LA PATRONA Guy de Maupassant

—En aquella época —dijo Georgen Kervelen— yo vivía en una pensión de la rue des Saints-Peres.
"Cuando mis padres decidieron que fuese a estudiar Derecho a París, hubo grandes discusiones para disponerlo todo. Se estableció la suma de mi asignación en dos mil quinientos francos, pero mi pobre madre tenía un temor que expuso a mi padre:
"—Si malgasta el dinero y no come de modo adecuado, su salud se resentirá mucho. Los jóvenes son capaces de todo.
"Entonces, decidieron que me buscarían una pensión modesta y cómoda, que mi familia iba a pagar cada mes directamente. Yo, hasta entonces, jamás había salido de Quimper. Deseaba todo cuanto se desea a mi edad y me disponía a vivir lo más alegremente posible.
"Unos vecinos, a los que se pidió consejo, indicaron a cierta paisana, Madame Kergaran, que tenía huéspedes. Mi padre, por tanto, se puso de acuerdo por carta con esa respetable señora, a cuya casa llegué yo una noche con mi maleta.
"Madame Kergaran tenía alrededor de cuarenta años. Era fuerte, muy fuerte, hablaba en el mismo tono que un oficial instructor y ponía fin a las discusiones con una palabra seca y definitiva. Su vivienda, muy estrecha, con sólo una abertura a la calle en cada piso, daba la impresión de una cadena de ventanas o, bien, de una lonja de casa, emparedada entre otras dos.
"La patrona vivía en el primer piso, con su sirvienta, cocinaban y comíamos en el segundo, y en el tercero y cuarto se alojaban otros cuatro estudiantes bretones. Yo tenía dos habitaciones en el quinto.
"Una escalera negra, retorcida como un tirabuzón, conducía hasta mi buhardilla. Durante toda la jornada, sin descansar un solo momento, Madame Kergaran subía y bajaba por aquella espiral, vigilando su casa igual que un capitán su nave. Por lo menos entraba diez veces seguidas en cada habitación, lo supervisaba todo con un desconcertante torrente de palabras, se aseguraba de que las camas estaban hechas, si habían cepillado las ropas y si el servicio no dejaba nada que desear. En fin, se ocupaba de sus huéspedes como una madre, mejor que una madre.
"Pronto conocí a mis cuatro paisanos. Dos estudiantes de Medicina y otros dos de Derecho, pero todos ellos sometidos al despótico yugo de la patrona. Le tenían tanto miedo como un merodeador al guarda jurado.
"En cuanto a mí, yo sólo sentía deseos de independencia, ya que por instinto soy rebelde. Comencé por declarar que me retiraría a la hora que me pareciese bien, pues Madame Kergaran había señalado la medianoche como límite. Ante ésa afirmación, la patrona fijó en mí sus ojos claros y, al cabo de unos segundos exclamó:
"—Eso no es posible. No puedo permitir que durante toda la noche despierten a Annette. Además, usted no tiene nada que hacer después de esa hora.
"Le contesté con firmeza:
"—Según la ley, está usted obligada a abrirme a cualquier hora. Si se niega, lo haré comprobar por dos alguaciles y me hospedaré en un hotel a costa suya, pues a eso tengo derecho. Así que está usted obligada a abrirme o a despedirme. La puerta o el adiós. Elija.
"Me reía en sus propias narices mientras exponía mis condiciones. Tras un momento de estupor, ella quiso parlamentar, pero me mantuve irreducible y al fin cedió. Convinimos en que me entregaría una llave, pero con la condición de que lo ignorasen los demás.
"Mi energía le causó una saludable impresión, y desde aquel momento me trató con innegable preferencia. Me demostraba unas atenciones, pequeños cuidados y cierta delicadeza, junto con una brusca ternura que no me desagradaban en absoluto. A veces, en momentos de euforia, la besaba por sorpresa en busca del fuerte bofetón que me propinaba. Cuando conseguía besarla en la cara, su mano me pasaba por encima de la cabeza con la rapidez de una bala y yo me reía como un loco, mientras huía al tiempo que ella gritaba:
"—¡Ah, sinvergüenza! ¡Ya te devolveré eso!
"Nos habíamos convertido en buenos amigos.
"Pero por fin conocí en la calle a una muchachita empleada en unos almacenes.
