MOSCA (RECUERDOS DE UN REMERO) Guy de Maupassant

Nos dijo:
¡He visto cosas curiosas, y también chicas curiosas, en mis tiempos de remero! Muchas veces me dieron ganas de escribir un librito, titulado Sobre el Sena, para contar esa vida de fuerza y despreocupación, de alegría y pobreza, de juergas sanas y bulliciosas que llevé desde los veinte a los treinta años.
Yo era un empleado sin un céntimo; ahora soy un hombre que ha triunfado, y que puede tirar gruesas sumas por el capricho de un segundo. Llevaba en el corazón mil deseos modestos e irrealizables que me doraban la existencia con todas las esperanzas imaginarias. Hoy, no sé realmente qué fantasía podría levantarme del sillón en el que me adormilo. ¡Qué sencillo era, y qué agradable, y qué difícil vivir así, entre la oficina en París y el río en Argenteuil! Mi grande, mi única, mi absorbente pasión fue, durante diez años, el Sena. ¡Ah! ¡Río hermoso, tranquilo, variado y apestoso, lleno de espejismos e inmundicias! Lo amé tanto, creo, porque me dio, me parece, el sentido de la vida. ¡Ah! ¡Qué paseos a lo largo de las riberas floridas, con mis amigas las ranas que soñaban, con la tripa al fresco, sobre una hoja de nenúfar, y los lirios de agua coquetos y frágiles, entre las grandes hierbas finas que me abrían de pronto, detrás de un sauce, una página de álbum japonés cuando el martín pescador huía ante mí como una llama azul! He amado todo esto con un amor instintivo de los ojos que se difundía por todo mi cuerpo con una alegría natural y honda.
Al igual que otros tienen recuerdos de noches tiernas, yo tengo recuerdos de salidas de sol entre las brumas matinales, flotantes, errantes vapores, blancas como muertas antes de la aurora, y después, con el primer rayo que se deslizaba sobre las praderas, iluminadas de un rosa arrobador; y tengo recuerdos de luna plateando la trémula corriente con un resplandor que hacía florecer todos los sueños.
Y todo esto, símbolo de la eterna ilusión, nacía para mí sobre el agua corrompida que arrastraba hacia el mar todas las basuras de París.
Y, además, ¡qué alegre aquella vida con los camaradas! Éramos cinco, una pandilla, hoy hombres serios; y como todos éramos pobres, habíamos fundado, en un horrible figón de Argenteuil, una colonia indescriptible que no poseía sino una habitación-dormitorio donde he pasado las más locas veladas de mi existencia, sin duda. Sólo nos preocupaba divertirnos y remar, pues el remo era para nosotros, salvo para uno, un culto. Me acuerdo de aventuras tan singulares, de bromas tan inverosímiles, inventadas por los cinco pillastres, que hoy nadie las podría creer. Ya no se vive así, ni siquiera en el Sena, pues la frenética fantasía que nos tenía en vilo ha muerto en las almas actuales.
Entre los cinco poseíamos una sola embarcación, comprada con grandes sacrificios y en la que nos hemos reído como jamás volveremos a reír. Era una ancha yola un poco pesada, pero sólida, espaciosa y cómoda. No les trazaré el retrato de mis camaradas. Había uno bajito, muy listo, apodado Novato; uno alto, de aspecto salvaje, con ojos grises y pelo negro, apodado Tomahawk; otro, agudo y perezoso, apodado Birrete, el único que no tocaba jamás un remo, con el pretexto de que haría zozobrar la barca; uno delgado, elegante, muy atildado, apodado Un Solo Ojo por alusión a una novela entonces reciente de Cladel y porque llevaba monóculo; y por último yo, a quien me habían bautizado José Ciruelo. Vivíamos en perfecta inteligencia, con el único pesar de no tener una timonera. Una mujer es indispensable en una embarcación. Indispensable porque mantiene despiertos la cabeza y el corazón, porque anima, divierte, distrae, sazona y resulta decorativa con su sombrilla roja que se desliza sobre las verdes orillas. Pero no necesitábamos una timonera corriente nosotros cinco, que no nos parecíamos a nadie. Necesitábamos algo imprevisto, raro, dispuesto a todo, casi imposible de encontrar, en fin. Habíamos probado muchas sin éxito, chicas de timón, y no timoneras, bateleras imbéciles que preferían siempre el vinillo que emborracha al agua que corre y sostiene las yolas. Las conservábamos un domingo, y después las despedíamos, asqueados.
