INTRODUCCIÓN DEL AUTOR
Éste es mi relato más reciente. Tiene poco más de seis meses. Lo escribí entre las 12 del mediodía y las 7.30 de la tarde en el escaparate de una librería del barrio de Saint Germain, en París, el miércoles 14 de mayo de 1980.
Como Georges Simenon antes que yo, que se sentó en un escaparate de la editorial Gallimard en París a principios de siglo (si alguien sabe la fecha exacta, me sentiré muy agradecido de recibir esa información) y escribió toda una novela en una semana —dignificando así, como yo más tarde, el acto de crear en público—, he creado algunas de mis obras ante multitud de gente no sólo en Boston, Los Ángeles, Metz (Francia), San Diego, Londres y Nueva York, sino también en París...
Simenon ya no está, pero sonrío al pensar que estoy siguiendo sus pisadas.
Las circunstancias fueron interesantes, así como sus condicionantes. Dado que los periodistas de París —televisión, revistas y periódicos— eran escépticos con respecto a la empresa (¿acaso ignoraban que Simenon también lo había hecho?) y sugirieron que podía tratarse de algo amañado de antemano (que yo usaría una historia ya escrita o que escribiría una la noche antes) decidí hacerlo de la siguiente manera para asegurar la autenticidad de la espontaneidad.
Los propietarios de la librería —Temps Futurs, en el 8 de
Cuando entré en Temps Futurs, Stan y Sophie Barets me habían preparado una plataforma en el escaparate, una pesada mesa de caballetes, una silla... y Perrier.
Preparé mi máquina de escribir, papel, pipa y tabaco, mi líquido corrector, plumas, rotuladores, y Perrier. Hice que pusieran en el estéreo de la tienda una cassette de Django Reinhardt... y esperé.
Stan, con aspecto avergonzado, me dijo que durante la tarde anterior, mientras intentaba pensar en algo nuevo e inteligente para que yo lo utilizara como arranque, había recibido una llamada telefónica de un disc jockey parisino que se hada llamar El Hombre Lobo. El disc jockey le había dicho que si yo escribía una historia acerca de un hombre lobo, iba a hacer publicidad de la librería durante todo el día y la noche por la radio.
De modo que Stan dijo:
—Quiero que escribas una historia acerca de una mujer lobo que al mismo tiempo es una violadora.
Y uno de los empleados de la librería, al oír eso, añadió:
—Y que tenga el pelo rubio y muy largo.
Y Sophie dejó oír su voz:
—Y tiene que ocurrir en París.
Mi respuesta no fue un desánimo completo, pero se le pareció. Porque lo que es originalidad, había mucha y muy abundante. La idea de los licántropos, hombres o mujeres, era una idea muy trabajada. Pero añadirle violación, violación de hombres por una mujer, lo cual es virtualmente imposible, era casi demasiado original como para trabajar en ello. El pelo rubio no era ningún problema, pero aquél era tan sólo mi segundo viaje a París: apenas hablaba el idioma, y no conocía la ciudad lo suficiente como para utilizarla en la historia con un asomo de autenticidad.
Pero acepté los términos del trato, de modo que dije que lo haría. La mente empezó a funcionar en esa forma que yo denomino el arte de escribir, una forma que utiliza la habilidad y los subterfugios propios de un candidato presidencial evitando tomar posiciones en un asunto delicado.
Por ejemplo: ¿quién dice que la mujer tiene que violar al hombre?
Y: la librería está llena de parisinos que conocen la ciudad. ¿No es ésta una referencia muy a mano para crear una geografía y una ambientación adecuadas?
Sin mencionar: ¿no he leído en algún lugar que los sádicos que brutalizan a sus parejas descubren que el pene se congestiona y entra en erección en el momento de mayor dolor o muerte? (.Fue Sade? ¿Gilíes de Rais? ¿Sacher-Masoch? ¡Oh, qué demonios! ¿Quién va a contradecirme, cuántos husmeantes expertos en cine van a estar por ahí?
Así que tomé la idea básica para el argumento y empecé a escribir. Durante todo el día los periodistas acudieron y zumbaron a mi alrededor, tomaron sus fotos y yo firmé libros para los visitantes, respondí a preguntas estúpidas, escuché a Django, fumé mi pipa, bebí mi Perrier... y escribí. La historia que tienen ustedes ahí.
