MADAME BAPTISTE Guy de Maupassant

Cuando entré en la sala de espera de la estación de Loubain, mi primera mirada fue para el reloj. Tenía que esperar dos horas y pico por el expreso de París.
De pronto, me sentí tan cansado como si hubiese recorrido diez leguas a pie; miré a mi alrededor con la esperanza de descubrir en las paredes algún medio de matar el tiempo; luego salí y me detuve ante la puerta de la estación, inquieto por el deseo de hacer algo para pasar el rato.
La calle, especie de bulevar plantado de acacias secas, entre dos hileras de casas desiguales y diferentes, unas casas de ciudad pequeña, subía a una especie de colina, y allá al fondo se distinguían unos árboles, como si la calle terminase en un parque.
De cuando en cuando, un gato atravesaba la calzada saltando los arroyos de una manera delicada. Un gozque presuroso olfateaba los troncos de los árboles, buscando restos de comida. No se veía a ningún hombre.
Un profundo desaliento me invadió. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Y pensaba ya en la interminable e inevitable espera en el cafetín del ferrocarril, ante un jarro de cerveza imbebible y el ilegible periódico del lugar, cuando divisé un séquito fúnebre, que torcía desde una calle lateral para continuar la marcha por aquella en la que me encontraba yo.
Ver el coche fúnebre fue un alivio para mí. Era, por lo menos, diez minutos ganados.
Pero, de repente, mi atención se redobló. El muerto sólo iba acompañado por ocho señores, uno de los cuales lloraba. Los otros charlaban amigablemente. Ningún sacerdote presidía el acompañamiento. Y pensé: "He aquí un entierro civil", y en seguida reflexioné que en una ciudad Como Loubain debía de haber, al menos, un centenar de librepensadores que se hubiesen sentido en el deber de manifestarse. Entonces, ¿qué? Sin embargo, la rápida marcha del séquito decía bien a las claras que se enterraba a aquel difunto sin ceremonia y, por consiguiente sin religión.
Mi curiosidad ociosa se imaginé las hipótesis más complicadas; pero cuando el coche fúnebre pasaba por delante de mí, se me ocurrió una idea extravagante: seguir con los ocho señores. Así tendría, al menos, una hora de ocupación, y me puse en marcha, con aire triste, detrás de los demás.
Los dos últimos se volvieron asombrados, y luego cuchichearon en voz baja. Seguramente se preguntaban si yo era de la ciudad. Después consultaron a los dos precedentes, quienes se pusieron a su vez a mirarme atentamente. Esta observación investigadora me molestaba, y, para poner fin a ella, me aproximé a mis vecinos. Los saludé, y luego les dije:
—Perdónenme, señores, si interrumpo su conversación. Pero, al ver un entierro civil, me he apresurado a acompañarlo, aun sin conocer al difunto a quién acompañáis.
—Es una difunta me contestó uno de los señores.
—Sin embargo, es un entierro civil, ¿no?— pregunté sorprendido.
El otro señor; que deseaba evidentemente informarme, tomó la palabra:
—Sí y no. El clero nos ha negado la entrada en la iglesia.
Lancé esta vez un "¡Ah!" de estupefacción. No comprendía del todo.
Mi obsequioso vecino me confió en voz baja:
— ¡Oh, es toda una historia! Esta joven se ha matado y he ahí por qué no se la ha podido enterrar cristianamente. Su marido es aquel que veis allí, el primero, el que llora.
Entonces, me decidí, Vacilando:
—Me asombra usted y me interesa mucho todo esto, señor. ¿Sería indiscreto pedirle que me contase esa historia? Si le importuno, imagínese que no le he dicho nada.
