¡ESTO SE ACABÓ! Guy de Maupassant

El conde de Lormerin acababa de vestirse. Dando un último vistazo al colosal espejo que cubría una pared entera de su tocador, sonrió.
Aún era un gallardo mozo, a pesar de su cabellera gris. Esbelto, alto, elegante, sin barriga, con la cara enjuta y los bigotes de un color dudoso, que pudiera suponerse rubio, tenía el porte, la nobleza, la distinción, la galanura que diferencian a un hombre de los otros más que los millones.
Reflexionando — ¡Lormerin se defiende todavía!—, entró en el salón donde le aguardaba la correspondencia.
Sobre su escritorio, donde todo estaba en su lugar, muy bien ordenado —escritorio de un hombre que no escribe ni trabaja—, yacían diez o doce cartas y cuatro periódicos de ideas diferentes. Empujando las cartas con un dedo, como un jugador que tiende con habilidad la baraja, puso los sobrescritos a la vista. Y contempló detenidamente los rasgos de la escritura en todos, lo cual hacía todas las mañanas antes de abrir los sobres.
Era para Lormerin un momento delicioso de promesas, de adivinación, de angustia suave. ¿Que dirían aquellos papeles cerrados misteriosos? ¿Qué placeres, qué dichas o qué tristezas guardaban?
Abarcándolos con una mirada, reconociendo en algunos el carácter de letra, los clasificaba en dos grupos, conforme a lo que se prometía. Los amigos a un lado, los indiferentes después, los desconocidos para lo último. Los desconocidos le abrumaban un poco. ¿Para qué se dirigirían a él? ¿Quiénes eran? ¿Qué manos trazaron aquellos caracteres insinuantes, portadores de promesas dulces o de amenazas?
Aquel día, un sobre le preocupó mucho. Su letra, sencilla y clara, se prestaba mal a novelescas interpretaciones, y, sin embargo, le llenaba de zozobra. Meditó. "¿De quién será? Recuerdo este carácter de letra y no lo reconozco."
Cogiéndola pulcramente, la acercó bastante al rostro, quiso leer algunas palabras al trasluz antes de abrirla.
Después la olió. Tampoco el perfume aclaraba sus dudas. La observó con una lente que tenía para estudiar, agrandándolos, algunos perfiles dificultosos. Nada conseguía, y sus inútiles investigaciones le descorazonaban. "¿De quién será? No acude a mi memoria y estoy seguro de haber leído muchas veces cartas de la misma letra. La mano que la trazó es una mano amiga. Muchas veces leí sin duda... Pero hará mucho tiempo..., ¡mucho tiempo! Abrámosla, ¡qué demonio!"
Y, rasgando el sobre, leyó:
"Mi estimado amigo: Usted me habrá olvidado, sin duda. Son muchos, para recordar a una mujer: veinticinco años de ausencia. Cuando nos despedimos yo era joven y me alejaba de París acompañando a mi marido, a quien usted llamaba mi hospital. ¿Se acuerda? Murió hace seis años, y vuelvo a París para casar a mi hija, porque tengo una hija, una hermosa mujer de veintiocho años, a la cual no ha conocido usted nunca.
"Me han dicho que usted continúa siendo galante y buen mozo como siempre, que aún le llaman el gallardo Lormerín. Si quiere usted recordar a Elisa, la que usted llamaba Lilí, véngase a comer esta noche con ella, y no le asusten sus cabellos blancos, ni encontrar su rostro risueño trocado en el semblante rugoso de la baronesa de Vauce, la fiel amiga que, a un tiempo satisfecha y turbada, ofrecerá su mano a la mano del amigo, ya no a los labios del amante, ¡mi pobre Jacobo!
Elisa de Vauce."
El corazón de Lormerin palpitaba furiosamente. Hundido en el sillón, con la carta sobre las rodillas, la contemplaba, crispado por la sorpresa, por la tortura, por el desencanto, que hacían asomar a sus ojos ardientes lágrimas.
¡La mujer que más adoró en su vida! Lilí, Elisa de Vauce, la que llamaba en sus ternuras Flor de rescoldo, a causa del color inverosímil de sus cabellos y del pálido gris de sus ojos. ¡Tan suave, tan delicada, tan divina! La sutil y primorosa baronesa, mujer de un anciano gotoso y granujiento, que desapareció de París para ser encerrada, secuestrada por su marido, el cual sentía celos devoradores, celos del gallardo Lormerin.
