LA PRUEBA Guy de Maupassant

I
Un buen matrimonio, el de los esposos Blondel, aunque a veces regañasen. Discutían por motivos con fútiles, pero se reconciliaban en seguida.
Blondel, que había sido comerciante y se había retirado de sus negocios después de reunir una fortunita, que le permitía vivir de acuerdo con sus gustos sencillos, alquiló en Saint-Germain una casita con jardín y se acomodó en hasta ella con su señora.
Era hombre de temperamento sosegado, de ideas bien asentadas, de las que le costaba mucho trabajo apartarse. Poseía cierta instrucción y leía los periódicos seríos, aunque sabia apreciar el ingenio zumbón. Su fuerte era la razón, la lógica, el sentido práctico que distingue al industrioso burgués de Francia; discurría poco, pero certeramente, y no tomaba ninguna resolución que no estuviese precedida de consideraciones cuya infalibilidad le aseguraba su instinto.
Su estatura era mediana, el cabello entrecano, y los rasgos de su rostro denotaban distinción.
No carecía su señora de algunos defectos, a pesar de sus muchas cualidades, muy apreciables. Era de carácter arrebatado, de una franqueza de expresión que rayaba con la violencia, de una cabezonería que no se rendía a nada; y sus rencores contra las personas eran definitivos. Había sido guapa; pero, andando el tiempo, engordó con exceso, le salieron colores demasiado fuertes; pero con todo. pasaba en su barrio de Saint-Germain por una espléndida mujer, un ejemplar de hembra sana con cara de mal genio.
Sus peleas surgían casi siempre a la hora del desayuno, a propósito de cualquier discusión sin importancia, y su enojo duraba hasta la noche, y muchas veces el día siguiente. Una vida sencilla y tan limitada como la suya daba a sus preocupaciones más insignificantes un aire de trascendencia, y cualquier tema de conversación degeneraba en disputa. No les había ocurrido eso en otro tiempo, cuando los negocios ocupaban su atención, coincidían sus mutuas preocupaciones, mantenían apretados sus afectos, los enlazaban y mantenían juntos en la malla de una empresa y de un interés común.
Pero en Saint-Germain se trataba con menos gente. Tuvieron que rehacer su circulo de conocimientos, creándose, en un medio que les era extraño, una vida nueva, horra de actividades. Como consecuencia de la monotonía de aquellas horas siempre iguales, sus relaciones mutuas se agriaron; la dicha tranquila que habían esperado y anhelado con la holgura de medios materiales, no se veía por parte alguna.
Acababan de sentarse a la mesa cierta mañana del mes de junio, y Blondel preguntó de pronto:
—¿No conoces a la familia de la casita roja que hay al extremo de la calle del Berceau?
Se conoce que la señora Blondel se había levantado de malas, porque contestó:
—Sí y no; los conozco, pero no me interesa tratarme con ellos.
—¿Por qué? Parecen gente muy amable.
—Porque...
—Esta mañana me crucé con el marido, que estaba en la terraza, y hemos dado juntos un par de vueltas.
Dándose cuenta de que amenazaba tormenta, agregó Blondel:
—Fue él quien se me acercó y me habló el primero.
La mujer le miraba con desagrado, y exclamó:
—Hubiera sido mejor que pasases de largo.
—Pero ¿por qué?
—Porque se habla mucho de ellos.
—¿Qué habladurías corren?
—¡Qué habladurías! Pues las de siempre.
El señor Blondel cometió el error de mostrarse algo vivo:
—Querida amiga, ya sabes que los cuentos de la gente me inspiran verdadero horror. El solo hecho de que murmuren de una persona me la hace simpática. Te aseguro que yo tengo muy buen concepto de esa familia.
Ella le soltó, enfurecida, esta pregunta:
—También de la mujer, ¿verdad?
—Pues verás, de la mujer también, aunque apenas si he podido echarle una ojeada.
Y como tenían pocos temas de conversación, siguieron con aquél encarnizadamente, y la disputa se fue envenenando poco a poco.