Ahora bien, un sábado por la tarde Un Solo Ojo nos trajo una criatura endeble, vivaracha, saltarina, bromista y llena de gracejo, de ese gracejo que sustituye al ingenio en los golfillos varones y hembras que crecen en las calles de París. Era graciosa, aunque no bonita, un boceto de mujer en el que había de todo, una de esas siluetas femeninas que los dibujantes bosquejan en tres trazos sobre una servilleta de café después de cenar, entre una copa de aguardiante y un cigarrillo. La naturaleza las hace a veces así.
La primera tarde nos extrañó, nos divirtió y nos dejó sin opinión, de tan inesperada como resultaba. Caída en aquel nido de hombres dispuestos a todas las locuras, muy pronto se hizo dueña de la situación, y al día siguiente ya nos había conquistado.
Por lo demás, estaba totalmente chalada, había nacido con un vaso de ajenjo en la barriga, pues su madre debió de bebérselo en el momento de parir, y la borrachera no se le había quitado jamás, porque su nodriza, decía, se tonificaba con tragos de tafia; y ella misma nunca llamaba sino "mi santa familia" a todas las botellas alineadas detrás del mostrador de las tiendas de vinos.
No sé cuál de nosotros la bautizó Mosca ni por qué se le dio ese mote, pero le iba bien y se le quedó. Y nuestra yola, que se llamaba Hoja al Revés , llevó flotando todas las semanas por el Sena, entre Asniéres y Maisons-Laffite, a cinco mozos felices y robustos, timoneados, bajo un quitasol de papel pintado, por una personilla vivaracha y atolondrada que nos trataba como a esclavos encargados de pasearla por el agua, y a quien queríamos mucho.
Todos la queríamos mucho, por mil razones al principio, por una sola a continuación. Era, en la popa de nuestra embarcación, una especie de molinillo de palabras, cotorreando al viento que se deslizaba rozando el agua. Parloteaba sin fin con el leve ruido continuo de esos mecanismos alados que giran en la brisa; y decía aturdidamente las cosas más inesperadas, más chuscas, más estupefacientes. En aquella cabeza, cuyas diversas partes parecían dispares, a la manera de jirones de todos los géneros y colores, no cosidos sino meramente hilvanados, había fantasía como en un cuento de hadas, había gracia picante, impudor, imprudencia, sorpresas, comicidad y aire, aire y paisaje como en un viaje en globo.
Le hacíamos preguntas por provocar respuestas sacadas quién sabe de dónde. Había una con la cual la acosábamos con mucha frecuencia:
"¿Por qué te llaman Mosca?"
Ella descubría razones tan inverosímiles que dejábamos de bogar para reírnos.
Nos gustaba también como mujer; y Birrete, que no remaba nunca y se pasaba el día sentado a su lado en el timón, respondió una vez a la pregunta habitual:
"¿Por qué te llaman Mosca?
—Porque es una pequeña cantárida"
Sí, una pequeña cantárida zumbadora y febril, no la clásica cantárida latosa, brillante y albardada, sino una pequeña cantárida de alas rojizas que empezaba a turbar extrañamente a la entera tripulación de la Hoja al Revés.
¡Cuántas bromas estúpidas, también, sobre aquella hoja donde se había posado aquella Mosca!
