LA SEÑORITA PERLA Guy de Maupassant

I
¡Qué extraordinaria idea había tenido, realmente, esa noche, de elegir por reina a la señorita Perla! Todos los años voy a celebrar Noche de Reyes a la casa de mi gran amigo Chantal. Mi padre, que era su camarada más íntimo, me llevaba allá cuando yo era un niño. He continuado y continuaré sin duda mientras yo viva y en tanto exista un Chantal en este mundo.
Los Chantal, por lo demás, llevan una existencia particular; viven en París como si vivieran en Grasse, Evetot, o Pont-un-Mousson.
Son dueños de una casa con jardín junto al observatorio. Viven allí como si estuvieran en provincia. De París, del verdadero París, no saben nada, no sospechan nada; ¡ellos están lejos, muy lejos! De vez en cuando, sin embargo, hacen un viaje, un largo viaje. La señora Chantal va a las grandes provisiones, como se dice en familia. He aquí como se hace el gran aprovisionamiento.
La señorita Perla, que tiene las llaves del armario de la cocina (porque los armarios de la ropa blanca son administrados por la propia señora dueña de casa), verifica si el azúcar está a punto de terminarse, si las conservas se han agotado y que no queda gran cosa en el fondo de la bolsa de café.
Así, en guardia contra la hambruna, la señora Chantal pasa la inspección a lo que queda, tomando notas en una libreta. Luego que ha anotado muchos números, se entrega, en primer lugar, a largos cálculos, y a continuación mantiene largas discusiones con la señorita Perla. Finalmente, sin embargo, se ponen de acuerdo y fijan la cantidad de cada cosa que se aprovisionarán para tres meses: azúcar, arroz, ciruelas, café, mermeladas, latas de arvejitas, de porotos, de mariscos, de pescado ahumado o salado, etc.
Después de lo cuál se fija el día de compras, van en un coche, un coche de dos pisos, a una gran tienda de comestibles al otro lado del río en los barrios nuevos.
La señora Chantal y la señorita Perla hacen este viaje juntas, misteriosamente, y vuelven a la hora de cenar, extenuadas aunque todavía excitadas, agitadas y apretujadas en el cupé, donde el techo está cubierto de paquetes y bolsas, como en un carro de mudanzas.
Para los Chantal toda la zona de París situada al otro lado del Sena está constituida por los barrios nuevos, barrios habitados por una población singular, ruidosa, poco honorable, que pasa los días en vicios y placeres, las noches en juerga, y que tira el dinero por las ventanas. De vez en cuando, sin embargo, llevan a las jóvenes hijas a la Opereta Cómica en el Teatro Francés, cuando la obra está recomendada en el periódico que lee el señor Chantal.
Las jóvenes tienen diecinueve y dieciséis años. Son dos hermosas muchachas, altas y saludables, muy bien educadas, demasiado bien educadas, que pasan inadvertidas como dos bonitas muñecas. Jamás tendría la idea de flirtear o cortejar a las señoritas Chantal. Apenas se atreve uno a hablarles, siendo ellas tan inmaculadas. Casi se teme ser mal educado al saludarlas.
En cuanto al padre, es un hombre encantador, muy culto, muy franco, muy amable, pero que ama ante todo el reposo, la calma, la tranquilidad, y ha contribuido poderosamente, así, a momificar su familia por vivir a su gusto en una inmovilidad paralizante. Lee mucho, charla con agrado, y se conmueve con facilidad. La ausencia de contactos y de no abrirse paso a codazos en el mundo ha hecho muy sensible y delicada su epidermis, su epidermis moral. La menor cosa lo conmueve, lo excita, y le hace sufrir.
Sin embargo, los Chantal tienen relaciones, pero relaciones restringidas, elegidas con cuidado en el vecindario. Intercambian también dos o tres visitas por año con parientes que viven lejos.
En cuanto a mí, voy a cenar a su casa el quince de agosto y el Día de Reyes. Es parte de mis deberes con la Comunión Pascual para los Católicos.
El 15 de agosto se invita a algunos amigos, pero en Reyes soy el único convidado extraño.

II
Así que, este año, como los anteriores, me invitaron a cenar a la casa de los Chantal para festejar Epifanía.