El gallardo Lormerín la quería con toda su alma, y ella debió de quererle mucho. Ella le llamaba su Jacobo, ¡y lo decía de una manera deliciosa!
Mil recuerdos lejanos y adorables renacían tristes y dolorosos. Una vez se le había presentado al salir de un baile, y se fueron al bosque de Bolonia; ella, lujosamente vestida, con amplio escote, y él, con batín de casa, Era una hermosa noche primaveral, apacible, serena. El perfume del vestido embalsamaba el ambiente, y al perfume del vestido se unía también el perfume de la carne deliciosa. ¡Qué noche! Junto al silencioso lago, viendo filtrar a través del ramaje los rayos de luna, ella no pudo contener sus lágrimas. Inquieto Lormerin, indagó la causa de su llanto, y ella dijo:
—No lo sé. La luna, el agua, el silencio, me conmueven. Es... la poesía de la Naturaleza que me hace llorar.
Sonreía el amante, a su vez conmovido, juzgando trivial y encantadora la inesperada emoción de una mujer, de una débil mujer, sensible a todo, que tan fácilmente se altera. Y la besó apasionado, mientras murmuraba:
—¡Lilí, Lilí mía; eres deliciosa! ¡Qué idilio amoroso, delicado y breve! ¡Pasó como un relámpago, se interrumpió de pronto, con violencia, en lo más delirante de los deseos! ¡El marido, celoso, estúpido, escondió a su mujer, para no mostrarla jamás a nadie, para que nadie volviese a verla desde aquel día!
Los olvidos acosan y las mujeres reemplazan con facilidad a las mujeres en el corazón de un hombre joven y gallardo; ¡el recuerdo se defiende mal contra nuevas tentaciones! Lormerín olvidó a Lilí, pero su olvido no borró por completo la imagen deliciosa que había grabado en su alma un profundo, un insaciable goce amoroso. Al ver la carta lo comprendía.
Se levantó diciendo en voz alta:
—Iré a comer con ella esta noche.
Y maquinalmente miró al espejo para examinarse de pies a cabeza, pensando:
"Habrá envejecido mucho; sin duda más que yo."
Le satisfacía presentarse aún gallardo y brioso, asombrándola, enterneciéndola y reverdeciendo en la memoria de aquella mujer dichas pasadas, goces lejanos.¡muy lejanos!
Abrió las otras cartas. Ninguna era importante.
Todo el día estuvo preocupado, queriendo imaginarse la escena que se preparaba. ¿Cómo la encontraría? ¡Una sorpresa muy agradable volver a verse, a los veinticinco años de fecha! Era posible…que ni la reconociera.
Se acicaló atendiendo a minuciosidades verdaderamente femeninas. Con frac, el chaleco blanco le daba aspecto más juvenil; se puso un primoroso chaleco blanco. El peluquero fue a peinarle, domando con las tenacillas la bien conservada cabellera, y muy temprano aún se dirigió a casa de la baronesa para mostrarle su mucha solicitud.
La primero que vio al entrar en una sala preciosa, cuyos muebles eran todos nuevos y elegantes, fue su propio retrato, una fotografía borrosa ya, que recordaba su época triunfante, colgada en la pared, luciendo un magnifico marco de antigua seda.
Tomó asiento. Una puerta se abrió a su espalda, y al volverse levantándose precipitado, vio a una respetable señora que le tendía las manos.
Las oprimió, las besó con mucho afecto, y luego, alzando la cabeza, contempló a su amiga.
Sí; era una señora respetable —a la cual no hubiera conocido—, una señora que lo miraba con pujos de llorar.
El no pudo contener una exclamación:
—¿Usted…,Elisa?
La baronesa dijo:
—Sí, Elisa; lo soy, aun cuando no lo parezco. Usted no me conocería. ¡He sufrido tanto, tanto!... El sufrimiento me consumió... Ya lo ve... Míreme... O no me mire, prefiero que no me vea... Usted, en cambio, se mantiene joven. Si le hubiera encontrado en la calle, después de veinticinco años, le reconociera sin duda, gritándolee: "¡Jacobo!..." En fin... Siéntese y hablemos de otros asuntos. Llamaré a la niña..., ¡la niña! ¡Es una mujer! Ya verá usted cuánto se me parece; digo, cuánto me parezco... No, no... ¡Cuánto se parece a... Lilí! Procuré que no presenciara el encuentro, la sorpresa..., las emociones delatoras... Todo ha pasado ya. Siéntese, amigo mío.
