REFUGIADO Arthur C. Clarke

/D_SUHVHQWH_KLVWRULD_IXH_HVFULWD_HQ_______\_QR_SUHWHQGR_TXH_QR_KD\D_QLQJ~Q_SDUHFLGR_FRQ_
DOJ~Q_SHUVRQDMH_YLYR__'HVGH_TXH_FRQRFt_DO_SURWRWLSR_GHO_©3UtQFLSH_+HQU\ª__HQ_WUHV_RFDVLRQHV_\_
PiV_ FRQFUHWDPHQWH_ HQ_ OD_ ~OWLPD__ DTXt_ HQ_ &RORPER__ KDFH_ VyOR_ XQRV_ SRFRV_ PHVHV__ FXDQGR_
WXYLPRV_XQD_FRQYHUVDFLyQ_FXULRVDPHQWH_YLQFXODGD_D_HVWD_KLVWRULD__
1XHVWUR_SULPHU_HQFXHQWUR_IXH_HQ_XQD_H[SRVLFLyQ_DOOi_SRU_______OODPDGD__FRQ_JUDQ_RSWLPLVPR__
©*UDQ_%UHWDxD_HQ_ORV_DOERUHV_GH_OD_(UD_(VSDFLDOª__6X_DOWH]D_UHDO_VH_ULy_\_FRPHQWy_FRQ_LURQtD__
©1XQFD_OR_ORJUDPRV__¢YHUGDG"ª_
(Q_UHDOLGDG__QR_ HUD_ GHO_ WRGR_ FLHUWR__ GDGR_ TXH__ HQ_ OD_ DFWXDOLGDG__ KD\_PXFKRV_VDWpOLWHV_ GHO_
5HLQR_8QLGR_HQ_yUELWD_\_SURQWR_KDEUi__SRU_FRUWHVtD_GHO_8_6__6SDFH_6KXWWOH__DOJXQRV_EULWiQLFRV_
HQ_HO_HVSDFLR__3HUR_QR_HUD_HVR_H[DFWDPHQWH_HQ_OR_TXH_\R_HVWDED_SHQVDQGR__
%XHQR__ ,VDDF_ 1HZWRQ_ ©LQYHQWyª_ OD_ JUDYHGDG__ 7DO_ YH]_ DOJ~Q_ GtD_ QRVRWURV_ ORV_ EULWiQLFRV_
WHQJDPRV_OD_IRUWXQD_GH_ORJUDU_©GHVLQYHQWDUODª__
- Cuando venga a bordo - dijo el capitán Saunders mientras esperaba que la rampa de
desembarque quedara en posición -, ¿cómo deberé llamarle?
Hubo un prolongado silencio mientras el oficial de navegación y el ayudante del piloto se
ponían de acuerdo respecto al problema del protocolo.
Luego, Mitchell cerró el control principal y todos los mecanismos y circuitos de la nave
quedaron de inmediato en suspenso al cortarles el fluido eléctrico.
- La manera en que uno debe dirigirse a él - y lo pronunció con el mayor cuidado -, es «Su
Alteza Real».
- ¡Bah! - rugió el capitán -. ¡Que me parta un rayo si alguna vez llego a usar una expresión
tan ridícula!
- En estos tiempos de rápidos cambios y exaltación democrática - arguyó Chambers -, creo
que «señor» es más que suficiente. Y no hay necesidad de preocuparse si uno se olvida. Hace
ya mucho tiempo que nadie ha sido enviado a la Torre por algo de tan poca monta. Además,
este Enrique no es un personaje tan severo como lo fue aquel otro de las muchas esposas.
- Según dicen - agregó Mitchell - parece ser que es un joven muy agradable, y también
instruido. En ciertas ocasiones, ha efectuado preguntas técnicas que han puesto en aprietos a
más de uno.
El capitán Saunders ignoró ese comentario y concluyó que, si el príncipe Enrique quería
saber cómo funcionaba un Generador Compensador de Campo, Mitchell se lo explicaría sin
ninguna dificultad. Se levantó cuidando muy bien sus movimientos, pues había estado
trabajando en condiciones de escasa gravedad durante el vuelo, y ahora, en la Tierra, le
suponía un gran esfuerzo mantener el equilibrio, y se dirigió al corredor que conducía a la
compuerta inferior. Con un sofocado chasquido metálico, la puerta se abrió suavemente hacia
un lado.
