ROUERIE Guy de Maupassant

—¿Las mujeres? ¡Bah!
—¿Qué tiene usted que decir de las mujeres?
—Tengo que decir que no hay prestidigitadores más sutiles que ellas para jugar con nosotros a cada paso, con o sin razón, a veces por el solo placer de jugar. Y lo hacen con una sencillez invisible, con una audacia sorprendente, con una invencible finura. Lo hacen desde por la mañana hasta por la noche, y todas, las más honradas, las más sensatas, las más rectas. Añádase que a veces se ven obligadas a hacerlo. Constantemente, el hombre tiene testarudeces de imbécil y deseos de tirano. Un marido, en su hogar, impone a cada momento ridículas voluntades. Está lleno de manías; su mujer le halaga engañándole. Le hace creer que una cosa vale tanto, porque chillaría si aquélla costase más, Y sale diestramente de apuros por medios tan fáciles y malignos, que nos dejan estupefactos cuando por casualidad los llegamos a descubrir. Y nos decimos, llenos de sorpresa: "Pero ¿cómo no nos habremos percatado antes?"
***
El que así hablaba era un antiguo ministro del Imperio, el conde de L***, muy taimado según él decía, y un espíritu superior.
Le escuchaban varios jóvenes.
Prosiguió:
—Una humilde burguesa me engañó en cierta ocasión de un modo cómico y magistral.
Voy a referirles el suceso para que aprendan.
Era yo entonces ministro de Negocios Extranjeros, y todas las mañanas tenía la costumbre de dar un largo paseo a pie por los Campos Elíseos. Corría el mes de mayo; yo caminaba respirando el agradable aroma de las hojas primeras.
Muy pronto de di cuenta de que todas las mañanas encontraba a una adorable mujercita, una de esas sorprendentes y graciosas criaturas que llevan encima el sello de París. ¿Linda? Sí y no. ¿Bien formada? No; mejor aún. El talle era en extremo delgado; los hombros demasiado angostos; el pecho en extremo abultado; pero prefiero esas exquisitas muñecas de redonda carne al enorme armazón de la Venus de Milo.
Por otra parte, andan de un modo incomparabilísimo, y el solo temblor de su cuerpo hace correr el estremecimiento del deseo por nuestra médula. Parecía mirarme al pasar. Pero estas mujeres todo lo aparentan, y nunca se sabe...
Una mañana me la encontré sentada en un banco y con un libro abierto en la mano. Me apresuré a sentarme junto a ella. Cinco minutos después éramos amigos. Entonces, todos los días, después del saludo sonriente: "Buenos días, señora", "Felices, caballero", se conversó. Ella me hizo saber que estaba casada con un empleado, que la vida era triste, que los placeres eran raros y las preocupaciones frecuentes, y otras mil cosas.
Yo le dije quién era, por casualidad y por vanidad tal vez; ella fingió bien la sorpresa.
Al siguiente día fue a verme al Ministerio, y tan a menudo me visitó en él desde entonces que los ujieres, conociéndola ya, se decían en voz baja unos a otros, cuando la veían acercarse, el apodo con que la habían bautizado: La señora León. Este es mi nombre de pila.
Durante tres meses la vi todas las mañanas sin cansarme de ella un segundo; de tal modo sabía variar y aderezar su ternura. Pero un día observé que tenía los ojos irritados y brillantes por un llanto contenido, que, perdida en secretas preocupaciones, le costaba trabajo hablar.
Le rogué, le supliqué me pusiese al corriente de la inquietud de su corazón, y acabó por murmurar, estremeciéndose:
—Estoy..., estoy encinta. Y se puso a sollozar.
¡Oh! Hice un horrible gesto, y debí de palidecer, como acontece al oír noticias semejantes.
No podrían ustedes imaginarse lo desagradable que es el golpe que se recibe cuando se escucha el anuncio de estas paternidades inesperadas. Pero ya lo sabrán pronto o tarde. A mi vez tartajeé:
—Pero..., pero... tú estás casada, ¿no es verdad?
