ENCUENTRO EN EL ALBA Arthur C. Clarke

Eran los últimos días del Imperio. La pequeña nave estaba lejos de su patria y a casi cien años-luz del navío madre que estaba investigando entre las compactas estrellas al borde de la Vía Láctea. Pero incluso allí no podía escapar a la sombra que se cernía sobre la civilización; bajo aquella sombra, y deteniéndose de vez en cuando para preguntarse qué ocurría en sus distantes hogares, los científicos de la 7RSRJUDItD_
*DOiFWLFD continuaban realizando su interminable tarea.
La nave contenía solamente tres ocupantes, pero entre todos poseían el conocimiento de muchas ciencias, y la experiencia de media vida en el espacio. Después de la larga noche interestelar, la estrella que estaba enfrente de ellos caldeaba su espíritu, mientras descendían en dirección a sus fuegos. Un poco más dorada, un poco más brillante que el Sol que ahora parecía una leyenda de la niñez. Sabían por pasadas experiencias, que la posibilidad de localizar ahí planetas era de más del noventa por ciento, y de momento olvidaron todo lo demás ante el entusiasmo del descubrimiento.
Encontraron el primer planeta al cabo de pocos minutos de haberse detenido. Era un gigante, de un tipo familiar, demasiado frío para la vida protoplásmica y que probablemente no poseía una superficie estable. Así, pues, orientaron su búsqueda en dirección al sol, y pronto fueron recompensados.
Era un mundo que les hizo sentir la añoranza de su hogar, un mundo donde todo era impresionantemente familiar y, sin embargo, nunca exactamente lo mismo. Dos grandes masas de tierra flotaban en mares de un verde azulado, coronados de hielo en ambos polos. Había algunas regiones desiertas, pero la mayor parte del planeta era evidentemente fértil. Incluso desde aquella distancia, las señales de vegetación eran inequívocamente claras.
Contemplaron ansiosamente el paisaje que se dilataba a medida que iban descendiendo a través de la atmósfera, encaminándose hacia el mediodía en los subtrópicos. La nave flotó a través de los cielos sin nubes en dirección a un gran río, retardó su caída con un golpe de silenciosa potencia, y se detuvo entre grandes hierbas a orillas del agua.
Nadie se movió; no había más que hacer hasta que los instrumentos automáticos hubiesen terminado su trabajo. Finalmente sonó una leve campana y se encendieron las luces del tablero de mando, formando una combinación caótica pero significativa. El capitán Altman se levantó lanzando un suspiro de alivio.
-Estamos de suerte –dijo-. Podremos salir sin protección si los ensayos patogénicos son satisfactorios. ¿Qué te pareció este lugar cuando entramos, Bertrond?
-Geológicamente estable, por lo menos sin volcanes activos. No vi señal alguna de ciudades, pero eso no prueba nada. Si hay aquí una civilización, podría haber superado aquella fase.
-¿O no haberla alcanzado aún?
Bertrond se encogió de hombros.
-Una cosa es tan probable como la otra. Quizá tardemos algo en averiguarlo en un planeta de este tamaño.
-Más tiempo del que disponemos -dijo Clindar, mirando el tablero de comunicaciones que los unía a la nave nodriza y, desde allí, al amenazado corazón de la galaxia.
Durante un instante reinó un pesado silencio. Luego Clindar se dirigió al tablero de mandos y oprimió una serie de conmutadores con habilidad automática.
Dando una ligera sacudida, una sección del casco se apartó hacia un lado y el cuarto miembro de la tripulación bajó al nuevo planeta, accionando sus metálicos miembros y ajustando los servomotores a la desacostumbrada gravedad. En el interior de la nave despertó a la vida una pantalla de televisión, revelando un extenso panorama de hierbas ondulantes, algunos árboles a una distancia media y un poco del gran río. Clindar oprimió un botón, y la imagen se desplazó suavemente a través de la pantalla, a medida que el robot iba volviendo la cabeza.