"Ya sabéis lo que son esos amoríos de París. Un día, camino de la Universidad, se encuentra uno a una muchachita con la cabeza destocada que se pasea del brazo de una amiga antes de ir a trabajar. Se cambian unas miradas, y se siente en seguida ese pequeño sobresalto que proporcionan los ojos de ciertas mujeres. Considero como una de las cosas más agradables de la vida esas rápidas simpatías físicas que despierta un encuentro, esa ligera y delicada seducción que de súbito nos domina al relacionarse con el ser que ha nacido para satisfacernos y para que nosotros lo amemos. Lo querremos mucho o poco, pero eso no importa. Está en su naturaleza responder al secreto deseo de amor que hay en la nuestra. Desde el primer instante en que se advierte ese rostro, esa boca, esos cabellos, esa sonrisa, se siente cómo sus encantos entran en nosotros con una alegría dulce y deliciosa, se siente una especie de bienestar general que nos domina y cómo despierta de súbito una ternura aún confusa que arrastra hacia esa mujer desconocida. Se diría que hay una llamada a la que respondemos, una atracción incontenible; es como si la conociésemos desde hace tiempo, igual que si ya la hubiésemos visto, y supiésemos lo que piensa.
"Al día siguiente, a la misma hora, se pasa por la misma calle. Volvemos a verla. Luego, hacemos lo mismo al otro día y al otro. Por fin, se entabla conversación. Y el amorío sigue su curso, regular como una enfermedad.
"Por tanto, al cabo de tres semanas, me encontraba con Emma en el período que precede a la caída. Ésta hubiera ocurrido mucho antes de haber dispuesto de un lugar donde provocarla. Mi amiga vivía en familia y se negaba con especial energía a franquear el umbral de una casa de citas. Me rompí la cabeza para encontrar algún medio, una estratagema, una oportunidad. Al fin, tomé una decisión desesperada y me decidí a llevármela a casa, hacia las once de la noche, con el pretexto de una taza de té. Madame Kergaran se acostaba siempre a las diez. Podría, por tanto, entrar silenciosamente, gracias a mi llave, sin que lo advirtieran. Al cabo de una hora o dos, descenderíamos de igual modo.
"Emma aceptó mi invitación después de hacerse rogar un poco.
"Pasé un mal día. No estaba tranquilo. Temía complicaciones, alguna catástrofe, un escándalo ruidoso. Llegó la noche. Salí de casa y entré en una cervecería, tomé dos tazas de café y cuatro o cinco copas para darme ánimos. Luego, me fui a pasear por el Boulevard Saint-Michel. Oí tocar las diez y las diez y media y, sin prisas, me encaminé al lugar de la cita. Ella me esperaba. Tomó mi brazo con aire zalamero y nos encaminamos pausadamente hacia mi casa. Conforme me acercaba a la puerta, iba creciendo mi angustia. No hacía más que pensar: ¡Ojalá que Madame Kergaran se haya acostado!
"Un par o tres de veces le dije a Emma:
"—Sobre todo, no hagas ruido en la escalera.
"Ella se echó a reír:
"—¿Tanto miedo te da que nos oigan?
"—No, pero no quiero despertar a mi vecino, que está gravemente enfermo.
"Llegamos a la rue des Saints-Peres. Me acerqué a la casa con esa aprensión con la que vamos al dentista. Todas las ventanas estaban a oscuras. Tanto los huéspedes como la patrona dormían ya. Respiré aliviado. Abrí la puerta con las mismas precauciones de un ladrón. Hice entrar a mi compañera, volví a cerrar y ascendí la escalera de puntillas, conteniendo el aliento y encendiendo cerillas para que la muchacha no diera un paso en falso.
"Al pasar ante el dormitorio de la patrona, mi corazón comenzó a latir precipitadamente. Al fin, llegamos al segundo piso, luego al tercero, y por último, al quinto. Entré en mi habitación. ¡Victoria!
"No me atrevía a hablar más que en voz baja y me había quitado los zapatos para no hacer ruido. El té, preparado sobre una lámpara de alcohol, lo bebimos en un ángulo de la cómoda. Luego, comencé a presionar cada vez con más insistencia, y poco a poco, como en un juego, le fui quitando a mi amiga, una a una, todas sus ropas; ella cedía sin dejar de resistirse, ruborizada, confusa, retrasando siempre el instante fatal y encantador.
"No llevaba ya más que una corta camisa blanca cuando se abrió de improviso la puerta y apareció Madame Kergaran, con una vela en la mano y el mismo atuendo que Emma.
"De un brinco me aparté de su lado y me quedé de pie, aturdido, contemplando a las dos mujeres, que se estudiaban. ¿Qué iba a suceder?
"La patrona exclamó en un tono altivo que jamás le había oído:
"—En mi casa no quiero golfas, Monsieur Kervelen.
"Yo balbucí:
"—Pero, Madame Kergaran, la señorita es amiga mía. Ha venido a tomarse una taza de té.
"La otra replicó:
"—Para tomar té nadie se queda en camisa. Hágala usted salir en seguida.
"Emma, consternada, rompió a llorar mientras se cubría la cara con la camisa. A mí se me iba la cabeza, sin saber qué hacer ni qué decir. La patrona añadió en un irrebatible tono de autoridad:
"—Ayude usted a la señorita a vestirse y sáquela de aquí inmediatamente.
