LA ROCA DE LOS PÁJAROS BOBOS Guy de Maupassant

He aquí la estación de los pájaros-bobos.
Desde abril a fines de mayo, antes de que arriben los bañistas parisienses, aparece súbitamente, sobre la pequeña playa de Etretat, un grupo de viejos señores que calzan botas, vestidos con ropa de caza. Pasan cuatro o cinco días en el hotel Hauville, desaparecen, regresan tres semanas más tarde; luego, después de una nueva estancia, se van definitivamente.
Se presentan de nuevo a la primavera siguiente.
Son los últimos cazadores de pájaros-bobos, los que quedan de los antiguos, pues hace treinta o cuarenta años eran una veintena de fanáticos; ahora no son más que unos cuantos entusiastas tiradores.
El pájaro-bobo es un pájaro viajero muy raro, cuyas costumbres son muy extrañas. Habita casi todo el año los parajes de Terre-Neuve, las islas de Saint-Pierre y Miquelon, pero en la época del celo, una bandada de emigrantes atraviesa el océano y, todos los años, vienen a aovar y empollar en el mismo lugar, en la roca llamada de los Pájaros-bobos, cerca de Etretat. No se los encuentra más que allí, sólo allí. Siempre arriban, siempre son cazados, pero ellos regresan otra vez: volverán siempre. Tan pronto los pequeños han sido criados, parten, desaparecen por un año.
¿Por qué no van jamás a otra parte, no eligen algún otro punto de esa larga costa blanca y pareja que se extiende desde el Paso de Calais al Havre? ¿Qué primera emigración, qué tempestad lanzó quizá a sus padres, antaño, sobre esta roca? ¿Y por qué los hijos, los nietos, todos los descendientes de los primeros han regresado siempre?
No son muchos: un centenar, a lo sumo, como si sólo una familia tuviera esta tradición, cumpliera este peregrinaje anual.
Y cada primavera, desde el momento en que la pequeña tribu viajera se ha reinstalado en su roca, los mismos cazadores también reaparecen en el pueblo. Se los ha conocido jóvenes, antiguamente; ahora son viejos, pero fieles a la cita regular que se conserva desde hace treinta o cuarenta años.
No faltarían por nada del mundo.
Era una noche de abril de uno de los últimos años. Tres ancianos cazadores de pájaros-bobos acababan de llegar, pero faltaba uno, el señor d'Arnelles.
No había escrito a nadie, no había dado noticias. Sin embargo, no había muerto, como tantos otros: lo hubieran sabido. En fin, después de esperarlo, los recién llegados se sentaron a la mesa; la comida llegaba a su término, cuando un carruaje rodó en el patio del hotel, y en seguida el retrasado apareció.
Se sentó, alegre, frotándose las manos y comió con gran apetito; cuando uno de los comensales se sorprendió de que llevara levita, respondió tranquilamente: "No he tenido tiempo de cambiarme."
Se acostaron en cuanto hubieron comido, pues para sorprender a los pájaros, era necesario partir antes de que amaneciera.
No hay nada más hermoso que esta cacería, que este paseo matinal.
A las tres de la mañana, los marineros despiertan a los cazadores lanzando arena en las ventanas. En pocos minutos están prontos para descender a Le Perret. Aunque el crepúsculo todavía no ha empezado, las estrellas se ven algo pálidas; el mar hace resonar los guijarros; la brisa es tan fresca que uno siente escalofríos, a pesar de las gruesas ropas.
Pronto las dos barcas, empujadas por los hombres, resbalaron bruscamente sobre la pendiente de cantos rodados, con un sonido de tela que se desgarra; después, se balancean sobre las primeras olas. La vela marrón asciende al mástil, se infla un poco, palpita, oscila y combada, redonda como un vientre, impulsa los cascarones alquitranados hacia la gran puerta que se distingue vagamente aguas abajo en la sombra.
El cielo se ilumina; las tinieblas parecen fundirse; la costa asoma, todavía velada, la gran costa blanca, recta como una muralla.
Se atraviesa la Manne-Porte, bóveda enorme por la que pasaría un navío; se dobla la punta de la Courtine; he aquí el valle de Antifer, el cabo del mismo nombre, y en seguida se divisa una playa sobre la que cientos de gaviotas están posadas. Esta es la roca de los Pájaros-bobos.