-¿Por dónde vamos a ir? -preguntó Clindar.
-Echemos un vistazo a aquellos árboles -replicó Altman-. Si hay alguna vida animal, la encontraremos allí.
-¡Mira! -exclamó Bertrond-. ¡Un pájaro!
Los dedos de Clindar volaron sobre el tablero; la imagen se centró sobre la pequeña mancha que había aparecido repentinamente hacia la izquierda de la pantalla, y se amplió rápidamente al entrar en acción la telelente del robot.
-Tienes razón –dijo-. Plumas, pico, bastante arriba en la escala evolutiva. Este lugar promete. Pondré en marcha la cámara.
El movimiento oscilante de la imagen al caminar el robot no les perturbó; se habían acostumbrado a él desde hacía tiempo. Pero nunca se habían podido conformar a esa exploración por delegación, cuando todos sus impulsos les incitaban a abandonar la nave, a correr a través de la hierba, y sentir en sus caras la caricia del viento. Pero hubiese sido asumir un riesgo demasiado grande, incluso en un mundo que parecía tan agradable como aquél. Tras las facciones más sonrientes de la Naturaleza se esconde siempre una calavera. Bestias salvajes, reptiles ponzoñosos, pantanos; la muerte podía alcanzar al explorador desprevenido bajo mil disfraces diferentes. Y peor aún, eran los enemigos invisibles: las bacterias y los virus, contra los cuales la única defensa estaba quizá a mil años-luz de distancia de aquellos parajes.
Un robot se podía reír de todos esos peligros e incluso si, como a veces ocurría, encontraba una bestia lo suficientemente poderosa para destruirlo..., bueno, una máquina puede ser siempre sustituida.
No encontraron nada en su paseo a través de la hierba. Si el paso del robot perturbó a algunos animales, se debieron mantener fuera del campo visual. Clindar retardó la máquina al acercarse a los árboles, y los observadores de la nave se apartaron instintivamente ante las ramas que parecieron barrerles los ojos. La imagen se oscureció por un instante mientras los mandos se ajustaban a aquella iluminación más débil, y luego volvió a lo normal.
El bosque estaba lleno de vida. Se escondía bajo los matorrales, trepaba por las ramas, volaba a través de los árboles a medida que iba avanzando el robot. Y mientras tanto, las cámaras automáticas iban registrando en la pantalla, recogiendo material para que los biólogos lo analizasen cuando la nave regresara a la base.
Clindar lanzó un suspiro de alivio cuando los árboles se aclararon repentinamente. Era un trabajo agotador evitar que el robot chocase con los obstáculos mientras se movía dentro del bosque, pero en campo abierto podía cuidar de sí mismo. Y entonces la imagen tembló como si hubiese recibido un martillazo, se oyó un golpe metálico, y toda la escena se desplazó vertiginosamente hacia arriba mientras el robot se volcaba y caía.
-¿Qué fue eso? -gritó Altman-. ¿Tropezaste?
-No -dijo Clindar seriamente, mientras sus dedos volaban sobre el tablero-. Algo atacó por detrás.
Confío que, ¡ah!, todavía lo gobierne.
Sentó al robot y le hizo girar la cabeza. No tardó mucho en encontrar la causa de la perturbación. De pie a pocos pasos, y moviendo enfurecido la cola, había un cuadrúpedo de dientes feroces. En aquel momento estaba, evidentemente, tratando de decidir si debía atacar nuevamente.
Lentamente el robot se levantó y, mientras lo hacía, el animal se agachó para saltar. Una sonrisa iluminó la cara de Clindar; sabía cómo enfrentarse a aquella situación. Su pulgar buscó la poco usada clave «Sirena».
La selva retumbó al aullido ululante y horrísono del altavoz oculto en el robot, y la máquina avanzó al encuentro de su adversario, agitando los brazos por delante. La espantada bestia casi cayó hacia atrás en su esfuerzo por volverse, y a los pocos segundos había desaparecido.