La señora Blondel se obstinaba en no decir los chismes que corrían acerca de aquellos vecinos suyos, pero dejaba entrever que se trataba de cosas feas, sin concretar. Blondel se encogía de hombros, se burlaba, exasperando a su mujer. Esta acabó gritando:
—¡Pues bien! Que ese caballero es un cornudo; eso es lo que se dice.
El marido replicó, sin demostrar ninguna emoción:
—No veo yo en qué puede afectar eso a la honorabilidad de un hombre.
Ella se quedó estupefacta:
—¿Cómo? ¿Que tú no ves.... que tú no ves?... Esta si que es gorda... ¿De modo que a ti...? ¡Pero si es un escándalo público y está deshonrado de puro cornudo que es!
El contestó:
—¡Por ahí si que no paso! ¿De modo que porque a un hombre le engañen, porque le traicionen, porque le roben, ya queda deshonrado? ¡No y no! Pase que consideren deshonrada a la mujer; pero ¿al hombre?
—A él lo mismo que a ella. Están desacreditados y es una vergüenza pública.
Esto lo dijo cada vez más furiosa. Blondel le preguntó con mucha flema:
—Empecemos porque no sabemos si es verdad. ¿Quién puede afirmar semejante cosa mientras no se les haya cogido en flagrante delito?
La señora Blondel botaba en su asiento.
—¿Cómo que quién puede afirmarlo? ¡Todo el mundo. Todo el mundo! Si está a la vista como los ojos de la cara, de tan descarado como es el caso... Lo sabe todo el mundo, y lo repite todo el mundo. No cabe dudar. Está tan visto como una fiesta de gran rumbo.
El se sonreía irónicamente:
—También estuvo todo el mundo y durante largo tiempo seguro de que el sol daba vueltas alrededor de la tierra, y de otros muchos disparates que parecían cosas evidentes. Este caballero adora a su mujer; habla de ella con ternura, con veneración. Te digo que eso no es verdad.
Ella balbució, pataleando:
—¡Como que aún no se ha enterado ese imbécil, ese cretino, ese hombre sin honor!
Blondel no se enfadaba; aducía razones:
—¡Bueno, bueno! Ese caballero no es ningún idiota. Al contrario: El me ha dado la impresión de ser muy inteligente y avispado. No me harás creer que un hombre que tiene cabeza no se habría dado cuenta de lo que ocurre en su casa, cuando los vecinos, que no están dentro de ella, conocen el adulterio con todos sus detalles, porque seguramente que no se les ha escapado ninguno.
La señora Blondel se sintió acometida de un acceso de alegría, que consiguió irritar los nervios de su marido.
—¡Ajajá! ¡Si son todos iguales, todos, todos! ¡Como si hubiese en el mundo un solo hombre capaz de descubrirlo, como alguien no se lo ponga delante de las mismísimas narices!
La disputa iba tomando otros derroteros. Ella se lanzó de lleno a hablar de la ceguera de los maridos engañados, que el señor Blondel ponía en duda, y que ella afirmaba con aires de desprecio tan personales, que aquél acabó por molestarse.
Y entonces se enzarzaron en una disputa acalorada, en la que ella tomó partido por las mujeres y él defendió a los hombres.
El señor Blondel cometió la tontería de hacer esta afirmación:
—Pues yo te aseguro que, si me hubiese encontrado en un caso semejante, lo habría advertido, y sin tardar mucho. Y te habría quitado las ganas de volver a repetirlo de una manera tan radical, que habrías necesitado de más de un médico para levantarte de la cama.
Tales palabras despertaron la cólera de su mujer, y ésta le gritó en plena cara:
—¿Tú? ¿Tú? ¡Pero si eres tan estúpido como los demás! ¿Te has enterado?
Él volvió a insistir:
—Pues yo te juro que no.
Ella soltó una carcajada tan impertinente, que el señor Blondel sintió que el corazón le latía aceleradamente, y que se le ponía la carne de gallina.
Pero aún insistió por tercera vez:
—Yo me habría dado cuenta.
Su mujer se levantó, sin dejar de reírse con la misma intención, y exclamó:
—¡Esta es demasiado fuerte!
Y salió de la habitación dando un portazo.
