UN MILLÓN Guy de Maupassant

Era el hogar modesto de un empleado. El marido, oficial en un Ministerio, era un estricto cumplidor de sus deberes. Llamado Leopoldo Bonnin. Joven y menudo de cuerpo, se preocupaba de todo lo que tenía importancia. Habla sido educado religiosamente, pero desde que la República tendía a la separación de la Iglesia y el Estado, sus creencias fueron debilitándose. Solía decir de forma que le oyesen en los pasillos de su Ministerio: "Yo soy hombre religioso, y si me apuran, muy religioso; pero religioso de Dios, yo no soy clerical." De lo que más se jactaba era de ser un hombre honrado y lo proclamaba golpeándose el pecho con la mano. En efecto, era un hombre honrado, en el sentido más a ras de tierra de la palabra. Llegaba al trabajo con puntualidad, se marchaba a su hora; no mataba el tiempo, y se mostraba siempre muy recto en cuestiones de dinero. Se había casado con la hija de un compañero pobre, pero que tenía una hermana cuya fortuna ascendía a un millón, porque había hecho una boda de amor. Esta mujer no había tenido hijos, lo que constituía su desconsuelo, y la heredera de sus riquezas era, por consiguiente, la sobrina.
Esa herencia constituía la preocupación de la familia. Se cernía sobre la casa, y se cernía también sobre el Ministerio; se sabía que los Bonnin llegarían a entrar en posesión de un millón.
Pero tampoco este matrimonio joven tenía hijos, cosa que no les daba a ellos cuidado, porque vivían tranquilos en su honradez estrecha y sosegada. El cuarto en que vivían era limpio, bien arreglado, silencioso; eran gente tranquila y moderada en todo, y estaban convencidos de que un hijo no haría otra cosa que trastornar su vida, su casa, su tranquilidad.
Ellos no habrían hecho esfuerzo alguno por no tener hijos; pero, ya que el Cielo no se los enviaba, mejor que mejor.
La tía millonaria se desconsolaba viendo su esterilidad, y les daba consejos para remediarla. Ella, en sus tiempos, había recurrido, sin éxito, a un sinfín de recursos que le habían sido revelados por amigas o adivinadoras.
Aunque ya había pasado para ella la edad de procrear, le habían aconsejado otros mil recursos que ella suponía infalibles, aunque, con gran dolor suyo, no podía ponerlos personalmente a prueba; pero se obstinaba en hacérselos conocer a los esposos, repitiéndoles constantemente:
—¿Qué? ¿Habéis probado el remedio que os aconsejé el otro día?
***
La tía murió. El matrimonio joven sintió en su corazón una de esas alegrías secretas que se recatan ante sí mismos y ante los demás debajo del luto. La conciencia se viste de negro, mientras el alma se estremece de gozo.
Se les avisó que existía un testamento en casa de determinado notario. Volaron a su despacho as salir de la Iglesia.
La tía, fiel a lo que había sido idea fija de toda su vida, dejaba el millón al primer hijo que tuviesen, quedando la renta del mismo a beneficio de los padres hasta su fallecimiento. Si el joven matrimonio no tenía descendencia antes de tres años, la fortuna sería distribuida entre los pobres.
Marido y mujer quedaron estupefactos, aterrados. El marido cayó enfermo y estuvo ocho días sin aparecer por la oficina. Una vez restablecido, tomó la resolución enérgica de ser padre.
Se obstinó en ello por espacio de seis meses, hasta que se convirtió en sombra de sí mismo. Recordaba todos los remedios que les había indicado la tía, y los ponía en ejecución concienzudamente; pero en vano. Su resolución desesperada le daba una energía artificiosa, y que estuvo a punto de resultarle fatal. Se vio minado por la anemia; se temió la tuberculosis. Consultó a médico y éste le metió el miedo en el cuerpo, obligándole a volver a su apacible vida de antes, a un régimen de vida más apacible aún que el de antes, a un régimen reconstituyente.
