PASTORITA Ignacio Bermejo Martínez

Aquella noche tenía un brillo especial. La luna llena se reflejaba sobre el agua de
la alberca y parecía como si fuera un queso que ondulaba, bailando al son de la suave
brisa.
La tierra húmeda desprendía un agradable frescor, y el aroma con el que la
dama de noche embriagaba, endulzaba el olfato e invitaba a relajarse, tumbado sobre la
hierba, contemplando los luceros del cielo.
Solo se oían lejanos, los grillos y algún que otro búho cazador que al acecho,
vigilaba su presa, escrutando el tiempo en busca del mejor momento para lanzarse sobre
ella. Un perro aullaba, quizás asustado, mientras que el resto del mundo ya dormía.
Del otro lado de las tunas, acercándose por el camino de piedras, una patulea de
gitanos que alborotaban rompiendo el sacrosanto silencio de la huerta.
Aquellos extraños hombres que habitaban en las casuchas de lata cercanas a la
playa, siempre me habían dado miedo y al tiempo me habían fascinado. Un halo de
fascinante misterio los envolvía.
Ellos vivían al margen de la gente, de espaldas al resto, y a pesar de ser los más
humildes, parecían ser los más felices, a juzgar por lo contentos que parecían siempre
estar. Solían cantar todos juntos por las noches, en las que se sentaban alrededor de una
hoguera, a la intemperie, tocando las palmas, haciendo que los cuerpos delgados de los
mas jóvenes, de piel oscura, tostada y aceituna, se contonearan en la noche como si
fueran humo, en una danza que se me antojaba mágica.
Escandalizaban en la madrugada, llevando a empujones a la joven Pastorita.
Era aquella chica, la única con la que yo había hablado en alguna ocasión. Yo
solía jugar sobre la pajereta de piedra ostionera que separaba aquel camino de pedruscos
de la limpia arena de la plaza de la iglesia. Era para mí aquel muro descarnado, un
singular camino por donde mis coches de carrera improvisaban una imaginaria carretera
llena de sobresaltos. Pastorita de vez en cuando se acercaba por la plaza, y se quedaba
mirando. A mí me daba la impresión de que quería jugar, pero yo no decía nada. Ella
era gitana y yo temía que terminara robándome el juguete.
Llegaban envueltos de tanta violencia, que sentí pavor y me oculté en la sombra,
tras las hierbas. A la joven la empujaban y la golpeaban. Una señora gruesa,
probablemente la mayor, incluso la insultaba. Pastorita lloraba sin consuelo. Al pasar a
mi vera, procuré fijarme en su cara lo mejor que pude. Estaba mojada, impregnada de
lagrimas amargas que descolocaban el hollín oscuro de su piel en mayúsculos churretes
que brillaban. La llevaban a manotazos, como a una virgen a la que fueran a sacrificar.
Cuando los gitanos pasaron y cuando se encontraron a una prudente distancia, yo
salí corriendo para mi casa, aterrado, aunque preguntándome a donde llevarían a
Pastorita.
No comenté aquello con nadie, aunque lo que sí es cierto es que a la mañana
siguiente fue encontrado, tirado en una huerta abandonada, el cuerpo de un pequeño
niño recién nacido, a quien alguien le había arrancado el corazón.
Yo presentía que aquella misteriosa aparición tenía algo que ver con lo que había
visto, pero como ya digo, siempre me faltó valor para preguntar o simplemente para
decir algo al respecto.
Pasaron los años desde aquella noche, y yo dejé de ser niño y me marché de allí.
Con el tiempo volví a encontrarme con Pastorita alguna que otra vez. Ella era una gitana
adulta, mal vestida, poco aseada, que solía pedir limosnas por el mercado de la ciudad.
En alguna que otra ocasión me pidió también a mi, ofreciéndose para echarme la
buenaventura. Era obvio que ella no me reconocía. Yo a ella si, a pesar del paso del
tiempo y del cambio físico que ambos habíamos experimentado.
Un día cualquiera, uno de esos que sin saber por que te coge el cuerpo con un
poco mas valor que el resto, cuando ella se acercaba hasta mí, pidiendo por las mesas,
me levanté, saqué algunas monedas de mi cartera para dárselas, pero antes de que se
marchara la tomé del brazo y llamándola por su nombre la saludé. Ella pareció
asustarse mucho. Con mi talante amable traté de hacerle ver que mis intenciones no eran
malas y que nada tenía que temer. Yo solo pretendía aclarar aquella duda, que como una
herida abierta, seguía escociendo en mi alma, por lo que le pregunté con arrojo sobre
aquella noche. Le dije que yo había estado allí, que lo vi todo. A ella se le descompuso
la cara. De una pequeña bolsita de cuero que llevaba colgada del cuello, sacó siete
pequeños granates rojos que parecían lágrimas, me las enseñó, las depositó en mi mano
y salió corriendo despavorida. Traté de seguirla, pero nada mas salir del bar donde nos
encontrábamos se perdió adentrándose en el tumulto de personas que iban y venían por
las calles del mercado.