"La verdad es que no podía hacer otra cosa, por lo que recogí su traje, caído en el suelo y se lo pasé por la cabeza a la muchacha para después intentar abrocharlo y ajustarlo con una infinita tristeza. Ella me ayudaba, mientras seguía llorando, queriendo darse prisa, por lo que cometía continuos errores, al no encontrar ni los ojales ni los lazos; y Madame Kergaran, impasible, erguida, enarbolando la vela, nos alumbraba en actitud de severa reconvención.
"Emma se daba mayor prisa, se tapaba casi con desesperación, anudaba, sujetaba, se abotonaba con furia, impulsada por un impetuoso deseo de huir; y, sin siquiera abrocharse las botinas, pasó a todo correr ante la patrona para lanzarse escaleras abajo. La seguí en zapatillas, también a medio vestir, repitiendo:
"—Mademoiselle, Mademoiselle.
"Comprendía que algo debía decirle, pero no sabía qué. La alcancé justo ante la puerta de la calle y quise tomarla por el brazo, pero me rechazó violentamente, balbuciendo con una voz entrecortada:
"—Déjeme..., déjeme..., no me toque.
"Y salió a la calle cerrando la puerta a su espalda.
"Regresé. Madame Kergaran me esperaba en el primer piso, y yo fui subiendo la escalera con paso lento, esperándomelo todo.
"El dormitorio de la patrona estaba abierto. Me hizo entrar, diciéndome en tono severo:
"—Debo hablarle, Monsieur Kervelen.
"Pasé ante ella con la cabeza baja. Colocó la vela sobre la chimenea y, cruzando los brazos sobre sus opulentos pechos, que mal cubrían una fina camisola blanca, exclamó:
"—Bien, Monsieur Kervelen, por lo visto toma usted esta pensión por una casa pública.
"No me sentía agresivo. Murmuré:
"—No, no, Madame Kergaran. No debe usted enfadarse, se lo ruego; ya sabe usted lo que es un joven.
"Ella me respondió:
"—Sé que no quiero golfillas en mi casa, entérese. Sé que haré que respeten mi casa, y la reputación de mi casa, ¿ha comprendido? Sé...
"Siguió hablando durante veinte minutos por lo menos, acumulando motivos para indignarse, apabullándome con la honorabilidad de su casa, cubriéndome de reproches mordientes.
"El hombre es un animal muy extraño, y yo, en vez de escuchar, me limitaba a contemplarla. No comprendí ni una palabra, ni una sola palabra. Tenía unos senos soberbios, gallardos, firmes, blancos y grandes, quizás un poco en exceso, pero lo bastante tentadores para darme escalofríos en la espalda. Jamás había imaginado, la verdad, que hubiera unas cosas así bajo la ropa de lana de la patrona. Parecía haber rejuvenecido diez años al desnudarse. Y de pronto comencé a sentirme muy raro..., ¿cómo lo diría...?, sobresaltado. Volvía a encontrarme ante la patrona en idéntica situación a la que se interrumpió hacía un cuarto de hora en mi dormitorio. Detrás de ella, al fondo, en la alcoba, se veía su cama. Estaba entreabierta, aplastada, mostrando el hueco de las sábanas por la presión del cuerpo que allí se había acostado. Y yo me decía que en aquel lecho se debía de estar muy bien y muy tibio, mucho más tibio que en el mío. ¿Por qué tibio? Sin duda a causa de la opulencia de las carnes que lo ocupaban.
"¿Hay algo más inquietante y más encantador que una cama deshecha? Aquélla me enajenaba desde lejos y me hacía correr escalofríos por la espalda.
"La patrona seguía hablando, pero con más dulzura, en plan de amiga franca y amable que no desea más que perdonar.
"Balbucí:
"—Mire..., mire..., Madame Kergaran..., mire.
"Como ella callase para esperar que continuara, la tomé entre mis brazos y comencé a besarla, pero a besarla como un hambriento, como un hombre que lo está esperando desde hace tiempo.
"Ella se debatía y volvía la cabeza, aunque sin enfadarse demasiado, mientras no dejaba de repetir maquinalmente, según su costumbre:
"—Sinvergüenza, sinvergüenza, sin...!
"No pudo concluir la palabra, pues yo había conseguido alzarla y la arrastraba, estrechándola contra mí. En determinados momentos, uno se siente muy fuerte.
"Llegué a la cama y caí encima, sin soltarla.
"Efectivamente, se estaba allí muy bien y muy tibio.
"Una hora más tarde, la patrona se levantó para encender una nueva vela, pues la anterior se había consumido. Y al regresar a mi lado, mientras colocaba una pierna redonda y mórbida bajo las ropas, exclamó con voz mimosa, satisfecha y quizás agradecida:
"—¡Sinvergüenza, sinvergüenza! FIN