Para ella, la oscuridad nunca llegaba a
Como no había llegado nunca a Londres, ni a Bucarest, ni a Estocolmo, ni a ninguna de las quince ciudades que había visitado en sus vacaciones. Su gira de gourmet por las capitales de Europa.
Pero la noche había llegado frecuentemente a Los Ángeles.
Precipitando su huida, obligando a la precaución, produciendo dolor y hambre, una terrible hambre que no podía ser saciada, un dolor que no podía ser arrancado de su cuerpo. Los Ángeles se había vuelto peligrosa. Demasiado peligrosa para uno de los hijos de la noche.
Pero Los Ángeles había quedado atrás, y todos los titulares de los periódicos acerca del carnicero loco, acerca del destripador, acerca de las terribles muertes. Todo quedaba atrás... y también Londres, Bucarest, Estocolmo, y una docena de otros pastos. Quince maravillosos salones de banquete.
Ahora estaba en París por primera vez, y la noche se acercaba, con toda su luz y toda su promesa.
En el Hotel des Saints Peres se bañó meticulosamente, tomándose el tiempo que siempre se tomaba antes de salir a cenar, antes de salir en busca de la pasión.
Se había quedado sorprendida al descubrir que los hoteles en Francia no proporcionaban manoplas de baño. Al principio pensó que la doncella había olvidado dejar la suya en la habitación, pero cuando llamó a la recepción, la chica que respondió al teléfono no pudo comprender de qué le estaba hablando. El inglés de la recepcionista no era bueno, y el francés era casi incomprensible para Claire. Claire hablaba muy bien en Los Ángeles, pero eso no le servía de nada en París. Era una suerte que el idioma no fuera también una barrera para Claire cuando se trataba de encargar su comida. Para ello no tenía ningún problema en absoluto.
Durante diez minutos estuvieron lanzándose mutuamente sonidos incomprensibles, hasta que la recepcionista comprendió por fin lo que le pedía.
—¡Ah! Oui, mademoiselle—dijo la recepcionista—. ¡Le gant de toilette!
Instantáneamente, Claire supo que había dado en el clavo.
—Sí, eso es.... Oui. Gant..., gant lo que sea... Oui. Una manopla de baño.
Después de otros diez minutos comprendió que los franceses pensaban que la manopla con la que uno se lavaba el cuerpo era algo demasiado personal como para dejarlo en una habitación de hotel, que los franceses llevaban consigo sus propios gants de toilette cuando viajaban.
Se sintió sorprendida. Y ligeramente complacida. Aquello era indicio de una distinta forma de vivir que prometía nuevos sabores, nuevas sensaciones, posiblemente nuevas cimas en el amor. Pensó en transportes de éxtasis. En la noche. A la brillante luz de la oscuridad.
Se entretuvo largo tiempo en el baño, utilizando el teléfono de la ducha para lavar a conciencia su largo cabello rubio. La extremadamente caliente agua del baño por toda la parte inferior de su cuerpo, entre sus muslos, la cascada de agua caliente cayendo a chorro sobre ella, alivió la tensión del vuelo desde Zurich, eliminó los primeros signos de claustrofobia de los aviones que había estado insinuándose en ella desde Londres. Se tendió en la bañera y dejó que el agua fluyera sobre su cuerpo. Renacimiento. Rejuvenecimiento.
Y se sentía ferozmente hambrienta.
Pero París es conocida mundialmente por su cocina.
Se sentó en la terraza de Les Deux Magots, el café del Boulevard St. Germain donde Boris Vían, Sartre y Simone de Beauvoir se sentaban en los años cuarenta y cincuenta para elaborar sus pensamientos y a veces escribir sus palabras de soledad existencialista. Permanecían allí, bebiendo Pastis o Pernod, y se sentían llenos de una sensación de unidad entre la humanidad y el universo. Claire se sentó y pensó en su inminente unidad con una parte selecta de la humanidad... Y el universo no le preocupaba. Para los hijos de la noche, la soledad había nacido con la carne, se asentaba en la médula de los huesos, fluía con la sangre. Para ella, la idea de la soledad existencial no era una teoría abstracta, era su forma de vida. Desde su primer momento de consciencia.