Según la costumbre, abracé al señor Chantal, a la señora Chantal y a la señorita Perla, e hice un gran saludo a las señoritas Luisa y Paulina. Me interrogaron sobre miles de cosas, sobre los acontecimientos en los paseos públicos, sobre la política, sobre lo que piensa la opinión pública de los negocios de Tonkin, y sobre nuestros parlamentarios. La señora Chantal, una señora gorda, cuyas ideas siempre me dan la impresión de ser cuadradas como baldosas, tenía la costumbre de emitir esta frase como conclusión a toda discusión política:
—Todo es mala semilla para más tarde.
¿Por qué siempre imaginé que las ideas de la señora Chantal eran cuadradas?. No sé; pero todo lo que ella dice toma esta forma en mi mente: un cuadrado, un cuadrado grande, con cuatro ángulos simétricos. Hay otras personas cuyas ideas siempre me parecen redondas y ruedan como unos aros. En cuanto empiezan una frase sobre cualquier cosa, ruedan, sin parar, saliendo diez, veinte, cincuenta ideas redondas, grandes y pequeñas, que yo veo correr una detrás de la otra, hasta el final del horizonte. Otras personas tienen también ideas puntiagudas…En fin, eso importa poco. Nos sentábamos a la mesa y la cena terminaba sin haber dicho nada excepcional.
Al postre se trae la Torta de Reyes. Todos los años el señor Chantal era el rey. Si esto era efecto de un azar continuado o una tradición familiar, yo no sé, pero él encontraba infaliblemente el frijol en su pedazo de pastel, y él proclamaba reina a la señora Chantal. Por consiguiente, me quedé estupefacto cuando sentí en un bocado de pastel algo tan duro que casi me hizo romper un diente. Saqué suavemente esta cosa de mi boca y vi que era una pequeña muñeca de porcelana, no más grande que una judía. La sorpresa me hizo exclamar:
—¡Ah!
Todos me miraban, y Chantal exclamaba aplaudiendo:
—¡Es Gastón! ¡Es Gastón! ¡Viva el rey! Viva el rey! —Todos repetían a coro—: ¡Viva el rey!
Me ruboricé hasta la punta de mis orejas, como me sucede a menudo sin razón, en situaciones que son un poco tontas. Permanecí con los ojos bajos, sujetando entre dos dedos esta semilla de porcelana, esforzándome a reír sin saber qué hacer o decir, cuando Chantal prosiguió:
—Ahora debe elegir una reina.
Entonces yo estaba aterrorizado. En un segundo mil pensamientos y suposiciones cruzaron mi mente. ¿Querían que yo escogiera una de las señoritas Chantal? ¿Era este un truco para hacerme decir cuál de ellas prefería? ¿Era una suave, ligera presión indirecta de los padres hacia un posible matrimonio? Las ideas de matrimonio rondan sin cesar en las casas con hijas casaderas, y toman todas las formas, todos los disfraces, y todos los medios. Un miedo atroz de comprometerme me invadió, y también una extrema timidez ante la actitud obstinadamente correcta y reservada de las señoritas Luisa y Paulina. Elegir a una de ellas en detrimento de la otra me parecía tan difícil como escoger entre dos gotas de agua. Y entonces el miedo de aventurarme en un asunto en que sería conducido al matrimonio a pesar mío, suavemente, por medios discretos e imperceptibles y también tranquilos, como este reinado intrascendente, me perturbaba horriblemente.
Pero, de repente, tuve una inspiración y le ofrecí a la señorita Perla la muñeca simbólica. Al principio todo el mundo se sorprendió, luego apreciaron sin duda mi delicadeza y discreción, porque aplaudieron furiosamente. Gritaban:
—¡Viva la reina!¡Viva la reina!
En cuanto a ella, la pobre solterona había perdido toda su serenidad; temblaba, tartamudeaba y balbucía:
—No... no… ¡Ah! No... yo no… por favor… yo no… por favor...
Entonces, por primera vez en mi vida, miré a la señorita Perla y me pregunté quién era ella. Estaba acostumbrado a verla en esta casa, así como uno ve los viejos sillones tapizados en los cuales ha estado sentándose desde la niñez sin fijarse nunca en ellos. Un día, sin saber por qué, tal vez un rayo de sol que cae sobre el sillón, y uno piensa de repente: Vaya, es muy interesante este mueble; y entonces descubre que la madera ha sido trabajada por un verdadero artista y que el tapiz es notable. Nunca me había fijado en la señorita Perla.