Un Solo Ojo, después de la llegada de Mosca a la barca, había adquirido entre nosotros un papel preponderante, superior, al papel de un señor que tiene una mujer al lado de otros cuatro que no la tienen. Abusaba de este privilegio hasta el punto de exasperarnos a veces besando a Mosca delante de nosotros, sentándosela en las rodillas al final de las comidas y con otras muchas prerrogativas tan humillantes como irritantes.
Los habíamos aislado en el dormitorio mediante una cortina.
Pero pronto percibí que mis compañeros y yo debíamos de hacernos el mismo razonamiento .en el fondo de nuestros cerebros solitarios: " ¿Por qué, en virtud de qué ley de excepción, de qué privilegio inaceptable, Mosca, que no parecía estorbada por ningún prejuicio, iba a ser fiel a su amante, cuando las mujeres de la mejor sociedad no lo son a sus maridos? "
Nuestra reflexión era exacta. Pronto nos convencimos de ello. Sólo que habríamos debido hacerlo antes para no tener que lamentar el tiempo perdido. Mosca engañó a Un Solo Ojo con todos los demás marineros de la Hoja al Revés.
Lo engañó sin dificultad, sin resistencia, al primer ruego de cada uno de nosotros.
¡Dios mío, las personas púdicas se indignarán mucho! ¿Por qué? ¿Cuál es la cortesana en boga que no tiene una docena de amantes, y cuál de esos amantes es lo bastante tonto para ignorarlo? ¿No está de moda tener una noche fija en casa de una mujer célebre y cotizada, al igual que uno tiene una noche en la Opera, en el teatro Francés o en el Odeón, desde que se representan en éste los semiclásicos? Se juntan diez para mantener a una mujer galante que se las ve y se las desea para distribuir su tiempo, al igual que se juntan diez para poseer un caballo que monta un solo jockey, verdadera imagen del amante de corazón.
Por delicadeza, le dejábamos Mosca a Un Solo Ojo desde la noche del sábado a la mañana del lunes. Los días de navegación eran suyos. Sólo lo engañábamos entre semana, en Paris, lejos del Sena, lo cual, para remeros como nosotros, casi no era engañar.
La situación tenía una particularidad: los cuatro merodeadores de los favores de Mosca no ignoraban aquel reparto, hablaban de él entre sí, e incluso con ella, mediante veladas alusiones que la hacían reír mucho. Sólo Un Solo Ojo parecía ignorarlo todo; y esta posición especial engendraba cierto malestar entre él y nosotros, parecía apartarlo, aislarlo, alzar una barrera entre nuestra antigua confianza y nuestra antigua intimidad. Eso le otorgaba un papel difícil, un papel ridículo, un papel de amante engañado, casi de marido.
Como era muy inteligente, y estaba dotado de un especial ingenio para bromear con mucha seriedad, nos preguntábamos a veces, con cierta inquietud, si no sospecharía nada.
El mismo se encargó de informarnos, de una forma penosa para nosotros. Ibamos a almorzar a Bougival, y remábamos con vigor, cuando Birrete, que tenía, esa mañana, una facha triunfante de hombre satisfecho y que, sentado al lado de la timonera, parecía apretarse contra ella un poco de más, en nuestra opinión, interrumpió la boga gritando: "¡Stop!"
Los ocho remos salieron del agua.
Entonces, volviéndose a su vecina, preguntó:
" ¿Por qué te llaman Mosca? "
Antes de que ella hubiera podido responder, la voz de Un Solo Ojo, sentado en proa, articuló en tono seco:
"Porque se posa en todas las carroñas."
Hubo al principio un gran silencio, cierto malestar, al que siguieron unas ganas de reír. La propia Mosca se habla quedado cortada.
Entonces, Birrete ordenó:
" ¡Adelante! "
La barca reanudó la marcha.
Se había cerrado el incidente, se había hecho la luz.