II
Blondel se quedó solo y muy incómodo. Aquella risa insolente, provocadora, le había herido como un aguijón de mosca venenosa, cuyo pinchazo no se siente al pronto, pero que al rato produce un escozor insoportable.
Salió de casa, caminó, se forjó mil desvaríos. La soledad de su nueva vida le inclinaba a los pensamientos tristes, a ver las cosas negras. De repente, tropezó con el vecino aquel con quien se había encontrado por la mañana. Se dieron un apretón de manos y entablaron conversación. Después de tocar varios temas, recayó su charla en sus respectivas mujeres. Parecía que uno y otro quisiesen hacerse una confidencia, comunicarse un pensamiento indecible, confuso, doloroso, acerca de la naturaleza de aquel ser asociado a sus vidas: la mujer.
El vecino se expresaba así:
—Parece verdaderamente como si sintiesen a veces una especie de animosidad especial contra su marido, por el solo hecho de serlo. Yo quiero a mi mujer. La quiero mucho, la aprecio y la respeto. Pues bien: hay ocasiones en que parece mostrar más confianza y menos reservas con nuestros amigos que conmigo mismo.
Blondel pensó inmediatamente: "Ya está visto; mi mujer estaba en lo cierto."
Una vez que se quedó solo, reanudó sus meditaciones. Sentía dentro de su alma un revuelo sí, confuso de pensamientos contradictorios, una especie de hervor doloroso, y aún resonaba en sus oídos la risa impertinente, aquella risa irritada que parecía decir: "¡Pero si tú eres uno de tantos, imbécil!" Aquello había sido, desde luego, una provocación, una de las insolentes provocaciones de mujeres, que para herir y humillar al hombre contra el cual están irritadas son capaces de arriesgarlo todo.
De modo, pues, que aquel pobre hombre era por lo visto un marido engañado, como tantos otros. El mismo habla dicho tristemente: "Hay ocasiones en que parece mostrar más confianza y menos reservas con nuestros amigos que conmigo mismo." Así era como un marido —el ciego sentimiento que la ley llama un marido— expresaba sus juicios acerca de las especiales atenciones que su mujer dedicaba a otro hombre. No iba más allá. No veía nada más en ellas. Se parecía a todos los demás... ¡A los demás!
Y al recordar que su propia mujer, la suya, la señora Blondel, había reído de aquella manera tan extraña: "Tú también...,tú también ¡Qué desatinadas e imprudentes son las mujeres! Sólo por darse el gusto de provocar son capaces de introducir una sospecha como aquélla en el corazón de un hombre.
Fué remontando por el pasado de su vida en común, rebuscando entre sus pasadas amistades, por si con alguna de ellas dió señal de mayor confianza y menos reservas que con él. Tan tranquilo y seguro de ella y confiado fue siempre, que jamás había sospechado de nadie.
Sim embargo, ahora recordaba, que había tenido un amigo, amigo intimo, que por espacio de cerca de un año iba a cenar con ellos tres veces por semana, Tancret, el bueno de Tancret, el honrado Tancret, al que Blondel llegó o querer como a un hermano, y con el que seguía entrevistándose a espaldas de su mujer, desde que ésta se enojó con aquel simpático mozo, sin que supiese nunca el motivo.
Se detuvo, para meditar, escudriñando el pasado con ojos inquietos. Pero, de pronto, se revolvió contra sí mismo, contra aquella deshonrosa insinuación del yo desconfiado, del yo celoso, del yo maligno que todos nosotros llevamos dentro, Y se censuró por ello, se sintió culpable, se injurió, sin dejar por eso de acordarse de las visitas, de las maneras de aquel amigo a quien tanto apreciaba su mujer, y al que echó de casa sin razón aparente. Pero acudieron de improviso a su memoria otros recuerdos de rupturas de amistades muy parecidas a aquélla, y que fueron la consecuencia del carácter vengativo de la señora Blondel, que no perdonaba jamás una ofensa a su amor propio. Se echó a reír francamente de si mismo y de aquel sentimiento angustioso que había empezado a dominarle; recordó la expresión rencorosa que tomaba el rostro de su esposa siempre que él le decía al volver a casa:
"Me he encontrado con el bueno de Tancret, y me ha preguntado por ti." Esto le devolvió la tranquilidad.