Era parte de la familia Chantal, eso era todo. ¿Pero cómo? ¿A título de qué?. Era una persona alta, delgada, que se esforzaba en pasar desapercibida, pero que no era apocada. Se le trataba amigablemente, mejor que a una ama de llaves, menos que a un pariente. Observé, de repente, una cantidad de matices que yo nunca había asociado hasta ahora.
La señora Chantal decía: "Perla". Las jóvenes: "señorita Perla", y Chantal sólo la llamaba "señorita", quizás con un aire de respeto mayor.
Me puse a observarla. ¿Qué edad tenía? ¿Cuarenta años? Sí, cuarenta años. No era vieja, era joven, pero ella se envejecía. Me sorprendí de repente por este hecho. Ella se peinaba, se vestía, se presentaba ridículamente, y a pesar de todo, no era en lo más mínimo ridícula, tanto que tenía una gracia simple, natural, una gracia velada, cuidadosamente escondida. ¡Qué extraordinaria criatura, verdaderamente! ¿Cómo no la había observado mejor? Se peinaba de una manera grotesca, con ricitos de solterona de lo más absurdos; bajo esta cabellera de virgen retocada, se veía una gran frente serena, atravesada por dos arrugas profundas, dos arrugas de larga tristeza, luego dos ojos azules, grandes y tiernos, tan tímidos, tan vergonzosos, tan humildes; dos bellos ojos que permanecían tan ingenuos, plenos de asombros infantiles, de sensaciones jóvenes y también de penas que habían entrado enterneciéndolos sin turbarlos.
Todo el rostro era fino y mesurado, uno de esos rostros que se extinguen sin haber sido usados o marchitados por las fatigas o las grandes emociones de la vida.
¡Que boca tan bonita¡¡Qué dientes tan bellos! Pero se podía decir que no se atrevía a sonreír.
Y, repentinamente, la comparé con la señora Chantal. Indudablemente la señorita Perla era mejor, cien veces mejor, más fina, más noble, más elegante.
Estaba estupefacto de mis observaciones. Sirvieron el champaña. Dirigí mi vaso a la reina bebiendo a su salud con un cumplido bien estudiado. Quiso, yo me di cuenta, esconder su cara detrás de la servilleta. Entonces, cuando mojaba sus labios en el vino transparente, todos gritamos:
—¡La reina bebe! ¡La reina bebe!
Ella se puso roja y se atragantó. Nos reímos; aprecié bien cuánto la amaban en esa casa.

III
En cuanto terminamos la cena Chantal me tomó por el brazo. Era la hora de su puro, una hora sagrada. Cuando estaba solo, salía a fumar a la calle; cuando había un invitado a cenar, subían a la sala de billar y fumaba mientras jugaba. Esa noche se había encendido la chimenea por ser Noche de Reyes; mi viejo amigo tomó su taco, uno muy fino, que lo frotó con tiza con gran cuidado; entonces dijo:
—¡Te toca, mi muchacho!
Me tuteaba, aunque yo tenía veinticinco años, pero él me había conocido desde niño.
Empecé el juego; hice algunas carambolas. Fallé algunas, pero como la imagen de la señorita Perla rondaba en mi cabeza, le pregunté de repente:
—¿A propósito, señor Chantal, la señorita Perla es pariente suyo?
Dejó de jugar, muy sorprendido, y me miró.
—¿Qué no sabes? ¿No conoces la historia de la señorita Perla?
—No
—¿Tu padre no te la contó nunca?
—No.
—¡Vaya, vaya, qué raro! ¡Realmente raro! Porque es toda una aventura.
Hizo una pausa, y luego continuó:
Y si supieras cómo es de especial que me preguntes hoy día, en Noche de Reyes.
—¿Por qué?
