UN DESCENSO AL MAELSTRÖM Edgar Allan Poe

Habíamos alcanzado la cumbre del despeñadero más elevado. Durante algunos
minutos, el anciano pareció demasiado fatigado para hablar.
—Hasta no hace mucho tiempo —dijo, por fin— podría haberlo guiado en este ascenso
tan bien como el más joven de mis hijos. Pero, hace unos tres años, me ocurrió algo que
jamás le ha ocurrido a otro mortal... o, por lo menos, a alguien que haya alcanzado a
sobrevivir para contarlo; y las seis horas de terror mortal que soporté me han destrozado el
cuerpo y el alma. Usted ha de creerme muy viejo, pero no lo soy. Bastó algo menos de un
día para que estos cabellos, negros como el azabache, se volvieran blancos; debilitáronse
mis miembros, y tan frágiles quedaron mis nervios, que tiemblo al menor esfuerzo y me
asusto de una sombra. ¿Creerá usted que apenas puedo mirar desde este pequeño acantilado
sin sentir vértigo?
El «pequeño acantilado», a cuyo borde se había tendido a descansar con tanta
negligencia que la parte más pesada de su cuerpo sobresalía del mismo, mientras se cuidaba
de una caída apoyando el codo en la resbalosa arista del borde; el «pequeño acantilado»,
digo, alzábase formando un precipicio de negra roca reluciente, de mil quinientos o mil
seiscientos pies, sobre la multitud de despeñaderos situados más abajo. Nada hubiera
podido inducirme a tomar posición a menos de seis yardas de aquel borde. A decir verdad,
tanto me impresionó la peligrosa postura de mi compañero que caí en tierra cuan largo era,
me aferré a los arbustos que me rodeaban y no me atreví siquiera a mirar hacia el cielo,
mientras luchaba por rechazar la idea de que la furia de los vientos amenazaba sacudir los
cimientos de aquella montaña. Pasó largo rato antes de que pudiera reunir coraje suficiente
para sentarme y mirar a la distancia.
—Debe usted curarse de esas fantasías —dijo el guía—, ya que lo he traído para que
tenga desde aquí la mejor vista del lugar donde ocurrió el episodio que mencioné antes... y
para contarle toda la historia con su escenario presente.
«Nos hallamos —agregó, con la manera minuciosa que lo distinguía—, nos hallamos
muy cerca de la costa de Noruega, a los sesenta y ocho grados de latitud, en la gran
provincia de Nordland, y en el distrito de Lodofen. La montaña cuya cima acabamos de
escalar es Helseggen, la Nebulosa. Enderécese usted un poco... sujetándose a las matas si se
siente mareado... ¡Así! Mire ahora, más allá de la cintura de vapor que hay debajo de
nosotros, hacia el mar.»
Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión oceánica, cuyas aguas tenían un
color tan parecido a la tinta que me recordaron la descripción que hace el geógrafo nubio
del Mare Tenebrarum. Ninguna imaginación humana podría concebir panorama más
lamentablemente desolado. A derecha e izquierda, y hasta donde podía alcanzar la mirada,
se tendían, como murallas del mundo cadenas de acantilados horriblemente negros y
colgantes, cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado por la resaca, que rompía contra ellos su
blanca y lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promontorio sobre cuya
cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis millas dentro del mar, advertíase una pequeña
isla de aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir que su posición se adivinaba gracias
a las salvajes rompientes que la envolvían. Unas dos millas más cerca alzábase otra isla más
pequeña, horriblemente escarpada y estéril, rodeada en varias partes por amontonamientos
de oscuras rocas.
En el espacio comprendido entre la mayor de las islas y la costa, el océano presentaba
un aspecto completamente fuera de lo común. En aquel momento soplaba un viento tan
fuerte en dirección a tierra, que un bergantín que navegaba mar afuera se mantenía a la capa
con dos rizos en la vela mayor, mientras la quilla se hundía a cada momento hasta perderse
de vista; no obstante, el espacio a que he aludido no mostraba nada que semejara un oleaje
embravecido, sino tan sólo un breve, rápido y furioso embate del agua en todas direcciones,
tanto frente al viento como hacia otros lados. Tampoco se advertía espuma, salvo en la
proximidad inmediata de las rocas.
—La isla más alejada —continuó el anciano— es la que los noruegos llaman Vurrgh.
La que se halla a mitad de camino es Moskoe. A una milla al norte verá la de Ambaaren.
Más allá se encuentran Islesen, Hotholm, Keildhelm, Suarven y Buckholm. Aún más allá
—entre Moskoe y Vurrgh— están Otterholm, Flimen, Sandflesen y Stockholm. Tales son
los verdaderos nombres de estos sitios; pero... ¿qué necesidad había de darles nombres? No
lo sé, y supongo que usted tampoco... ¿Oye alguna cosa? ¿Nota algún cambio en el agua?
Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto del Helseggen, al cual habíamos ascendido
viniendo desde el interior de Lofoden, de modo que no habíamos visto ni una sola vez el
mar hasta que se presentó de golpe al arribar a la cima. Mientras el anciano me hablaba,
percibí un sonido potente y que crecía por momentos, algo como el mugir de un enorme
rebaño de búfalos en una pradera americana; y en el mismo momento reparé en que el
estado del océano a nuestros pies, que correspondía a lo que los marinos llaman picado, se
estaba transformando rápidamente en una corriente orientada hacia el este. Mientras la
seguía mirando, aquella corriente adquirió una velocidad monstruosa. A cada instante su
rapidez y su desatada impetuosidad iban en aumento. Cinco minutos después, todo el mar
hasta Vurrgh hervía de cólera incontrolable, pero donde esa rabia alcanzaba su ápice era
entre Moskoe y la costa. Allí, la vasta superficie del agua se abría y trazaba en mil canales
antagónicos, reventaba bruscamente en una convulsión frenética —encrespándose,
hirviendo, silbando— y giraba en gigantescos e innumerables vórtices, y todo aquello se
atorbellinaba y corría hacia el este con una rapidez que el agua no adquiere en ninguna otra
parte, como no sea el caer en un precipicio.
En pocos minutos más, una nueva y radical alteración apareció en escena. La superficie
del agua se fue nivelando un tanto y los remolinos desaparecieron uno tras otro, mientras
prodigiosas fajas de espuma surgían allí donde antes no había nada. A la larga, y luego de
dispersarse a una gran distancia, aquellas fajas se combinaron unas con otras y adquirieron
el movimiento giratorio de los desaparecidos remolinos, como si constituyeran el germen
de otro más vasto. De pronto, instantáneamente, todo asumió una realidad clara y definida,
formando un círculo cuyo diámetro pasaba de una milla. El borde del remolino estaba
representado por una ancha faja de resplandeciente espuma; pero ni la menor partícula de
ésta resbalaba al interior del espantoso embudo, cuyo tubo, hasta donde la mirada alcanzaba
a medirlo, era una pulida, brillante y tenebrosa pared de agua, inclinada en un ángulo de
cuarenta y cinco grados con relación al horizonte, y que giraba y giraba vertiginosamente,
con un movimiento oscilante y tumultuoso, produciendo un fragor horrible, entre rugido y
clamoreo, que ni siquiera la enorme catarata del Niágara lanza al espacio en su tremenda
caída.
La montaña temblaba desde sus cimientos y oscilaban las rocas. Me dejé caer boca
abajo, aferrándome a los ralos matorrales en el paroxismo de mi agitación nerviosa. Por fin,
pude decir a mi compañero:
—¡Esto no puede ser más que el enorme remolino del Maelström!
—Así suelen llamarlo —repuso el viejo—. Nosotros los noruegos le llamamos el
Moskoe-ström, a causa de la isla Moskoe.
Las descripciones ordinarias de aquel vórtice no me habían preparado en absoluto para
lo que acababa de ver. La de Jonas Ramus, quizá la más detallada, no puede dar la menor
noción de la magnificencia o el horror de aquella escena, ni tampoco la perturbadora
sensación de novedad que confunde al espectador. No sé bien en qué punto de vista estuvo
situado el escritor aludido, ni en qué momento; pero no pudo ser en la cima del Helseggen,
ni durante una tormenta. He aquí algunos pasajes de su descripción que merecen, sin
embargo, citarse por los detalles que contienen, aunque resulten sumamente débiles para
comunicar una impresión de aquel espectáculo:
«Entre Lofoden y Moskoe —dice—, la profundidad del agua varía entre treinta y seis y
cuarenta brazas; pero del otro lado, en dirección a Ver (Vurrgh), la profundidad disminuye
al punto de no permitir el paso de un navío sin el riesgo de que encalle en las rocas, cosa
posible aun en plena bonanza. Durante la pleamar, las corrientes se mueven entre Lofoden
y Moskoe con turbulenta rapidez, al punto de que el rugido de su impetuoso reflujo hacia el
mar apenas podría ser igualado por el de las más sonoras y espantosas cataratas. El sonido
se escucha a muchas leguas, y los vórtices o abismos son de tal tamaño y profundidad que
si un navío es atraído por ellos se ve tragado irremisiblemente y arrastrado a la profundidad
donde se hace pedazos contra las rocas; cuando el agua se sosiega, los pedazos del buque
asoman a la superficie. Pero los intervalos de tranquilidad se producen solamente en los
momentos del cambio de la marea y con buen tiempo; apenas duran un cuarto de hora antes
de que recomience gradualmente su violencia. Cuando la corriente es más turbulenta y una
tempestad acrecienta su furia resulta peligroso acercarse a menos de una milla noruega.