El señor me cogió del brazo con familiaridad:
—De ningún modo, de ningún modo. Mire, quedémonos un poco atrás. Se lo voy a contar, es muy triste. Tenemos tiempo antes de llegar al cementerio, cuyos árboles se ven allí arriba, pues la cuesta es dura. Figúrese usted —comenzó— que esta joven, madame Paul Hamot, era la hija de un rico comerciante del país, monsieur Fontanelle. Siendo una niña, a la edad de once años, le ocurrió una desgracia terrible: la mancilló un criado. Faltó poco para que muriese, estropeada por aquel miserable, cuya brutalidad denunció. Se celebró un horroroso proceso, el cual reveló que desde hacía tres meses la pobre mártir era víctima de prácticas vergonzosas por aquel bruto, quien fue condenado a trabajos forzados a perpetuidad. La niña creció marcada por la infamia, aislada, sin compañeras, apenas besada por las personas mayores, creyendo mancharse los labios al rozar su frente. Se convirtió para la ciudad en una especie de monstruo, de fenómeno. Se decía bajito: "Sabes lo de la pequeña Fontanelle" En la calle, todo el mundo se volvía cuando ella pasaba. Incluso no se podía encontrar niñeras para llevarla de paseo, y las sirvientas de las demás familias se mantenían aparte, como si emanase de la niña una peste que contagiara a todos los que se le aproximaban. Daba lástima ver a esta pobrecita en los patios donde van a jugar los pequeñuelos todas las tardes. Permanecía sola, de pie, cerca de su criada, mirando con tristeza a los demás chicos que se divertían. Algunas veces, cediendo a un irresistible deseo de mezclarse con los niños, avanzaba tímida, recelosamente, y entraba en un grupo con paso furtivo, como consciente de su indignidad. Y en seguida, desde todos los bancos, acudían las madres, las niñeras, las tías, que cogían por la mano a las chiquillas confiadas a su custodia y se las llevaban brutalmente. La pequeña Fontanelle quedaba aislada, desatinada, sin comprender; y se echaba a llorar, con el corazón estallándole de pena. Después, corría a ocultar su rostro, sollozando, en el delantal de su criada. Creció, y fue peor aún. Las muchachas se alejaban de ella como de una apestada. Considere, señor, que esta joven no tenía ya nada que aprender, nada; que no tenía ya derecho a la simbólica flor de azahar; que había penetrado, casi antes de saber leer, en el temible misterio que las madres sólo dejan apenas entrever, temblorosas, en la noche de bodas. Cuando pasaba por la calle, acompañada de su institutriz, como si se la vigilase en el temor incesante de alguna nueva y terrible aventura —repito—, cuando pasaba por la calle, con los ojos bajos por la vergüenza misteriosa que sentía pesar sobre sí, las demás jóvenes, menos ingenuas de lo que se cree, cuchicheaban, mirándola socarronamente, se sonreían maliciosamente por lo bajo, y si por casualidad ella se fijaba, volvían rápidamente la cabeza con gesto distraído. Apenas la saludaba nadie. Únicamente, algunos hombres se descubrían. Las madres fingían no verla. Algunos golfillos la llamaban "la señora Baptiste", nombre del criado que la había ultrajado y perdido. Nadie sabía las torturas ocultas en su alma, pues no hablaba apenas y jamás reía. Sus mismos padres se sentían cohibidos ante ella, como si le hubiesen deseado eternamente alguna falta irreparable. Un hombre honrado no daría la mano de muy buena gana a un presidiario, ¿no es cierto?, aunque ese presidiario fuese su hijo. Monsieur y madame Fontanelle consideraban a su hija como si hubiesen engendrado un hijo que saliera del presidio. Era bonita y pálida, alta, delgada y distinguida. Hubiera agradado mucho, señor, sin ese asunto. Pues bien, hace ahora dieciocho meses, tuvimos un nuevo subprefecto y trajo consigo a su secretario particular, un mozo original, que, al parecer, había vivido en el barrio latino. Vio a la señorita Fontanelle y se enamoró de ella. Se le dijo todo. Y se limitó a responder: ¡Bah! Eso es precisamente una garantía para el futuro. Prefiero que sea antes que después. Con esa mujer, dormiré tranquilo. Le hizo la corte, la pidió en matrimonio y se casó con ella. Entonces, como era un desahogado, hizo las visitas de boda como si no hubiera ocurrido nada. Unos se las devolvieron, otros se abstuvieron. En fin, se comenzó a olvidar y ella pudo hacer