Porque ella respondía siempre: "Cuando hables con ese caballerete puedes decirle que yo lo relevo de la obligación de ocuparse de mi." ¡Con qué cara de irritación, con qué cara feroz pronunciaba aquellas palabras! No cabía dudar, oyéndola, de que no perdonaba, de que no perdonaría jamás. ¿Cómo había podido sospechar él, ni por un segundo?... ¡Qué estupidez!
Pero bien: ¿y por qué se había enfadado ella de aquel modo? Jamás le había dado una explicación concreta de la desavenencia, ni del motivo de su rencor. Lo cierto es que le guardaba un rencor profundo, muy profundo... ¿Sería que...? ¡De ningún modo! De ningún modo! Blondel se dijo a si mismo que se envilecía dando pábulo a semejantes pensamientos.
Desde luego, se rebajaba, pero no podía dejar de pensar en ello, y acabó preguntándose con espanto si, una vez que había entrado en su espíritu aquella sospecha, arraigaría en su corazón como un gusano que le atormentaría siempre. Se conocía a si mismo; se dedicaría a rumiar aquello, como rumiaba en otro tiempo sus operaciones comerciales durante días y noches, interminablemente, sopesando el pro y el contra.
Ya empezaba a dar señales de excitación; caminaba con paso más vivo, perdía su calma. Es inútil luchar contra la idea. Es inexpugnable, nadie la arroja de donde ella se asienta, nadie la puede matar.
De improviso surgió en su imaginación un proyecto audaz, tan audaz que estuvo al principio dudando en si lo ejecutaría o no.
Siempre que se encontraba con Tancret, éste le pedía noticias de su señora, y Blondel le contestaba: "Sigue un poco enfadada." Y nada más... ¡Santo Dios, y hasta qué punto se había conducido él como un verdadero marido! ... ¡Quién sabe si...!
Tomaría el tren de Paris, Iría a casa de Tancret, lo traería con él aquella misma tarde, asegurándole que el misterioso resentimiento de su mujer había pasado ya. Pero ¿qué cara pondría su señora?... ¡Qué escena! ¡Qué furor! ¡Qué escándalo! ... Peor que peor... Así se vengaría de aquella risa suya y no se le escaparía la emoción de la verdad que se pintaría en sus rostros cuando se viesen de pronto frente a frente, sin que ella estuviese advertida de nada.
III
Se fue derecho a la estación, sacó el billete, subió al vagón; pero cuando el tren se puso en marcha y empezó a descender la cuesta del Pecq, sintió un poco de temor, le acometió algo de vértigo pensando en su audaz proyecto. Y para que no flaquease su resolución, se echase atrás, y acabase regresando a casa solo, hizo esfuerzos para no pensar más en el asunto, para distraerse con otras ideas, y llevar de hecho con ciega resolución lo que tenía decidido. Quiso evitar que trabajase su cerebro, y se dedicó durante todo el trayecto hasta Paris a canturrear trozos de música de opereta y de café —concert.
Así que se vio en las aceras que habían de conducirle a la casa de Tancret, le entraron ganas de detenerse. Se distrajo mirando algunos escaparates, se fijó en los precios de ciertos artículos, se interesó por algunas novedades, le apeteció tomar un bock, cosa que no entraba en sus costumbres. Finalmente, al verse ya cerca de la casa de su amigo, le pareció que se alegraría de no encontrarlo.
Ahora bien: Tancret estaba en casa, solo, y dedicado a la lectura. Se sorprendió al verlo, se levantó, y exclamó:
—¡Usted por aquí, Blondel!. ¡Me alegro de verlo!
Blondel, cohibido, contestó:
—Vine para despachar algunos asuntos, y he querido darle un apretón de manos.
—Es una atención que agradezco, una gran atención de parte suya. Especialmente porque ya hace algún tiempo que venia olvidándose del camino de mi casa.
¡Qué le vamos a hacer, amigo mío! Aunque uno no quiera, siempre sufre determinadas influencias, y como mi señora parecía resentida contra usted...