-Ahora supongo que tendremos que esperar un par de horas antes que todos vuelvan a salir desde sus escondites -dijo tristemente Bertrond.
-No sé mucho de psicología animal -interpuso Altman-, ¿pero es lo corriente que ataquen a algo completamente desconocido?
-Algunos atacan a todo lo que se mueve, pero es poco corriente. Normalmente sólo atacan para comer, o si han sido amenazados. ¿A dónde vas a parar? ¿Sugieres que puede haber otros robots sobre este planeta?
-Ciertamente, no. Pero nuestro amigo carnívoro puede haber confundido nuestra máquina con un bípedo más comestible. ¿No te parece que esta abertura en la jungla es bastante artificial? Podría muy bien ser un sendero.
-En tal caso -dijo prestamente Clindar- lo seguiremos y ya veremos. Estoy cansado de esquivar árboles, pero espero que no vuelva a saltar nada sobre nosotros; me ataca los nervios.
-Tenías razón, Altman -dijo Bertrond poco más tarde-. Es sin duda un sendero. Pero eso no significa inteligencia. Al fin y al cabo hay animales...
Se paró a la mitad de la frase y en aquel mismo momento Clindar detuvo el robot. El sendero se había abierto repentinamente formando una amplia explanada, casi completamente ocupada por un pueblo de endebles chozas.
Estaba rodeado por una empalizada de madera, evidentemente una defensa contra un enemigo que en aquel momento no amenazaba. Pues las puertas estaban completamente abiertas, y más allá de ellas los habitantes se afanaban pacíficamente.
Durante algunos minutos los tres exploradores contemplaron en silencio la pantalla. Clindar se estremeció ligeramente y observó:
-Es algo que produce escalofríos. Podría ser nuestro propio planeta, hace cien mil años. Siento como si hubiésemos retrocedido en el tiempo.
-No hay nada de misterioso en ello -dijo el práctico Altman-. Al fin y al cabo, hemos descubierto cerca de cien planetas con nuestro tipo de vida.
-Sí -respondió Clindar-. ¡Cien en toda la galaxia! Sigo creyendo que es extraño que nos haya sucedido a nosotros.
-Bueno, tenía que ocurrirle a alguien -filosofó Bertrond-. Entretanto tenemos que preparar nuestro método para establecer contacto. Si enviamos el robot al pueblo se producirá pánico.
-Eso -dijo Altman- por lo menos. Lo que tenemos que hacer es atrapar a un indígena solitario y demostrarle que somos amigos. Esconde al robot, Clindar, en algún lugar del bosque desde donde pueda observar el pueblo sin ser visto. Tenemos enfrente de nosotros una semana de antropología práctica.
Pasaron tres días antes que los ensayos biológicos demostrasen que se podía salir de la nave con impunidad. Incluso entonces, Bertrond insistió en salir solo; solo, si no se tiene en cuenta la compañía substancial del robot. Con tal aliado no temía a los animales más grandes del planeta, y las defensas naturales de su cuerpo podían cuidarse de los microorganismos. Por lo menos, así se lo habían asegurado los analizadores; y si se tenía en cuenta la complejidad del problema, la verdad es que cometían muy pocos errores.
Permaneció fuera durante una hora, disfrutando prudentemente mientras sus compañeros le observaban con envidia. Pasarían otros tres días antes que pudiesen estar completamente ciertos que era seguro seguir el ejemplo de Bertrond. Entretanto, estuvieron bastante ocupados contemplando el pueblo a través de las lentes del robot, y recogiendo todo lo que podían con sus cámaras. Habían desplazado la nave durante la noche, de modo que estaba escondida en las profundidades de la selva, pues no querían ser descubiertos hasta que estuviesen a punto.