Botes, yates y navíos han sido tragados por no tomar esa precaución contra su fuerza
atractiva. Ocurre asimismo con frecuencia que las ballenas se aproximan demasiado a la
corriente y son dominadas por su violencia; imposible resulta entonces describir sus
clamores y mugidos mientras luchan inútilmente por escapar. Cierta vez, un oso que trataba
de nadar de Lofoden a Moskoe fue atrapado por la corriente y arrastrado a la profundidad,
mientras rugía tan terriblemente que se le escuchaba desde la costa. Grandes cantidades de
troncos de abetos y pinos, absorbidos por la corriente, vuelven a la superficie rotos y
retorcidos a un punto tal que no pasan de ser un montón de astillas. Esto muestra
claramente que el fondo consiste en rocas aguzadas contra las cuales son arrastrados y
frotados los troncos. Dicha corriente se regula por el flujo y reflujo marino, que se suceden
constantemente cada seis horas. En el año 1645, en la mañana del domingo de sexagésima,
la furia de la corriente fue tan espantosa que las piedras de las casas de la costa se
desplomaban.»
Por lo que se refiere a la profundidad del agua, no me explico cómo pudo ser verificada
en la vecindad inmediata del vórtice. Las «cuarenta brazas» tienen que referirse
indudablemente, a las porciones del canal linderas con la costa, sea de Moskoe o de
Lofoden. La profundidad en el centro del Moskoe-ström debe ser inconmensurablemente
grande, y la mejor prueba de ello la da la más ligera mirada que se proyecte al abismo del
remolino desde la cima del Helseggen. Mientras encaramado en esta cumbre contemplaba
el rugiente Flegetón allá abajo, no pude impedirme sonreír de la simplicidad con que el
honrado Jonas Ramus consigna —como algo difícil de creer— las anécdotas sobre ballenas
y osos, cuando resulta evidente que los más grandes buques actuales, sometidos a la
influencia de aquella mortal atracción, serían el equivalente de una pluma frente al huracán
y desaparecerían instantáneamente.
Las tentativas de explicar el fenómeno —que, en parte, según recuerdo, me habían
parecido suficientemente plausibles a la lectura— presentaban ahora un carácter muy
distinto e insatisfactorio. La idea predominante consistía en que el vórtice, al igual que
otros tres más pequeños situados entre las islas Feroe, «no tiene otra causa que la colisión
de las olas, que se alzan y rompen, en el flujo y reflujo, contra un arrecife de rocas y bancos
de arena, el cual encierra las aguas al punto que éstas se precipitan como una catarata; así,
cuanto más alta sea la marea, más profunda será la caída, y el resultado es un remolino o
vórtice, cuyo prodigioso poder de succión es suficientemente conocido por experimentos
hechos en menor escala». Tales son los términos con que se expresa la Encyclopaedia
Britannica. Kircher y otros imaginan que en el centro del canal del Maelström hay un
abismo que penetra en el globo terrestre y que vuelve a salir en alguna región remota (una
de las hipótesis nombra concretamente el golfo de Botnia). Esta opinión, bastante gratuita
en sí misma, fue la que mi imaginación aceptó con mayor prontitud una vez que hube
contemplado la escena. Pero al mencionarla a mi guía me sorprendió oírle decir que, si bien
casi todos los noruegos compartían ese punto de vista, él no lo aceptaba. En cuanto a la
hipótesis precedente, confesó su incapacidad para comprenderla, y yo le di la razón, pues,
aunque sobre el papel pareciera concluyente, resultaba por completo ininteligible e incluso
absurda frente al tronar de aquel abismo.
—Ya ha podido ver muy bien el remolino —dijo el anciano—, y si nos colocamos
ahora detrás de esa roca al socaire, para que no nos moleste el ruido del agua, le contaré un
relato que lo convencerá de que conozco alguna cosa sobre el Moskoe-ström.
Me ubiqué como lo deseaba y comenzó:
«—Mis dos hermanos y yo éramos dueños de un queche aparejado como una goleta, de
unas setenta toneladas, con el cual pescábamos entre las islas situadas más allá de Moskoe
y casi hasta Vurrgh. Aprovechando las oportunidades, siempre hay buena pesca en el mar
durante las mareas bravas, si se tiene el coraje de enfrentarlas; de todos los habitantes de la
costa de Lofoden, nosotros tres éramos los únicos que navegábamos regularmente en la
región de las islas. Las zonas usuales de pesca se hallan mucho más al sur. Allí se puede
pescar a cualquier hora, sin demasiado riesgo, y por eso son lugares preferidos. Pero los
sitios escogidos que pueden encontrarse aquí, entre las rocas, no sólo ofrecen la variedad
más grande, sino una abundancia mucho mayor, de modo que con frecuencia pescábamos
en un solo día lo que otros más tímidos conseguían apenas en una semana. La verdad es que
hacíamos de esto un lance temerario, cambiando el exceso de trabajo por el riesgo de la
vida, y sustituyendo capital por coraje.