Se sentó junto a ella, cogiéndole una mano; pero no sabía qué decirle, no sabía cómo empezar ante aquella desconocida, una señora que no se relacionaba en absoluto con el recuerdo grato de Lilí. ¿Cómo fue a la casa? ¿De qué hablaría? ¿De lo pasado? ¿Cómo referirlo al presente? Además, la memoria no le ayudaba en presencia de una pobre mujer envejecida. Ya no recordaba siquiera los detalles amorosos, insinuantes, conmovedores, que al recibir la carta revolotearon en su imaginación, presentándole a la enamorada Lilí, a la ideal Flor de rescoldo. ¿No aparecería ya nunca la otra, la inolvidable y adorada, el ensueño lejano, la rubia inverosímil de ojos grises, que le llamaba "¡Jacobo!” de una manera deliciosa?
Se hallaban juntos, inmóviles, turbados y sumergidos en una inquietud profunda.
Como su conversación languidecía entre insulsas frases, la baronesa tocó un timbre, diciendo:
—Llamo a Luisa.
Se oyó cerrar una puerta; luego, rumores de faldas; después, una voz juvenil que preguntaba:
—¿Quieres algo, mamá?
Lormerin, asombrado ante aquella deslumbrante aparición, balbució:
—Señorita...
Y dirigiéndose a la madre:
—¡La reconozco! ¡Es igual!
Era la otra, en efecto; era Lilí resucitada. Era la que veinticinco años antes le arrebataron. Y aparecía como aquella noche, acaso más fresca, más encantadora, más atrayente...
Tuvo tentaciones de oprimirla entre sus brazos, diciéndole al oído:
"Lilí, Lilí mía; ¡eres deliciosa!" Un criado anunció:
—La señora está servida.
Y pasaron al comedor.
¿Qué le dijeron y qué respondió él mientras comían? Era un delirio extraño que rayaba en locura. Mirando a las dos mujeres, observándolas, comparándolas, una turbación inexplicable y dolorosa le hacía preguntarse:
"¿Cuál es la verdadera?"
Y en los ojos claros de la hija encontraba sus recuerdos. Veinte veces abrió la boca para decirle: "¿Se acuerda usted, Lilí?...", olvidando a la señora, de cabellos blancos y rostro marchito que le contemplaba enternecida.
Y a pesar de todo, por momentos; dudando, perdía la razón. La mujer que tenía delante no era la de otros tiempos. En la mirada, en la voz de aquélla, hubo un algo, una vibración que al presente no advertía. Y su esfuerzo para recordar lo que no resucitaba era inútil.
Dijo la baronesa:
—Le veo a usted más reposado. Ha perdido usted su actividad avasalladora, ¡pobre amigo!
El conde murmuro:
—¡He perdido mucho más!
Pero en su corazón, de pronto remozado, sentía como una dentellada el despertar brioso de un amor largo tiempo adormecido.
La muchacha no dejaba de hablar, expresiva y resuelta. Ciertas entonaciones, algunas frases, la manera de pensar y decir, una semejanza en los gestos que se comunica fácilmente a los que viven siempre juntos, crispaban a Lormerin, estremeciéndole de pies a cabeza. El menor detalle, todo acrecía el fuego de su pasión importuna.
***
Escapó temprano de aquella casa, dando un paseo por el bulevar con ánimo de distraerse; pero la imagen de aquella mujer le perseguía, le preocupaba, produciéndole fiebre, como una vieja herida que de pronto se abre otra vez. Lejos ya de las dos mujeres, veía una sola, joven, amante, como lo fue aquélla, y la deseaba con todos los ardores juveniles, como si no hubieran transcurrido veinticinco años.
Refugiado en su casa, meditó la manera de remediar su obsesión extraña y terrible.
Pero al cruzar con una bujía en la mano frente al espejo —el colosal espejo donde se había contemplado antes de salir—, viendo la figura de un hombre macilento y decaído, la comparó al mozo gallardo que adoraba la hermosura de Lilí, al joven impetuoso que Lilí adoraba…
Entonces, acercando a su rostro la luz, observó con detenimiento, como se analiza en el microscopio algo desconocido y sorprendente. Descubrió las canas de su bigote y las arrugas de su rostro, de su cuello, ¡todos los estragos de la edad!
Y sentándose abatido, ante su propia imagen, dijo con angustia:
—¡Esto se acabó! FIN