En el Ministerio se comentaba el caso alegremente, porque se conocía ya la desilusión del testamento y se hacían chistes en todos los negociados a propósito de la célebre jugarreta del millón. Unos daban a Bonnin consejos irónicos; otros se ofrecían con descaro a cumplir con la cláusula desesperante. Un buen mozo, principalmente, que tenía fama de ser juerguista terrible, y cuyas conquistas eran célebres en todas las oficinas del Ministerio, lo acosaba con alusiones y frases verdes, asegurándole que se comprometía a hacerle ganar la herencia en veinte minutos.
Leopoldo Bonnin se enojó un día, y poniéndose bruscamente en pie, con la pluma en la oreja, le lanzó a la cara este insulto:
—Caballero, es usted un miserable; si no fuese por el respeto que me tengo a mí mismo, le escupiría a la cara.
Se enviaron el uno al otro los testigos, hecho que tuvo en conmoción al Ministerio durante tres días. A todas horas se los veía por los pasillos, comunicándose actas, y cambiando puntos de vista sobre el asunto. Los cuatro delegados convinieron por último, unánimemente, en los términos del acta que habían de redactar, y ésta fue aceptada por los dos interesados, que cruzaron gravemente entre ellos un saludo y un apretón de manos ante el jefe de cada negociado, balbuciendo algunas palabras de excusa.
Durante el mes siguiente, ambos se saludaban con ceremoniosidad rebuscada y con oficiosidad. de personas bien educadas, lo mismo que dos adversarios que se han visto frente a frente. Hasta que un día, que se dieron un encontronazo al volver un recodo del pasillo, preguntó el señor Bonnin con un interés lleno de dignidad:
—¿Lo he lastimado, caballero?
El otro le contestó:
—No ha sido nada, caballero.
De allí en adelante, les pareció que era cuestión de buenas formas el cruzar entre sí algunas palabras siempre que se encontraban. Poco a poco fueron tratándose más; simpatizaron, se comprendieron, se tomaron aprecio, pesarosos del concepto erróneo que mutuamente habían tenido, y acabaron siendo amigos inseparables.
Pero la infelicidad había entrado en el hogar de Leopoldo. Su mujer lo acosaba con alusiones desdorosas, lo martirizaba con frases de segunda intención. Y el tiempo pasaba; había transcurrido ya un año desde el fallecimiento de la tía. La herencia parecía perdida.
La señora de Bonnin decia al sentarse a la mesa:
—La cena es pobre; otra cosa sería si fuésemos ricos.
Al salir Leopoldo de casa para la oficina, solía decirle su esposa al darle el bastón:
—Señor chupatintas, si tuviésemos cincuenta mil libras de renta, no necesitarías echar allí los bofes.
Y en los días de lluvia, la señora de Bonnin no dejaba nunca de farfullar cuando tenía que salir:
Si tuviéramos un coche, no tendría yo que enfangarme con semejante tiempo.
En todo momento, con cualquier motivo, parecía estar echando en cara a su marido algún hecho vergonzoso, presentándolo como culpable único, como el responsable de la pérdida de aquella fortuna.
Exasperado el marido, acabó llevándola a que la examinase un médico célebre; después de una larga consulta, declaró éste que no veía nada de anormal; que estos casos ocurrían con bastante frecuencia; que con los cuerpos ocurre lo que con los temperamentos; que habiendo visto tantos matrimonios disueltos por incompatibilidad de carácter, no había que extrañarse de que los hubiese estériles por incompatibilidad física. Esto les costó cuarenta francos.
Pasó otro año; estalló entre los dos esposos la guerra, una guerra incesante, encarnizada, una especie de odio feroz. La señora de Bonnin no dejaba de repetir:
—¿No es una desgracia el perder una fortuna por haberse casado con un imbécil?
Otras veces:
—¡Y pensar que, si hubiese tropezado con otro hombre, tendría hoy cincuenta mil libras de renta!