»Fondeábamos el queche en una caleta, a unas cinco millas al norte de esta costa, y
cuando el tiempo estaba bueno, acostumbrábamos aprovechar los quince minutos de
tranquilidad de las aguas para atravesar el canal principal de Moskoe-ström mucho más
arriba del remolino y anclar luego en cualquier parte cerca de Otterham o Sandflesen,
donde las mareas no son tan violentas. Nos quedábamos allí hasta que faltaba poco para un
nuevo intervalo de calma, en que poníamos proa en dirección a nuestro puerto. Jamás
iniciábamos una expedición de este género sin tener un buen viento de lado tanto para la ida
como para el retorno —un viento del que estuviéramos seguros que no nos abandonaría a la
vuelta—, y era raro que nuestros cálculos erraran. Dos veces, en seis años, nos vimos
precisados a pasar la noche al ancla a causa de una calma chicha, lo cual es cosa muy rara
en estos parajes; y una vez tuvimos que quedarnos cerca de una semana donde estábamos,
muriéndonos de inanición, por culpa de una borrasca que se desató poco después de nuestro
arribo, y que embraveció el canal en tal forma que era imposible pensar en cruzarlo. En esta
ocasión hubiéramos podido ser llevados mar afuera a pesar de nuestros esfuerzos (pues los
remolinos nos hacían girar tan violentamente que, al final, largamos el ancla y la dejamos
que arrastrara), si no hubiera sido que terminamos entrando en una de esas innumerables
corrientes antagónicas que hoy están allí y mañana desaparecen, la cual nos arrastró hasta el
refugio de Flimen, donde, por suerte, pudimos detenernos.
»No podría contarle ni la vigésima parte de las dificultades que encontrábamos en
nuestro campo de pesca —que es mal sitio para navegar aun con buen tiempo—, pero
siempre nos arreglamos para burlar el desafío del Moskoe-ström sin accidentes, aunque
muchas veces tuve el corazón en la boca cuando nos atrasábamos o nos adelantábamos en
un minuto al momento de calma. En ocasiones, el viento no era tan fuerte como habíamos
pensado al zarpar y el queche recorría una distancia menor de lo que deseábamos, sin que
pudiéramos gobernarlo a causa de la correntada. Mi hermano mayor tenía un hijo de
dieciocho años y yo dos robustos mozalbetes. Todos ellos nos hubieran sido de gran ayuda
en esas ocasiones, ya fuera apoyando la marcha con los remos, o pescando; pero, aunque
estábamos personalmente dispuestos a correr el riesgo, no nos sentíamos con ánimo de
exponer a los jóvenes, pues verdaderamente había un peligro horrible, ésa es la pura
verdad.
»Pronto se cumplirán tres años desde que ocurrió lo que voy a contarle. Era el 10 de
julio de 18..., día que las gentes de esta región no olvidarán jamás, porque en él se levantó
uno de los huracanes más terribles que hayan caído jamás del cielo. Y, sin embargo,
durante toda la mañana, y hasta bien entrada la tarde, había soplado una suave brisa del
sudoeste, mientras brillaba el sol, y los más avezados marinos no hubieran podido prever lo
que iba a pasar.
»Los tres —mis dos hermanos y yo— cruzamos hacia las islas a las dos de la tarde y no
tardamos en llenar el queche con una excelente pesca que, como pudimos observar, era más
abundante ese día que en ninguna ocasión anterior. A las siete —por mi reloj— levamos
anclas y zarpamos, a fin de atravesar lo peor del Ström en el momento de la calma, que
según sabíamos iba a producirse a las ocho.
»Partimos con una buena brisa de estribor y al principio navegamos velozmente y sin
pensar en el peligro, pues no teníamos el menor motivo para sospechar que existiera. Pero,
de pronto, sentimos que se nos oponía un viento procedente de Helseggen. Esto era muy
insólito; jamás nos había ocurrido antes, y yo empecé a sentirme intranquilo, sin saber
exactamente por qué. Enfilamos la barca contra el viento, pero los remansos no nos dejaban
avanzar, e iba a proponer que volviéramos al punto donde habíamos estado anclados
cuando, al mirar hacia popa vimos que todo el horizonte estaba cubierto por una extraña
nube del color del cobre que se levantaba con la más asombrosa rapidez.
»Entretanto, la brisa que nos había impulsado acababa de amainar por completo y
estábamos en una calma total, derivando hacia todos los rumbos. Pero esto no duró bastante
como para darnos tiempo a reflexionar. En menos de un minuto nos cayó encima la
tormenta, y en menos de dos el cielo quedó cubierto por completo; con esto, y con la
espuma de las olas que nos envolvía, todo se puso tan oscuro que no podíamos vernos unos
a otros en la cubierta.
»Sería una locura tratar de describir el huracán que siguió. Los más viejos marinos de
Noruega jamás conocieron nada parecido. Habíamos soltado todo el trapo antes de que el
viento nos alcanzara; pero, a su primer embate, los dos mástiles volaron por la borda como
si los hubiesen aserrado..., y uno de los palos se llevó consigo a mi hermano mayor, que se
había atado para mayor seguridad.
»Nuestra embarcación se convirtió en la más liviana pluma que jamás flotó en el agua.
El queche tenía un puente totalmente cerrado, con sólo una pequeña escotilla cerca de proa,
que acostumbrábamos cerrar y asegurar cuando íbamos a cruzar el Ström, por precaución
contra el mar picado. De no haber sido por esta circunstancia, hubiéramos zozobrado
instantáneamente, pues durante un momento quedamos sumergidos por completo. Cómo
escapó a la muerte mi hermano mayor no puedo decirlo, pues jamás se me presentó la
oportunidad de averiguarlo. Por mi parte, tan pronto hube soltado el trinquete, me tiré boca
abajo en el puente, con los pies contra la estrecha borda de proa y las manos aferrando una
armella próxima al pie del palo mayor. El instinto me indujo a obrar así, y fue,
indudablemente, lo mejor que podía haber hecho; la verdad es que estaba demasiado
aturdido para pensar.