—¡Ah! ¿Por qué? Escucha. Sucedió hace cuarenta y un años, hoy día, el día de Epifanía. Nosotros vivíamos entonces en Rouy-le—Tors, en las fortificaciones; pero primero tengo que describirte la casa para que puedas entender bien. Rouy se construyó en una colina, o más bien sobre un promontorio que domina una vasta región de praderas. Nosotros teníamos una casa allí con un bello jardín colgante, sostenido en el aire por los viejos muros de las fortificaciones. La casa miraba hacia el pueblo y la calle, mientras el jardín dominaba la llanura. Había también una puerta de salida del jardín a la campiña, al final de una escalera secreta que descendía por dentro de los muros, como se encuentra en las novelas. Un camino pasaba delante de esta puerta que estaba provista de una campana grande, para que los campesinos, evitando un rodeo, entregaran por allí las provisiones.
¿Te imaginas bien los lugares, verdad? Bien, ese año, antes de Reyes, había estado nevando durante una semana. Uno podría decir que era el fin del mundo. Cuando fuimos a los baluartes para contemplar la llanura, sentimos frío en el alma. Esta inmensa región blanca, toda blanca y helada, brillaba como si estuviera barnizada. Se podría decir que el buen Dios había empaquetado la tierra para enviarla al granero de los mundos antiguos. Puedo asegurarte que era muy triste.
Vivíamos en familia en aquel tiempo, numerosa, muy numerosa: mi padre, mi madre, mi tío y mi tía, mis dos hermanos y mis cuatro primas; eran unas lindas niñitas. Me casé con la más joven. De toda esa muchedumbre, sólo hay tres sobrevivientes: mi mujer, yo y mi cuñada que vive en Marsella. ¡Cristo! Cómo desaparece una familia, me hace temblar cuando pienso. Yo tenía entonces quince años, y ahora cincuenta y seis.
Así, íbamos a celebrar Noche de Reyes, estábamos muy contentos, muy felices. Todos esperábamos la cena en el salón, cuando mi hermano mayor, Santiago, dijo:
—Hay un perro que aúlla en la llanura hace diez minutos, debe ser una pobre bestia perdida. No había terminado de hablar cuando la campana del jardín sonó. Tenía el sonido profundo de una campana de iglesia que hace pensar en los muertos. Todo el mundo se estremeció. Mi padre llamó al sirviente y le dijo que fuera a ver. Estábamos en completo silencio; pensábamos en la nieve que cubría toda la tierra. Cuando el hombre volvió, afirmó que no había visto nada. El perro se mantenía aullando sin cesar, y su aullido no cambiaba de lugar.
Nos sentamos a la mesa; pero estábamos un poco intranquilos, sobre todo los jóvenes. Todo anduvo bien hasta el asado, cuando la campana empezó a sonar de nuevo, tres veces continuadas, tres golpes pesados, largos, que hicieron vibrar hasta la punta de nuestros dedos y qué nos cortó el aliento violentamente. Sentados, mirándonos con el tenedor en el aire, todavía estábamos escuchando y sobrecogidos por una especie de miedo sobrenatural.
Mi madre por fin habló:
—Es extraño que hayan esperado tanto para volver a llamar. No vaya solo, Bautista, uno de estos señores lo acompañará.
Mi tío Francisco se levantó. Era una especie de Hércules, muy orgulloso de su fuerza, y no temía a nada en el mundo. Mi padre le dijo:
—Toma un arma. No se sabe qué puede ser. Pero mi tío sólo tomó un bastón y salió inmediatamente con el sirviente.
Nosotros continuábamos temblando de terror y angustia, sin comer, sin hablar. Mi padre intentó tranquilizarnos:
—Ya verán —dijo— que es algún mendigo o algún viajero perdido en la nieve. Después de llamar la primera vez, ya que la puerta no fue abierta inmediatamente, intentó encontrar su camino de nuevo, y como no fue posible, volvió a nuestra puerta.
La ausencia de nuestro tío pareció durar una hora. Él volvió, por fin, furioso, maldiciendo:
—Nada, nada en absoluto; es un bromista. Nada más que ese perro condenado que aúlla a cien metros del muro. Si yo hubiera llevado un fusil, lo habría matado para hacerle callar.
Volvimos a la cena, pero todos estábamos angustiados, sentíamos muy bien que esto no había terminado, que pasaría alguna cosa, que la campana, en cualquier momento, sonaría otra vez.