Esta pequeña aventura en nada cambió nuestros hábitos. Se limitó a restablecer la cordialidad entre Un Solo Ojo y nosotros. Volvió a ser el honroso propietario de Mosca, desde la noche del sábado a la mañana del lunes, pues su superioridad sobre nosotros había quedado perfectamente establecida por esta definición, que clausuró además la era de las preguntas sobre la palabra Mosca. Nos contentamos en el futuro con el papel secundario de amigos agradecidos y atentos que aprovechaban discretamente los días de la semana sin comentarios de ninguna clase entre nosotros.
La cosa marchó muy bien durante unos tres meses. Pero de repente Mosca adoptó, con todos nosotros, actitudes extravagantes. Estaba menos alegre, nerviosa, inquieta, casi irritable. Le preguntábamos sin cesar:
"¿Qué te pasa?"
Respondía:
"Nada. Déjame en paz."
Un Solo Ojo nos hizo la revelación un sábado por la noche. Acabábamos de sentarnos a la mesa en un comedorcito que Barbichon, nuestro figonero, nos reservaba en su merendero, y, acabada la sopa, esperábamos el pescado frito, cuando nuestro amigo, que parecía bastante preocupado, cogió la mano de Mosca y habló a continuación:
"Queridos camaradas —dijo——, tengo que comunicaros algo muy grave y que quizá va a provocar largas discusiones. Tendremos tiempo de reflexionar entre plato y plato.
"La pobre Mosca me ha anunciado una desastrosa noticia, y al mismo tiempo me ha encargado comunicárosla.
"Está embarazada.
"Sólo añado dos palabras:
"No es éste el momento de abandonarla y está prohibido investigar la paternidad."
Se produjo al principio una sensación de estupor, de desastre; y nos mirábamos unos a otros con ganas de acusar a alguien. Pero ¿a quién? ¡Ah! ¿A quién? Jamás había sentido yo como en ese momento la perfidia de esa cruel broma de la naturaleza que no permite nunca saber a un hombre con seguridad si es el padre de su hijo.
Después, poco a poco, nos invadió una especie de consuelo que nos reconfortó, nacido de un confuso sentimiento de solidaridad.
Tomahawk, que casi no hablaba, formuló este comienzo de sosiego con estas palabras:
"A lo hecho, pecho; la unión hace la fuerza."
Entraban los gobios, traídos por un pinche. No nos lanzamos sobre ellos, como de costumbre, porque a pesar de todo los espíritus estaban turbados.
Un Solo Ojo prosiguió:
"Ella ha tenido, en esta circunstancia, la delicadeza de hacerme una completa confesión. Amigos míos, todos somos igualmente culpables. Démonos la mano y adoptemos al niño."
La decisión fue tomada por unanimidad. Alzamos los brazos hacia la bandeja de pescado frito y juramos:
"Lo adoptamos."
Entonces, salvada de repente, liberada del horrible peso de la inquietud que torturaba desde hacía un mes a aquella loca y gentil mendiga del amor, Mosca exclamó:
"¡Oh! ¡Amigos míos! ¡Amigos míos! Tenéis buen corazón..., buen corazón..., buen corazón... ¡Gracias a todos! " Y lloró por primera vez delante de nosotros.
Desde entonces en la barca se habló del niño como si ya hubiera nacido, y cada uno de nosotros se interesaba, con exagerada y partícipe solicitud, por el desarrollo lento y regular de la cintura de nuestra timonera.
Dejábamos de remar para preguntar:
"¿Mosca? "
Ella contestaba:
"Presente.
—¿Niño o niña?
—Niño.
—¿Y qué va a ser de mayor?"