O si no:
—Hay personas que son un estorbo en la vida. Todo lo echan a perder.
Las cenas, y sobre todo las veladas, llegaron a ser insoportables. No sabiendo ya qué partido tomar, y temiendo una escena horrible en casa, Leopoldo se llevó con él a su amigo, a Federico Morel, el mismo con el que había estado a punto de batirse en duelo. No tardó Morel en ser el amigo de la familia, el consejero atendido por los dos esposos.
Sólo faltaban ya seis meses para que expirase el plazo, transcurrido el cual, el millón iría a parar a los pobres; Leopoldo cambiaba poco a poco de actitud con respecto a su mujer, se hacia agresivo, la aguijoneaba con alusiones oscuras, hablaba con misterio de ciertas mujeres de empleados que habían sabido conseguir para sus maridos una brillante posición.
De cuando en cuando, relataba la historia de algún ascenso extraordinario de que algún oficial del Ministerio había sido objeto.
—Ravinot, ese hombrecillo que hace cinco años era supernumerario, acaba de ser nombrado subjefe.
La señora de Bonnin sentenciaba:
—Tú no serias capaz de una cosa así.
Entonces Leopoldo se encogía de hombros:
—Como si Ravinot hubiese hecho algo que no somos capaces de hacer los demás. Lo que tiene él es una mujer inteligente, y nada más. Ella ha sabido ganarse al jefe de negociado, y consigue de él todo cuanto quiere. En la vida es preciso saber arreglarse para no ser burlado por las circunstancias.
¿Qué quería decir exactamente con estas palabras? ¿Qué sentido les dio su mujer? ¿Qué ocurrió? Los dos tenían cada cual su calendario, en el que marcaban los días que los separaban del plazo fatal; a cada semana que pasaba se sentían invadidos por una locura, por una rabia desesperada, por una desatinada furia, y por tal desesperación, que, de haber estado la solución en un crimen, hubieran sido capaces de cometerlo.
Pero he aquí que cierta mañana la señora de Bonnin, que tenía los ojos brillantes y cuyo rostro parecía transfigurado, apoyó sus dos manos en los hombros de su marido, y mirándole hasta el fondo del alma con una mirada fija y alegre, le dijo, muy bajito:
—Creo que estoy encinta.
Le dio al marido un vuelco tan grande el corazón, que estuvo a pique de caer de espaldas; abrazó bruscamente a su mujer, la besó con ardor, la sentó sobre sus rodillas, volvió a abrazarla como a una niña adorada, y dejándose llevar de la emoción, lloró, sollozó.
Dos meses más tarde, ya no tuvieron duda alguna. La llevó a un médico para que certificase su estado, y este certificado lo llevó al notario en cuyo poder estaba el testamento.
El hombre de leyes declaró que, puesto que el hijo existía, nacido o sin nacer, él se inclinaba ante la realidad, y que mantenía en suspenso la ejecución del testamento hasta el término del embarazo.
Nació un niño, al que llamaron Diosdado, en recuerdo de una costumbre adoptada en las casas reales.
Fueron ricos.
Ahora bien: cierta noche en que el señor Bonnin regresaba a su casa, donde estaba invitado a cenar con ellos su amigo Federico Morel, le dijo la mujer sin darle importancia:
—Acabo de rogar a nuestro amigo Federico que no vuelva a poner los pies en esta casa; ha estado incorrecto conmigo.
El marido, durante un segundo, clavó en ella su mirada; había en sus pupilas una sonrisa de agradecimiento; y abrió sus brazos; la mujer se precipito en ellos y se dieron un beso muy largo, muy largo, lo mismo que cuando eran dos buenos recién casados, muy tiernos, muy unidos, muy honrados.
¡Y hay que oír hablar a la señora de Bonnin de las mujeres que han pecado por amor y de aquellas otras a las que un arrebato del corazón ha precipitado en el adulterio! FIN