Se había vestido para impresionar. Aquella noche con el vestido de seda azul celeste, con un escote muy abierto. Se sentó en la primera fila, de cara a la acera, las piernas cruzadas, un simple vaso de Perrier avec citrón ante ella. No había ordenado pâté o terrine: nunca hay que contaminar el paladar antes de dedicarse a una comida de gourmet. Había evitado picar durante todo el día, manteniéndose firmemente en la temblorosa frontera del hambre.
Y el festín movedizo pasó ante ella.
Tendría unos cuarenta y pocos años, de aspecto grueso, y se mantenía tan erecto como el mariscal Foch en el libro de historia de Francia que había comprado. Aquel hombre llevaba un traje gris, cruzado, de línea pomposa para disimular el hecho de que la calidad no era demasiado buena.
El hombre —en quien Claire pensaba ahora como el mariscal Foch— pasó caminando ante ella, captó un destello de nilón cuando ella cruzó las piernas en su honor, lanzó una mirada de reojo, se encontró con sus ojos verdes y tropezó contra una vieja con un cesto de mimbre lleno de verduras y pan. Durante un momento pareció como si bailaran intentando esquivarse el uno al otro, hasta que la vieja le apartó bruscamente con el codo, murmurando una obscenidad para sí misma.
Claire se echó a reír alegre, cálida y cautivadoramente.
El mariscal Foch pareció turbado.
—Las viejas siempre tienen codos afilados —le dijo al hombre—. En casa se los afilan cada día con piedra pómez.
El se la quedó mirando, y la expresión que pasó por su rostro la convenció de que lo había atrapado.
—¿Habla usted mi idioma?
El se tomó un buen rato para cambiar sus engranajes lingüísticos y dio un paso hacia ella. Asintió.
—Sí, en efecto. Lo hablo.
Su voz era profunda, pero mesurada: la voz de un hombre que miraba la acera cuando caminaba para asegurarse de que no se ensuciaría los zapatos con excrementos de perros.
—Lamento no hablar francés —dijo ella, e inspiró profundamente de modo que el vestido azul celeste se entreabriera sobre su seno.
Asegurándose de que el gesto no había pasado inadvertido al hombre, dejó que una pálida y fina mano se deslizara hacia sus pechos como pidiendo disculpas. Él siguió el movimiento con entrecerrados ojos. Atrapado. Oh, sí, atrapado.
—¿Es usted norteamericana?
—Sí. De Los Ángeles. ¿Ha estado usted allí?
—Sí, por supuesto. He estado varias veces en América. Asuntos de trabajo.
—¿A qué se dedica?
Él permanecía de pie ante la mesa, el maletín colgando de su mano izquierda, el pecho hinchado para ocultar la blanda opulencia que la gravedad y los años habían puesto sobre su estómago.
—¿Puedo sentarme?
—Oh, sí, por supuesto. No faltaría más. Siéntese, por favor.
Él apartó la silla metálica que había junto a ella, colocó el maletín debajo y se sentó. Cruzó sus piernas con mucho cuidado, como si realmente fuera el mariscal Foch, asegurándose de que las rayas de sus pantalones estaban rectas. Metió su estómago y dijo:
—Comercio con obras de arte. Excelentes trabajos de nuevos pintores, artistas gráficos... Viajo mucho por el mundo.
No a pie, pensó Claire. En 747, en el Trans Europ Express, en barcos elegantes que sólo llevan a una docena de gordos pasajeros como carga. No a pie. No tienes ni un centímetro correoso en tu suculento cuerpo, mariscal Foch.
—Eso parece maravilloso —dijo Claire.
Entusiasmo. Vino embriagador. Puertas abriéndose. Invitaciones en recio papel pergamino con elegantes letras en relieve. Y como siempre, desde el amanecer del mundo..., arañas y moscas.
—Oh, sí, creo que sí—dijo él, sonriendo orgullosamente.
No dijo creo, sino que pronunció cgeo.
Ella le miró. Él se hundió y se hundió en las verdes aguas de sus fríos ojos.
La invitó a una copa, ella le dijo que ya estaba tomando algo, él le ofreció otro tipo de copa, algo más fuerte. Pero ella dijo que no, que ya estaba bebiendo, gracias. Así le daba a entender bien claro que no era una prostituta. Siempre ocurría lo mismo, en cualquier gran ciudad. Bebidas fuertes.
Confiaba en que él no oyera los gruñidos de su estómago.
