LA DESCONOCIDA Guy de Maupassant

I
Hablábamos de afortunadas aventuras, y cada cual refería una historia extraña: sorprendentes y deliciosos encuentros en vapores, en hoteles, en el extranjero, en las playas. Las playas, al decir de Roger de Annettes, eran muy propicias a lances amorosos.
Goutrán, que hasta entonces callaba, fué consultado.
—Paris ofrece, como ningún otro lugar, singulares caprichos. Sucede con las mujeres como con otras muchas cosas; las estimamos y nos sorprenden más donde no suponemos hallarlas; pero realmente sólo en Paris acontecen extrañas aventuras.
Se calló un momento y prosiguió:
—¡Caramba! ¡Es curiosísimo! Échense a la calle una mañana de primavera. Las mujeres que transitan parecen capullos recién abiertos. ¡Ah! ¡Qué delicioso espectáculo! Todo huele a violeta, porque los carritos de las vendedoras ambulantes van cargados de fragantes violetas.
Todo alegra; y miramos a las mujeres. ¡Dios de Dios, qué tenadoras se muestran con sus vestidos claros de telas muy sutiles que transparentan —él color de piel! Divagamos sin rumbo fijo y con el alma ansiosa; la esperanza nos conduce; ¡qué mañanas tan felices!
La vemos venir a distancia, la contemplamos, la reconocemos cuando se acerca; —es la que nos .agrada. Una flor de su sombrero, —un mohín de su cabeza, sus andares; basta un detalle cualquiera para que la adivinemos. Y al devorarla con los ojos decimos: "¡Hermosa mujer!"
Es una empleadita de almacén, —una señora que vuelve de la iglesia o que acude a una cita amorosa? ¡Qué más da! Su pecho redondo vibra bajo su blusa transparente. ¡Ah! Si fuera posible poner allí los dedos..., los dedos y los labios. ¿La mirada es timida o atrevida? ¿El pelo negro o rubio? ¡Qué importa! Al rozarnos con su vestido aquella mujer que pasa nos produce una sensación, un cosquilleo agradable. Y ¡cómo deseamos todo el día a la que sólo vimos un momento! Yo guardo el recuerdo de bastantes criaturas vistas al pasar, una vez, diez veces, y me hubiera enamorado como un loco de ellas en un trato íntimo.
Suceden así las cosas; aquellas mujeres que más deseamos nunca las conocemos. ¿Lo han observado ustedes? No cabe duda y tiene cierta gracia. Descubrimos de cuando en cuando mujeres cuya sola presencia nos hace concebir deseos apasionados; pero éstas pasan junto a nosotros y desaparecen para no volver jamás. Cuando pienso en todas las criaturas adorables que se han codeado conmigo en las calles de Paris, me enfurezco, me dan tentaciones de ahorcarme. ¿Dónde paran? ¿Quiénes son? ¿En qué lugar podría yo encontrarlas? ¿Cómo verlas de nuevo? Un proverbio dice que pasamos con frecuencia junto a la dicha sin advertirlo. Pues bien: yo estoy seguro de que más de una vez he pasado junto a la que pudo hacerme suyo con el cebo de su carne deliciosa.
II
Roger de Annettes había escuchado sonriente, y dijo:
—Conozco eso bien, y voy a referir lo que me ocurrió hará cosa de cinco años: Encontré por vez primera, en el puente de la Concordia, a una hermosa mujer airosa y lozana, que me hizo un efecto..., un efecto... sorprendente. Morena, de un moreno acentuado, con los cabellos relucientes y las cejas unidas, corno si formaran un solo arco entre las sienes. Un ligero bozo sombreaba el labio y hacia imaginar.., como se imaginan bosques adorables al ver un ramo verde sobre una mesa. Tenía el talle muy esbelto, el pecho muy saliente y casi provocativo, que se ofrecía como una tentación. Los ojos parecían dos manchas de tinta en esmalte blanco. No eran ojos, eran abismos negros y profundos abiertos en aquella cabeza, en aquella mujer, por donde se entraba en ella. Oh, qué mirada tan extraña, opaca y vacía, sin pensamiento... y tan hermosa!
