QUEBRADO COMO UN DUENDE DE CRISTAL Harlan Jay Ellison

Y fue allí, ocho meses más tarde, que Rudy la encontró... en esa enorme y fea casona cercana a la Western Avenue en Los Ángeles; viviendo con ellos, todos ellos: no sólo con Jonah, sino con todos ellos.

Era noviembre en Los Ángeles, en el atardecer y soplaba una brisa fría inexplicable en un sitio tan cercano del sol. El llegó por la vereda y se detuvo frente al lugar. Era una casona gótica, feísima, con el pasto a medio cortar y la herrumbrada cortadora detenida en medio de un inacabado sendero: como si el pasto medio cortado fuera un gesto apaciguador dirigido a los indignados inquilinos de las dos casas de departamentos que se asomaban amenazadoras a cada lado de la estructura cuadrada.

Qué extraño: los departamentos eran más altos; la vieja casona se agazapaba entre ellos, pero parecía dominarlos. Qué extraño.

Las ventanas que daban a la escalera estaban cubiertas con cartón.

Había un cochecito de bebé volcado sobre el sendero de entrada.

La puerta era profusamente tallada y ornamentada.

Un pesado respirar parecía brotar desde la oscuridad interior.

Rudy acomodó ligeramente su bolso de lona sobre el hombro. La casona lo atemorizaba. Su respirar se había hecho dificultoso desde que estaba allí, y un pánico que nunca pudo describir tensaba los anchos músculos de sus omóplatos. Miraba el cielo oscurecido a los costados de la casa, como buscando una salida, pero lo único que podía hacer era avanzar. Kristina estaba allí.

Otra joven respondió al llamado saliendo a la puerta.

Lo miró sin hablar, su largo cabello rubio casi ocultaba su cara. Sus ojos lo espiaron a través de un cortinaje de Clairol y suciedad.

Cuando preguntó por Kris por segunda vez, ella se humedeció los costados de la boca con la lengua y un tic sacudió su mejilla. Rudy apoyó su bolso con fuerza en el suelo.

—Kris, por favor —dijo con ansiedad.

La rubia se dio vuelta y volvió al sombrío hall de la vieja y pavorosa casa. Rudy se paró en el umbral y súbitamente —como si la rubia hubiera sido una barrera, y su partida la hubiera levantado— fue asaltado, como una bofetada, por una vaharada acre. Era el olor a marihuana.

La respiró pensativo y la cabeza le dio vueltas.

Retrocedió un paso, como buscando las últimas pulgadas de luz que se filtraban sobre los departamentos; luego el sol desapareció. Con la cabeza aún zumbando se adelantó, penetrando en la casa arrastrando el bolso de lona.

No recordaba haber cerrado la puerta, pero cuando la miró, algún tiempo más tarde, vio que estaba cerrada tras de él. Encontró a Kris en el tercer piso, tirada contra un oscuro placard, su mano izquierda acariciaba un desteñido conejito de trapo rosa, su mano derecha estaba en su boca, el meñique doblado, el anillo del pulgar sostenía un joint medio apagado del cual sorbía las últimas maravillas. Una infinidad de olores surgían de! armario: el de las medias sucias y transpiradas era tan penetrante como un guiso, sacos de lanilla que la lluvia había cubierto de moho al secarse, un burlón estropajo con su fragancia a polvo viejo, endurecido y mugriento, y el dominante olor de la yerba que ella había estado fumando quien sabe por cuanto tiempo... y que aún la mantenía bajo sus efectos. Y tan hermosa como podía llegar a ser.

—¿Kris?

Lentamente levantó la cabeza y lo miró. Mucho más tarde, logró enfocar sus ojos y comenzó a llorar.

—Vete de aquí.

En el vívido silencio de la casona susurrante, en la oscuridad sobre su cabeza, Rudy oyó el súbito sonido de alas peludas batiendo furiosamente por un segundo, luego nada.

Se arrastró al lado de ella, su corazón había crecido hasta ocupar un lugar doble dentro de su pecho. Quería desesperadamente llegar a ella, hablarle.

—Kris... por favor...

Ella dio vuelta la cabeza, y con la mano que había estado estrujando al conejito trató con torpeza de abofetearlo, sin lograrlo.