«Durante algunos momentos, como he dicho, quedamos completamente inundados,
mientras yo contenía la respiración y me aferraba a la armella. Cuando no pude resistir más,
me enderecé sobre las rodillas, sosteniéndome siempre con las manos, y pude así asomar la
cabeza. Pronto nuestra pequeña embarcación dio una sacudida, como hace un perro al salir
del agua, y con eso se libró en cierta medida de las olas que la tapaban. Por entonces estaba
tratando yo de sobreponerme al aturdimiento que me dominaba, recobrar los sentidos para
decidir lo que tenía que hacer, cuando sentí que alguien me aferraba del brazo. Era mi
hermano mayor, y mi corazón saltó de júbilo, pues estaba seguro de que el mar lo había
arrebatado. Mas esa alegría no tardó en transformarse en horror, pues mi hermano acercó la
boca a mi oreja, mientras gritaba: ¡Moskoe-ström!
»Nadie puede imaginar mis sentimientos en aquel instante. Me estremecí de la cabeza a
los pies, como si sufriera un violento ataque de calentura. Demasiado bien sabía lo que mi
hermano me estaba diciendo con esa simple palabra y lo que quería darme a entender: Con
el viento que nos arrastraba, nuestra proa apuntaba hacia el remolino del Ström... ¡y nada
podía salvarnos!
»Se imaginará usted que, al cruzar el canal del Ström, lo hacíamos siempre mucho más
arriba del remolino, incluso con tiempo bonancible, y debíamos esperar y observar
cuidadosamente el momento de calma. Pero ahora estábamos navegando directamente
hacia el vórtice, envueltos en el más terrible huracán. “Probablemente —pensé—
llegaremos allí en un momento de la calma... y eso nos da una esperanza.” Pero, un
segundo después, me maldije por ser tan loco como para pensar en esperanza alguna. Sabía
muy bien que estábamos condenados y que lo estaríamos igual aunque nos halláramos en
un navío cien veces más grande.
»A esta altura la primera furia de la tempestad se había agotado, o quizá no la
sentíamos tanto por estar corriendo delante de ella. Pero el mar, que el viento había
mantenido aplacado y espumoso al comienzo, se alzaba ahora en gigantescas montañas. Un
extraño cambio se había producido en el cielo. Alrededor de nosotros, y en todas
direcciones, seguía tan negro como la pez, pero en lo alto, casi encima de donde estábamos,
se abrió repentinamente un círculo de cielo despejado —tan despejado como jamás he
vuelto a ver—, brillantemente azul, y a través del cual resplandecía la luna llena con un
brillo que no le había conocido antes. Iluminaba con sus rayos todo lo que nos rodeaba, con
la más grande claridad; pero... ¡Dios mío, qué escena nos mostraba!
»Hice una o dos tentativas para hacerme oír de mi hermano, pero, por razones que no
pude comprender, el estruendo había aumentado de manera tal que no alcancé a hacerle
entender una sola palabra, pese a que gritaba con todas mis fuerzas en su oreja. Pronto
sacudió la cabeza, mortalmente pálido, y levantó un dedo como para decirme: “¡Escucha!”
»Al principio no me di cuenta de lo que quería significar, pero un horrible pensamiento
cruzó por mi mente. Extraje mi reloj de la faltriquera. Estaba detenido. Contemplé el
cuadrante a la luz de la luna y me eché a llorar, mientras lanzaba el reloj al océano. ¡Se
había detenido a las siete! ¡Ya había pasado el momento de calma y el remolino del ström
estaba en plena furia!
»Cuando un barco es de buena construcción, está bien equipado y no lleva mucha
carga, al correr con el viento durante una borrasca las olas dan la impresión de resbalar por
debajo del casco, lo cual siempre resulta extraño para un hombre de tierra firme; a eso se le
llama cabalgar en lenguaje marino.
»Hasta ese momento habíamos cabalgado sin dificultad sobre las olas; pero de pronto
una gigantesca masa de agua nos alcanzó por la bovedilla y nos alzó con ella... arriba... más
arriba... como si ascendiéramos al cielo. Jamás hubiera creído que una ola podía alcanzar
semejante altura. Y entonces empezamos a caer, con una carrera, un deslizamiento y una
zambullida que me produjeron náuseas y mareo, como si estuviera desplomándome en
sueños desde lo alto de una montaña. Pero en el momento en que alcanzamos la cresta,
pude lanzar una ojeada alrededor... y lo que vi fue más que suficiente. En un instante
comprobé nuestra exacta posición. El vórtice de Moskoe-ström se hallaba a un cuarto de
milla adelante; pero ese vórtice se parecía tanto al de todos los días como el que está viendo
usted a un remolino en una charca. Si no hubiera sabido dónde estábamos y lo que teníamos
que esperar, no hubiese reconocido en absoluto aquel sitio. Tal como lo vi, me obligó a
cerrar involuntariamente los ojos de espanto. Mis párpados se apretaron como en un
espasmo.