Iniciando una sonrisa, se dirigió a las cámaras de televisión y al heredero de la corona
británica.
El hombre que algún día sería Enrique IX de Inglaterra no pasaba aún de los veinte años.
Era de una estatura ligeramente inferior a la de tipo medio; tenía las facciones delicadas y bien
proporcionadas, en total consonancia con lo impuesto por los cánones genealógicos. El capitán
Saunders, que provenía de Dallas, y por tanto se hallaba poco dispuesto a dejarse impresionar
por ningún príncipe, se encontró de repente impresionado por la tristeza de sus ojos. Eran ojos
que ya habían visto demasiadas recepciones y desfiles, que estuvieron forzados a ser testigos
de innumerables cosas carentes de sentido, que nunca tuvieron la oportunidad de pasear por
lugares que no hubieran sido planificados previamente. Mirando aquel orgulloso y fatigado
rostro, el capitán Saunders vislumbró por primera vez la extrema soledad de la realeza. Todo
su desagrado respecto a esta institución le pareció de escasa importancia a la vista de su
mayor defecto: lo que realmente consideraba mal en la monarquía era la deslealtad de infligir
tal carga sobre ciertas personas.
Los pasillos del Centaurus eran demasiado estrechos como para permitir una visión general;
pero pronto quedó claro que la novedad del nuevo ambiente no le incomodaba demasiado.
Y una vez que todos se hubieron acostumbrado a aquellos angostos recintos, Saunders
olvidó sus reservas referentes al trato con el príncipe. Pronto tuvo con él la misma relación que
con cualquier otro visitante. Una de las primeras lecciones que la realeza debe aprender es
cómo lograr que la gente no se encuentre incómoda en su presencia.
- ¿Sabe una cosa, capitán? - dijo el príncipe con aire pensativo -. Este es un gran día para
nosotros. Siempre esperé que fuera posible que una nave espacial partiera desde la misma
Inglaterra. Sin embargo todavía se nos hace extraño tener una base propia después de tantos
años. Dígame, ¿hace mucho que está usted vinculado con la propulsión a reacción?
- La verdad es que he hecho algunos cursos sobre ella. No obstante, lo que en realidad me
ha dado el cabal dominio del tema ha sido sin duda la experiencia práctica de estos últimos
años. He tenido la fortuna de que el desarrollo de mis estudios se haya realizado en el período
en que la tecnología espacial estaba en pleno desarrollo y la propulsión química dejaba ya
paso a los nuevos sistemas. En ese sentido, he tenido suerte. Algunas personas mayores que
yo necesitaron volver a hacer cursos para ponerse al día en el tema, se vieron obligados a
desvincularse de él, al no poder adaptarse a los nuevos sistemas de propulsión.
- ¿Tan grande es la diferencia?
- Por supuesto que sí. El tema de los reactores espaciales es de una enorme complejidad y
entre un sistema y otro hay la misma diferencia que separa la navegación a vela de la de vapor.
Es una analogía que oirá mencionar con frecuencia. Ha habido toda una épica respecto a los
primeros tiempos de la navegación espacial por medio de combustibles químicos, del mismo
modo que la hubo en los momentos culminantes de los grandes veleros oceánicos. Cuando el
Centaurus despega, por ejemplo, lo hace tan silenciosamente como un globo, incluso con una
aceleración reducidísima que no causa ninguna molestia. En cambio, el despegue de una gran
nave a reacción se oye a muchos kilómetros de distancia, con gran estruendo, y se produce en
medio de una enorme masa de gases incandescentes. Seguro que lo habrá visto más de una
vez en películas de esa época.
- Oh, sí - respondió el príncipe con una sonrisa -, las he visto muchas veces. Creo que no
me he perdido ninguna de las correspondientes a los inicios de la carrera espacial. La verdad
es que lamenté la desaparición de la navegación a reacción. De todos modos, nunca
habríamos podido tener una base de lanzamiento aquí en Salisbury Plain con el ruido que se
hubiera producido. Hasta es probable que las mismas construcciones de Stonehenge se
hubieran deteriorado.
- ¿Stonehenge? - preguntó Saunders mientras abría una escotilla para permitir el paso del
príncipe a la bodega número tres.
- Sí, sí; el monumento paleolítico cercano a la base. Es con seguridad la construcción
prehistórica mejor conservada. Tiene más de tres mil años. No está a más de diez kilómetros
de aquí. Le recomiendo que lo vea. Lo hallará interesante.