Por un instante Rudy podía haber jurado oír el sonido de alguien contando pesadas monedas de oro. El sonido provenía de algún lugar a su derecha, más allá de un pasillo del tercer piso. Pero cuando se volvió y miró a través de la puerta abierta del placard, tratando de localizar el sonido, éste había desaparecido.

Kris estaba tratando de arrastrarse más adentro del armario. Trataba de sonreír.

Volvió hacia ella y gateando se introdujo en el placard.

—El conejo —dijo ella lánguidamente—. Estás aplastando el conejo. —El miró hacia abajo: su rodilla derecha estaba sobre la blanda cabeza de lana del conejo rosa. Lo sacó y lo arrojó a un rincón del placard. Ella lo miró con disgusto.

—No has cambiado, Rudy. Vete de aquí.

—Ya no estoy en el ejército, Kris —dijo Rudy con suavidad—. Me soltaron por razones de salud. Quiero que vuelvas conmigo, Kris, por favor.

Ella no quería escucharlo; se apartó de él, se metió más aún en el placard, cerrando los ojos. El movió los labios varias veces, como tratando de hacer regresar palabras ya dichas, pero ningún sonido se escuchó; encendió un cigarrillo y se sentó en la puerta abierta, fumando y esperando que ella volviera a él. Había esperado ocho meses que regresase, desde que lo habían reclutado y ella le había escrito diciéndole: Rudy, me voy a vivir con Jonah a La Colina.

Se escuchó el ruido de algo muy pequeño acechando en la oscuridad infinitamente negra que se extendía donde el escalón superior de la escalera del segundo piso llegaba al descanso. Era una risita parecida al trino de un clavicordio de cristal. Rudy sabía que se estaba riendo de él, pero no pudo ver ningún movimiento en ese rincón.

Kris abrió los ojos y lo miró con fastidio.

—¿Por qué viniste?

—Porque vamos a casarnos.

—Lárgate de aquí.

—Te amo, Kris. Por favor.

Ella lo pateó. No le hizo daño, pero esas fueron las intenciones. El salió del placard lentamente.

Jonah estaba abajo, en la sala de estar. La rubia que había respondido a la puerta estaba tratando de sacarle los pantalones. El se negaba, sacudiendo la cabeza y tratando de apartarla débilmente con una mano. Se escuchaba "La grande y brillante máquina verde de placer", de Simon & Garfunkel, brotar del tocadisco que estaba bajo la biblioteca de ladrillo y madera.

—Me estoy fundiendo —dijo Jonah suavemente—. Fundiendo —y apuntó hacia el gran espejo empañado que se hallaba sobre la repisa de la chimenea. El hogar estaba repleto de envases de leche de cartón, envoltorios de caramelos, periódicos underground y excrementos de gato. El espejo era opaco y deprimente—. ¡Fundiendo! —aulló repentinamente, tapándose los ojos.

—¡Oh, mierda! —dijo la rubia y lo derribó, abandonándolo por último. Fue hacia Rudy.

—¿Qué le pasa? —preguntó Rudy.

—Tiene un mal "viaje" otra vez. Cristo, que fumado está.

—Sí, ¿pero qué le sucede?

Ella se encogió de hombros.

—Ve que su cara se funde... eso es lo que dice.

—¿Es el efecto de la marihuana?

La rubia lo miró con súbita desconfianza.

—Mari... Oiga, ¿quién es usted?

—Soy un amigo de Kris.

La rubia lo estudió un momento más; luego, por la forma en que bajó los hombros y se relajó, lo aceptó.

—Pensé que habías venido para, bueno ya sabes, a veces la policía. Tú sabes.

Tras ella, en la pared, había un poster de la Tierra Media con su brillo opacado por una larga y recta faja en la que el sol daba cada mañana. Miró a su alrededor con inquietud. No sabía qué hacer.

—Se supone que debía haberme casado con Kris. Hace ocho meses atrás —dijo él.

—¿Quieres hacer el amor conmigo? —preguntó la rubia—. Cuando Jonah tiene un viaje queda completamente desconectado. Estuve bebiendo Coca-Cola toda la mañana y todo el día y estoy realmente muy caliente.

Otro disco cayó sobre la bandeja y Stevie Wonder sopló con ganas su armónica y comenzó a cantar "Nací para amarla".

—Estaba comprometido con Kris —dijo Rudy sintiéndose triste—. Íbamos a casarnos cuando yo terminara la instrucción. Pero ella decidió venir aquí con Jonah y yo no quise obligarla. Así que esperé ocho meses, pero ahora me largaron del ejército.