Me pareció judía. La seguí. Muchos hombres se volvieron para contemplarla. Ella se balanceaba un poco al andar, sin elegancia. pero insinuante. Subió a un coche en la plaza de la Concordia, y como un estúpido, pegado al Obelisco me abrasó el más violento deseo que sentí en mi vida.
Estuve preocupado bastantes días; luego la olvidé.
Al medio año volví a encontrarla en la calle de la Paz, y sentí al verla una sacudida en el corazón, como cuando se tropieza impensadamente con una que fue nuestra querida y a la cual adoramos locamente. Me detuve para contemplarla. Cuando me rozó al pasar, creí que me hallaba en la boca de un horno. Cuando se alejó noté la sensación de un aire frío que me acariciaba el rostro. No la seguí, temeroso de hacer alguna simpleza.
Se me apareció repetidas veces en sueños. No era para mí novedad esta clase de obsesiones.
Estuve un año sin encontrarla; y una tarde, a la puesta del sol. en el mes de mayo, la reconocí en la avenida de los Campos Elíseos.
El Arco de la Estrella se dibujaba sobre la cortina roja del cielo. Un polvillo dorado y una roja y brillante, neblina, invadían el espacio: era una de esas deliciosas tardes que son las apoteosis de Paris.
La seguí con furiosos deseos de decirle algo, de arrodillarme a sus pies, de proclamar la pasión que me devoraba.
Dos veces, al acercarme a ella, me adelanté, sin atreverme a interrogarla, y retrocedí al sentir de nuevo el calor del horno que me había impresionado en la calle de la Paz.
Me miró. Luego la vi entrar en una casa de la calle de Presbourg. Aguardé dos horas en el portal de enfrente. No salió. Entonces me decidí a preguntar al portero. No la conocía:
—Debe de ser una visitante— me dijo.
Y estuve sin verla otros ocho meses.
Pero una mañana de enero, con un frío siberiano, andaba yo por el bulevar Malesherbes, muy de prisa para entrar en calor, y al revolver de una esquina tropecé con una señora, la cual dejó caer, efecto del choque, un paquetito que llevaba.
Quise disculparme de pronto ¡Era ella!
Quedé sobrecogido, estúpido: luego, al entregarle su paquete, le dije con brusquedad:
—Estoy pesaroso y satisfecho de haber dado a usted un encontrón, señora. Dos años hace que la conozco a usted, que la admiro, que me siento ansioso de tratarla, sin hallar manera de presentarme, sin conseguir siquiera saber dónde vive. Perdone mi franqueza y atribúyala solamente al deseo irreprimible de contarme entre el numero de los que tienen derecho a saludarla. Un amor como éste no puede molestar a usted, ¿verdad? Usted no me conoce. Soy el barón Roger de Annettes. Infórmese antes de recibirme. Y si usted se niega, si no atiende a mi súplica, seré el más desdichado de los hombres. Muéstrese bondadosa conmigo; consienta y ayúdeme para que alguna vez pueda verla.
Fijó en mí sus ojos extraños y adormecidos y respondió sonriente:
—Deme usted su tarjeta. Iré a su casa.
Quedé tan sorprendido, que debió de conocérseme la estupefacción que me produjeron aquellas palabras. Pero nunca tardo en reponerme y en recobrar mi serenidad. Me apresuré a poner en sus manos una tarjeta que guardó en su portamonedas con el movimiento rápido de una mano acostumbrada a escamotear cartitas.
Entonces dije:
—¿Cuándo nos veremos?
Dudó, como si tuviera que hacer un cálculo muy complicado: trataba sin duda de recordar, hora por hora, la distribución de su tiempo; luego dijo:
—El domingo por la mañana. ¿Le conviene?
—¡Ya lo creo que me conviene!
Y se alejó, después de haberme observado, juzgado, pesado, medido, analizado, con aquella mirada extraña, que parecía dejar huella sobre la piel: como si derramara sobre las gentes un líquido viscoso y negro como el que sueltan los calamares para adormecer a los pececillos que serán su presa.
Me entregué hasta el domingo a un terrible trabajo intelectual, con el propósito de adivinar quién sería la mujer aquella, y fijarme una regla de conducta para la entrevista.