El capitán Saunders ensayó una sonrisa. Curioso país éste. ¿En qué otro lugar podrían
encontrarse contrastes de este tipo? Eso le hacía sentirse inmaduro y un poco tosco y se veía
forzado a reconocer que, por ejemplo, Billy The Kid equivalía en Estados Unidos a un hecho
como la historia antigua en Europa y que sería muy difícil encontrar en toda Texas algún rastro
que excediera los quinientos años. Por primera vez le pareció creer que estaba entendiendo lo
de la tradición. Eso le otorgaba al príncipe Enrique algo que él nunca había poseído: serenidad
y equilibrio, confianza en sí mismo. Sí, sin duda todo eso. Y una clase de orgullo desprovisto de
arrogancia.
Sorprendía el gran número de preguntas que el príncipe fue capaz de hacer en los treinta
minutos que se habían destinado para ello durante su recorrido por el carguero. No eran las
preguntas rutinarias que la gente suele hacer por simple cortesía y con escaso interés en las
respuestas. Su Alteza Real, el príncipe Enrique, poseía muy buenos conocimientos de
navegación espacial, y el capitán Saunders estaba agotado cuando volvió al comité de
recepción que lo aguardaba pacientemente fuera del Centaurus.
- Le quedo muy agradecido, capitán - manifestó, estrechándole la mano a la salida de la
nave -. Hacía tiempo que no pasaba un rato tan interesante. Espero que tenga una agradable
estancia en Inglaterra, y un feliz viaje.
Luego, en compañía de su séquito y de los representantes de la base, continuaron con la
visita de otras instalaciones, lo que dio oportunidad al personal de aduanas para verificar la
documentación de la nave.
- Bien - dijo Mitchell -, ¿qué opina del príncipe?
- La verdad es que me ha sorprendido - respondió Saunders con franqueza -. Jamás me
habría dado cuenta de que era un príncipe. Siempre pensé que formaban parte de un grupo de
gente constituido por personas inútiles e impertinentes. Lo cierto es que conocía los
fundamentos del Generador de Campo. ¿Sabes por casualidad si ha salido alguna vez al
espacio?
- Me parece que en una ocasión. Fue como un salto por encima de la atmósfera en una
nave de la Fuerza espacial. Pero no alcanzó la órbita. Regresó antes de ello... El primer
ministro casi tuvo un ataque al corazón. Se produjeron debates en la Cámara y el Times le
dedicó varios editoriales. Todos se hallaban de acuerdo en que el heredero del trono era
demasiado valioso para arriesgarse con estos nuevos inventos. Por lo tanto, aunque tiene el
rango de comodoro en la Real Fuerza Espacial, nunca ha estado en la Luna.
- ¡Pobre chico...! - exclamó el capitán Saunders.
Tuvo tres días de inactividad, puesto que no era asunto suyo supervisar la carga de la nave
ni las tareas de mantenimiento que se llevaban a cabo antes del vuelo. Saunders conocía a
muchos capitanes que daban vueltas por ahí, respirando pesadamente encima de los
pescuezos de los maquinistas de servicio. Pero él no era de ese tipo. Además, deseaba ver
Londres. Había estado en Marte, en Venus y en la Luna; pero ésta era su primera visita a
Inglaterra. Mitchell y Chambers le habían proporcionado informaciones útiles y le habían dejado
en el monorraíl de Londres antes de desaparecer para visitar a sus propias familias. Estarían
de regreso en el aeropuerto espacial un día antes que él, a fin de comprobar que todo se
encontraba en orden. Constituía un gran alivio tener unos oficiales en los que se pudiera confiar
por completo. Carecían de imaginación y eran cautelosos, pero minuciosos hasta el fanatismo.
Si decían que todo estaba en orden, Saunders sabía que podía despegar sin el menor recelo.
El esbelto y alargado cilindro silbó a través del muy cuidado paisaje. Estaba tan cerca del
suelo, y viajaba tan de prisa, que sólo se podía captar una rápida impresión de las ciudades y
campos que destellaban bajo él. Saunders pensó que todo era tan increíblemente compacto,
que parecía hecho a una escala liliputiense. No había espacios abiertos, ni campos que
tuviesen una extensión superior a un par de kilómetros en cada dirección. Aquello era suficiente
para causar claustrofobia a un tejano, en particular a un tejano que era al mismo tiempo un
piloto espacial.