Pasaron largos meses hasta que de nuevo volví a encontrarme con ella. Aquellas
lagrimitas rojas de cristal que me dio, aún me llenó mas de intriga y de curiosidad.
Al principio se mostró reacia a hablar conmigo. Era lógico. Se sentía muy
asustada, pero al fin pude convencerla un día para que se sentara y me narrara lo que
ocurrió aquella triste y lamentable noche.
Ella comenzó contándome como hace muchos años, crecía feliz en aquellas
chabolas de la Casería de Ossio, donde se crió. Su vida era mas o menos agradable y
despreocupada, dado que por su condición gitana, ni siquiera iba a la escuela,
dedicándose todo el tiempo a gandulear, jugando con los perros y los gatos casi salvajes
que crecían por allí. Todo cambió drásticamente cuando ella se desarrolló y dejó de ser
niña para convertirse en mujer. Cuando aquello ocurrió su vida se complico mucho, ya
que su padre, un gitano viejo, borracho y sin moral, empezó a requerirla por las noches
en la intimidad oscura de su covacha. Al principio solo la acariciaba, luego con el
tiempo, la desnudaba, masturbándose grotescamente mientras la observaba a la luz de
una vela, el muy cerdo, y al final ocurrió lo que Pastorita tanto temía. Una noche que
llegó mas borracho que nunca, la trincó por el pelo, la adentro en su cuartucho, le
arrancó la ropa y la poseyó.
Aquella experiencia traumática debió de ser fortísima. Ella sufrió muchísimo.
Me pongo en su piel y no sé si yo hubiera sido capaz de aguantar tanto. Lo cierto es que
a partir de aquella primera vez, fueron muchas las noches en que aquel desalmado e
inhumano padre requería de los favores sexuales de su propia hija.
Tanto fue el cántaro a la fuente que al final ocurrió lo que era lógico prever.
Pastorita quedó preñada para vergüenza suya y de su gente.
En ese ambiente hostil ella fue engordando su embarazo, viendo como poco a
poco iba siendo repudiada por el resto de gitanos, y así, relegada al ultimo puesto de su
condición social, Pastorita fue viviendo aquellos amargos nueve meses, los nueve
meses mas tristes que ella recordaba, llevando en sus entrañas al hijo de su padre, quien
era para su desgracia, también su propio hijo.
Aquella noche que quedó marcada en mi memoria, fue precisamente cuando
ella, influida por el misterioso poder de la luna llena, se disponía a parir. La gitana mas
vieja, lo dispuso todo, y cuando dio la orden todos se organizaron en escandalosa
procesión para llevar a Pastorita hasta la cima del cerro, atravesando por el angosto
camino de cantos rodados. Allí, según cuenta una leyenda, antiguamente los habitantes
del lugar hacían sacrificio de sus primogénitos a Dios, sobre un altar de piedra que
seguía en pié. Cuando llegaron, la anciana situó sobre el suelo a la joven preñada y
abriendo sus piernas sacó de entre ellas a una pequeña criatura. La alzó mostrándosela a
todos, diciendo que aquel niño era la reencarnación del pecado mas grande. Aún lo
elevó mas alto y al final, con una verborrea difícil de entender se lo ofreció a la Luna,
diosa de la noche, reina poderosa que todo lo podía, invocando su protección y su
perdón. Luego, colocando al pequeño boca arriba sobre el altar, lo atravesó clavándole
una daga fría, rasgando su carnecita en dos, extrayendo el pequeño corazón con la
mano. La vieja bruja, lo devoró y al comérselo cayó de rodillas perdiendo el
conocimiento. Pastorita seguía allí tumbada sobre la tierra, sujetada por su propia gente,
sin poder hacer nada, contemplando como los finos hilillos de sangre que se escapaban
del cuerpo muerto de su hijo, caían desde la piedra hasta el suelo, goteando y
cristalizando al tiempo de tocar tierra.
Esas gotas de cristal que ella me diera, era sangre del bebe que su pueblo
condenó a morir nada mas nacer. Pastorita las recogió cuando pudo y las conservó como
reliquia.
Aquella historia me parecía increíble de creer, no obstante, era difícil dudar de
su veracidad al mirar a la cara de aquella mujer mientras la contaba.
Pastorita, la gitana, sigue pidiendo desde entonces a los transeúntes que pasean
por las calles que van al mercado. Algún que otro día he vuelto a verla. Parece que el
contarme aquella historia le hizo mucho bien y desde entonces la veo mas feliz.
Yo, por fin quedé tranquilo, satisfecha mi curiosidad, y en cuanto a los pequeños
cristalitos rojos, fueran o no sangre del aquel niño que encontraron muerto sin corazón,
por si acaso los enterré en tierra santa, rogando a Dios por el eterno descanso de su
alma. A veces paso por aquel lugar donde enterré las gotas, y rezo allí. Es curioso ver
como siempre, cada primavera, renacen en el mismo sitio siete flores rojas que me
parecen preciosísimas.