—Bueno, ¿quieres o no quieres?

Se echó bajo la mesa del comedor y puso un almohadón de seda bajo ella. El almohadón tenía esta inscripción: Recuerdo de las Cataratas del Niagara, Nueva York.

Cuando él volvió al living, Jonah estaba sentado en el sofá leyendo Magister Ludi, de Hesse.

—¿Jonah? —dijo Rudy. Jonah levantó la vista. Le llevó un tiempo reconocer a Rudy.

Cuando lo hizo palmeó el sofá a su lado y Rudy se acercó y sentó.

—Hola Rudy, ¿por dónde andabas?

—En el ejército.

—Uff.

—Aja, fue terrible.

—¿Así que te largaron? Quiero decir definitivamente.

Rudy asintió.

—Este... sí. Por salud.

—Oye, eso sí que es bueno.

Se quedaron sentados en silencio por un rato. Jonah comenzó a cabecear y se dijo a sí mismo:

—Me parece que estás cansado.

—Jonah, eh, escucha, ¿qué pasa con Kris? —dijo Rudy—. Sabes que se suponía que nos teníamos que casar hace ocho meses.

—Ella está por ahí, en algún lado —respondió Jonah.

Desde la cocina, atravesando el comedor donde la rubia dormía bajo la mesa, llegó el sonido de algo salvaje desgarrando carne. El ruido siguió por largo tiempo, pero Rudy estaba mirando hacia afuera por el ventanal del frente, el gran ventanal. Había un hombre de traje gris oscuro en la vereda, junto a los escalones que llevaban a la puerta de entrada. Estaba hablando con dos policías y apuntando hacia la vieja casona.

—Jonah, ¿puede irse Kris de aquí?

Jonah lo miró enojado.

—¡Hey, escucha muchacho, nadie la obliga a estar aquí! Ella ha estado viviendo con todos nosotros y le gusta. Ve y pregúntale a ella. Cristo, ¡no me jodas a mi!

Los dos policías se acercaban a la puerta de entrada.

Rudy se levantó y fue a contestar el timbre.

Le sonrieron en cuanto vieron su uniforme.

—¿Qué desean? —les preguntó Rudy.

—¿Usted vive aquí? —preguntó el primer policía.

—Sí —dijo Rudy—, me llamo Rudolph Boekel. ¿Puedo servirles en algo?

—¿Podemos entrar y conversar con usted?

—¿Tienen orden de registro?

—No queremos registrar... sólo queremos conversar con usted. ¿Es soldado?

—Recién me han dado de baja. He vuelto a casa a ver a mi familia.

—¿Podemos entrar?

—No, señor.

El segundo policía parecía preocupado.

—¿Este es el lugar al que llaman "La Colina"?

—¿Quiénes? —preguntó Rudy, pareciendo perplejo.

—Bueno, los vecinos dijeron que era "La Colina" y que aquí se realizaban algunas orgías violentas.

—¿Ustedes oyen alguna orgía?

Los policías se miraron uno al otro. Rudy agregó:

—Siempre hay mucho silencio aquí. Mi madre está muriendo de cáncer al estómago.

Dejaron que Rudy se instalara allí porque era hábil con la gente que llegaba a la puerta. Además de Rudy, que salía a buscar la comida, y los viajes semanales para ir a cobrar el Seguro de Desempleo, nadie dejaba La Colina. Usualmente había mucho silencio.

Excepto que algunas veces se oían gruñidos en el pasillo trasero que llevaba al antiguo cuarto de servidumbre; y ruido de chapoteo en el sótano, sonido de cosas mojadas sobre las baldosas.

Era un pequeño universo autosuficiente, que limitaba al norte con el ácido y la mescalina, al sur con la yerba y el peyote, al este con la coca y las "píldoras rojas", al oeste con la heroína y las anfetaminas. Había once personas viviendo en La Colina. Once, y Rudy.

Recorría las habitaciones y algunas veces encontraba a Kris, que no le hablaba... salvo una vez que le preguntó si nunca había deseado mucho algo que no fuera amor. El no supo qué contestar, así que sólo dijo:

—Por favor —y ella lo llamó imbécil y fue hacia la escalera que llevaba a la bohardilla del desván.