El bien definido contorno de Londres apareció en el horizonte como el baluarte de una
ciudad amurallada. Con escasas excepciones, los edificios eran muy bajos, tal vez de quince o
veinte pisos. El monorraíl corría a través de un estrecho cañón, por encima de un parque muy
atractivo; y de un río que cabía suponer que era el Támesis. Luego, se detenía tras una firme y
poderosa explosión de desaceleración. Por un altavoz se oyó una voz tan moderada que
parecía tener miedo a elevarse más de la cuenta: «Hemos llegado a Paddington -dijo-. Los
pasajeros que vayan al Norte sírvanse continuar en sus asientos» Saunders sacó su equipaje
de la redecilla y se encaminó hacia la estación.
Cuando entró en el Metro, pasó ante un quiosco y echó un vistazo a las revistas que
exhibía. La mitad de ellas traían fotos del príncipe Enrique o de otros miembros de la familia
real. Saunders pensó que aquello era demasiado para ser bueno. También se percató de que
todos los periódicos de la tarde mostraban al príncipe entrando o saliendo del Centaurus.
Compró unos ejemplares para leerlos en el Metro; o, como aquí le llamaban, el Tube.
Los comentarios editoriales tenían un monótono parecido. Al final, se alegraban. Inglaterra
ya no necesitaba ocupar un asiento trasero entre las naciones punteras en la carrera del
espacio. Ahora era posible operar una flota espacial sin tener millones de kilómetros cuadrados
de desierto. Los navíos actuales, silenciosos y que desafiaban la gravedad, aterrizaban, si era
necesario, en el Hyde Park, sin turbar ni siquiera a los patos que se hallaban en el Serpentín.
Saunders encontró raro que esta clase de patriotismo hubiese logrado sobrevivir en la era
espacial; pero supuso que los británicos se habían sentido bastante mal cuando tuvieron que
alquilar lugares de lanzamiento a los australianos, los estadounidenses y los rusos.
El Metro de Londres era aún, después de un siglo y medio, el mejor sistema de transporte
del mundo, y dejó a Saunders en su destino, sano y salvo, antes de diez minutos de haber
dejado Paddington. En ese tiempo, el Centaurus podría haber cubierto setenta y cinco mil
kilómetros; pero había que reconocer que el espacio no estaba tan atestado. Ni las órbitas de
los ingenios espaciales eran tan tortuosas como las calles que Saunders tenía que salvar para
llegar a su hotel. Todos los intentos por hacer un Londres más recto fracasaron de forma
desalentadora; y transcurrió un cuarto de hora antes de que pudiera completar los últimos cien
metros de su viaje.
Se quitó la chaqueta y se dejó caer en la cama. Quedó pensativo. Tres días tranquilos, y sin
obligaciones, para él solo. Parecía demasiado bueno para ser verdad.
Así fue. Apenas había tenido tiempo para inspirar con fuerza cuando sonó el teléfono.
- ¿Capitán Saunders? Me alegro mucho de dar con usted. Aquí la «BBC». Tenemos un
programa que se llama, «La ciudad por la noche», y nos hemos preguntado si...
El estrépito de la puerta de descompresión fue el sonido más dulce que Saunders había
oído durante días. Ahora estaba a salvo; nadie podría llegar hasta él en su fortaleza blindada, y
muy pronto se encontraría en la libertad del espacio. Y no es que lo hubiesen tratado mal. Por
el contrario, se habían portado demasiado bien con él. Efectuó cuatro (¿o eran cinco?)
apariciones en varios programas de televisión; asistió a más fiestas de las que podía recordar;
hizo centenares de nuevos amigos y, por el estado en que ahora se hallaba, había olvidado a
otros antiguos.
- ¿Quién extendió el rumor - preguntó a Mitchell cuando se encontraron en el puerto - de
que los británicos eran reservados y distantes? Que el cielo me ayude si tengo que
encontrarme con un inglés efusivo.
- Creí que lo habías pasado muy bien - le respondió Mitchell.
- Pregúntamelo mañana - replicó Saunders -. Para entonces ya me habré reintegrado por
completo a mi psique.
- Te vi en el programa de entrevistas de anoche - comentó Chambers -. Parecías bastante
fantasmal.