Y sonó justo en el momento de cortar el pastel de Reyes. Todos los hombres se levantaron al mismo tiempo. Mi tío Francisco, que había bebido champaña, afirmó con tanta fuerza que lo masacraría, que mi madre y mi tía se lanzaron sobre él para evitarlo. Mi padre, muy calmado y un poco desvalido (él cojeaba de una pierna desde que se había caído del caballo), dijo, a su vez, que él deseaba saber de qué se trataba y que él iría. Mis hermanos, de dieciocho y veinte años, corrieron a buscar sus fusiles; y como nadie se fijaba en mí yo cogí una carabina del jardín, disponiéndome también a acompañar la expedición.
Partimos inmediatamente. Mi padre y mi tío caminaban adelante con Bautista que portaba una linterna. Mis hermanos, Santiago y Pablo, les seguían, y yo iba detrás a pesar de los ruegos de mi madre, que estaba con su hermana y mis primas en el umbral de la puerta de la casa.
Había estado nevando de nuevo durante la última hora y los árboles estaban cargados. Los pinos estaban doblados bajo el pesado vestido pálido, parecían pirámides blancas, enormes panes de azúcar; apenas se percibían, a través de las cortinas grises de copos menudos y apresurados, los arbustos más pequeños, todos pálidos en la sombra. La nieve caía tan espesa que no veíamos a más de diez pasos de nosotros. Pero la linterna proyectaba una gran claridad delante de nosotros. Cuando empezamos a bajar la escalera de caracol del muro yo me asusté verdaderamente. Sentía como si alguien estuviera caminando detrás de mí, iba agarrarme por los hombros y llevarme, sentía un fuerte deseo de volver; pero, como tendría que volver a cruzar todo el jardín solo, no me atreví. Escuché abrir la puerta que daba al campo; mi tío empezó a jurar de nuevo:
—Por la gran... ¡Se ha ido de nuevo! ¡Si yo viera su sombra no se escaparía, el cerdo!
Era siniestro ver la llanura, o más bien sentirla delante de nosotros, porque no podíamos verla; podíamos ver sólo un velo espeso e interminable de nieve, en lo alto, en el suelo, al frente, al lado derecho, a la izquierda, por todas partes.
Mi tío continuó:
—Escuchen, de nuevo el perro aúlla; le enseñaré cómo disparo. Al menos algo ganaremos.
Pero mi padre que era de buen corazón, dijo:
—Será mucho mejor buscar a ese pobre animal que llora de hambre. Ladra por ayuda, pobre infeliz; llama como un hombre en peligro. Vamos por él.
Así nos pusimos en marcha a través de la cortina, a través de esta caída continua y espesa de nieve que llenaba la noche y el aire, que se agitaba, flotaba, caía y enfriaba la carne, derritiéndose. La enfriaba con una sensación ardiente, como un dolor penetrante y fugaz sobre la piel, a cada toque de los pequeños copos blancos.
Nos hundíamos hasta las rodillas en esa masa suave y fría; teníamos que levantar muy altas las piernas para caminar. A medida que avanzábamos, el aullido del perro se hacía más claro, más fuerte. Mi tío gritó:
—¡Aquí está!
Nos detuvimos para observarlo, como se debe hacer enfrente de un enemigo que se encuentra por la noche. Yo no veía nada, entonces me uní a los otros, y lo vi; era espantoso y fantástico ver ese perro, un perro negro grande, un perro pastor con pelo largo y la cabeza de un lobo, parado en sus cuatro patas, al final del largo sendero luminoso de la linterna sobre la nieve. No se movió; se calló; y nos miró.
Mi tío dijo:
—Es extraño, no avanza ni retrocede. Mejor le pego un tiro de fusil.
Mi padre contestó con voz firme:
—No, debemos agarrarlo.
Entonces mi hermano Santiago agregó:
—Pero no está solo. Hay algo a su lado.
Había una cosa detrás de él, en efecto, algo gris, imposible de distinguir. Reanudamos la marcha con precaución.
Cuando nos vio acercarnos el perro se sentó sobre sus cuartos traseros. No tenía un aire amenazante. Parecía, más bien, contento de haber llamado la atención de la gente.
Mi padre fue derecho a él y lo acarició. El perro lamió sus manos. Estaba amarrado a la rueda de un cochecito, una suerte de coche de juguete envuelto completamente en tres o cuatro mantas de lana. Levantamos la ropa con cuidado y cuando Bautista acercó su linterna al frente del pequeño vehículo que se parecía a una casa de perro rodante, vimos en él un bebé que dormía.