»Apenas habrían pasado otros dos minutos, cuando sentimos que las olas decrecían y
nos vimos envueltos por la espuma. La embarcación dio una brusca media vuelta a babor y
se precipitó en su nueva dirección como una centella. Al mismo tiempo, el rugido del agua
quedó completamente apagado por algo así como un estridente alarido... un sonido que
podría usted imaginar formado por miles de barcos de vapor que dejaran escapar al mismo
tiempo la presión de sus calderas. Nos hallábamos ahora en el cinturón de la resaca que
rodea siempre el remolino, y pensé que un segundo más tarde nos precipitaríamos al
abismo, cuyo interior veíamos borrosamente a causa de la asombrosa velocidad con la cual
nos movíamos. El queche no daba la impresión de flotar en el agua, sino de flotar como una
burbuja sobre la superficie de la resaca. Su banda de estribor daba al remolino, y por babor
surgía la inmensidad oceánica de la que acabábamos de salir, y que se alzaba como una
enorme pared oscilando entre nosotros y el horizonte.
»Puede parecer extraño, pero ahora, cuando estábamos sumidos en las fauces del
abismo, me sentí más tranquilo que cuando veníamos acercándonos a él. Decidido a no
abrigar ya ninguna esperanza, me libré de una buena parte del terror que al principio me
había privado de mis fuerzas. Creo que fue la desesperación lo que templó mis nervios.
»Tal vez piense usted que me jacto, pero lo que le digo es la verdad: Empecé a
reflexionar sobre lo magnífico que era morir de esa manera y lo insensato de preocuparme
por algo tan insignificante como mi propia vida frente a una manifestación tan maravillosa
del poder de Dios. Creo que enrojecí de vergüenza cuando la idea cruzó por mi mente. Y al
cabo de un momento se apoderó de mí la más viva curiosidad acerca del remolino. Sentí el
deseo de explorar sus profundidades, aun al precio del sacrificio que iba a costarme, y la
pena más grande que sentí fue que nunca podría contar a mis viejos camaradas de la costa
todos los misterios que vería. No hay duda que eran éstas extrañas fantasías en un hombre
colocado en semejante situación, y con frecuencia he pensado que la rotación del barco
alrededor del vórtice pudo trastornarme un tanto la cabeza.
»Otra circunstancia contribuyó a devolverme la calma, y fue la cesación del viento, que
ya no podía llegar hasta nosotros en el lugar donde estábamos, puesto que, como usted
mismo ha visto, el cinturón de resaca está sensiblemente más bajo que el nivel general del
océano, al que veíamos descollar sobre nosotros como un alto borde montañoso y negro. Si
nunca le ha tocado pasar una borrasca en plena mar, no puede hacerse una idea de la
confusión mental que produce la combinación del viento y la espuma de las olas. Ambos
ciegan, ensordecen y ahogan, suprimiendo toda posibilidad de acción o de reflexión. Pero
ahora nos veíamos en gran medida libres de aquellas molestias... así como los criminales
condenados a muerte se ven favorecidos con ciertas liberalidades que se les negaban antes
de que se pronunciara la sentencia.
»Imposible es decir cuántas veces dimos la vuelta al circuito. Corrimos y corrimos, una
hora quizá, volando más que flotando, y entrando cada vez más hacia el centro de la resaca,
lo que nos acercaba progresivamente a su horrible borde interior. Durante todo este tiempo
no había soltado la armella que me sostenía. Mi hermano estaba en la popa, sujetándose a
un pequeño barril vacío, sólidamente atado bajo el compartimiento de la bovedilla, y que
era la única cosa a bordo que la borrasca no había precipitado al mar. Cuando ya nos
acercábamos al borde del pozo, soltó su asidero y se precipitó hacia la armella de la cual, en
la agonía de su terror, trató de desprender mis manos, ya que no era bastante grande para
proporcionar a ambos un sostén seguro. Jamás he sentido pena más grande que cuando lo vi
hacer eso, aunque comprendí que su proceder era el de un insano, a quien el terror ha vuelto
loco furioso. De todos modos, no hice ningún esfuerzo para oponerme. Sabía que ya no
importaba quién de los dos se aferrara de la armella, de modo que se la cedí y pasé a popa,
donde estaba el barril. No me costó mucho hacerlo, porque el queche corría en círculo con
bastante estabilidad, sólo balanceándose bajo las inmensas oscilaciones y conmociones del
remolino. Apenas me había afirmado en mi nueva posición, cuando dimos un brusco
bandazo a estribor y nos precipitamos de proa en el abismo. Murmuré presurosamente una
plegaria a Dios y pensé que todo había terminado.