Entonces ella daba libre curso a su imaginación de la manera más fantástica. Eran relatos interminables, invenciones estupefacientes, desde el día del nacimiento hasta el triunfo definitivo. Fue de todo, aquel niño, en el sueño ingenuo, apasionado y enternecedor de aquella extraordinaria criatura, que vivía ahora, casta, entre nosotros cinco, a quienes llamaba sus "cinco papás". Lo vio y lo describió de marino, descubriendo un nuevo mundo mayor que América; de general, devolviendo a Francia Alsacia y Lorena; después, de emperador, fundando una dinastía de soberanos generosos y prudentes que darían a nuestra patria la felicidad definitiva; después, de sabio, desvelando primero el secreto de la fabricación del oro, y a continuación el de la vida eterna; después, de aeronauta, inventando un medio para visitar los astros y convirtiendo el cielo infinito en un inmenso paseo para los hombres, realización de todas las ensoñaciones más imprevistas y magníficas.
¡Cielos, qué simpática y divertida fue, la pobre chiquilla, hasta el fin del verano!
Fue el veinte de septiembre cuando se desinfló su sueño. Volvíamos de almorzar en Maisons-Laffite y pasábamos por delante de Saint-Germain cuando ella tuvo sed y nos pidió que paráramos en Pecq.
Desde hacía algún tiempo se sentía pesada, y eso la fastidiaba mucho. Ya no podía brincar como antes, ni saltar de la embarcación a la ribera, como solía hacer. Lo seguía intentando, pese a nuestros gritos y nuestros esfuerzos; y veinte veces, sin nuestros brazos extendidos para cogerla, se hubiera caído.
Aquel día cometió la imprudencia de querer desembarcar antes de que la embarcación se detuviese, por una de esas bravatas que cuestan la vida a los atletas enfermos o fatigados.
En el preciso momento en que íbamos a atracar, sin que hubiéramos podido prever o impedir su movimiento, se levantó, cogió impulso e intentó saltar al muelle.
Demasiado débil, se limitó a tocar el borde de la piedra con la punta del pie, resbaló, chocó con todo el vientre contra el ángulo agudo, lanzó un gran grito y desapareció en el agua.
Nos zambullimos los cinco al mismo tiempo para recoger un pobre ser desfalleciente, pálida como una muerta y que sufría ya atroces dolores.
Hubo que llevarla a toda prisa a la posada más próxima, adonde llamamos a un médico.
Durante las diez horas que duró el aborto soportó con un valor de heroína abominables torturas. Nosotros nos desolábamos a su alrededor, afiebrados de angustia y de miedo.
Al final le extrajeron un niño muerto; y durante unos cuantos días sentimos los mayores temores por su vida.
El médico nos dijo una mañana, por fin: "Creo que está salvada. Es de acero, esta chica." Y entramos juntos en su cuarto, con el corazón radiante.
Un Solo ojo le dijo, hablando por todos:
"Ya no hay peligro, Mosquita, estamos muy contentos. "
Entonces, por segunda vez, lloró delante de nosotros y, con los ojos velados por las lágrimas, balbució:
"¡Oh! Si supierais..., si supierais..., qué pena..., qué pena..., no me consolaré nunca.
—¿De qué, Mosquita?
—De haberlo matado, ¡porque lo maté! ¡Oh! ¡Sin querer! ¡Qué pena! … "
Sollozaba. La rodeábamos, emocionados, sin saber qué decirle.
Prosiguió:
"¿Y vosotros? ¿Lo habéis visto?" Respondimos al unísono:
"Sí.
—Era un niño, ¿verdad?
—Sí.
—Guapo, ¿verdad?"
Vacilamos mucho. El Novato, el menos escrupuloso, se decidió a afirmar:
"Guapísimo."
Hizo mal, porque ella empezó a gemir, casi a chillar de desesperación.
Entonces, Un Solo Ojo, que tal vez era el que más la quería, tuvo una idea genial para calmarla, y, besando sus ojos empañados por el llanto:
"Consuélate, Mosquita, consuélate, te haremos otro." El sentido de lo cómico, que tenía hasta la médula, despertó de pronto, y entre convencida y guasona, lacrimosa aún y con el corazón crispado de pena, preguntó, mirándonos a todos:
"¿De veras?" Y respondimos a una:
"De veras." FIN