Ella respondió:
—Sí; mas mi marido se encuentra en Italia desde hace dos meses y no regresará en mucho tiempo.
Yo quería, costara lo que costase, eludir mi responsabilidad.
Dije:
—Es necesario ir a reunirse a él inmediatamente.
Ella se ruborizó hasta las orejas, y bajando la vista.
—Sí... —replicó—; pero...
No se atrevió o no quiso acabar.
Yo había comprendido y le entregué discretamente lo necesario para el viaje.
***
Ocho días después me dirigía una carta desde Génova. Y de Florencia recibí otra a la semana siguiente. Luego tuve otra de Liborna, de Roma, de Nápoles. Me decía:
"Marcha la cosa, querido amor mío; pero estoy horrible. No quiero que me vuelvas a ver hasta que todo haya terminado; no me amarías ya si hoy me mirases. Mi marido no ha sospechado nada. Como su misión le retendrá todavía mucho tiempo en este país, no regresaré a Francia sino después de mi alumbramiento."
Y al cabo de ocho meses aproximadamente, recibí de Venecia estas palabras: "Es un niño."
Poco tiempo después ella entró, bruscamente una mañana en mi despacho, más fresca y más linda que nunca, y se dejó caer sobre mi pecho.
Y nuestra antigua ternura recomenzó.
Dejé el Ministerio; fui a mi hotel de la calle de Grenelle. Con frecuencia me hablaba del niño, mas yo no la escuchaba; aquello me tenía sin cuidado. De cuando en cuando le daba una suma singular, diciéndole sencillamente:
—Coloca eso a su nombre.
Transcurrieron dos años más; ella insistía en darme noticias del pequeñuelo, "de León". A veces lloraba.
—Tú no le quieres —decía—. Ni aun deseas verle. ¡Si supieras lo que me haces sufrir!...
Un día me mareó tanto, que le prometí ir al siguiente a los Campos Elíseos a la hora en que le sacaban de paseo.
Mas, en el momento de salir, cierto temor me detuvo. El hombre es débil y bestia; ¿quién sabía lo que iba a ocurrir en mi corazón? ¿Y si empezaba a cobrar amor a aquel pequeño ser, nacido gracias a mi, a mi hijo?
Tenía el sombrero puesto y los guantes en la mano. Tiré los guantes encima de mi mesa y dejé el sombrero sobre una silla, diciéndome interiormente: "No; decididamente, no voy; la prudencia ante todo."
Se abrió la puerta de mi despacho. Mi hermano apareció. Me tendió una misiva anónima, recibida aquella mañana, y que decía lo siguiente:
"Advierta usted al cond L***, su hermano, que la mujercita de la calle de Cassete se burla desvergonzadamente de él. Que tome informes acerca de ella..."
Nunca había contado a nadie respecto a aquella vieja intriga. Quedé estupefacto y referí a mi hermano la historia desde el principio al fin, agregando después:
—Por lo que a mi hace, no me quiero ocupar de nada; pero tú tendrás la amabilidad de infor marte en nombre mio.
Mi hermano se marchó y yo quedé allí, diciéndome: "¿En qué me puede engañar? ¿Tiene otros amantes? Y ¡qué me importa! Es más; joven, franca y linda; no le pido más. Parece amarme y, en resumidas cuentas, me cuesta poco cara. Francamente, no me explico la cosa."
Mi hermano volvió en seguida. En la Prefectura de Policía le habían dado informes terminantes acerca del marido. "Empleado en el Ministerio del Interior, correcto, ordenado, sesudo, pero casado con una mujer cuyos gastos parecían algo exagerados, dada su modesta posición. ." Y nada más.
Por otra parte, habiendo mi hermano buscado su domicilio, al enterarse en él de que había salido la inquilina, había hecho charlar, pagándole bien, a la portera.
—La señora D*** —le dijo ésta— es una buena mujer, y su esposo un hombre excelente: nada presumidos, no ricos, pero generosos.
Mi hermano preguntó, por oír algo:
—¿Qué edad cuenta ahora su hijo?
—¡Si no tienen ninguno, caballero!
