
–¿Te lo has pasado bien? –El pensó en las cajas dentro de las cajas.
–¿Fue así como murieron? ¿Fue él el primero?
Ella asintió.
–¿Te pidió Nita algo?
Charlie nunca había visto el mar. Oh, había estado en los estrechos en el Río Este y en el Hudson, pero nunca había visto el mar. El verdadero mar, el mar atronador que se tornaba negro por la noche como una lámina de vidrio. El mar que podía atraer y el mar que podía matar, que podía tragarse ciudades enteras y convertirlas en mitos. Deseaba ir a California.
De pronto, sintió miedo de que nunca abandonaría aquella cosa de allí llamada Ohio.
–Te pregunté si Nita te pidió algo.
–¿Cómo?
–Nita. ¿Te pidió ella algo?
–Tan solo lumbre.
–¿Se la diste?
–Sí.
El rostro de Madelaine flotó en el tenue fluido de su vista. Los músculos de su mandíbula temblaron. Se giró y caminó a través de la sala. Todo el mundo se volvió para mirarla. Llegó hasta Nita, que repentinamente dio un paso hacia atrás y alzó los brazos.
–No, no lo hice...
La bruja aterciopelada extendió fulgurantemente una mano hacia la mujer mayor y la mano pareció atravesar su cuello. Los dedos de puntas de plata reaparecieron, apretados alrededor de un delgado filamento brillante. Luego, Madelaine lo partió con un gruñido.
Se oyó un terrible pequeño sonido de Nita, y luego ella se volvió, acuosa, y se quedó en silencio junto a la ventana, con aire vacío y sin esperanza.
Madelaine se limpió la mano en el respaldo de un sofá y se acercó a Charlie.
–Nos iremos ahora. La fiesta ha terminado.
El condujo en silencio, de vuelta a la ciudad.
–¿Vas a subir? –le preguntó, cuando aparcó el Eldorado frente al hotel.
–Voy a subir.
Se inscribieron como el Profesor Pierre y Marja Skodowska Curie y por primera vez en su vida él fue incapaz de alcanzar un clímax. Se quedó dormido sollozando por no haber visto nunca el mar, y se despertó horas más tarde cuando la noche aún apretaba las paredes. Ella no estaba allí.
Oyó sonidos en la calle, y fue a la ventana.
Había una gran multitud en la calle, apiñada alrededor de su coche.
Mientras miraba, un hombre se echó de rodillas frente al dorado Eldorado y lo tocó. Charlie sabía que aquel era su sueño. No podía moverse; tan solo mirar, mientras se comían su coche.
El hombre acercó la boca al frente del coche y la retiró ensangrentada. Un gran bocado había sido arrancado de la brillante piel del Cadillac. Sangre dorada corría por las mandíbulas del hombre.
Otro hombre se extendió sobre el techo del coche e incluso desde detrás de la ventana el Rey del Tíbet podía oír los temibles sonidos sorbentes y babosos. El techo fue hecho trizas.
Una mujer se acercó a gatas a la parte trasera del coche y se cogió al tubo de escape. Su rostro temblaba expectante y siguió allí hasta estar saciada.
Cuando hubo terminado, todos se echaron sobre el coche y él los contempló mientras su sueño pasaba a sus interiores, pieza a pieza, masticado y comido mientras él lo veía sin poder hacer nada.
–Eso es todo, Charlie –la oyó decir, tras él. No podía volverse para mirarla pero su reflejo se sobrepuso al de él en la ventana. Allá afuera, en la oscuridad, se alejaron, habiendo comido.
Miró, y vio la cosa dorada colgando boca abajo en el matadero, con el cuello cortado, la sangre recogida por canalones de ónix.
Sin coche, en Dayton, Ohio, estaba muerto para los sueños.
–¿Qué hora es? preguntó.