Y entretanto, las noticias de la patria eran cada vez peores. Aunque el hecho de estar aquí tan lejos, al borde del Universo, amortiguaba el impacto, no dejaba de pesar mucho sobre sus mentes, y a veces les dominaba una sensación de futilidad. Sabían que en cualquier instante podía llegar la señal de llamada, cuando el Imperio, en su extremidad, convocase a sus últimos recursos. Pero hasta entonces continuarían con su trabajo, como si lo único que importase fuera la ciencia pura.
Siete días después de aterrizar estaban a punto de realizar el experimento. Sabían ahora los caminos que tomaban los indígenas cuando salían a cazar, y Bertrond eligió uno de los menos frecuentados.
Colocó firmemente una silla en medio del camino, y se sentó a leer un libro.
Naturalmente, no era tan sencillo como todo eso: Bertrond había tomado todas las precauciones imaginables. Escondido entre los matorrales a cincuenta metros de distancia, el robot vigilaba a través de sus lentes telescópicos y sostenía en su mano un arma pequeña, pero mortífera. Y gobernando desde la nave espacial, con los dedos apoyados en el tablero, Clindar esperaba para hacer todo lo que pudiera ser necesario.
Ese era el aspecto negativo del plan: la parte positiva era más evidente. A los pies de Bertrond estaba el cuerpo de un pequeño animal astado que esperaba sería un agradable presente para cualquier cazador que acertase a pasar por allí.
Dos horas más tarde, la radio del arnés de su traje murmuró una advertencia. Con mucha calma, a pesar que la sangre le golpeaba las sienes, Bertrond dejó a un lado el libro y miró a lo largo del sendero.
El salvaje avanzaba confiadamente, balanceando una lanza en su mano derecha. Se detuvo un momento al ver a Bertrond, y luego siguió avanzando con más precaución. Comprendió que no tenía nada que temer, pues el extranjero era de corta estatura, y evidentemente no llevaba armas.
Cuando estaba a solamente diez pasos de distancia, Bertrond sonrió con entusiasmo y se levantó con lentitud. Se inclinó, tomó la res y se adelantó llevándola como una ofrenda. Aquel gesto hubiese sido comprendido por cualquier criatura en cualquier mundo, y también fue comprendido allí. El salvaje se aproximó, tomó el animal, y se lo echó sin esfuerzo sobre el hombro. Por un instante contempló a Bertrond en los ojos con una expresión insondable; luego dio la vuelta y regresó hacia el pueblo. Tres veces se volvió para ver si Bertrond le seguía, y cada vez Bertrond le sonrió y le saludó tranquilizándole.
En conjunto, el episodio duró poco más de un minuto. Para ser el primer contacto entre dos razas, careció por completo de dramatismo, pero no de dignidad.
Bertrond no se movió hasta que el otro hubo desaparecido de la vista. Entonces se relajó y habló al micrófono de su traje.
-Ha sido un buen principio -dijo con alegría-. No se asustó lo más mínimo, ni tan solo pareció sospechar. Creo que volverá.
-Todavía me parece demasiado bueno para ser cierto -dijo la voz de Altman en su oído-. Pensé que se mostraría hostil o asustado. ¿Es que tú hubieses aceptado un regalo generoso de un extraño desconocido con tanta despreocupación?
Bertrond regresaba hacia la nave caminando lentamente. El robot había salido ahora al descubierto y montaba guardia a pocos pasos detrás.
-Yo no –contestó-, pero yo pertenezco a una comunidad olvidadiza. Los perfectos salvajes reaccionan ante los extraños de muy diversas maneras, según su experiencia anterior. Supongamos que esta tribu no ha tenido nunca enemigos, lo que es muy posible en un planeta grande, pero poco poblado.
Entonces podremos esperar curiosidad, pero no temor.
-Si estas gentes no tienen enemigos -interpuso Clindar, ya no completamente absorbido en gobernar el robot-, ¿por qué tienen una empalizada alrededor de su pueblo?
-Me refería a enemigos humanos -replicó Bertrond-. Si eso es cierto, simplifica enormemente nuestra tarea.