—¿Ha cenado usted ya? —preguntó ella.
Él no respondió inmediatamente.
Ah, tienes una esposa e hijos esperándote, aguardándote para empegar a cenar. Quizá en Neuilly. Eso está bien, sucio hombrecito maduro.
Entonces él dijo:
—Oh, no. Pero tengo que hacer una llamada telefónica para anular una cita de negocios. ¿Le importaría cenar conmigo?
—Me encantaría —dijo ella, mostrándole con un estudiado giro de su cabeza el ángulo preciso que realzaba sus excelentes pómulos.
Antes de acabar su frase, él ya se había levantado de su silla y se dirigía a las cabines téléphoniques.
Ella permaneció sentada, sorbiendo su Perrier y aguardando a que regresara su cena.
Ha sido rápido, pensó al ver que él regresaba apresuradamente. Déjame adivinar lo que has dicho, querido: ha surgido algo importante. .. Un comprador de la cadena Doubleday en América está interesado en las reproducciones de Kawaierowicz y Meynard... Ya sabes que odio tener que quedarme en la ciudad hasta tan tarde, pero es preciso... Oh, no, Francoise, no seas así... Di a los niños que les traeré una tarta... ¡Basta, basta! Debo quedarme... Vendré tan pronto como sea posible; cenad sin mí. No pienso... discutir contigo... Adiós. Au revoir, salut, à bientôt... Dame una oportunidad, ¿quieres? Deseo sentirme saciada... Quiero oírtelo decir ahora, mi querido mariscal Foch.
Y pensó algo más: Espero que no te guarden la cena caliente.
El le sonrió, pero los rasgos de su rostro estaban tensos. No es fácil para un rostro disimular la tensión. Pero intentó valientemente no mostrar el efecto de la llamada telefónica.
—¿Nos vamos?
Ella se puso lentamente en pie, dejando que las dos partes de su falda se unieran del modo más artístico, y la sonrisa de su rostro se hizo más tentadora. Oh, sí: atrapado.
Empezaron a caminar. Ella ya había dado un paseo por la zona. Prepárate, que suena la marcha de las chicas exploradoras.
Le condujo hacia
Había dos restaurantes al final de
—¿Por qué no paseamos un poco más? Me gustaría algo más... romántico.
Él no discutió. Siguieron bajando por
A la izquierda, hacia
A la derecha, hacia
—¿Podemos ir hasta el río?
Él pareció confuso.
—Deseas cenar, ¿verdad?
—Oh, claro. Por supuesto. Pero primero caminemos un poco junto al río. Es tan hermoso, tan encantador por la noche, y ésta es la primera vez que vengo a París. Es tan romántico...
Él no discutió.
A su derecha, la enorme masa de un gran edificio estaba sumida en la oscuridad. Ella lo miró, y más allá, hacia el cielo donde la luna llena brillaba como un mensaje de advertencia.
Cenar bajo la luna llena era siempre delicioso.
—Este edificio es L'École des Beaux-Arts —dijo él—. Muy famosa.
Pronunció fau-mosa. Ella se rió.
Oscuridad. Siempre luz. La dulce luna llena cruzando los cielos. Una cena cálida aguardando. Y allí estaba, un puente cruzando el negro río. Y unas escaleras bajando hacia la orilla. Ah.
—Le Pont Royal —dijo el mariscal Foch, señalando el puente—. Muy fau-moso.
Cruzaron, y ella le condujo hacia abajo, por las escaleras. En la orilla, dos metros por encima del lánguido Sena, ella se volvió y miró a derecha e izquierda. Entonces se reclinó contra él, se puso de puntillas y le besó. Él hundió su estómago, pero no era para ocultar su rotundidad. Ella lo tomó de la mano y le condujo hacia el Pont Royal.
—Bajo el puente —dijo.
El sonido de la respiración de él.
El sonido de los tacones altos de ella en las antiguas piedras.
El sonido de la ciudad sobre ellos.
El sonido de la luna llena brillando dorada y haciéndose grande en el cielo.
Y allí, bajo el puente, envueltos en oscuridad, ella se reclinó de nuevo contra él, cogió su gruesa cabeza entre sus finas y pálidas manos, apoyó su boca contra la de él y dejó que su dulce aroma lo impregnara. Lo besó durante un largo rato, mordiéndole los labios con sus dientes, y él lanzó un ahogado sonido, como un pequeño animal al ser estrujado. Pero ella iba por delante de él: su pasión ya se había despertado.
