UNA VELADA (II) Guy de Maupassant

I
El sargento de caballería Varajou obtuvo diez días de licencia para pasarlos en casa de su hermana, la señora Padole. Varajou, de guarnición en Rennes, donde llevaba una vida licenciosa, encontrándose sin dinero y en malas relaciones con su familia, escribió a la señora Padole que podría dedicarle ocho días. Y eso no lo hizo por cariño a su hermana, mujer chiquita, beata, moralizadora, irascible, sino porque, necesitando algún dinero con urgencia, pensó que de todos sus parientes era ella la única persona a la que no puso jamás a contribución.
El padre de Varajou, antiguo horticultor de Angéres, ya retirado de los negocios, había cerrado la bolsa al calavera de su hijo, no le vio en dos años. La hija estaba casada con Padole, empleado en Hacienda, que acababa de ser nombrado recaudador de contribuciones de Vannes.
Apeándose del tren, Varajou se hizo conducir a casa de su cuñado. Le encontró en el despacho discutiendo con labriegos bretones de las cercanías. Padole se levantó, y tendiendo la mano militar por encima de la mesa atestada de papeles, le dijo:
—Siéntate; estoy al instante contigo.
Y volvió a tratar de su asunto con los labriegos. Los cuales no comprendían sus razonamientos como el recaudador no comprendía las explicaciones de los labriegos; él hablaba francés; lo otros, dialecto bretón, y el dependiente que servía de intérprete parecía no comprender tampoco a ninguno.
Aquello fue muy largo, muy largo. Varajou, contemplando a su cuñado, reflexionaba: " ¡Que Imbécil!"
Padole debía de tener cerca di cincuenta años; era delgado, alto, lento, velloso, con las cejas muy arqueadas, que formaban sobre sus ojos dos bóvedas de pelo cubierto con un gorro bordado de sedas y oro, miraba con la misma blandura propia de todas sus acciones. Hablaba, se movía y pensaba con abandono. Varajou reflexionaba: "¡Qué imbécil!"
Era el sargento un alegre perdulario de los que reducen su vida a la tertulia del café y a la mujer pública. Estos eran los dos puntos culminantes de su existencia. Charlatán, bullicioso, indiferente a todo lo demás, despreciaba el universo entero desde la cúspide de su ignorancia. Cuando exclamaba: "¡Carajo! ¡Una juerga monumental!", había manifestado la más grande admiración de que era capaz.
Habiéndose despedido al fin de los labriegos, Padole le preguntó:
—¿Cómo estamos?
—Yo no del todo mal, como ves. ¿Y tú?
—Bastante bien, gracias. Te agradecemos que te acordaras de nosotros.
—¡Oh! Hace mucho tiempo que deseaba poder venir; pero ya sabes que tenemos poca libertad en el ejército. Antes no le dan a uno licencia...
—Ya lo sé, ya lo sé. Mayor motivo para agradecértelo.
—Y Josefina, ¿cómo sigue?
—Bien, gracias. Ahora la verás.
—¿No está en casa?
—No; ha salido a visitar. Aquí e tenemos abundantes relaciones. En esta población hay un trato muy distinguido.
—No lo dudo.
II
La puerta se abrió, dejando paso a la señora Padoie. Acercándose al militar sin hacer extremos de alegría, le tendió la mano y le pregunto:
—¿Hace mucho rato que llegaste?
—No; media hora escasamente.
—Yo creía que llegaba más tarde el tren. Si quieres venir conmigo a la sala...
—Y pasaron a la habitación contigua, dejando al recaudador sumergido en sus números, ajustando las cuentas de los contribuyentes.
Cuando los dos hermanos estuvieron solos, dijo ella:
—¡He tenido muy famosas noticias de ti!
—¿Buenas?
—He sabido que te portas como un truhán, que te emborrachas y contraes deudas.
Fue para él una sorpresa desagradable.
—¿Yo? ¡Jamás!
—No lo niegues. Lo he sabido por buen conducto.
Trató de convencerla, defendiéndose; pero ella le tapó la boca y le obligó a callarse con una reprensión violenta. Luego añadió:
—Comemos a las seis; hasta esa hora puedes hacer lo que gustes. No te acompaño porque tengo muchas ocupaciones.
Al verse ya solo, dudó qué haría, si dormir o pasear. Alternativamente fijaba los ojos en la puerta de la alcoba y en la del pasillo. Se decidió por salir a la calle.