vida de sociedad. Tengo que decirle que adoraba a su marido como a un dios. Piense usted que le habla devuelto el honor, y la había hecho entrar en la vida normal; había desafiado, forzado a la opinión pública, afrontando ultrajes; en suma, había realizado una acción valerosa que muy pocos hombres harían. Sentía, pues, por él una pasión exaltada y celosa, Quedó encinta, y cuando la gente se enteró, hasta las personas más quisquillosas le abrieron su puerta, como si hubiese sido definitivamente purificada por la maternidad. Es curioso, pero es así. Transcurría de esta manera, pues, su vida, hasta el otro día que celebramos la fiesta patronal de nuestra tierra. El prefecto, rodeado de su estado mayor y de las autoridades, presidía el concurso de orfeones; y después de pronunciar su discurso, comenzó la distribución de las medallas, que su secretario particular, Paul Hamot, entregaba a cada titular. Como usted sabe, en estas cuestiones hay siempre envidias y rivalidades que echan a rodar la moderación de la gente. Todas las damas de la ciudad estaban allí, en el estrado. Cuando le tocó su turno, se adelantó el jefe de la música de la aldea de Mormillon, cuya banda sólo había conseguido una medalla de segunda clase. No se le puede conceder a todo el mundo una de primera, ¿no cree usted? Y he aquí que, cuando el secretario particular le entregó su emblema, se lo arrojó a la cara gritando: "Te puedes guardar tu medalla para Baptiste. Tú le debes una de primera clase, igual que a mí." Hubo un montón de gente que se echó a reír. El pueblo no es caritativo ni delicado, y todos se volvieron a mirar a la pobre señora. ¡Oh señor! ¿No habéis visto nunca cómo se vuelve loca una mujer? ¿No? ¡Pues nosotros asistimos a ese lamentable espectáculo! Se levantó y volvió a caer en su asiento por tres veces seguidas, queriendo librarse de toda aquella multitud que la rodeaba y como si hubiese comprendido al mismo tiempo que era imposible salir de allí. Una voz gritó aún, entre el público: "¡Eh, la señora Baptiste!" Entonces se originó un gran rumor, lleno de indignidades y chanzas. Era como un gran oleaje, un verdadero tumulto. Todas las cabezas bullían; se repetía la misma frase; se alzaban para ver la cara que ponía la pobre desgraciada; los hombres cogían a sus mujeres en brazos para enseñársela, y algunos preguntaban: "¿Cuál es? ¿La de azul?" Los chiquillos daban gritos de gallo, y por todas las partes estallaban grandes risotadas. Sentada en su butaca de solemnidad, como si hubiese sido colocada de escaparate para la asamblea, no se movía ya, desesperada. No podía ni desaparecer, ni moverse, ni disimular su semblante. Pestañeaba con vivacidad, como sí una luz demasiado fuerte le quemase en los ojos, y resoplaba como un caballo al subir una cuesta. Partía el corazón verla así. Monsieur Hamot había cogido por la garganta al grosero provocador, y lo arrastraba por tierra, en medio de un espantoso tumulto. La ceremonia fue interrumpida. Una hora después, en el momento en que los Hamot regresaban a su casa, su joven esposa, que no había dicho ni una sola palabra desde el bochornoso insulto, y que estaba temblando como si todos sus nervios hubiesen sido puestos en movimiento por un resorte, saltó de repente el parapeto del puente sin que su marido tuviera tiempo de detenerla, y se arrojó al río. El agua es muy profunda bajo los arcos del puente, y pasaron dos horas antes de dar con ella. Estaba muerta, naturalmente.
El narrador se calló. Luego, pareció reflexionar unos momentos, y añadió:
—Tal vez es lo que mejor podía hacer en su caso. Hay cosas que no se olvidan. Ahora ya sabe usted por qué el clero nos ha rehusado la entrada en la iglesia. ¡Ah, si hubiera sido un entierro cristiano, hubiese venido toda la ciudad! Pero comprenderá usted que el suicidio, añadido a la otra historia, ha hecho que la gente se haya abstenido; y además, es muy penoso aquí acompañar a un entierro sin sacerdote.
Franqueamos la puerta del cementerio. Y esperé, muy conmovido, a que depositasen el féretro en la fosa para acercarme al pobre muchacho, que estaba sollozando, y estrecharle enérgicamente la mano.
Me miró con sorpresa a través de sus lágrimas, y después me dijo:
—Gracias, señor.
Y no lamenté haber acompañado a aquel séquito fúnebre. FIN