Y Claire se esfumó para ser reemplazada por algo distinto.
Un hijo de la noche.
Hijo de la soledad.
Con la última parpadeante conciencia de su evanescente humanidad, ella percibió el instante de saber que estaba en un abrazo amoroso con alguien distinto, el hijo de la noche.
Fue el instante en que cambió.
Pero ese instante fue demasiado corto para que él pudiera liberarse. Ahora la espina dorsal de ella se había curvado, ahora su boca se había llenado de colmillos, ahora habían crecido las garras, ahora el cuerpo bajo el vestido azul celeste se había llenado de pelaje, ahora le atraía debajo de ella, ahora ella estaba encima de él, ahora las garras desgarraban el traje gris y la carne de él, ahora una renegrida garra abría un tajo en la garganta de él para que no pudiera gritar. Ahora había llegado la hora de la cena.
Tenía que hacerse de manera cuidadosa y rápida.
El estaba en plena erección, su pene hinchado con estática lujuria. Ahora ella le tenía desnudo y ella estaba sobre él, acuclillándose sobre él, y él entró en ella mientras su vida se le escapaba a borbotones. Ella cabalgó, agitándose y sudando, mientras la boca de él trabajaba futilmente y sus ojos se desorbitaban y brillaban a la luz de la luna.
El orgasmo de ella fue acompañado por un aullido que ascendió por encima del Sena y se perdió en el cielo nocturno sobre París, hasta que la dominante luna se lo tragó y brilló un poco más intensamente con la pasión.
Abajo, en la oscuridad, satisfecha su pasión, ella cenó elegantemente.
La comida en Berlín había sido demasiado fibrosa; en Bucarest la sangre era demasiado fluida y no consiguió realzar el sabor; en Estocolmo la cena era demasiado insípida; en Londres demasiado correosa; en Zurich fue tan grasa que la puso enferma. Nada comparable con las excelencias de Los Ángeles.
Nada era comparable con la comida de casa... hasta París.
Los franceses eran justamente famosos por su cuisine.
De modo que salió a cenar cada noche.
Fue una excelente semana su primera semana en París. Un elegante hombre maduro con bigote blanco engominado, que hablaba militarmente, incluso al final. La peluquera de una tienda elegante, que llevaba una especie de mono de color púrpura fluorescente y botas de cowboy, del color rojo de la manzana al caramelo. Un estudiante de Westfield, Nueva York, que estudiaba en
Y de nuevo era sábado. Samedi.
Había sentido deseos de bailar. Era una buena bailarina. Todos los ritmos adecuados para el momento adecuado. Uno de sus menús le había indicado que la bôite más interesante en aquel momento era una especie de bar-restaurante combinado con una discoteca: Les Bains-Douches, que podía traducirse como «los baños y duchas», puesto que había sido una casa de baños y duchas desde el siglo XIX.
De modo que se dirigió a
El hombre y la mujer la miraron, y ambos alargaron la mano para abrir la puerta. Claire sabía cuál era su aspecto: su atractivo era evidente tanto para los hombres como para las mujeres. En ningún momento se había preocupado por la posibilidad de que no la admitieran. Entró.
Ahora, a su alrededor, la excitación, el color y la carne joven y fuerte de París se movía con majestuosa pasión, como plantas subacuáticas.
Bailó un poco, bebió un poco, y aguardó.
Pero no mucho tiempo.
Llevaba una camiseta muy ajustada, con la inscripción 1977 NCAA Soccer Champions. Pero no era norteamericano ni inglés. Era francés, y sus téjanos, como su camiseta, eran muy ajustados. Llevaba botas de motorista, con pequeñas cadenas cruzando la puntera. Su pelo era largo y oscilaba descuidadamente sobre sus hombros, pero no tenía los ojos oscuros de un punk. Sus ojos eran agudos y azules, demasiado inteligentes para el rostro en el cual estaban insertos. Bajó la vista hacia ella.
Por algunos momentos ella no se dio cuenta de que él estaba allí de pie, mirándola, pese a que se hallaba frente a su mesa. Ella estaba pendiente de una elegante pareja que daba vueltas en el extremo más alejado de la pista de baile, y él se mantuvo allí de pie, inmóvil, observándola sin interferencias.
