ODISEA DE UNA MOZA Guy de Maupassant

No podré olvidar nunca el suceso que durante media hora me produjo la siniestra sensación de una fatalidad invencible: algo semejante al estremecimiento que produce un pozo de mina. Toqué lo más profundo, lo más recóndito de la miseria humana, y comprendí que no todos podían, aunque lo procurasen, vivir honradamente.
Iba yo desde el teatro del Vaudeville a la calle Drouot, apresuradamente. Una lluvia menuda lo empapaba, lo entristecía todo. Era más de medianoche. La calle relucía. Los transeúntes, malhumorados, no miraban a nadie.
Las mozas galantes, con las faldas muy recogidas, guareciéndose y aguardando en los umbrales de las puertas o atravesando el bulevar, lanzaban a los hombres frases borrosas y estúpidas. Seguían al que juzgaban asequible, apretándose contra él y lanzándole al rostro su aliento pútrido; convencidas al fin de la ineficacia de sus exhortaciones, se apartaban con un respingo en busca de alguien que las atendiese, moviendo mucho las caderas al andar.
Avanzaba yo, entre los ceceos y piropos de las infelices, detenido por unas y molestado por otras, cuando vi de pronto que tres de ellas corrían como alocadas, alarmando todo el batallón de prostitutas. Unas tras otras corrían, huyendo, con el vestido muy levantado para ir más aprisa. De pronto, un brazo se agarró al mío y una voz turbada murmuró a mí oído:
—Sálveme usted, caballero; no me abandone.
Miré a la moza. No habría cumplido aún veinte años, y su rostro estaba ya marchito.
—No tenga miedo —le dije.
—Gracias, muchas gracias —respondió.
Y pasamos entre los grupos de agentes que iban a caza de palomas nocturnas.
Alejado el peligro, ml compañera me preguntó:
—¿Iremos a casa?
—No.
—¿Por qué? Me hiciste un favor; soy agradecida.
Para que no insistiera, le dije:
—Soy un hombre casado.
—¿Qué importa?
—Basta ya. Te saqué del apuro. Déjame tranquilo.
La calle, desierta y oscura, ofrecía un aspecto siniestro.
Y aquella moza que me oprimía el brazo aumentaba la sensación de tristeza que me invadía. Quiso besarme; la rechacé con horror, y con voz severa exclamé:
—¡Sucia!
Noté un impulso de rabia en ella. Luego, de pronto, gimoteó. Yo estaba confuso, enternecido, sin explicarme aquello.
—¿Por qué lloras?
—Si... vosotros no sabéis... No es divertido.., no es divertido...
—¿Qué?
—Vivir así... ¡Qué vida!
—¿Por qué la escogiste?
—¿Tengo yo la culpa?
—¿Quién. si no tú?
—¿Alguien escoge su vida? Nos la dan...
Me interesó. Hice que me contara su historia.
A los dieciséis años, en Ivetot, estaba de criada en casa del señor Lerable, comerciante en granos. Mis padres habían muerto yo no tenía parientes. Mi amo solía mirarme de un modo particular, y sus ojos me hacían cosquillas en la cara. Nada podía cogerme de sorpresa; en el campo los niños lo saben todo.
Mi amo era un viejo rezador, que iba todos los domingos a misa. No le hubiera creído capaz de un abuso. Pero un día entró en la cocina dispuesto a obligarme con violencia. Me resistí. No pudo conseguir nada y se fue.
Frente por frente a nuestra casa, en la tienda de comestibles del señor Dután, había un dependiente joven y bien parecido. Me agradó y me abandoné a sus ruegos. A cualquiera le pasa otro tanto, ¿no es verdad? Por las noches yo dejaba sin echar el cerrojo de la puerta, y él subía para estar conmigo.
Pero una vez el señor Lerable oyó ruido, y tropezándose con Antonio, quiso matarle. Fue una batalla, y se dieron de firme. Asustada, recogí mi ropa y escapé.
Tenía miedo. Me vestí en el umbral de una puerta. Luego eché calle arriba. Supuse que se matarían, y que los gendarmes me buscaban ya. Salí al camino de Ruán, suponiendo más difícil que me hallaran en Ruán.
Estaba muy oscuro; apenas se veían las acequias. Los perros ladraban. ¡Se oyen tantos ruidos en la soledad de la noche! Hay pájaros que chillan como un hombre a quien le ahogan; otros cuyo canto parece un lamento y muchos que sobrecogen sin saber por qué... Yo temblaba, persignándome a cada instante, como si me viera en peligro de muerte. No es posible imaginar tales angustias. Cuando clareaba perdí el miedo, y otra idea me sobrecogió. ¡Los gendarmes! Me puse a correr. Cuando me iba tranquilizando, sentí hambre. Pero no tenia dinero; no había recogido mis ahorros, dieciocho francos, todo mi caudal sobre la tierra.
Y seguí andando con el vientre vacío. Hacía calor. El sol abrasaba. Era ya mediodía. Y andando siempre.
De pronto sentí pisadas de caballos en la carretera. ¡Los gendarmes¡El corazón me dio un vuelco; estuve a punto de caer desmayada, pero me contuve. Se acercaron; me miraron, y el más viejo de los dos me dijo:
—Buenos días, muchacha.
—Buenos días.
— ¿Adónde vas?
—Voy a Ruán, a servir de críada.
—Y ¿cómo vas a pie?
—Porque no puedo ir de otro modo.
Mi corazón, agitándose violentamente, me ahogaba. Pensando: "me detienen", tuve tentaciones de correr, de huir. Pero me hubieran alcanzado en seguida. Continué andando en silencio.