Rudy había oído chirridos en el desván. Le parecieron chillidos de ratones hechos trizas. Había gatos en la casa.

No sabía por qué estaba allí, excepto que no comprendía por qué ella deseaba permanecer en ese lugar. Su cabeza siempre le zumbaba y a veces sentía que si decía la palabra correcta, en la forma correcta, Kris saldría de allí con él. Comenzó a molestarle la luz. Le hería los ojos.

No hablaba mucho con nadie. Había siempre una lucha por mantenerse volando, por mantener el grupo volando tan alto como se pudiera. En esto se preocupaban los unos por los otros.

Y Rudy se convirtió en el único nexo con el exterior. Había escrito a alguien —sus padres, un amigo, un banco, alguien— y ahora le llegaba dinero. No mucho, pero suficiente para mantener la provisión de comida y el alquiler pago. Pero insistía en que Kris fuera amable con él.

Y ellos hicieron que ella fuera amable con él, y durmieron juntos en el cuartito del segundo piso donde Rudy había puesto sus periódicos y su bolso. Él permanecía allí acostado la mayor parte del día, cuando no había recados para La Colina, y leía las notas sobre los choques de trenes y los estupros en los suburbios. Y Kris llegaba, y en cierta manera hacían el amor.

Una noche lo convenció que podía "hacerlo mejor con el ácido", y él tragó mil quinientos microgramos mezclados con metedrina en dos grandes cápsulas de gelatina, y ella se estiró como un chicle unos diez kilómetros. El era un fino cable de cobre cargado con electricidad y penetró su carne. Ella se agitó con la corriente que fluía a través de él y se ablandó más aún. El se hundió en la blandura y observó cuidadosamente el intrincado veteado de las lágrimas de ella que se elevaban en la bruma que lo rodeaba. Caía lentamente, girando y girando, sostenido por un susurro de azul que surgía de su cuerpo como un hilo de araña. El sonido del respirar de ella en la llorosa cavidad de columnas de cristal que bajaba y bajaba era el sonido de las mismas paredes; y cuando las tocó con las cálidas yemas metálicas ella inspiró profundamente, envolviéndolo con su aliento mientras él se hundía, girando lentamente en un velo de almizcleña soltura.

Había una insistente pulsación que crecía en algún lugar debajo de él; y mientras descendía tenía miedo del gemido agudo de algo que amenazaba quebrarse. Sintió pánico. El pánico lo atenazó, lo azotó; se le constriñó la garganta; trató de aferrarse al velo y se le desgarró entre las manos; entonces cayó, ahora más rápido, mucho más rápido, y tenía miedo, ¡miedo!

Había violentas explosiones a su alrededor, y el chillido de algo que lo deseaba, que lo buscaba, pulsando profundamente en la garganta de un animal que él no podía nombrar; y oyó los gritos de ella, escuchó sus lamentos y su agitar bajo él y sintió una profunda sensación de aplastamiento...

Y entonces hubo silencio.

Al menos por un instante.

Y luego oyó una suave música que sólo pedía ser escuchada. Así que quedaron allí, juntos en el calor del cuartito, y durmieron algunas horas.

Después de aquello Rudy salió raras veces a la luz. Usando gafas oscuras iba de compras por la noche. Vaciaba la basura y limpiaba el camino de entrada por la noche. Y cortaba el pasto del jardín con tijeras de podar pues la cortadora hubiera molestado a los inquilinos de los departamentos... que ya no se quejaban. Porque rara vez se oía ahora un ruido en La Colina.

Comenzó a darse cuenta que hacía mucho que no veía a alguno de los once jóvenes que vivían en La Colina. Pero los sonidos de abajo, arriba y alrededor de él, se hacían cada vez más frecuentes.

Sus ropas eran ahora demasiado grandes para él. Usaba sólo calzoncillos. Le dolían las manos y los pies. Las articulaciones de los dedos se le habían hinchado de tanto hacerlas crujir y estaban siempre enrojecidas.

La cabeza siempre le zumbaba. El tenue y perdurable olor de la yerba había saturado las maderas de las paredes y las vigas. Sentía una picazón en el exterior de sus orejas que no podía calmar. Se pasaba todo el tiempo leyendo viejos periódicos cuyas noticias llevaba grabadas en la memoria. Recordaba un trabajo que había tenido en un garaje como mecánico, pero aquello le parecía muy lejano. Cuando cortaron la electricidad en La Colina no le preocupó, porque prefería la oscuridad. Pero fue a decírselo a los once.