-¿Crees que volverá?
-Naturalmente. Si es tan humano como creo, la curiosidad y la codicia le harán volver. Dentro de un par de días seremos íntimos amigos.
Considerado desapasionadamente, aquello se convirtió en una rutina fantástica. Cada mañana el robot salía de caza dirigido por Clindar, hasta convertirse en el cazador más mortífero de la jungla. Y entonces Bertrond esperaba que Yaan -que es lo más cerca de su nombre a que pudieron llegar- apareciese confiadamente por el sendero. Venía cada día a la misma hora, y venía siempre solo. Eso les sorprendía:
¿Quería conservar para él solo su gran descubrimiento, y así reservarse el mérito de sus hazañas de caza?
Si era así, demostraba gran previsión y astucia.
Al principio Yaan se marchaba inmediatamente con su premio, como si tuviese miedo que el donador de un regalo tan generoso pudiese cambiar de opinión. Pero pronto, y tal como había confiado Bertrond, fue posible inducirle a que se quedase por medio de algunos sencillos juegos de manos, y enseñándole unas telas y unos cristales de alegres colores, que le complacían en forma infantil. Finalmente, Bertrond consiguió entablar con él largas conversaciones, todas las cuales fueron registradas y filmadas a través de los ojos del escondido robot.
Algún día los filólogos podrían quizá analizar aquel material; todo lo más que Bertrond podía hacer era descubrir el significado de algunos sencillos nombres y verbos. El asunto resultaba complicado por el hecho que Yaan no solamente utilizaba diferentes palabras para la misma cosa, sino a veces la misma palabra para cosas diferentes.
Entre esas entrevistas cotidianas, la nave se alejaba explorando el planeta desde el aire, y a veces aterrizando para hacer observaciones más detalladas. A pesar que se observaron algunos otras agrupaciones de humanos, Bertrond no intento ponerse en contacto con ellos, pues era fácil ver que todos estaban aproximadamente al mismo nivel cultural que el de la gente de Yaan. Bertrond pensó con frecuencia que era verdaderamente una mala jugada del Destino que una de las muy pocas razas verdaderamente humanas de la Galaxia hubiese sido descubierta precisamente en aquel momento del tiempo. Hacía poco, aquello hubiese sido un acontecimiento de importancia suprema; ahora la civilización estaba demasiado hostigada para preocuparse de esos salvajes parientes que esperaban en la aurora de la historia.
Hasta que Bertrond no estuvo seguro que había pasado a formar parte de la vida cotidiana de Yaan, no le presentó al robot. Estaba enseñando a Yaan las imágenes de un caleidoscopio, cuando Clindar hizo salir a la máquina a través de la hierba, con su última víctima colgando de uno de sus metálicos brazos.
Por primera vez Yaan mostró algo parecido al miedo; pero se calmó al oír las palabras tranquilizantes de Bertrond, si bien continuó vigilando al monstruo que avanzaba. Se detuvo a cierta distancia, y Bertrond salió a su encuentro. Mientras se adelantaba, el robot levantó los brazos y le entregó la res muerta. La tomó solemnemente y se la llevó a Yaan, tambaleando un poco bajo el desacostumbrado peso. Bertrond hubiese dado mucho por saber exactamente lo que pensaba Yaan al aceptar el regalo.
¿Trataba de decidir si el robot era el amo o el esclavo? Quizá tales conceptos se escapaban a su alcance; para él el robot quizá no fuese sino otro hombre, un cazador amigo de Bertrond.
La voz de Clindar, algo más potente que al natural, salió del altavoz del robot.
-Es asombroso lo tranquilamente que nos acepta. ¿No habrá nada que lo asuste?
-Continúas juzgándole por tu propio patrón -replicó Bertrond-. Recuerda que su sicología es completamente diferente, y mucho más sencilla. Ahora que tiene confianza en mí, todo lo que yo acepte no lo perturbará.