III
Se fue a vagar tranquilamente, arrastrando el sable por la triste ciudad bretona, entumecida, casi muerta, junto al mar interior, que se llama le "Morbhian". Contemplando las fachadas grises, los escasos transeúntes y las tiendas vacías, pensaba: "No es alegre, no es alegre, no es retozona esta ciudad. ¡Mala idea tuve al venir a Vannes!"
Llegó al puerto, silencioso y triste; volvió al centro, solitario y lúgubre, y entró en casa antes de las cinco, echándose para dormitar hasta la hora de comer.
La criada le despertó con unos golpecitos en la puerta.
—Ya está la comida, señorito.
Bajó al comedor; un comedor tan húmedo, que se despegaba el papel de las paredes, hasta un metro del suelo. Una sopera descollaba melancólicamente sobre una mesa redonda y con mantel de hule, donde había tres cubiertos.
El señor Padole y su esposa entraron al mismo tiempo que Varajou.
Tomaron asiento, se bendijo la mesa y se persignaron; después de lo cual Podole sirvió la sopa; una sopa grasienta. Era día de cocido.
Después de la sopa sacaron la carne, demasiado hervida, con mucho gordo y deshilachada. El sargento la comía lentamente, aburrido, fatigado, rabioso.
La señora Padole preguntó a su marido:
—¿Irás a casa del señor presidente de la Audiencia esta noche?
—Pienso ir.
—No vuelvas tarde. Te fatigas mucho. Tu salud está muy resentida para trasnochar.
Y habló de las tertulias de Vannes, de las distinguidas personas que los recibían con mucha consideración, gracias a sus ideas religiosas.
Luego sirvieron puré de patatas con embutido, en honor al forastero.
De postre, queso. Y no más. Nada de café.
Cuando Varajou comprendió que le tocaba pasar la velada en compañía de su hermana oyendo sermones, aguantando reprimendas y sin tener siquiera una copita de coñac para ir pasando a sorbos el aburrimiento, juzgando superior a sus fuerzas aquel suplicio, alegó como excusa, para irse de casa, la precisión de refrendar su pasaporte.
Y escapó a eso de las siete.
IV
Apenas se voy en la calle, se sacudió como un perro al salir del agua, y dijo entre dientes:
—¡Carajo, carajo, carajo; qué fastidio!
Buscó un café, el mejor café de la ciudad, y lo encontró en la plaza; lucían en la puerta dos mecheros de gas, y en el interior, media docena de menestrales bebían y hablaban tranquilamente mientras dos jugadores de billar daban vueltas a la mesa buscando en silencio sus carambolas, sin más ruido que los choques del marfil y la voz del marcador que decía:
—Dieciocho, diecinueve. ¡Mala suerte! ¡Bonita jugada! Once. Debió ir sobre la otra. Veinte. Doce. ¿Tenía yo razón?
Varajou pidió:
—Una taza de café y coñac del mejor.
Se sentó, aguardando a que le sirvieran.
Tenía la costumbre de pasar las veladas con sus amigos entre la bulliciosa conversación y el humo de. las pipas, y aquel silencio, aquella tranquilidad, le fastidiaban y entristecían. Tomó su café impaciente .y luego la copa de coñac; pidió la segunda, y esto le animó; ya sentía deseos de cantar, de reír, de pegarse con alguno, pensando: "Es necesario divertirse, ya estoy alegre", quiso averiguar dónde hallaría mujeres de placer que le hiciesen agradables las horas.
Llamó al mozo:
—¡Eh!, muchacho.
—Aquí me tiene, señor.
—Di, muchacho; ¿dónde se... divierte un forastero en esta ciudad?
—No sé qué decirle, señor. Aquí...
—¿Aquí? ¿Tú sabes lo que significa divertirse?
—Me parece divertido beber cerveza y buen coñac.
—¿Beber? ¡Ah! ¿Sin mujeres? ¿Dónde hay mujeres?
—¿Mujeres, dice usted?
—Mujeres, digo.
El mozo bajó la voz misteriosamente:
—Usted quiere saber dónde hay una casa de...
—¡Sí, diablo!
—Pues bien; tome usted la segunda calle, a la izquierda; luego, la primera, a la derecha. Es el número quince.
—Gracias, amigo. Eso para ti.
—Muchas gracias, caballero.
V
Varajou salía del café, mascullando:
—Segunda, a la izquierda; primera, a la derecha, número quince.