—¡Cómo! ¿Y el pequeño León?
—Señor mío, usted se confunde.
—Pero ¿y el que tuvo durante su viaje a Italia, un viaje que hizo dos años atrás?
—La señora no ha estado nunca en Italia, caballero; en los cinco años que llevan en esta casa nunca salió de París.
Mi hermano, sorprendido, había nuevamente interrogado, ahondado, profundizado en sus investigaciones. No había niño ni había habido viaje.
Yo quedé prodigiosamente admirado, pero sin comprender el sentido final de aquella comedia.
—Quiero — dije — saber a qué atenerme. Le voy a rogar que venga mañana aquí. Tú la recibirás en mi lugar: si se ha burlado de mí, le entregarás de mi parte estos diez mil francos y no volveré el verla. Si he de ser franco, principiaba ya a cansarme.
***
¿Lo creerían ustedes? El día antes me desolaba tener un hijo de aquella mujer, y estaba ahora irritado, avergonzado y disgustado no teniéndolo ya. Me encontraba libre, exento de toda obligación, de toda inquietud, y me sentía furioso.
Al siguiente día mi hermano la esperó en mi gabinete. Entró en él vivamente, como de costumbre, corriendo a él con los brazos abiertos, y se detuvo de pronto al verle.
Saludó, se excusó.
—Dispense usted, señora, que ocupe aquí el lugar de mi hermano; mas tengo encargo suyo de recabar de usted algunas explicaciones, que a él le hubiera sido penoso obtener por sí mismo.
Y, en seguida, mirándola fijamente, agregó:
—Sabemos que no tiene usted ningún hijo de él.
Pasado el primer momento de estupor, ella había ido recobrando su sangre fría, se había sentado y miraba sonriendo a aquel juez, respondiendo sencillamente:
—No; no tengo ningún hijo.
Sabemos también que no ha estado usted en Italia.
Al oír esto, no pudo contenerse y se echó a reír.
No; no he estado en Italia.
Estupefacto, mi hermano añadió:
—El conde me ha dado el encargo de entregar a usted este dinero y decirle que todo ha terminado.
Ella se puso seria otra vez, se guardó tranquilamente el dinero en el bolsillo y preguntó con naturalidad:
—Según eso..., ¿no volveré a ver al conde?
—No, señora.
Pareció contrariada, y añadió en tono tranquilo:
—Mucho lo siento; le amaba.
Viendo que tan resueltamente había tomado su partido, mi hermano, sonriendo a su vez, le preguntó:
—A ver, dígame usted ahora por qué inventó esa larga y complicada comedia del viaje y el niño.
Ella miró a mi hermano atontada, cual si le hubiese dirigido una pregunta estúpida, y respondió:
—¡Vaya una malicia! ¿Cree usted que una pobre burguesilla insignificante como yo iba a haber tenido relaciones durante tres años con el conde de L***, un ministro, un gran señor, un hombre a la moda, rico y seductor, si él no le hubiese dado algo que guardar? Ahora todo ha concluido. Lo siento. La cosa no podía ser eterna. No por eso hice poco en tres años. Dele usted muchos recuerdos de mi parte.
Se levantó. Mi hermano le dijo aún:
—Pero... ¿y el niño? ¿Tenía usted uno para enseñarle?
—Ciertamente, el hijo de mi hermana. Me lo hubiera prestado. Y aposaría a que ella es la que les ha avisado a ustedes.
—Bueno. ¿Y todas las cartas de Italia?
Ella volvió a sentarse para reír más cómodamente.
—¡Oh! ¡Las cartas! ¡Eso es todo un poema! En fin, no en balde el señor conde era ministro de Negocios Extranjeros.
—¡Cómo! ¿Aún hay más?
—Lo que haya o deje de haber, me lo reservo. No me gusta comprometer a nadie.
Y saludando con una sonrisa burlona, salió sin más emoción, como actriz cuyo papel ha concluido.
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Y el conde de L*** añadió a guisa de moraleja:
—¡Fíense ustedes ahora de esa casta de pájaros! FIN