MOIRON Guy de Maupassant

Como seguían hablando de Pranzini, el señor Maloureau, que había sido fiscal del Supremo con el Imperio, nos dijo:
—¡Oh! Yo intervine, en tiempos, en un asunto muy curioso, curioso por varios extremos, como van a ver ustedes.
Yo era en ese momento fiscal en provincia, y muy bienquisto, gracias a mi padre, presidente de la Audiencia en París. Ahora bien, tuve que tomar la palabra en una causa que se hizo célebre con el nombre de caso del maestro Moiron.
El señor Moiron, maestro en el norte de Francia, gozaba en toda la comarca de excelente reputación. Hombre inteligente, reflexivo, muy religioso, un poco taciturno, se había casado en el municipio de Boislinot, donde ejercía su profesión. Había tenido tres hijos, muertos sucesivamente del pecho.
A partir de ese momento, pareció consagrar a la chiquillería confiada a sus cuidados toda la ternura escondida en su corazón. Compraba, de su bolsillo, juguetes para sus mejores alumnos, para los más buenos y amables; les daba de merendar, atiborrándolos de golosinas, dulces y pasteles. Todo el mundo quería y alababa a aquel hombre tan bueno, de tan gran corazón, cuando, de repente, cinco de sus alumnos murieron de una forma rara. Se pensó en una epidemia procedente del agua corrompida por la sequía; se buscaron las causas sin descubrirlas, tanto más cuanto que los síntomas parecían de lo más extraños. Los niños aparentaban una enfermedad de postración, dejaban de comer, se quejaban de dolores de barriga, iban tirando así cierto tiempo, y después expiraban en medio de abominables sufrimientos.
Se hizo la autopsia del último muerto sin encontrar nada. Las vísceras enviadas a París fueron analizadas y no revelaron la presencia de ninguna sustancia tóxica.
Durante un año no pasó nada, y después dos niños pequeños, los mejores alumnos de la clase, los preferidos de Moiron, expiraron en cuatro días. Se prescribió el examen de los cuerpos y se descubrió, tanto en uno como en otro, fragmentos de vidrio machacado incrustados en los órganos. Se llegó a la conclusión de que los dos críos habrían comido imprudentemente algún alimento en malas condiciones. Bastaba con que un vaso se hubiera roto encima de un cuenco de leche para producir aquel espantoso accidente, y el asunto no hubiera pasado de ahí si la criada de Moiron no hubiera caído enferma en aquel momento. El médico al que llamaron comprobó las mismas señales mórbidas que en los niños anteriormente afectados, la interrogó y obtuvo la confesión de que había robado y comido unos caramelos comprados por el maestro para sus alumnos.
Por mandato judicial se hizo un registro en la escuela, y se descubrió un armario lleno de juguetes y de golosinas destinados a los niños. Ahora bien, casi todos aquellos comestibles contenían fragmentos de vidrio o trozos de agujas rotas.
Moiron, detenido en seguida, pareció tan indignado y estupefacto por las sospechas que pesaban sobre él que estuvieron a punto de soltarlo. Sin embargo, aparecían indicios de su culpabilidad que combatían en mi ánimo mi convicción inicial, basada en su excelente reputación, en su vida entera y en la inverosimilitud, en la carencia total de motivos que provocaran semejante crimen.
¿Por qué aquel hombre bueno, sencillo, religioso, iba a matar a unos niños, y a los niños que más parecía querer, a quienes mimaba, a quienes atiborraba de golosinas, para quienes gastaba en juguetes y caramelos la mitad de su sueldo?
Para admitir este acto, ¡había que suponer una locura! Pero Moiron parecía tan razonable, tan tranquilo, tan lleno de juicio y de sentido común, que la locura parecía imposible de probar en su caso.
¡Y, sin embargo, se acumulaban las pruebas! Se demostró que caramelos, pasteles, melcochas y otros géneros recogidos en los productores donde se surtía el maestro de escuela no contenían ningún fragmento sospechoso.
Él pretendió entonces que un enemigo ignorado había debido de abrir su armario con una llave falsa para introducir el vidrio y las agujas en las golosinas. Y supuso toda una historia de herencias que dependían de la muerte de un niño, decidida y buscada por un campesino cualquiera y lograda así, haciendo recaer las sospechas sobre el maestro. Aquel animal, decía, no se había preocupado de los otros desdichados niños que morirían también.