Quedamos tan sorprendidos que no podíamos decir palabra. Mi padre fue el primero en reaccionar, y como tenía un gran corazón y un alma un poco exaltada, extendió la mano sobre el techo del coche y dijo:
—Pobre expósito abandonado, tú serás nuestro —y ordenó a mi hermano Santiago que empujara delante de nosotros nuestro hallazgo.
Mi padre continuó, pensando en voz alta:
—Un niño, hijo del amor cuya pobre madre ha venido a tocar a mi puerta en esta noche de Epifanía en memoria del Niño de Dios.
Se detuvo y con toda su fuerza gritó cuatro veces, a través de la noche, hacia los cuatro rincones del cielo:
—Lo hemos encontrado
Luego, poniendo su mano en el hombro de su hermano, murmuró:
—¿Si hubieras disparado al perro, Francisco?
Mi tío no contestó, pero hizo en la sombra un gran signo de la cruz; era muy religioso a pesar de sus actitudes fanfarronas.
Se había soltado al perro y nosotros lo seguíamos.
¡Ah! Pero lo que fue digno de ver fue la vuelta a la casa. Al principio fue difícil subir el coche por la escalera de caracol del muro; pero tuvimos éxito para llevarlo rodando hasta el vestíbulo.
Qué excitada, contenta y sorprendida estaba mamá, y mis cuatro primas pequeñas (la más joven tenía sólo seis años); parecían cuatro gallinas alrededor de un nido. Finalmente sacamos al bebé del coche: aún dormía. Era una niña de seis semanas de edad, aproximadamente. Encontramos, en su ropa, diez mil francos en oro, sí, diez mil francos en oro, qué papá ahorró para su dote. Por consiguiente, no era un niño de gente pobre, pero, quizás, el niño de algún noble y una campesina del pueblo... o quizás... hicimos mil suposiciones y nunca supimos algo... ni una pista. El perro mismo no fue reconocido por nadie. Era un extraño en la comarca. De todos modos, la persona que tocó tres veces a nuestra puerta conocía bien a mis padres, para haberlos elegidos de ese modo.
Así es cómo la señorita Perla entró, a la edad de seis semanas, en la casa de los Chantal.
Sólo más tarde se le llamó señorita Perla. Fue bautizada al principio: "María, Simona, Clara". Clara más adelante le serviría como nombre de pila.
Puedo asegurarte que nuestra vuelta al comedor fue muy divertida, con la criatura despierta que miraba las personas y luces a su alrededor con ojos grandes, azules y curiosos.
Nos sentamos a la mesa y se repartió el pastel. Yo fui el rey, y tomé por reina a la señorita Perla, así como usted ahora. Ella no se dio cuenta, ese día, del honor que le hacíamos.
Así, la niña fue adoptada y criada en la familia. Ella creció, los años volaron. Era paciente, dulce y obediente. Todo el mundo la amaba tanto que la habrían mimado abominablemente si mi madre no lo hubiese impedido.
Mi madre era una mujer de disciplina y gran respeto a las distinciones jerárquicas. Consintió en tratar a la pequeña Clara como a sus propios hijos, pero trataba, no obstante, que la distancia que nos separaba fuera bien marcada y la situación bien establecida. Por consiguiente, en cuanto la niña pudo comprender, le hizo conocer su historia y le hizo penetrar, dulcemente, tiernamente, en la mente de la pequeña que, para los Chantal, ella era una hija adoptada, acogida, pero, no obstante, una extraña.
Clara entendió la situación con una inteligencia singular y con un instinto sorprendente; y supo tomar y guardar el lugar que le habían asignado, con tanto tacto, gracia y bondad que emocionaba a mi padre hasta hacerlo llorar.
Mi madre misma se emocionó tanto por la gratitud apasionada y la devoción un poco tímida de esta amable y tierna criatura que ella comenzó llamándola "mi hija". A veces, cuando la pequeña había hecho alguna cosa buena, mi madre levantaba sus lentes sobre su frente, algo que indicó siempre una emoción en ella, y repetía:
—Pero si es una perla, una verdadera perla esta niña.
Este nombre se quedó para la pequeña Clara y vino a ser y permaneció para nosotros como la señorita Perla.