-¿Será eso cierto de toda su raza? -preguntó Altman-. No es prudente juzgar por un solo ejemplar. Me gustaría ver lo que pasaría si enviásemos el robot al pueblo.
-¡Vaya! -exclamó Bertrond-. Esto sí que le ha sorprendido. Nunca ha conocido antes a una persona que pudiese hablar con dos voces distintas.
-¿Crees que adivinará la verdad cuando nos vea? -dijo Clindar.
-No. El robot será para él pura magia, pero no será nada más maravilloso que el fuego y el rayo y todas las demás fuerzas, que ya debe aceptar normalmente.
-Y bien, ¿qué es lo que sigue ahora? -preguntó Altman un poco impaciente-. ¿Vas a llevarlo a la nave, o vas a ir primero al pueblo?
Bertrond vaciló.
-Quisiera no precipitarme en hacer las cosas. Ya sabes los accidentes que han ocurrido con razas extrañas, cuando eso se ha probado. Dejaré que lo piense, y cuando volvamos mañana trataré de persuadirle para que se lleve consigo el robot al pueblo.
En la escondida nave, Clindar, reactivó el robot y lo volvió a poner en marcha. Lo mismo que
Altman, se estaba impacientando un poco ante tantas precauciones, pero en todas las cuestiones relacionadas con formas de vida extrañas, Bertrond era el experto, y tenían que obedecer sus órdenes.
Había ahora ocasiones en que casi deseaba ser él mismo un robot, desprovisto de sentimientos y emociones, y capaz de contemplar la caída de una hoja y los estertores mortales de un mundo con la misma falta de pasión.
El sol estaba bajo cuando Yaan oyó la gran voz que gritaba desde la jungla. La reconoció inmediatamente, a pesar de su volumen inhumano: era la voz de su amigo que le llamaba.
En aquel resonante silencio, la vida del pueblo se paralizó. Incluso los niños dejaron de jugar; el único sonido que se oía era el de un niño asustado por el súbito silencio.
Todos contemplaron a Yaan que se dirigía rápidamente a su choza y tomaba la lanza que yacía junto a la entrada. Pronto se cerraría la empalizada contra los merodeadores nocturnos, pero él no vaciló cuando salió sumergiéndose en las crecientes sombras. Pasaba precisamente a través de las puertas cuando aquella voz poderosa le llamó nuevamente, y ahora resonaba con una nota de urgencia que se percibía claramente a través de las barreras de lenguaje y de cultura.
El resplandeciente gigante que hablaba con tantas voces distintas salió a su encuentro a poca distancia del pueblo y le hizo señas para que le siguiese. No se veían señales de Bertrond. Caminaron más de un kilómetro antes que le viese en la distancia, no lejos de la orilla del río, y mirando a través de las oscuras y lentas aguas.
Se volvió al acercarse Yaan y, sin embargo, pareció no darse cuenta de su presencia. Hizo un gesto de despedida al brillante compañero, quien se retiró a distancia.
Yaan esperó. Era paciente, y aunque nunca pudo expresarlo con palabras, estaba contento. Cuando se encontraba con Bertrond sentía los primeros síntomas de aquella devoción desinteresada y totalmente irracional que los de su raza no deberían alcanzar hasta el cabo de muchos siglos.
Era un extraño cuadro. Allí, a la orilla del río, estaban de pie dos hombres. Uno de ellos, vestido en un uniforme muy ajustado. El otro llevaba la piel de un animal y una lanza de punta de sílex. Había entre ellos diez mil generaciones, diez mil generaciones y una insondable inmensidad de espacio. Y, sin embargo, ambos eran humanos. A semejanza de lo que haría con frecuencia hasta la Eternidad, la Naturaleza había repetido una de sus formas fundamentales.
Y luego Bertrond comenzó a hablar, caminando hacia adelante y hacia atrás, con cortos pasos. En su voz podía percibirse un vestigio de tristeza.