»Mientras sentía la náusea del vertiginoso descenso, instintivamente me aferré con más
fuerza al barril y cerré los ojos. Durante algunos segundos no me atreví a abrirlos,
esperando mi aniquilación inmediata y me maravillé de no estar sufriendo ya las agonías de
la lucha final con el agua. Pero el tiempo seguía pasando. Y yo estaba vivo. La sensación de
caída había cesado y el movimiento de la embarcación se parecía al de antes, cuando
estábamos en el cinturón de espuma, salvo que ahora se hallaba más inclinada. Junté coraje
y otra vez miré lo que me rodeaba.
»Nunca olvidaré la sensación de pavor, espanto y admiración que sentí al contemplar
aquella escena. El queche parecía estar colgando, como por arte de magia, a mitad de
camino en el interior de un embudo de vasta circunferencia y prodigiosa profundidad, cuyas
paredes, perfectamente lisas, hubieran podido creerse de ébano, a no ser por la asombrosa
velocidad con que giraban, y el lívido resplandor que despedían bajo los rayos de la luna,
que, en el centro de aquella abertura circular entre las nubes a que he aludido antes, se
derramaban en un diluvio gloriosamente áureo a lo largo de las negras paredes y se perdían
en las remotas profundidades del abismo.
»Al principio me sentí demasiado confundido para poder observar nada con precisión.
Todo lo que alcanzaba era ese estallido general de espantosa grandeza. Pero, al recobrarme
un tanto, mis ojos miraron instintivamente hacia abajo. Tenía una vista completa en esa
dirección dada la forma en que el queche colgaba de la superficie inclinada del vórtice. Su
quilla estaba perfectamente nivelada, vale decir que el puente se hallaba en un plano
paralelo al del agua, pero esta última se tendía formando un ángulo de más de cuarenta y
cinco grados, de modo que parecía como si estuviésemos ladeados. No pude dejar de
observar, sin embargo, que, a pesar de esta situación, no me era mucho más difícil
mantenerme aferrado a mi puesto que si el barco hubiese estado a nivel; presumo que se
debía a la velocidad con que girábamos.
»Los rayos de la luna parecían querer alcanzar el fondo mismo del profundo abismo,
pero aun así no pude ver nada con suficiente claridad a causa de la espesa niebla que lo
envolvía todo y sobre la cual se cernía un magnífico arco iris semejante al angosto y
bamboleante puente que, según los musulmanes, es el solo paso entre el Tiempo y la
Eternidad. Aquella niebla, o rocío, se producía sin duda por el choque de las enormes
paredes del embudo cuando se encontraba en el fondo; pero no trataré de describir el
aullido que brotaba del abismo para subir hasta el cielo.
»Nuestro primer deslizamiento en el pozo, a partir del cinturón de espumas de la parte
superior, nos había hecho descender a gran distancia por la pendiente; sin embargo, la
continuación del descenso no guardaba relación con el anterior. Una y otra vez dimos la
vuelta, no con un movimiento uniforme sino entre vertiginosos balanceos y sacudidas, que
nos lanzaban a veces a unos cuantos centenares de yardas, mientras otras nos hacían
completar casi el circuito del remolino. A cada vuelta, y aunque lento, nuestro descenso
resultaba perceptible.
»Mirando en torno la inmensa extensión de ébano líquido sobre la cual éramos así
llevados, advertí que nuestra embarcación no era el único objeto comprendido en el abrazo
del remolino. Tanto por encima como por debajo de nosotros se veían fragmentos de
embarcaciones, grandes pedazos de maderamen de construcción y troncos de árboles, así
como otras cosas más pequeñas, tales como muebles, cajones rotos, barriles y duelas. He
aludido ya a la curiosidad anormal que había reemplazado en mí el terror del comienzo. A
medida que me iba acercando a mi horrible destino parecía como si esa curiosidad fuera en
aumento. Comencé a observar con extraño interés los numerosos objetos que flotaban cerca
de nosotros. Debo de haber estado bajo los efectos del delirio, porque hasta busqué
diversión en el hecho de calcular sus respectivas velocidades en el descenso hacia la
espuma del fondo. “Ese abeto —me oí decir en un momento dado— será el que ahora se
precipite hacia abajo y desaparezca”; y un momento después me quedé decepcionado al ver
que los restos de un navío mercante holandés se le adelantaban y caían antes. Al final,
después de haber hecho numerosas conjeturas de esta naturaleza, y haber errado todas,
ocurrió que el hecho mismo de equivocarme invariablemente me indujo a una nueva
reflexión, y entonces me eché a temblar como antes, y una vez más latió pesadamente mi
corazón.
»No era el espanto el que así me afectaba, sino el nacimiento de una nueva y
emocionante esperanza. Surgía en parte de la memoria y, en parte, de las observaciones que
acababa de hacer. Recordé la gran cantidad de restos flotantes que aparecían en la costa de
Lofoden y que habían sido tragados y devueltos luego por el Moskoe-ström. La gran
mayoría de estos restos aparecía destrozada de la manera más extraordinaria; estaban como
frotados, desgarrados, al punto que daban la impresión de un montón de astillas y esquirlas.