Pero al cabo de unos segundos reflexionó: "Segunda de la izquierda... De la izquierda de la calle... Pero al salir del café, ¿había que tomar hacia abajo o hacia arriba? ¡Bien, adelante! ¡Ya veremos por dónde salimos!"
Y avanzó, tomando la segunda bocacalle, a la derecha, y luego la primera, a la izquierda; buscó el numero quince. Era una casa de buen aspecto, y a través de las persianas, se veían luces en el primer piso. La puerta estaba entreabierta y lucía un farol en el vestíbulo. El sargento pensó:
"Debe de ser aquí."
Se coló y, como no vio a nadie, llamó:
—¡Eh! ¡Ohé!
Una criadita salió a su encuentro, sorprendiéndose al ver a un soldado. El dijo:
—Buenas noches. ¿Están arriba?
—Si, señor.
—¿En el salón?
—Si, señor.
—Subo, ¿eh?
—Sí, señor.
—¿La primera puerta?
—Si, señor.
Subió, abrió la puerta y descubrió en una sala, alumbrada por dos quinqués, una araña y dos candelabros, cuatro señoras escotadas y con esa expresión especial de quien espera.
Estaban las tres más jóvenes sentadas en sillones de terciopelo rojo y en actitudes algo violentas, aun cuando pretendían ser naturales, y la otra, de unos cuarenta y cinco años, colocaba unas flores en un jarroncito; era gruesa, y llevaba un vestido de seda verde, que dejaba escapar de su envoltura, semejante al cáliz de una flor monstruosa, sus brazos enormes y su abundante pecho, rojizos y empolvados.
El sargento saludó:
—Muy buenas noches.
La que arreglaba las flores volvió la cabeza, sorprendida, y contestó:
—Buenas noches, caballero. Varajou se arrellanó cómodamente sobre un sillón; pero reparando que no le atendían, que no hacían demostraciones de agrado al verle, supuso que debía de ser aquélla una casa donde acostumbraban ir los oficiales, y les parecía inconveniente la presencia de un sargento. De pronto también sintió alguna contrariedad; pero serenándose rápidamente pensó:
"¡Bah! Si viene algún jefe, veremos lo que se hace" Y decidido, resolvió no retirarse, para lo cual inició una conversación:
—¡Vaya, vaya! ¿Todo sigue bien?
—Muy bien, gracias.
No se le ocurría nada que decir. Callaron. Aquel silencio le molestaba, y para salir adelante, dijo riendo:
—¿Aquí nadie se divierte? ¡Hay que animarse! Yo pago una botella.
VI
No había terminado la frase cuando, abriéndose de pronto la puerta, dejó paso a Padoie, vestido de levita.
Entonces Varajou lanzó un grito de alegría, y, levantándose, abrazó a su cuñado, y arrastrándole por la sala en rápidos valsones, vociferaba:
—¡Este es un hombre! ¡Así me gustan los hombres!
Luego, dejando al recaudador, asombrado y enmudecido por aquella sorpresa, le dijo:
—¡Ah tunante! Conque también te gusta el jolgorio... Y dejas a mi hermana para darte un serie... ¡Ah bribón! ¡Así me gusta!
Imaginando ya todas las ventajas que le resultarían de aquel encuentro casual e inesperado, en un sitio comprometido, ¡el empréstito forzoso!, se tíró, riendo, sobre un sofá con tal abandono, que las maderas crujieron.
Las tres jóvenes se levantaron y salieron escapadas, mientras que la otra señora, junto a la puerta, casi desmayada, no sabía qué hacer.
Llegaron dos caballeros de levita y condecorados; Padole se acercó a ellos.
—¡Oh señor presidente! Un loco... Está loco... Vino a casa convaleciente de una enfermedad y... ahí le ven ustedes…, loco rematado... Se ha vuelto loco.
Varajou se hallaba sentado sin comprender la sorpresa de todos, y barruntó al fin que habría hecho alguna enorme barbaridad. Luego, levantándose y dirigiéndose a su cuñado, le preguntó:
—¿Pero que casa es ésta?
Y Padole, rojo de cólera, balbució:
—¿Qué casa es esta?...Miserable… Infame… Desdichado ¿Preguntas qué casa es ésta?
Pues…la casa del señor presidente de...., de..., de..., de... ¡Ah! ¡Miserable!...¡Miserable!... FIN