Se trata simplemente de un pequeño relieve de la costa; y sobre las estrechas cornisas de la roca, aparecen las cabezas de los pájaros que observan las barcas.
Están allí, inmóviles, esperando, sin decidirse aún a partir. Algunos instalados en la orilla erguidos en forma de botella, parecen estar sentados sobre sus traseros, pues tienen las patas tan cortas que al caminar, dan la impresión de deslizarse sobre ruedas; para volar, no pudiendo tomar ímpetu, deben dejarse caer como piedras, y pasan casi rozando a los hombres que los acechan.
Los pájaros conocen su debilidad y el peligro en que están, pero no se deciden a huir rápidamente.
Pero los marineros se echan a gritar, baten la borda con los toletes de madera y los pájaros, llenos de temor, se lanzan uno a uno al vació, precipitándose a ras de las olas; después, batiendo las alas con golpes rápidos, huyen, huyen hacia alta mar, si una lluvia de perdigones no los arroja al agua.
Durante una hora se los persigue así, forzándolos a abandonar, uno tras otro, el lugar; a veces, las hembras que están empollando en los nidos, se resisten a partir, y reciben las sucesivas descargas que hacen saltar sobre la blanca roca las gotas de sangre rosada, hasta que el animal expira sin haber abandonado sus huevos.
El primer día, el señor d'Arnelles cazó con su ardor habitual; pero al regresar, a eso de las diez, bajo el alto sol radiante que lanzaba grandes triángulos de luz en las calas blancas de la costa, se mostró algo preocupado, pensativo incluso, contra su costumbre.
Cuando volvieron al pueblo, una especie de criado vestido de negro se le acercó, y le habló en voz baja. El pareció reflexionar; después dijo:
—No, mañana.
Y al otro día se reanudó la caza. El señor d'Arnelles, esta vez, erraba el tiro con frecuencia, y, sin embargo, los animales se dejaban caer casi al extremo del cañón del fusil. Sus amigos, riendo, le preguntaban si estaba enamorado, si algún problema secreto embargaba su corazón y su espíritu.
Por fin, él explicó:
—Sí, es cierto, debo partir en seguida, y eso me desagrada.
—¿Cómo, se va usted? ¿Y por qué?
—¡Oh! Hay un asunto que me requiere, no puedo tardar más.
Después se habló de otra cosa.
Terminado el desayuno, el criado de negro reapareció. El señor d'Arnelles ordenó enganchar; y el hombre estaba por salir cuando los otros tres cazadores intervinieron, insistieron, rogando y solicitando que su amigo permaneciera allí. Uno de ellos, al fin, preguntó:
—¿Es tan grave ese asunto? ¡No debe serlo, si ha esperado ya dos días!
El cazador, reflexionaba, perplejo, visiblemente dividido entre el placer y una obligación; se sentía desdichado y turbado.
Después de una larga meditación, murmuró, vacilante:
—Es que... es que... yo no estoy solo aquí; tengo conmigo a mi yerno.
Hubo gritos de exclamación:
—¿Vuestro yerno! Pero ¿dónde está?
Entonces, súbitamente, él pareció confuso y enrojeció.
—¡Cómo! ¿No lo saben?... El... está en la cochera. Está muerto.
Se hizo un silencio de estupefacción.
El señor d'Arnelles agregó, cada vez más turbado:
—Tuve la desgracia de perderlo; y, como conducía el cuerpo a mi casa, en Briseville, hice un pequeño rodeo para no faltar a nuestra cita. Pero como ustedes comprenderán, no puedo permanecer aquí por más tiempo.
Entonces, uno de los cazadores, más audaz, dijo:
—Sin embargo..., ya que está muerto..., me parece que puede esperar un día más.
Los otros dos no dudaron más:
—Es incontestable —dijeron.
El señor d'Arnelles pareció aliviado de un gran peso; sin embargo, todavía un poco inquieto, preguntó:
—Pero... francamente... ¿ustedes creen...?
Los otros tres, como un solo hombre, respondieron:
—¡Por Dios!, querido, dos días más o menos no importan en su estado.
Entonces, completamente tranquilo, el suegro se volvió hacia el enterrador:
—¡Pues bien, amigo mío: será para pasado mañana! FIN