Pero cuando ella alzó la mirada y él no apartó la suya, cuando los ojos de él no se entrecerraron ni se puso nervioso cuando ella volcó toda la fuerza de su personalidad sobre él, ella supo que aquella noche era probable que gozara de la mejor cena que hubiera disfrutado nunca.
Su nombre era Patrick y era un buen bailarín. Bailaron cómodamente juntos, y él la sujetó contra sí con más fuerza de lo que ningún desconocido había tenido nunca el derecho a hacer. Ella sonrió ante aquel pensamiento, porque no serían desconocidos por mucho rato. Pronto, si la noche se llenaba de luz, serían muy íntimos. Eternamente íntimos.
Y cuando abandonaron el club, él sugirió su apartamento en Le Marais.
Cruzaron el no hasta la parte vieja de la ciudad, ahora muy de moda. Él vivía en un ático, pero no era rico. Se lo dijo claramente. Ella lo encontró encantador.
Allí, él encendió una suave luz azul y otra que estaba alojada en la pared, detrás de una larga jardinera cromada y repleta de carnosas y saludables plantas.
Él se volvió hacia ella y ella adelantó sus brazos para tomar la cabeza de él entre sus manos. Él también alzó sus brazos y detuvo las manos de ella. Sonrió y dijo, en un francés que ella pudo comprender:
—¿Quieres comer algo?
Ella sonrió. Sí, estaba hambrienta.
Él se dirigió a la cocina y regresó con una bandeja de zanahorias, espárragos, remolachas y rábanos.
Se sentaron y hablaron. Habló él la mayor parte del tiempo, en un francés que no presentaba ninguna dificultad para ella. Podía comprenderlo. Él hablaba tan rápido y de una forma tan compleja como cualquier otro francés, pero cuando los otros le hablaban, en el hotel, en la calle, en la discoteca, era un galimatías; en cambio, cuando él hablaba le comprendía perfectamente. Al cabo de un momento dejó de preocuparse por ello y, simplemente, le dejó hablar.
Y cuando se inclinó hacia él, finalmente, para besarle en la boca, él adelantó su brazo, puso la mano bajo su largo cabello rubio, le sujetó la nuca, y atrajo su rostro hacia el suyo.
A través de la ventana, ella podía ver la luna menguante. Sonrió débilmente en pleno beso: no precisaba la luna llena. Nunca la había necesitado. En eso era donde se equivocaban las leyendas. Pero las leyendas eran correctas en cuanto a las balas de plata. La plata en cualquiera de sus formas... Ahí residía la razón por la cual un vampiro no se reflejaba en los espejos. (Excepto que ésa era otra leyenda. No había vampiros. Únicamente hijos de la noche que habían sido mal observados.) Debido a que Jesús fue traicionado por
Judas por treinta monedas de plata, aquel metal se había convertido en un elemento ligado al mal, y por ello, desde entonces, investido con el poder de alejar el mal: no era el espejo el que no arrojaba el reflejo de los hijos de la noche, sino la capa plateada que llevaba detrás del cristal. Claire podía verse en un espejo de acero pulido o de aluminio, podía bañarse en el rio y ver su reflejo. Pero nunca en un espejo con dorso plateado...
Como el que había sobre la chimenea, justo delante del sofá donde estaba sentada con Patrick.
Un frisson de advertencia la recorrió.
Abrió los ojos. Él estaba mirando más allá de ella.
Al espejo.
Donde él permanecía sentado, abrazando la nada.
Y Claire empezó a levantarse, para ser reemplazada por el hijo de la noche.
Veloz. Se movió a gran velocidad.
El lomo curvándose, el pelaje enmarañándose, los dientes creciendo, los dientes afilándose, las garras surgiendo. Y su mano que ya no era una mano se alzó mientras le empujaba, apartándolo de ella, y rasgaba su garganta con una garra que era como una navaja.
La garganta del hombre se abrió.
Y la savia verde fluyó. Por un momento. Luego la herida se cerró mágicamente, sus labios volvieron a unirse y formaron la línea blanca de una cicatriz, que luego también se desvaneció.
Él la miró mientras ella contemplaba la cicatriz curándose.
Por primera vez en su vida, Claire tuvo miedo.