Era posible. El hombre parecía tan seguro de sí y tan desolado que sin duda lo hubiéramos absuelto, a pesar de los cargos que pesaban sobre él, de no haber hecho dos descubrimientos abrumadores, uno tras otro.
El primero, ¡una petaca llena de vidrio machacado! ¡Su petaca, en un cajón secreto del escritorio donde guardaba el dinero!
Explicó de nuevo este hallazgo de una forma casi aceptable, como una suprema astucia del verdadero culpable ignorado, pero un mercero de Saint-Marlouf se presentó al juez de instrucción contándole que un caballero había comprado en su tienda agujas, en varias ocasiones, las agujas más finas que había podido encontrar, rompiéndolas para ver si le gustaban.
El mercero, puesto ante una docena de personas, reconoció a la primera a Moiron. Y la investigación reveló que el maestro, en efecto, había ido a Saint-Marlouf los días señalados por el comerciante.
Omito las terribles declaraciones de los niños sobre la elección de las golosinas y el cuidado de que se las comieran delante de él y de eliminar los menores rastros.
La opinión pública, exasperada, reclamaba la pena capital, y adquiría esa fuerza de creciente terror que arrolla todas las resistencias y las vacilaciones.
Moiron fue condenado a muerte. Después se rechazó su apelación. Sólo le quedaba la petición de indulto. Supe por mi padre que el emperador no se lo concedería.
Ahora bien, una mañana estaba yo trabajando en mi despacho cuando me anunciaron la visita del capellán de la cárcel.
Era un anciano sacerdote que tenía un gran conocimiento de los hombres y estaba muy acostumbrado a los criminales. Parecía turbado, molesto, inquieto. Tras haber charlado unos minutos de esto y aquello, me dijo bruscamente, al levantarse:
«Si Moiron es decapitado, señor fiscal, habrá dejado usted que ejecuten a un inocente.»
Y después, sin despedirse, salió, dejándome profundamente impresionado por sus palabras. Las había pronunciado de forma emocionante y solemne, entreabriendo, para salvar una vida, sus labios cerrados y sellados por el secreto de confesión.
Una hora después salía yo para París, y mi padre, advertido por mí, pidió inmediatamente una audiencia al emperador.
Me recibió al día siguiente. Su Majestad trabajaba en un saloncito cuando nos introdujeron allí. Expuse todo el asunto hasta la visita del sacerdote, y estaba a punto de contarla cuando se abrió una puerta detrás del sillón del soberano, y la emperatriz, que lo creía solo, apareció. Napoleón la consultó. En cuanto estuvo al tanto de los hechos, ella exclamó:
«Hay que indultar a ese hombre. ¡Es preciso, ya que es inocente!»
¿Por qué esta repentina convicción de una mujer tan piadosa sembró en mi mente una terrible duda?
Hasta entonces yo había deseado ardientemente una conmutación de la pena. Y de repente me sentí juguete, víctima de un criminal astuto que había empleado al sacerdote y la confesión como último medio de defensa.
Expuse mis vacilaciones a Sus Majestades. El emperador seguía indeciso, incitado por su bondad natural y retenido por el temor de dejarse burlar por un miserable; pero la emperatriz, convencida de que el sacerdote había obedecido a una inspiración divina, repetía: «¡Qué importa! ¡Más vale perdonar a un culpable que matar a un inocente!» Su opinión triunfó. La pena de muerte fue conmutada por la de trabajos forzados.
Ahora bien, unos años después me enteré de que Moiron, cuya conducta ejemplar en el presidio de Tolón se le había señalado de nuevo al emperador, estaba empleado como criado del director del centro penitenciario.
Después no volví a oír hablar de aquel hombre durante mucho tiempo.

Ahora bien, hace unos dos años, cuando pasaba el verano en Lila, en casa de mi primo De Larielle, me avisaron una noche, en el momento de sentarme a la mesa para cenar, que un joven sacerdote deseaba hablarme.
Ordené que lo hicieran entrar, y me suplicó que acudiera al lado de un moribundo que deseaba verme con urgencia. Eso me había ocurrido a menudo durante mi larga carrera de magistrado y, aunque apartado por la República, aún me llamaban de vez en cuando en tales circunstancias.
Seguí, pues, al eclesiástico, que me hizo subir a un alojamiento miserable, bajo los tejados de una alta casa obrera.
Allí encontré, sobre un jergón, a un extraño agonizante, sentado, con la espalda contra la pared, para respirar.
Era una especie de esqueleto gesticulante, con ojos profundos y relucientes.
En cuanto me vio, murmuró:
«¿No me reconoce?