IV
El señor Chantal se detuvo. Estaba sentado en el borde de la mesa de billar, los pies colgando, y manipulando una pelota con su mano izquierda, mientras con su derecha arrugaba un trapo que servía para borrar los puntos sobre la pizarra y que llamábamos "el trapo de la tiza". Un poco rojo, la voz sorda, hablaba consigo mismo, perdido en sus recuerdos, avanzando suavemente, a través de las cosas antiguas y los viejos sucesos que despertaron en su pensamiento. Cuando atravesamos caminando los antiguos jardines de la familia, donde fuimos criados y donde cada árbol, cada sendero, cada planta, cada seto puntiagudo, los laureles perfumados, los tejos cuyas semillas rojas y grasosas triturábamos entre los dedos, hacen surgir a cada paso un pequeño acontecimiento de nuestra vida pasada, uno de esos pequeños sucesos insignificantes y deliciosos que forman el fondo mismo, la trama de la existencia.
Yo estaba frente a él, apoyado contra la muralla, mis manos descansando en mi taco de billar ocioso.
Él continuó al cabo de un minuto:
—¡Jesús, qué bonita era ella a los dieciocho años... y graciosa... y perfecta... ¡Ah! ¡Hermosa... hermosa... hermosa y buena... y muy buena…una muchacha encantadora… Tenía los ojos… los ojos azules… transparente… claros… como yo nunca había visto parecidos… ¡Jamás!
Se calló nuevamente. Yo pregunté:
—¿Por qué nunca se casó?
Respondió, no a mí, sino a la palabra en pasado "casó".
—¿Por qué? ¿Por qué? No ha querido… nunca ha querido. Tenía, sin embargo, treinta mil francos de dote, y fue solicitada muchas veces… ella nunca ha querido. Parecía triste en aquella época. Eso era cuando yo me casé con mi prima, la pequeña Carlota, mi mujer, con quien estuve comprometido durante seis años.
—Miré al señor Chantal, y me pareció que yo penetraba en su alma, y que yo penetraba repentinamente en uno de esos humildes y crueles dramas de corazones honrados, de corazones sinceros, de corazones sin culpa, uno de esos dramas inconfesables, inexplorados, que la gente no sabe, incluso las propias silenciosas y resignadas víctimas. Una curiosidad precipitada me impelió de repente, y pronuncié:
—¿Es usted con quién debió casarse, señor Chantal?
Se estremeció, me miró y dijo:
—¿Yo? ¿Casarme con quién?
—La señorita Perla.
—¿Por qué?
—Porque usted la amaba más que a su prima.
Me miró fijamente con ojos extraños, redondos, espantados, luego tartamudeó:
—¿Yo la he amado... yo? ¿Cómo? ¿Quién te dijo eso?...
—Porque, cualquiera puede ver que… y es la misma causa por la que usted tardó tanto tiempo en desposar a su prima que había estado esperando durante seis años.
Dejó caer la pelota que tenía en la mano izquierda, y tomando a dos manos el trapo de la tiza, y cubriéndose la cara, comenzó a sollozar en él. Lloraba de una manera desconsolada y ridícula, como llora una esponja que se aprieta, por los ojos, la nariz y la boca al mismo tiempo. Tosía, escupía, se sonaba en el trapo de la tiza, se secaba los ojos, estornudaba; volvieron a fluir de nuevo las lágrimas por todas las arrugas de su cara, con un ruido de garganta que hacía pensar en gárgaras.
Yo me sentía asustado, avergonzado; quise correr lejos, y no supe qué decir, qué hacer, qué intentar.
De repente la voz de la señora Chantal resonó en la escala.
—¿Terminaron ya de fumar?
Abrí la puerta y grité:
—Sí, señora, ya bajamos.
Entonces me precipité hacia su marido, y tomándolo por los codos:
—Señor Chantal, mi amigo Chantal, escúcheme; su mujer nos está llamando; serénese, domínese rápido. Debemos bajar; cálmese. Tartamudeó:
—Sí... Sí... Yo voy... pobre muchacha... voy... dile que voy.
—Comenzó a limpiar cuidadosamente su cara con el trapo, que después de dos o tres años borrando la tiza de la pizarra, le dejó medio blanco y medio rojo la frente y la nariz, las mejillas y la barbilla pintarrajeados de tiza, sus ojos hinchados aún, llenos de lágrimas.
