SNOWCRASH

El Repartidor pertenece a un cuerpo de élite, una orden sagrada. Rebosa esprit de corps. En este momento se prepara para llevar a cabo su tercera misión de la noche.
Su uniforme, negro como el carbono activado, absorbe la mismísima luz del aire. Las balas rebotan en el tejido de aracnofíbra como un gorrión al chocar con una puerta, pero el exceso de sudoración lo atraviesa como brisa que soplase sobre una selva recién bombardeada con napalm. Allá donde su cuerpo tiene articulaciones óseas, el traje tiene armagel sinterizado; es como ir cubierto de jalea grumosa, pero protege como un montón de guías telefónicas.
Al darle el trabajo, le dieron también un arma. El Repartidor jamás negocia en efectivo, pero de todas formas alguien podría intentar darle caza para quedarse con su coche o su carga. La pistola es diminuta, ligera y aerodinámica, el tipo de arma que llevaría un diseñador de modas; arroja dardos minúsculos que vuelan cinco veces más deprisa que un avión espía SR-71, y después de disparar hay que enchufarla al encendedor del coche, porque funciona con electricidad.
El Repartidor jamás ha desenfundado el arma por ira o por miedo. Sí, una vez, en las Montañas de Gila. Unos macarras de las Montañas de Gila, un barclave de lujo, querían una entrega sin tener que pagar por ella. Creyeron que podrían impresionar al Repartidor con un bate de béisbol. El Repartidor empuñó la pistola, centró la mira láser en el inmóvil Bateador de Louisville y disparó. El retroceso fue inmenso, como si el arma le hubiese estallado en las manos. El tercio central del bate de béisbol se convirtió en una nube de serrín ardiente que salió disparado en todas direcciones como una nova al estallar. El macarra se quedó allí plantado con una mirada estúpida en el rostro, sosteniendo el mango del bate del cual manaba un humo lechoso. Lo único que sacó del Repartidor fueron problemas.
Desde entonces, el Repartidor deja la pistola en la guantera y prefiere valerse de un par de espadas de samurai, que al fin y al cabo siempre han sido su arma favorita. A los macarras de las Montañas de Gila no les asustó la pistola, así que el Repartidor tuvo que hacer una demostración. Pero una espada no necesita demostración.
El vehículo del Repartidor acumula en sus baterías energía potencial suficiente para enviar medio kilo de beicon al cinturón de asteroides. A diferencia de un bollicoche o un pateabarrios, el automóvil del Repartidor desata toda esa potencia a través de centelleantes esfínteres cromados. Cuando el Repartidor pisa el acelerador, el mundo tiembla. Por no hablar de las superficies de contacto. Los neumáticos de tu coche tienen superficies de contacto minúsculas, besan el asfalto en cuatro puntos del tamaño de una lengua. Los del automóvil del Repartidor son anchos y adherentes, con superficies de contacto grandes como los muslos de una gorda. El Repartidor se pega a la carretera; arranca como un mal día, frena en una peseta.
¿Por qué va así de equipado el Repartidor? Porque la gente depende de él. Es un modelo a imitar. Esto es América. La gente hace lo que le da la puñetera gana, ¿algo que objetar? Porque tienen derecho. Y porque tienen pistolas y no hay quien cono pueda pararlos. El resultado es que este país tiene una de las peores economías del mundo. En resumen, y ahora hablamos de la balanza comercial, que después de haber dejado escapar nuestra tecnología a otros países y de que todo se uniformice, haciendo posible fabricar automóviles en Bolivia y microondas en Tayikistán para venderlos aquí; ahora que los buques y los dirigibles gigantes de Hong Kong transportan mercancía entre Dakota del Norte y Nueva Zelanda por una miseria y han conseguido reducir nuestra ventaja en recursos naturales a la nada; una vez que la Mano Invisible ha tomado todas las desigualdades históricas y las ha untado sobre el globo formando una gruesa capa de lo que un albañil pakistaní consideraría prosperidad... ¿Sabes qué? Que sólo hay cuatro cosas que hagamos mejor que nadie: música, películas, microcódigo (programas) y repartir pizzas a toda hostia.
Antes el Repartidor programaba, y de vez en cuando aún lo hace. Pero si la vida fuese una tranquila escuela primaria dirigida por maestros bienintencionados, el informe de evaluación del Repartidor diría: «Hiro es muy brillante y creativo, pero tiene que esforzarse más por desarrollar su capacidad de cooperación».
Así que ahora tiene otro trabajo. De acuerdo, no requiere inteligencia ni creatividad; pero tampoco cooperación. Tan sólo hay un principio: El Repartidor en tu puerta y la pizza entregada en treinta minutos, o puedes comértela gratis, pegarle un tiro al conductor, quedarte su coche y meter una demanda judicial de primera. El Repartidor lleva seis meses en este trabajo, lo que para él representa todo un récord, y jamás ha entregado una pizza en más de veintiún minutos.