No los pudo encontrar.

Todos habían desaparecido. Hasta Kris, que debería haber estado por alguna parte.

Escuchó los húmedos sonidos en el sótano y bajó en la oscuridad. El sótano estaba inundado. Uno de los once estaba allí. Se llamaba Teddy. Se hallaba sujeto al techo enlodado del sótano, colgando cerca de las piedras, pulsando suavemente y emitiendo una tenue luz púrpura, púrpura como una herida. Dejaba caer un brazo, como de goma, al agua y lo mantenía en ella, donde se movía ociosamente con los vaivenes de la misma. Entonces algo se acercó. Hizo un rápido movimiento y sacó la cosa que aún se agitaba aferrada por la garra de goma. Se deslizó lentamente a lo largo de la pared hasta un punto oscuro y húmedo cercano a las vigas que lo atravesaban. Luego apretó la cosa contra el oscuro punto en donde chilló con un sonido terrible y luego desapareció. Se oyó como una succión y luego un ruido de deglución.

Rudy volvió hacia arriba. En el primer piso encontró a la rubia, cuyo nombre era Adrianne. Yacía, delgada y blanca como un mantel, sobre la mesa del comedor mientras tres de los otros, que no había visto desde hacía mucho tiempo, le clavaban los dientes; y a través de sus aguzados colmillos huecos bebían el fluido amarillento de las hinchadas bolsas de pus que habían sido sus pechos y sus nalgas. Sus rostros eran muy pálidos y sus ojos eran como manchas de hollín.

Mientras subía al segundo piso casi fue derribado por el paso de algo que había sido Víctor volando con sus pesadas alas membranosas y peludas. Llevaba un gato en sus mandíbulas.

En las escaleras vio la cosa que estaba contando las pesadas monedas de oro. No estaba contando pesadas monedas de oro. Rudy no pudo mirarla: le provocaba náuseas.

Encontró a Kris en un rincón del desván. Estaba partiendo el cráneo y sorbiéndole el cerebro a una cosa que se reía como un clavicordio.

—Kris, tenemos que irnos —le dijo. Ella extendió la mano y lo tocó, clavándole sus largas, puntiagudas y sucias uñas. El resonó como si fuera de cristal.

Jonah se acurrucaba sobre las vigas del desván, como una gárgola dormitando. Algo verde chorreaba de sus mandíbulas y tenía algo pegajoso en las garras.

—Kris, por favor —dijo él con apremio.

Le zumbaba la cabeza.

Le picaban las orejas.

Kris acabó de sorber las últimas melosas exquisiteces del cráneo de la ahora silenciosa criatura y arañó ociosamente el flácido cuerpo con sus peludas manos. Se acuclilló y levantó su largo y peludo hocico.

Rudy huyó despavorido.

Corría galopando, sus nudillos rozando el piso del desván, mientras buscaba ponerse a salvo. Tras él, Kris gruñía. Bajó al segundo piso y luego al primero y trató de subir por la silla Morris hasta la repisa de la chimenea: para poder verse en el espejo a la luz de luna que brillaba a través de la ventana cubierta de moscas. Pero Naomi estaba en la ventana, atrapando las moscas con la lengua.

Trepó con desesperación, deseando contemplarse. Y cuando estuvo frente al espejo, vio que era trasparente, que no tenía nada en su interior, que sus orejas se habían vuelto puntiagudas y estaban cubiertas de vello; sus ojos eran tan grandes como los de un tarsio, y que los reflejos de la luz le hacían daño.

Luego oyó el gruñido detrás y debajo de él.

El duendecillo de cristal se volvió, y la mujer lobo se alzó sobre sus patas traseras y lo tocó hasta que él resonó como un cristal fino.

Y la mujer lobo dijo con muy poco interés:

—¿Nunca has deseado mucho algo que no fuera amor?

—¡Por favor! —suplicó el pequeño duendecillo de cristal, al tiempo que la gran y peluda garra lo quebraba de una palmada en un millón de fragmentos brillantes que llovieron, expandiéndose conscientemente en el apretado, pequeño y cerrado universo que era La Colina, todos ellos zumbando y tintineando en una oscuridad que comenzaba a rezumar de las silenciosas paredes de madera...