Lo tomé por las manos y lo arrastré a su dormitorio, mientras murmuraba:
—Le pido perdón, le pido mil perdones, señor Chantal, por haberle causado esta pena... pero... pero... yo no sabía... usted... usted entiende.
Apretó mi mano:
—Sí... sí... hay momentos difíciles...
Entonces sumergió la cara en su lavatorio. Cuando se levantó, no me pareció suficientemente presentable; pero ideé una estratagema. Como se angustiaba más mirándose en el espejo, le dije:
Todo lo que debe decir es que tiene una mota de polvo en el ojo y puede llorar delante de todos tanto como usted desee.
Bajó frotándose los ojos con su pañuelo. Todos se preocuparon; todos querían buscar la mota que no existía; y se contaron las historias de casos similares dónde había sido necesario llamar a un médico.
Me reuní junto a la señorita Perla y la miré, atormentado por una curiosidad abrasadora que devenía en sufrimiento. Ella debió ser muy bella en efecto, con sus dulces ojos, tan grandes, tan tranquilos, tan grandes que parecía que nunca los cerraba, como lo hacían los otros humanos. Su vestido era un poco ridículo, un verdadero vestido de solterona, que le sentaba mal sin parecer torpe.
Me parecía que veía dentro de ella, como hacía poco había visto el alma del señor Chantal; me di cuenta, de principio a fin, de esta vida humilde, simple y sacrificada. Pero una necesidad me vino a los labios, una necesidad irresistible de preguntarle, de saber si ella también lo había amado; si ella había sufrido, como él, este largo sufrimiento secreto, profundo, que no se ve, que no se sabe, que no se supone, pero que aparece en la noche, en la soledad del dormitorio oscuro. La miraba, y veía latir su corazón bajo su blusa bordada, y me pregunté si esta dulce cara inocente había llorado, cada noche, en la profundidad suave de la almohada, y sollozado, su cuerpo sacudido de sobresaltos, por la fiebre del lecho ardiente. Le dije en voz baja, como hacen los niños que rompen una joya para ver lo que hay dentro:
—Si usted hubiera visto llorar al señor Chantal hace un momento, le habría tenido lástima.
Ella se estremeció:
—¿Qué? ¿Estaba llorando?
—¡Ah! ¡Sí, estaba llorando!
—¿Y por qué?
Parecía muy conmovida. Yo le contesté:
—Por su culpa.
—¿Por mi culpa?
—Sí. Me contó cuánto la había amado en el pasado; y cuánto le había costado casarse con su prima en lugar de usted.
Su cara pálida pareció alargarse un poco; sus ojos que siempre permanecían abiertos, sus ojos tranquilos, se cerraron repentinamente tan rápido que pareció que se cerraban para siempre. Se resbaló de su silla al suelo, y se desplomó, suavemente, lentamente, como lo habría hecho una bufanda al caer. Yo grité:
—¡Socorro!¡Socorro! La señorita Perla se siente mal. La señora Chantal y sus hijas vinieron en su ayuda, y mientras ellas buscaban agua, una toalla y vinagre, tomé mi sombrero y me puse a salvo. Me alejé a grandes pasos, mi corazón agitado, mi conciencia llena de remordimientos y pesar. Y a veces también me sentía contento; sentía que había hecho algo loable y necesario.
Me preguntaba: "¿Hice mal?¿Hice bien?" Ellos tenían eso en su alma como se guarda una bala de plomo en una herida cerrada. ¿No serán ahora más felices? Era demasiado tarde para que recomenzaran su tortura y bastante temprano para que ellos se recordaran con ternura.
Y puede ser que una tarde de la próxima primavera, conmovidos por un rayo de la luna que cae sobre la hierba a sus pies, a través de las ramas, se tomarán y apretarán la mano en memoria de todo este sufrimiento opresivo y cruel. Y quizás también este corto contacto les puede infundir en sus venas un poco de esta emoción que no habían conocido, y dará a esas dos almas resucitadas, en un segundo, la rápida y divina sensación de esa embriaguez, de esa locura que da a los enamorados más felicidad, en un estremecimiento, del que pueden experimentar en toda su vida otros hombres. FIN