- Gracias. Ese tipo de simpático aliento es lo que me hace falta. Me gustaría que pensases
en algún sinónimo de «aburrido» después de haber estado en pie hasta las tres de la
madrugada.
- Tedioso - contestó en seguida Chambers.
- Soporífero - agregó Mitchell para no verse superado. - Ganas. Vamos a ver esos
programas de revisiones y comprobemos lo que los maquinistas han hecho.
Una vez sentados ante el pupitre de control, el capitán Saunders volvió con rapidez a su
manera de ser habitual y eficiente. Se encontraba de nuevo en casa y su entrenamiento había
acabado. Sabía muy bien lo que debía hacer y lo hacía con matemática precisión. Uno a su
derecha y otro a su izquierda, Mitchell y Chambers estaban comprobando sus instrumentos y
llamando a la torre de control.
Tardaron una hora en realizar la elaborada rutina previa al vuelo. Cuando la última firma se
estampó en la última hoja y la última lucecilla roja del panel de comprobaciones cambió a
verde, Saunders se retrepó en su asiento y encendió un cigarrillo. Tenía diez minutos que
consumir antes del despegue.
- Un día - dijo -, voy a llegar a Inglaterra de incógnito para averiguar cuál es la causa de que
ese sitio se conserve. No comprendo cómo se puede amontonar tanta gente en una isla tan
pequeña sin que se hunda.
- Tendrías que ver Holanda - le replicó Chambers -. Hace que Inglaterra parezca tan extensa
como Texas.
- Y también está ese asunto de la familia real. Como ya sabrás, a cualquier sitio que fuera,
todo el mundo me preguntaba qué he hecho con el príncipe Enrique: de qué hemos hablado, si
me parece un tipo interesante... y cosas de ésas. He llegado a hartarme. No sé cómo habéis
podido soportarlo durante un millar de años.
- No creas que la familia real es tan popular siempre - contestó Mitchell -. ¿Recuerdas lo que
le sucedió a Carlos I? Y algunas de las cosas que hemos dicho acerca de los primeros Jorges
son tan rudas como las observaciones que tu gente hizo después...
- Simplemente, nos gusta la tradición - prosiguió Chambers -. No tememos el cambio
cuando llega el momento; pero, en lo que se refiere a la familia real, verás, se trata de algo
único, y estamos muy orgullosos de ella. Es parecido a lo que tú sientes respecto a la Estatua
de la Libertad.
- No es un ejemplo muy justo. Y no creo que sea correcto poner a unos seres humanos
encima de un pedestal y tratarlos como si fueran... una especie de pequeños dioses. Por
ejemplo, mira al príncipe Enrique. ¿Crees que tiene la menor posibilidad de hacer las cosas
que realmente desea? Lo he visto tres veces por la tele cuando estuve en Londres. La primera
inauguraba una escuela en alguna parte; la segunda dirigía un discurso a la Venerable
Compañía de Pescaderos, en el Ayuntamiento. Juro que no me invento nada. Y la tercera
soportaba una alocución de bienvenida por parte del alcalde de Podunk, o cualquier sitio
equivalente...
- Wigan - le interrumpió Mitchell.
- Creo que preferiría vivir en una cárcel a llevar esa clase de vida... ¿Por qué no dejáis en
paz al pobre chico?
Por una vez, ni Mitchell ni Chambers acudieron al desafío. Mantuvieron un silencio glacial.
«Me parece que lo he estropeado» - pensó Saunders -. Debería haber mantenido la boca
cerrada; ahora he herido sus sentimientos. Debería haber recordado aquel consejo que leí no
sé dónde: Los británicos tienen dos religiones, el cricket y la familia real. Nunca intentes criticar
ni una cosa ni la otra.
La pesada pausa se vio interrumpida por la radio y la voz del controlador del puerto
espacial.
- Control a Centaurus. Despejada su pista. Todo listo para el despegue.
- El programa de despegue empieza... ahora... - respondió Saunders, impulsando el
conmutador principal.
Luego, se inclinó hacia atrás, con los ojos fijos en el panel de control y las manos cerca del
tablero, preparadas para una acción instantánea.
Estaba tenso pero muy seguro. Cerebros mejores que el suyo (cerebros de metal y cristal y
destellantes corrientes de electrones) se habían hecho cargo ahora del Centaurus. Si era
necesario, podía tomar el mando; pero, hasta entonces, no se había ocupado nunca
manualmente de una nave ni esperaba tener que hacerlo jamás. Si el sistema automático
fallaba, podría cancelar el despegue y seguir en Tierra hasta que el fallo se hubiese arreglado.