—¿Que parecía, dice usted?... No se anduvo con remilgos, y me echó de su casa.
—Pero ¿a santo de qué fue eso? no he llegado jamás a saberlo.
—¡Por nada! Por una verdadera tontería... que le llevé la contraria en una discusión.
—Y ¿sobre qué fue la discusión?
—Pues a propósito de una señora que tal vez conozca usted de nombre; la señora de Boutin, amiga de ella.
—¿Nada más que por eso? Pues verá usted; creo que mi señora ya no le guarda rencor, porque esta mañana me habló de usted en términos muy afectuosos.
Tancret no pudo reprimir un sobresalto, y quedó tan atónito que durante unos segundos no supo qué decir. Pero luego preguntó:
—¿De modo que le ha hablado de mí en términos afectuosos?
—Así es.
—¿No se equivocará usted?
—¡No lo he soñado, se lo aseguro!
—¿Y algo más?
—Algo más... que he querido aprovechar mi visita a Paris para decírselo, porque sabia que le agradaría.
—¡Naturalmente que me agrada... naturalmente que me agrada!
Blondel pareció titubear, pero agregó al cabo de un corto silencio:
—Como que se me ha ocurrido una idea... algo original.
—¿Qué idea?
—Llevármelo a cenar con nosotros esta noche.
Tancret, que era hombre de temperamento prudente, se mostró algo receloso al oír quella proposición.
—¿Cree usted? ¿Le parece posible? ¿No nos expondremos a que haya... sus más o sus menos?
—Le aseguro que no.
—Es que... ya sabe usted que su señora es muy rencorosa.
—Si que lo es; pero en este caso le aseguro que se le ha pasado. Y hasta tengo la seguridad de que le causará una gran satisfacción el volver a verlo, así, de improviso.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Pues bien: vamos allá, amigo mío. Por mi parte, me declaro encantado. Le aseguro que esta desavenencia me dolía muchísimo.
Cogidos del brazo, tomaron el camino de la estación de San Lázaro.
El viaje fue silencioso. Los dos parecían sumidos en profundas meditaciones. Sentados el uno frente al otro en el vagón, se miraban sin hablarse, pero cada cual observó que el otro estaba pálido.
Al bajar del tren, volvieron a cogerse del brazo, como para enfrentarse unidos contra un peligro. Después de una corta caminata, se detuvieron jadeantes delante de la casa de Blondel. Este hizo pasar a su amigo, le siguió hasta entrar al salón, llamó a la criada y le dijo:
—¿Está la señora en casa?
—Sí señor.
—Haga el favor de decirle que baje en seguida.
Y se quedaron esperando, arrellanados en los sillones, pero sacudidos los dos por el mismo impulso de escapar de allí antes que apareciese en el umbral de la puerta el personaje tan temido.
Se oyó un paso familiar a los dos, un paso firme de alguien que bajaba por la escalera. Una mano tocó el manillar de la cerradura, y los dos hombres vieron que giraba. La puerta se abrió de par en par. La señora Blondel se detuvo, para echar un vistazo antes de entrar.
Miró, pues; se puso colorada, se estremeció, retrocedió medio paso, se quedó inmóvil, apoyándose con las dos manos en ambos lados del marco de la puerta.
Entonces Tancret, que estaba pálido como si fuese a desmayarse, se puso en pie, dejando caer el sombrero, que rodó por el suelo; y al mismo tiempo balbució:
—Soy yo... Señora... Creí..., me atreví... Me dolía tanto...
Al ver que ella no contestaba, agregó:
—¿Me perdona usted?... ¿Verdad que sí?
Entonces ella, como arrebatada por un súbito impulso, avanzó hacia él con ambas manos extendidas; y cuando él las cogió entre las suyas, las estrechó y retuvo, ella le dijo con una voz tierna, lánguida y desfalleciente, que jamás había empleado con su marido:
—¡Querido amigo! ¡Estoy de veras satisfecha!
Blondel, que no les quitaba ojo, se sintió helado de la cabeza a los pies, como si lo hubiesen sumergido en un baño frío. FIN