—No.
—Soy Moiron.»
Sentí un estremecimiento, y pregunté:
«¿El maestro?
—Sí.
—¿Cómo se encuentra usted aquí?
—Sería demasiado largo. No tengo tiempo... Iba a morir... me trajeron este cura... y como sabía que usted estaba aquí, he mandado a buscarle... Es con usted con quien quiero confesarme... ya que me salvó la vida... en tiempos.»
Apretaba con sus manos crispadas la paja de su jergón, a través de la tela. Y prosiguió con voz ronca, enérgica y baja.
—Eso es... Le debo a usted la verdad... a usted... pues es preciso contársela a alguien antes de dejar esta tierra.
Fui yo el que maté a los niños:... a todos... Fui yo... ¡por venganza! Escuche. Yo era un hombre honrado, honradísimo... muy honrado, muy puro —adoraba a Dios, al Dios Bueno, al Dios que nos enseñan a amar, y no al Dios falso, al verdugo, al ladrón, al asesino que gobierna la tierra—. No había hecho daño a nadie, jamás había cometido un acto ruin. Yo era tan puro como pocos, señor.
Una vez casado, tuve hijos y empecé a amarlos como jamás un padre o una madre amó a los suyos. Sólo vivía para ellos. Los adoraba. ¡Y murieron los tres! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué había hecho yo? Me rebelé, me rebelé furiosamente; y después de repente abrí los ojos como cuando uno se despierta; y comprendí que Dios es malo. ¿Por qué había matado a mis hijos? Abrí los ojos, y vi que le gusta matar. Sólo le gusta eso, caballero. ¡Sólo da la vida para destruirla! Dios, caballero, es un asesino. Todos los días necesita muertos. Y se los procura de todas las maneras, para divertirse más. Ha inventado las enfermedades, los accidentes, para divertirse tranquilamente a lo largo de los meses y los años; y además, cuando se aburre, tiene las epidemias, la peste, el cólera, las anginas, la viruela; ¿acaso sé yo todo lo que ha ideado ese monstruo? Y no le bastaba con eso, ¡todos esos males se parecen!, y se permite guerras de vez en cuando, para ver a doscientos mil soldados en el suelo, aplastados entre sangre y lodo, reventados, con los brazos y las piernas arrancados, las cabezas rotas por bolas como huevos que caen sobre una carretera.
Y eso no es todo. Ha hecho que los hombres se devoren entre sí. Y además, como los hombres se vuelven mejores que él, ha hecho a los animales para ver a los hombres cazarlos, degollarlos y alimentarse con ellos. Y eso no es todo. Ha hecho esos animalillos que viven un día, las moscas, que mueren a millones en una hora, las hormigas que se aplastan, y otros, muchos, tantos que no podemos imaginárnoslos. Y todo eso se mata entre sí, se da mutua caza, se devora entre sí y muere sin cesar. Y el buen Dios mira y se divierte, pues lo ve todo, a los grandes y a los pequeños, a los que están en las gotas de agua y a los de otras estrellas. Los mira y se divierte. ¡Qué canalla!
Y entonces yo, caballero, también maté a niños. Le gasté esa mala pasada. Con esos no pudo él. No pudo él, fui yo. Y habría matado otros muchos, pero usted me cogió. ¡Ahí tiene!
Yo iba a morir guillotinado. ¡Yo! ¡Cómo se habría reído ese reptil! Entonces pedí un sacerdote, y mentí. Me confesé. Mentí; y he vivido.
Ahora se acabó. No puedo ya escapar de él. Pero no le tengo miedo, caballero, lo desprecio demasiado.
Era espantoso ver al infeliz que jadeaba, hablaba entre hipos, abriendo una boca enorme para escupir a veces palabras que apenas se entendían, y tenía estertores, y arrancaba la tela de su jergón, y agitaba, bajo una manta casi negra, sus piernas flacas, como para escapar.
¡Oh! ¡Qué horrible ser y qué horrible recuerdo!
Le pregunté.
«¿No tiene usted nada más que decir?
—No, señor.
—Pues entonces, adiós.
—Adiós, caballero, un día u otro...»
Me volví hacia el sacerdote, lívido y que pegaba a la pared su alta silueta oscura:
«¿Se queda usted, señor cura?
—Me quedo.»
Entonces el moribundo rió burlonamente:
«Sí, sí, él envía sus cuervos sobre los cadáveres.»
Yo ya tenía bastante; abrí la puerta y escapé. FIN