Pero al mismo tiempo recordé que algunos de esos objetos no estaban desfigurados en
absoluto. Me era imposible explicar la razón de esa diferencia, salvo que supusiera que los
objetos destrozados eran los que habían sido completamente absorbidos, mientras que los
otros habían penetrado en el remolino en un período más adelantado de la marea, o bien,
por alguna razón, habían descendido tan lentamente luego de ser absorbidos, que no habían
alcanzado a tocar el fondo del vórtice antes del cambio del flujo o del reflujo, según fuera el
momento. Me pareció posible, en ambos casos, que dichos restos hubieran sido devueltos
otra vez al nivel del océano, sin correr el destino de los que habían penetrado antes en el
remolino o habían sido tragados más rápidamente.
»Al mismo tiempo hice tres observaciones importantes. La primera fue que, por regla
general, los objetos de mayor tamaño descendían más rápidamente. La segunda, que entre
dos masas de igual tamaño, una esférica y otra de cualquier forma, la mayor velocidad de
descenso correspondía a la esfera. La tercera, que entre dos masas de igual tamaño, una de
ellas cilíndrica y la otra de cualquier forma, la primera era absorbida con mayor lentitud.
Desde que escapé de mi destino he podido hablar muchas veces sobre estos temas con un
viejo preceptor del distrito, y gracias a él conozco el uso de las palabras “cilindro” y
“esfera”. Me explicó —aunque me he olvidado de la explicación— que lo que yo había
observado entonces era la consecuencia natural de las formas de los objetos flotantes, y me
mostró cómo un cilindro, flotando en un remolino, ofrecía mayor resistencia a su succión y
era arrastrado con mucha mayor dificultad que cualquier otro objeto del mismo tamaño,
cualquiera fuese su forma.
»Había además un detalle sorprendente, que contribuía en gran medida a reformar estas
observaciones y me llenaba de deseos de verificarlas: a cada revolución de nuestra barca
sobrepasábamos algún objeto, como ser un barril, una verga o un mástil. Ahora bien,
muchos de aquellos restos, que al abrir yo por primera vez los ojos para contemplar la
maravilla del remolino, se encontraban a nuestro nivel, estaban ahora mucho más arriba y
daban la impresión de haberse movido muy poco de su posición inicial.
»No vacilé entonces en lo que debía hacer: resolví asegurarme fuertemente al barril del
cual me tenía, soltarlo de la bovedilla y precipitarme con él al agua. Llamé la atención de
mi hermano mediante signos, mostrándole los barriles flotantes que pasaban cerca de
nosotros, e hice todo lo que estaba en mi poder para que comprendiera lo que me disponía a
hacer. Me pareció que al fin entendía mis intenciones, pero fuera así o no, sacudió la cabeza
con desesperación, negándose a abandonar su asidero en la armella. Me era imposible
llegar hasta él y la situación no admitía pérdida de tiempo. Así fue como, lleno de
amargura, lo abandoné a su destino, me até al barril mediante las cuerdas que lo habían
sujetado a la bovedilla y me lancé con él al mar sin un segundo de vacilación.
»El resultado fue exactamente el que esperaba. Puesto que yo mismo le estoy haciendo
este relato, por lo cual ya sabe usted que escapé sano y salvo, y además está enterado de
cómo me las arreglé para escapar, abreviaré el fin de la historia. Habría transcurrido una
hora o cosa así desde que hiciera abandono del queche, cuando lo vi, a gran profundidad,
girar terriblemente tres o cuatro veces en rápida sucesión y precipitarse en línea recta en el
caos de espuma del abismo, llevándose consigo a mi querido hermano. El barril al cual me
había atado descendió apenas algo más de la mitad de la distancia entre el fondo del
remolino y el lugar desde donde me había tirado al agua, y entonces empezó a producirse
un gran cambio en el aspecto del vórtice. La pendiente de los lados del enorme embudo se
fue haciendo menos y menos escarpada. Las revoluciones del vórtice disminuyeron
gradualmente su violencia. Poco a poco fue desapareciendo la espuma y el arco iris, y
pareció como si el fondo del abismo empezara a levantarse suavemente. El cielo estaba
despejado, no había viento y la luna llena resplandecía en el oeste, cuando me encontré en
la superficie del océano, a plena vista de las costas de Lofoden y en el lugar donde había
estado el remolino de Moskoe-ström. Era la hora de la calma, pero el mar se encrespaba
todavía en gigantescas olas por efectos del huracán. Fui impulsado violentamente al canal
del Ström, y pocos minutos más tarde llegaba a la costa, en la zona de los pescadores. Un
bote me recogió, exhausto de fatiga, y, ahora que el peligro había pasado, incapaz de hablar
a causa del recuerdo de aquellos horrores. Quienes me subieron a bordo eran mis viejos
camaradas y compañeros cotidianos, pero no me reconocieron, como si yo fuese un viajero
que retornaba del mundo de los espíritus. Mi cabello, negro como ala de cuervo la víspera,
estaba tan blanco como lo ve usted ahora. También se dice que la expresión de mi rostro ha
cambiado. Les conté mi historia... y no me creyeron. Se la cuento ahora a usted, sin mayor
esperanza de que le dé más crédito del que le concedieron los alegres pescadores de
Lofoden.»