El viejo dijo:
—Podemos acompañarte hasta Barantin.
—Muchas gracias; yo se lo agradezco...
Y empezamos la conversación.
Yo procuraba serles agradable, mostrarme alegre, para que no sospechasen; y ellos creyeron otra cosa.
Mientras atravesábamos un bosque, dijo el viejo:
—¿Quieres, muchacha, que descansemos un rato sobre la hiera?
Yo contesté, sin reflexionar:
—Como usted guste.
Se apeó dejando su caballo al pañero y nos alejamos entre los árboles.
Era imposible negar nada. ¿Qué hubiera hecho usted en mi puesto? Hizo lo que le agradó, y al acabar me dijo: "Hay que acordarse del compañero."
Y se fue a guardar los caballos mientras el otro se acercaba. Sentí una vergüenza, caballero, hubiera llorado, si; hubiera llorado; pero no me atreví a negarme ¡La cosa era difícil en aquella situación!
Emprendimos de nuevo la marcha. No hablábamos. Yo iba triste, además, tenía un hambre cruel. En una casa me dieron los gendarmes un vaso de vino, que me reanimó. Nos separamos, y quedé sola, sentada en la cuneta, llorando.
Aún tuve que andar tres horas. A las siete de la noche llegué a Ruán. En los caminos hay cunetas y ribazos donde puede uno sentarse y hasta dormir. En las calles de una ciudad nada es posible. Me flaqueaban las piernas y sentía vahidos. Comenzó a llover menuda, menuda como la de hoy, que todo lo cala. No tengo fortuna cuando llueve. Anduve por las calles, mirando las casas y reflexionando: "Habrá tantas camas y tantos panes, y para mí no hay ni un mendrugo ni un jergón." Vi algunas mujeres que llamaban y detenían a los hombres que pasaban. Hice como ellas, no sabiendo cosa mejor que hacer. En esos casos hay que someterse a todo. Pero nadie me atendía. Hubiera querido morirme. Así estuve hasta medianoche. Ya no sabía qué hacer ni qué decir. Al cabo, un hombre me preguntó: "¿Dónde vives?" La necesidad nos hace maliciosos. Le contesté: "no es posible ir a mi casa, porque vivo con mi madre. Pero ¿no hay casas adonde ir?" El dijo: "Hay muchas; todo se arregla con un franco." Y luego añadió: "Vente conmigo. Sé un lugar tranquilo donde nadie nos interrumpirá". Y pasamos un puente, llegando a un extremo de la población; y me llevó a un prado, cerca del río. Apenas podía seguirle.
Me hizo sentar, y tratamos del asunto que nos había reunido; pero como acabando una cosa empezaba otra, cansada, me dormí.
Se fue sin pagarme. No supe cuándo se fue. La lluvia seguía. Entonces, durmiendo toda la noche sobre tierra mojada, cogí dolores que aún me duran.
Me despertaron dos agentes que me condujeron a la Delegación, y después a la cárcel, donde pasé ocho días, mientras averiguaban mi procedencia y mis intenciones. Yo no dije la verdad por miedo; pero todo se aclaró y me dejaron libre.
Volví a correr en busca de un pedazo de pan pretendiendo una colocación, y me fue imposible hallar ninguna, porque nadie quiere servirse de una criada que sale de la cárcel.
Entonces recordé a uno de los jueces que decretaron mi libertad, al cual, sin duda, no había desagradado mi presencia, según la cara que puso y la manera de fijar los ojos en mí, como lo hacía el señor Lerable, de Ivetot. Y fui a verle.
No me había equivocado. Me dio cinco francos al despedirme, diciéndome: "Siempre que vengas te daré otro tanto; pero no quiero verte más que dos veces por semana."
Era bastante a su edad; me hice cargo de todo. Y reflexioné:
"Los jóvenes entretienen mucho y ayudan poco. Los viejos traen más cuenta." Ya conocía sus mañas y me decidí.
¿Sabe usted lo que hice? Me vestí como una criadita modesta y me recorría las calles como si volviese de la compra todas las mañanas. Ellos caían en la tentación.
Acercándose, me preguntaban:
—Buenos días, muchacha.
—Buenos dias, caballero.
—¿A dónde vas?
—A casa de mis amos.
—¿Viven muy lejos?
— Así, así...
Dudaban; yo iba despacio para darles tiempo y que pudieran explicarse.
Me decían piropos en voz baja, y acababan rogándome que fuera con ellos. Yo accedía. Llegué a tener distribuida la mañana entre cuatro, y libres la tarde y la noche ¡Qué tiempos! Fui dichosa. Pero lo bueno dura poco.
La suerte quiso que me conociese un ricacho, un viejo presidente de Audiencia que tenía setenta y cinco años.
Una noche me llevó a cenar a un restaurante de las afueras de la población. Después de los postres, no pudo reprimirse, quiso gozarme y murió de repente, sobre mi.
Con tal motivo, estuve presa largo tiempo.
Luego vine a Paris.
¡Oh! Aquí es muy difícil ganar algo, caballero. No puedo comer todos los días. Hay demasiadas mujeres. ¡Bah! Peor que peor. Para lo que se vive...
Calló. Yo andaba con el corazón oprimido. Ella se detuvo tuteándome de nuevo:
—¿No subes a mi casa?
—Ya te dije que no.
—Bueno. De todos modos, ya sabes que te agradezco lo que hiciste. ¿No subes? Tu te lo pierdes...
Y se alejó. La vi, ya lejos, a la luz de un farol, con la falda levantada, recibiendo la lluvia...Luego la vi desaparecer entre sombras...
¡Pobre muchacha! FIN