-Todo ha terminado, Yaan. Yo tenía la esperanza que con nuestros conocimientos podríamos haberlos sacado de la barbarie en una docena de generaciones, pero ahora tendrán que luchar solos para salir de la jungla, y quizás tendrán que luchar un millón de años para conseguirlo. Lo siento; había tanto que hubiéramos podido hacer. Incluso ahora yo quería quedarme aquí, pero Altman y Clindar hablan del deber, y me figuro que tienen razón. Hay poco que podamos hacer, pero nuestro mundo nos llama y no debemos abandonarlo.
»Quisiera que pudieses comprenderme, Yaan. Quisiera que entendieses lo que estoy diciendo. Te dejo estas herramientas; descubrirás cómo utilizar algunas de ellas, aunque lo más probable es que dentro de una generación se hayan perdido, o sean olvidadas. Fíjate como corta esta hoja; pasarán siglos antes que tu mundo pueda hacer una cosa semejante. Y conserva esto bien: cuando aprietes el botón, ¡fíjate!, si lo utilizas con cuidado, te dará luz durante años, aunque tarde o temprano morirá. En cuanto a esas otras cosas, encuéntrales el uso que puedas.
»Ahora salen las primeras estrellas por allá, hacia el este. ¿Es que miras alguna vez las estrellas, Yaan? Quien sabe cuánto tiempo pasará antes que descubras lo que son, y me pregunto qué habrá sido de nosotros entonces. Aquellas estrellas son nuestras patrias, Yaan, y no podemos salvarlas. Muchas han muerto ya, en explosiones tan gigantescas que yo no puedo imaginármelas mejor que tú. Dentro de cien mil años de los nuestros, la luz de aquellas piras funerarias llegarán a vuestro mundo y dejará perplejos a vuestros pueblos. Quisiera poderles advertir de los errores que hemos cometido, y que ahora nos costarán todo lo que hemos ganado.
»Es bueno para tu pueblo, Yaan, que vuestro mundo esté aquí en la frontera del Universo. Quizá escapen de la aniquilación que nos espera. Quizá un día vuestras naves irán a explorar entre las estrellas, como lo hemos hecho nosotros, y quizá se encuentren con las ruinas de nuestros mundos y se preguntarán quiénes éramos. Pero nadie sabrá que nos encontramos aquí, junto a este río, cuando vuestra raza era joven.
»Aquí vienen mis amigos; no me van a conceder más tiempo. Adiós, Yaan, usa bien las cosas que te he dejado. Son los mayores tesoros de tu mundo.
Algo grande, que resplandecía en la luz de las estrellas, bajaba silenciosamente desde el cielo. No llegó hasta el suelo, sino que se detuvo un poco por encima de la superficie, y en completo silencio se abrió un rectángulo de luz por uno de sus costados. El resplandeciente gigante salió de entre las sombras de la noche y atravesó la dorada puerta. Bertrond le siguió, deteniéndose un momento en el umbral para despedirse con la mano de Yaan. Y luego la oscuridad se cerró tras él. Lentamente, tal como el humo se aparta del fuego, la nave se levantó. Cuando era tan pequeña que Yaan sintió que le cabría en la mano, pareció confundirse con una larga línea de luz que se elevaba inclinada hacia las estrellas. Desde el vacío cielo resonó un trueno sobre la dormida tierra y Yaan supo por fin, que los dioses se habían ido y que ya no volverían nunca más.
Largo tiempo permaneció en pie junto a las aguas que tan suavemente se deslizaban, y en su alma se infiltró una sensación de pérdida que no podría comprender y olvidar jamás. Luego con cuidado y reverencia, recogió los regalos que Bertrond había dejado.
Bajo las estrellas lejanas, la solitaria figura se dirigió hacia su hogar a través de una tierra sin nombre.
Tras él, el río fluía lentamente hacia el mar, serpenteando a través de fértiles llanuras donde, más de mil siglos más tarde, los descendientes de Yaan, construirían una gran ciudad que llamarían Babilonia.
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