EL CONDE DE MONTECRISTO primera parte, capitulo III

Capítulo tercero; Los catalanes

A cien pasos del lugar en que los dos amigos, con los ojos fijos en el horizonte y el oído atento,
paladeaban el vino de Lamalgue, detrás de un promontorio desnudo y agostado por el sol y por el viento
nordeste, se encontraba el modesto barrio de los Catalanes.

Una colonia misteriosa abandonó en cierto tiempo España, yendo a establecerse en la lengua de tierra
en que permanece aún. Nadie supo de dónde venía, y hasta hablaba un dialecto desconocido. Uno de sus
jefes, el único que se hacía entender un poco en lengua provenzal, pidió a la municipalidad de Marsella
que les concediese aquel árido promontorio, en el coal, a fuer de marinos antiguos, acababan de dejar sus
barcos. Su petición les fue aceptada, y tres meses después aquellos gitanos del mar habían edificado un
pueblecito en torno a sus quince o veinte barcas.

Construido en el día de hoy de una manera extraña y pintoresca, medio árabe, medio española, es el
mismo que se ve hoy habitado por los descendientes de aquellos hombres que hasta conservan el idioma
de sus padres. Tres o cuatro siglos han pasado, y aún permanecen fieles al promontorio en que se dejaron
caer como una bandada de aves marinas. No sólo no se mezclan con la población de Marsella, sino que se
casan entre sí, conservando los hábitos y costumbres de la madre patria, del mismo modo que su idioma.

Es preciso que nuestros lectores nos sigan a través de la única calle de este pueblecito, y entren con
nosotros en una de aquellas casas, a cuyo exterior ha dado el sol el bello colorido de las hojas secas,
común a todos los edificios del país, y cuyo interior pule una capa de cal, esa tinta blanca, único adorno
de las posadas españolas.

Una bella joven de pelo negro como el ébano y ojos dulcísimos como los de la gacela, estaba de pie,
apoyada en una silla, oprimiendo entre sus dedos afilados una inocente rosa cuyas hojas arrancaba, y los
pedazos se veían ya esparcidos por el suelo. Sus brazos desnudos hasta el codo, brazos árabes, pero que
parecían modelados por los de la Venus de Arlés, temblaban con impaciencia febril, y golpeaba de tal
modo la tierra con su diminuto pie, que se entreveían las formas puras de su pierna, ceñida por una media
de algodón encarnado a cuadros azules.