El campo principal se puso en funcionamiento y el peso disminuyó en Centaurus. Se
produjeron unos gruñidos de protesta por parte del casco de la nave y de su estructura,
mientras los esfuerzos se redistribuían por sí mismos. Los brazos curvados de la horquilla de
aterrizaje no soportaban ya ninguna carga, y la menor ráfaga de viento podría llevar al carguero
por el espacio.
Llamaron de nuevo desde la torre de control.
- Su peso es ahora igual a cero. Compruebe los ajustes.
Saunders contempló los medidores. El empuje del campo era exactamente igual que el peso
de la nave, y las lecturas de los medidores estaban de acuerdo con los totales de los planes de
carga. En ese preciso instante, esta comprobación hubiese revelado la presencia de un simple
polizón a bordo de la nave espacial; hasta tal punto eran sensibles los calibradores.
- Un millón quinientos sesenta mil cuatrocientos veinte kilogramos - leyó Saunders en los
indicadores de impulso -. Bastante bien, comprobado dentro de una posible diferencia de
quince kilos. La primera vez, sin embargo, estaba un poco por debajo del peso. Has debido
comerte demasiados caramelos de tus rollizas amigas en Port Lowell, Mitch.
El piloto ayudante le devolvió una retorcida sonrisa. No había tenido nunca en Marte
ninguna cita a ciegas que le hubiese proporcionado la no deseada reputación de preferir a las
rubias monumentales.
No se produjo la menor sensación de movimiento; pero el Centaurus se encontraba ya
deslizándose por el cielo veraniego. Su peso no sólo se había neutralizado sino que había
Ilegado a invertirse. A los observadores que estuviesen debajo, les daría la impresión de una
estrella que se remontase con suavidad, un globo plateado que trepase a través de las nubes y
siguiera luego más allá. En torno de la nave, el azul de la atmósfera se ahondaba hacia la
eterna oscuridad del espacio. Como un abalorio que se moviese a lo largo de un hilo invisible,
el carguero seguía la pauta de las ondas de radio que lo llevarían de mundo en mundo.
Este, pensó el capitán Saunders, era su vigésimo sexto despegue de la Tierra. Pero la
capacidad de maravillarse nunca se pierde, ni tampoco la creciente sensación de poder que
proporciona hallarse sentado al panel de control, dueño de unas fuerzas más allá incluso de los
antiguos dioses de la Humanidad. Nunca había dos partidas iguales. Unas tenían lugar al
amanecer; otras hacia el crepúsculo vespertino. Había veces en que la Tierra tenía los cielos
cubiertos. En otras ocasiones, se salía a través de unos cielos claros y deslumbrantes. El
espacio en sí podía parecer inmutable; pero, en la Tierra, nunca se producía dos veces la
misma situación, y ningún hombre veía dos veces el mismo paisaje o el mismo firmamento.
Abajo, las olas del Atlántico marchaban eternamente hacia Europa. Por encima de ellas (¡pero
muy por debajo del Centaurus!) las brillantes masas de nubes avanzaban delante de los
mismos vientos. Inglaterra comenzó a emerger en el continente, y la línea de la costa europea
se hizo más imprecisa y neblinosa mientras se hundía más allá de la curva del mundo. En la
frontera oriental, una mancha fugitiva en el horizonte era el primer esbozo de América. Con una
sola mirada, el capitán Saunders podía abarcar todas las leguas por las que Colón se había
esforzado hacía ya mil quinientos años.
Con el silencio de la potencia sin límites, la nave se liberó de las últimas ligaduras que la
unían a la Tierra. Para un observador exterior, el único signo de las energías que se estaban
gastando hubiera radicado en el resplandor rojo de las aletas, situadas en torno al ecuador de
la nave, mientras la pérdida de calor de los conversores de masa se disipaba en el espacio.
«14:03:45 -escribió nítidamente el capitán Saunders en el cuaderno de navegación-.
Alcanzada la velocidad de escape. Desdeñable la desviación del rumbo.»