—¿Te gustaría que pusiera un poco de música? —preguntó él.
Pero no habló. Su boca no se había movido.
Y ella comprendió entonces por qué su francés no había resultado incomprensible para ella. El le hablaba desde el interior de su cabeza, sin sonidos.
No pudo responder.
—Si no quieres música, quizá te apetezca algo de comer —dijo él, y sonrió.
Las manos de ella se movieron de una forma vaga, sin propósito. Miedo y una total confusión la dominaban. Él pareció comprender.
—Este es un mundo muy extenso —dijo—. El espíritu se mueve por muchos caminos, de muchas formas. Tú crees que estás sola, y realmente lo estás. Hay muchos como nosotros, uno de cada, el último de nuestra especie quizá, y cada uno está solo. La niebla se aparta y el niño emerge, y al cabo de un tiempo el viejo muere, dejando al último de los niños huérfano de madre y padre.
Ella no tenía ni idea de lo que él estaba diciendo. Siempre había sabido que estaba sola. Así eran las cosas. No el estúpido concepto de soledad de Sartre o de Camus, sino sola, absolutamente sola en un universo que la mataría si supiera de su existencia.
—Sí —dijo él—, y es por eso que tengo que hacer algo contigo. Si eres la última de tu especie, entonces esta vida de riesgos, únicamente para satisfacer tus necesidades, debe terminar.
—¿Vas a matarme? Entonces hazlo rápido. Siempre he sabido que eso podía ocurrir. Sencillamente, hazlo rápido, extraño hijo de puta.
Él había leído sus pensamientos.
—No seas estúpida. Sé que es difícil no volverse paranoide, que toda tu vida has estado programando eso en tu interior. Pero no seas estúpida si puedes. No hay posibilidades de supervivencia en la estupidez, por eso han desaparecido tantos de los últimos de tu especie.
—¿Qué cosa eres tú? —quiso saber ella.
Él sonrió y le ofreció la bandeja de vegetales.
—¡Eres una zanahoria! ¡Una maldita zanahoria! —gritó ella.
—En absoluto —dijo la voz en su cabeza—. Pero soy de una madre y de un padre distintos a los tuyos; de una madre y un padre distintos a cualquiera de los que hay ahí afuera, en las calles de París, esta noche. Y ninguno de nosotros dos morirá.
—¿Por qué deseas protegerme?
—Los últimos salvan a los últimos. Es muy sencillo.
—¿Para qué? ¿Para qué me protegerás?
—Para ti misma... Para mí...
Él empezó a quitarse las ropas. Ahora, a la azulada luz, ella pudo ver que era muy pálido, sin el color que el maquillaje facial había puesto en su rostro; pero tampoco era blanco. Quizá hubiera un ligero tono verde surgiendo débilmente bajo la firme y dura piel.
En todos los demás aspectos era humano, y soberbiamente constituido. Ella sintió que su propio cuerpo respondía a aquella desnudez.
Él avanzó hacia ella, y con cuidado, lentamente —porque ella no se resistió—, le fue quitando las ropas. Ella se dio cuenta de que de nuevo era Claire, no el velludo hijo de la noche. ¿Cuándo había vuelto a cambiar?
Todo estaba ocurriendo sin su control.
Desde hacía muchísimo tiempo, cuando se encontró abandonada a sus propios recursos, siempre lo había controlado todo: su vida, la de aquellos a quienes encontraba, su destino... Pero ahora estaba indefensa, y no le importaba obtener o no el control de él. El miedo había huido de ella, y algo mucho más rápido lo había reemplazado.
Cuando ambos estuvieron desnudos, él la tendió en la moqueta y empezó a hacerle el amor, lenta y cuidadosamente. En la jardinera llena de plantas que había sobre ellos, Claire creyó detectar el movimiento de aquellas nutritivas cosas verdes estremeciéndose ligeramente, inclinándose hacia ellos y hacía la energía que difundían mientras se sumían al unísono en un espasmo ritual y a la vez completamente nuevo, pues la suya era la unión de lo no familiar, aunque fuera tan antigua como la luna.
Y cuando la sombra de la pasión se cerró en tomo a ella, Claire le oyó susurrar:
—Hay muchas cosas para comer...
Por primera vez en su vida, ella no pudo oír el eco de las pisadas siguiéndola.