A tres pasos de ella, sentado en una silla, balanceándose a compás y apoyando su codo en un mueble
antiguo, hallábase un mocetón de veinte a veintidós años que la miraba con un aire en que se traslucía
inquietud y despecho: sus miradas parecían interrogadoras; pero la mirada firme y fija de la joven le
dominaba enteramente.
-Vamos, Mercedes -decía el joven-, las pascuas se acercan, es el tiempo mejor para casarse. ¿No lo
crees?
-Ya lo dije cien veces lo que pensaba, Fernando, y en poco lo estimas, pues aún sigues preguntándome.
-Repítemelo, te lo suplico, repítemelo por centésima vez para que yo pueda creerlo. Dime que
desprecias mi amor, el amor que aprobaba lo madre. Haz que comprenda que te burlas de mi felicidad;
que mi vida o mi muerte no son nada para ti... ¡Ah, Dios mío, Dios mío!, haber soñado diez años con la
dicha de ser tu esposo, y perder esta esperanza, la única de mi vida.
-No soy yo por cierto quien ha alimentado en ti esa esperanza con mis coqueterías, Fernando
-respondió Mercedes-. Siempre lo he dicho: «Te amo como hermano; pero no exijas de mí otra cosa,
porque mi corazón pertenece a otro. ¿No lo he dicho siempre esto?
-Sí, ya lo sé, Mercedes -respondió Fernando-; hasta el horrible atractivo de la franqueza tienes
conmigo. Pero ¿olvidas que es ley sagrada entre los nuestros el casarse catalanes con catalanes?
-Te equivocas, Fernando, no es una ley, sino una costumbre; y, créeme, no debes de invocar esta
costumbre en lo favor. Has entrado en quintas. La libertad de que gozas la debes únicamente a la
tolerancia. De un momento a otro pueden reclamarte tus banderas, y una vez seas soldado, ¿qué harías de
mí, pobre huérfana, sin otra fortuna que una mísera cabaña casi arruinada y unas malas redes, herencia
única de mis padres? Hace un año que murió mi madre, y desde entonces, bien lo sabes, vivo casi a
expensas de la caridad pública. Tal vez me dices que lo soy útil, para partir conmigo tu pesca, y yo la
acepto, Fernando, porque eres hijo del hermano de mi padre, porque nos hemos criado juntos, y porque
además sé que lo disgustarías si la rehusase. Pero sé muy bien que ese pescado que yo vendo, y ese dinero
que me dan por él, y con el cual compro el estambre que luego hilo, no es más que una limosna, y como
tal la recibo.
-¿Y eso qué importa, Mercedes? Pobre y sola como vives, me convienes más que la hija del naviero
más rico de Marsella. Yo quiero una mujer honrada y hacendosa, y ninguna como tú posee esas
cualidades.
-Fernando -respondió Mercedes con un movimiento de cabeza-, no puede responder de ser siempre
honrada y hacendosa, la que ama a otro hombre que no sea su marido. Confórmate con mi amistad,
porque te repito que esto es todo lo que yo puedo prometerte. Yo no ofrezco sino lo que estoy segura de
poder dar.
-Sí, sí, ya lo comprendo -dijo Fernando-; soportas con resignación tu miseria, pero te asusta la mía.
Pero, oye, Mercedes, si me amas probaré fortuna y llegaré a ser rico. Puedo dejar el oficio de pescador;
puedo entrar de dependiente en alguna casa de comercio, y llegar a ser comerciante.
-Tú no puedes hacer nada de eso, Fernando. Eres soldado, y si permaneces en los Catalanes todavía es
porque no hay guerra; sigue con lo oficio de pescador, no hagas castillos en el aire, y confórmate con mi
amistad, pues no puedo dar otra cosa.
-Pues bien, tienes razón, Mercedes, me haré marinero, dejaré el trabajo de nuestros padres que tú tanto
desprecias, y me pondré un sombrero de suela, una camisa rayada y una chaqueta azul con anclas en los
botones. ¿No es así como hay que vestirse para agradarte?
-¿Qué quieres decir con eso? No lo comprendo...
-Quiero decir que no serías tan cruel conmigo, si no esperaras a uno que usa el traje consabido. Pero
quizás él no te es fiel, y aunque lo fuera, el mar no lo habrá sido con él.
-¡Fernando! -exclamó Mercedes-, ¡te creía bueno, pero me engañaba! Eso es prueba de mal corazón. Sí,
no te lo oculto, espero y amo a ese que dices, y si no volviese, en lugar de acusarle de inconstancia,
creería que ha muerto adorándome.

Fernando hizo un gesto de rabia.
-Adivino tus pensamientos, Fernando, querrás vengar en él los desdenes míos... querrás desafiarle...
Pero ¿qué conseguirás con esto? Perder mi amistad si eres vencido, ganar mi odio si vencedor. Créeme,
Fernando: no es batirse con un hombre el medio de agradar a la mujer que le ama. Convencido de que te
es imposible tenerme por esposa, no, Fernando, no lo harás, lo contentarás con que sea tu amiga y tu
hermana. Por otra parte -añadió con los ojos preñados de lágrimas-, tú lo has dicho hace poco, el mar es
pérfido: espera, Fernando, espera. Han pasado cuatro meses desde que partió... ¡cuatro meses, y durante
ellos he contado tantas tempestades!...