No tenía demasiado interés registrar aquella entrada. Los modestos cuarenta mil kilómetros
por hora que habían sido el objetivo casi inalcanzable de los primeros astronautas, ya no tenían
ningún valor, dado que el Centaurus seguía acelerando y continuaría durante horas ganando
velocidad. Pero aquello poseía una profunda significación psicológica. Hasta este momento, de
haber fracasado la potencia, hubieran caído de nuevo sobre la Tierra. En cambio, ahora, la
gravedad ya no podía volver a capturarlos, pues habían logrado la libertad del espacio y
podrían ir alcanzando los planetas. Naturalmente, en la práctica habría cosas espantosas que
se deberían pagar en el caso de no llegar a Marte y entregar el cargamento según lo planeado.
Pero el capitán Saunders, al igual que todos los hombres del espacio, era un romántico. Incluso
en un plácido recorrido como éste, soñaba a veces en la gloria anillada de Saturno o en las
sombrías vastedades de Neptuno, iluminado por los fuegos distantes de un Sol hundido.
Una hora después del despegue, según el solemne ritual, Chambers permitió que el
ordenador del rumbo se hiciese cargo por sus propios mecanismos. Sacó las tres copas que se
encontraban debajo de la mesa de los mapas. Mientras realizaba el brindis tradicional por
Newton, Oberth y Einstein, Saunders se preguntó cómo se había originado esta pequeña
ceremonia.
Las tripulaciones espaciales la habían realizado por lo menos durante sesenta años; tal vez
incluso pudiera rastrearse hasta el legendario ingeniero de cohetes que realizó la observación:
«He gastado más alcohol en sesenta segundos del que jamás se llegará a vender en este
piojoso bar..»
Dos horas después, había llegado ya al ordenador la última corrección del rumbo, que las
estaciones de seguimiento de la Tierra le suministraban. Desde este momento hasta que Marte
surgiese ante ellos, tendrían que obrar por su cuenta. Aquél era un pensamiento solitario, pero
también curiosamente divertido. Saunders lo saboreó. Aquí se encontraban sólo ellos tres, y no
habría nadie más en un espacio de millones de kilómetros.
En tales circunstancias, la detonación de una bomba atómica no hubiera sido más
estremecedora que el modesto golpe que se produjo en la puerta de la cabina...
El capitán Saunders no se había visto más desconcertado en toda su vida. Con un gañido
que había surgido de él antes de tener la menor posibilidad de inhibirlo, se escapó de su
asiento y se alzó más de un metro antes de que la gravedad residual de la nave le arrastrase
de nuevo hacia abajo. Chambers y Mitchell se comportaron con la tradicional flema británica.
Se dieron la vuelta en sus asientos provistos de cinturones, miraron hacia la puerta y
aguardaron a que el capitán tomase las medidas oportunas.
A Saunders le costó varios segundos recuperarse. De haberse visto enfrentado con lo que
se pudiera llamar una emergencia normal, ya se hubiera encontrado a mitad de camino en un
traje espacial. Pero un confiado golpe en la puerta de la cabina de control, cuando todos los
demás tripulantes se encontraban a su lado, no constituía una prueba lo que se dice muy justa.
Un polizón era algo que resultaba imposible. El peligro había resultado tan obvio desde el
principio de los vuelos espaciales comerciales, que se habían tomado al respecto las
precauciones más severas. Saunders sabía que uno de sus oficiales había estado siempre de
servicio durante las operaciones de carga; nadie hubiera podido entrar en la nave sin haber
sido visto. Luego, tuvo lugar una detallada inspección antes del vuelo, llevada a cabo tanto por
Mitchell como por Chambers. Finalmente, se llevó a cabo la comprobación de peso en el
momento anterior al despegue, y eso resultaba de lo más concluyente. No, un polizón era algo
totalmente...
El golpe en la puerta se oyó de nuevo. El capitán Saunders cerró los puños y adelantó el
mentón. Pensó que, dentro de unos minutos, algún idiota romántico iba a sentirlo demasiado...
- Abra la puerta, Mr. Mitchell - gruñó Saunders.
Con un solo paso largo, el piloto ayudante cruzó la cabina y descorrió el pasador.
Durante lo que pareció un tiempo infinito, nadie hablo. Luego, el polizón, ondeando
levemente en aquella baja gravedad, entró en la cabina. Se le veía muy dueño de sí mismo y
también muy complacido.
- Buenas tardes, capitán Saunders - dijo -. Debo presentar mis disculpas por esta repentina
intrusión...