¿Debía pagarla? ¿Cómo?
Me decidí a comprar una joya, una bonita joya, que dejé, con el estuche abierto, sobre la chimenea.
Y después de pasar la noche inquieto y sin dormir apenas, aguardé a que llegase la desconocida.
Llegó a eso de las diez, muy despacio, muy tranquila, y me tendió la mano como si fuésemos de antes amigos. La hice sentar y le quité el sombrero, el velo, el abrigo, el manguito, Luego empecé con alguna turbación a mostrarme galante, muy galante, pues no era cosa de perder el tiempo.
No se hizo rogar ni mostró extrañeza, y no habíamos cruzado aún veinte palabras, cuando empecé a desnudarla. Ella prosiguió hábilmente esa faena que yo no hubiera terminado jamás. Soy algo torpe; me pincho con los alfileres; al quitar lazadas hago nudos imposibles; todo lo dificulto y todo lo retardo, todo lo embrollo y pierdo la serenidad.
¡Ay amigo mío! ¿Existen acaso en la vida momentos más deliciosos que cuando se mira, por discreción a cierta distancia y con cierto disimulo para no espantar el pudor de buitre que tiene todas, a la que se desnuda para nosotros y deja caer en circulo a sus pies todas sus crujientes envolturas, una tras otra?
¿Hay algo más hermoso que los movimientos de la mujer para librarse de las suaves telas que se desprenden, blandas y vacias, como si cayeran heridas de muerte?
¡Es tan conmovedora, tan atractiva, la aparición de la carne, de los brazos desnudos del pecho! ¡Tan perturbador el perfil del cuerpo que se adivina bajo el último velo!
Pero de pronto reparo en una cosa sorprendente; una mancha negra entre los dos hombros, una mancha bastante grande, de relieve, y muy negra. La mujer estaba de espaldas, y yo había prometido no mirar.
¿Qué era aquello? El bozo, las cejas unidas a la cabellera abundante, debieron de prepararme a recibir tal sorpresa.
Pero quedé bruscamente impresionado por visiones y reminiscencias singulares. Me pareció que tenía cerca de mí una maga de Las mil y una noches, uno de esos seres peligrosos y pérfidos, cuya misión se reduce a conducir a los hombres hasta el fondo de abismos desconocidos. Recordé que Salomón hizo andar sobre un espejo a la reina de Saba, para convencerse de que no tenía pezuñas como el diablo.
Y... cuando llegó el momento de cantarle una canción amorosa, noté... que me faltaba la voz en absoluto; ni siquiera un hilillo de voz, amigo, ¡nada! Y ella, después de aguardar inútilmente, se disgustó, se apartó de mi, se vistió de prisa y dijo desdeñosa:
—Para esto, pudo usted ahorrarme tanta molestia.
Me atreví a ofrecer la sortija que había comprado para ella, y oí decir con sequedad:
—¿Por quién me toma usted, caballero?
Me ruboricé hasta las orejas, confundido por tantas y tales humillaciones.
Y sin añadir media palabra, se fue.
A esto se redujo mi aventura. Pero lo peor, lo más triste del caso, es que me siento enamorado de aquella mujer, y desde entonces la deseo locamente.
No puedo ver a ninguna sin pensar en ella. Todas me desagradan si no se le parecen algo. No puedo besar una mejilla sin ver su mejilla junto a la que beso y sin padecer horriblemente con el ansia que me tortura.
Ella está presente, la veo en todas mis citas, y toma parte, amargándolos, en todos mis goces. La tengo siempre delante, vestida o desnuda, como si fuese mi verdadera querida. Está siempre junto a la que acaricio, en pie o echada, visible siempre y siempre inabordable. Y comienzo a sospechar si realmente seria una hechicera, y el manchón de la espalda su misterioso talismán.
¿Quién es? Lo ignoro. Dos veces más la he visto en la calle. No ha contestado a mi saludo: como si no me conociera. ¿Quién es? ¿De dónde? ¿Acaso asiática? ¿O judía de Oriente? Debe de ser judía. Tengo la preocupación de que será judía. ¿Por qué? Lo ignoro. ¿Por qué? No lo comprendo. FIN