Saunders tragó con fuerza. Luego, mientras las piezas de aquel rompecabezas iban
poniéndose en su lugar, miró primero a Mitchell, luego a Chambers. Ambos oficiales le
respondieron con una mirada cándida y unas expresiones de inefable inocencia.
- Así que era eso...
No hubo necesidad de más explicaciones. Todo quedaba clarísimo. Era fácil imaginar las
complicadas negociaciones, las reuniones hasta medianoche, las falsificaciones de
antecedentes, la descarga de mercancías no del todo necesarias que aquellos colegas, en los
que confiaba tanto, habían estado llevando a cabo a sus espaldas. Estaba seguro de que todo
aquello constituiría un relato interesante; pero no deseaba oír nada. Se hallaba demasiado
atareado preguntándose qué tendría que decir el El Manual de la ley espacial respecto a una
situación como aquélla, aunque ya se hallaba lúgubremente seguro de que carecería de la
menor utilidad para él.
Era demasiado tarde para regresar, naturalmente... Los conspiradores no podían haberse
equivocado en unos cálculos de esta especie. Tendría que poner lo mejor de su parte en lo que
parecía iba a ser el viaje más movido de toda su carrera.
Se encontraba todavía tratando de hallar algo que decir cuando la señal de PRIORIDAD
destelló en la consola de la radio. El polizón miró su reloj.
- Estaba esperando eso - manifestó -. Sin duda se trata del primer ministro. Creo que lo
mejor será que hable con ese pobre hombre.
Saunders pensó también lo mismo.
- Muy bien, Su Alteza Real - respondió enfurruñado, con tanto énfasis que sus palabras
parecían casi un insulto.
Luego, sintiéndose muy incómodo, se retiró a un rincón.
En efecto, se trataba del primer ministro, y parecía muy alterado. Varias veces empleó la
frase «el deber que tenéis con nuestro pueblo», y se produjo un extraño ruido en su garganta
mientras añadía algo acerca de la «devoción que vuestros súbditos tienen a la corona».
Saunders se percató, con algo más de sorpresa, de que sentía lo que estaba diciendo.
Mientras continuaba aquella arenga, Mitchell se inclinó hacia Saunders y le musitó algo al
oído:
- El viejo tipo sabe que se encuentra en una mala situación. El pueblo apoyará al príncipe en
cuanto se entere de lo que ha sucedido. Todo el mundo sabe que, durante años, anhelaba
llegar al espacio.
- Me hubiera gustado que no eligiera mi nave - replicó Saunders -. Y no estoy seguro de que
esto no represente un auténtico motín.
- Claro que lo es... Pero toma nota de mis palabras... Cuando todo esto haya acabado, vas a
ser el único tejano en posesión de la Orden de la Jarretera. ¿No te parece una cosa agradable?
- Chist... - replicó Chambers.
El príncipe estaba hablando, y sus palabras cruzaban los abismos que ahora le separaban
de la isla en la que un día iba a reinar.
- Lo siento, señor primer ministro - dijo -, si le he causado algún tipo de alarma. Regresaré
tan pronto como resulte conveniente. Alguien tenía que hacerlo por primera vez, y me pareció
que había llegado el momento de que un miembro de mi familia saliese de la Tierra. Constituirá
una parte muy valiosa de mi educación y me hará mucho más adecuado para cumplir con mi
deber. Adiós...
Dejó caer el micrófono y se acercó a la ventanilla de observación, el único lugar donde había
una portilla de este tipo en toda la nave. Saunders le observó mientras permanecía allí,
orgulloso y solitario; pero ya contento. Y vio cómo el príncipe observaba las estrellas a las que
al fin había alcanzado, con lo que todo su enojo e indignación se fueron disipando.
Durante mucho tiempo nadie habló. Luego, el príncipe Enrique apartó la mirada del cegador
resplandor que aparecía más allá de la portilla; contempló al capitán Saunders y sonrió.
- ¿Dónde está la cocina, capitán? - le preguntó -. Tal vez ya no esté muy ducho, pero
cuando hacía escultismo solía ser el mejor cocinero de mi patrulla.
Saunders se relajó poco a poco y acabó devolviéndole la sonrisa. La tensión pareció huir de
la sala de control. Marte estaba aún bastante lejos; pero en ese instante supo que, a fin de
cuentas, aquel viaje no iba a ser malo...
),1_