Permaneció Fernando impasible sin cuidarse de enjugar las lágrimas que resbalaban por las mejillas de
Mercedes, aunque a decir verdad, por cada una de aquellas lágrimas hubiera dado mil gotas de su
sangre..., pero aquellas lágrimas las derramaba por otro. Púsose en pie, dio una vuelta por la cabaña,
volvió, detúvose delante de Mercedes, y con una mirada sombría y los puños crispados exclamó:
-Mercedes, te lo repito, responde, ¿estás resuelta?
-¡Amo a Edmundo Dantés -dijo fríamente Mercedes-, y ningún otro que Edmundo será mi esposo!
-¿Y le amarás siempre?
-Hasta la muerte.

Fernando bajó la cabeza desalentado; exhaló un suspiro que más bien parecía un gemido, y levantando
de repente la cabeza y rechinando los dientes de cólera exclamó:
-Pero, ¿y si hubiese muerto?
-Si hubiese muerto... ¡Entonces yo también me moriría!
-¿Y si lo olvidase?
-¡Mercedes! -gritó una voz jovial y sonora desde fuera-. ¡Mercedes!
-¡Ah! -exclamó la joven sonrojándose de alegría y de amor-; bien ves que no me ha olvidado, pues ya
ha llegado.

Y lanzándose a la puerta la abrió exclamando:
-¡Aquí, Edmundo, aquí estoy!

Fernando, lívido y furioso, retrocedió como un caminante al ver una serpiente, cayendo anonadado
sobre una silla, mientras que Edmundo y Mercedes se abrazaban. El ardiente sol de Marsella penetrando a
través de la puerta, los inundaba de sus dorados reflejos. Nada veían en torno suyo: una inmensa felicidad
los separaba del mundo y solamente pronunciaban palabras entrecortadas que revelaban la alegría de su
corazón.

De pronto Edmundo vislumbró la cara sombría de Fernando, que se dibujaba en la sombra, pálida y
amenazadora, y quizá, sin que él mismo comprendiese la razón, el joven catalán tenía apoyada la mano
sobre el cuchillo que llevaba en la cintura.
-¡Ah! -dijo Edmundo frunciendo las cejas a su vez-; no había reparado en que somos tres.

Volviéndose en seguida a Mercedes:
-¿Quién es ese hombre? -le preguntó.
-Un hombre que será de aquí en adelante lo mejor amigo, Dantés, porque lo es mío, es mi primo, mi
hermano Fernando, es decir, el hombre a quien después de ti amo más en la tierra.
-Está bien -respondió Edmundo.

Y sin soltar a Mercedes, cuyas manos estrechaba con la izquierda, presentó con un movimiento
cordialísimo la diestra al catalán. Pero lejos de responder Fernando a este ademán amistoso, permaneció
mudo a inmóvil como una estatua. Entonces dirigió Edmundo miradas interrogadoras a Mercedes, que
estaba temblando, y al sombrío y amenazador catalán alternativamente. Estas miradas le revelaron todo el
misterio, y la cólera se apoderó de su corazón.
-Al darme tanta prisa en venir a vuestra casa, no creía encontrar en ella un enemigo.
-¡Un enemigo! -exclamó Mercedes dirigiendo una mirada de odio a su primo-; ¿un enemigo en mi
casa? A ser cierto, yo lo cogería del brazo y me iría a Marsella, abandonando esta casa para no volver a
pisar sus umbrales.

La mirada de Fernando centelleó.
-Y si te sucediese alguna desgracia, Edmundo mío -continuó con aquella calma implacable que daba a
conocer a Fernando cuán bien leía en su siniestra mente-, si te aconteciese alguna desgracia, treparía al
cabo del Morgión para arrojarme de cabeza contra las rocas.

Fernando se puso lívido.
-Pero te engañas, Edmundo -prosiguió Mercedes-. Aquí no hay enemigo alguno, sino mi primo
Fernando, que va a darte la mano como a su más íntimo amigo.

Y la joven fijó, al decir estas palabras, su imperiosa mirada en el catalán, quien, como fascinado por
ella, se acercó lentamente a Edmundo y le tendió la mano.

Su odio desaparecía ante el ascendiente de Mercedes. Pero apenas hubo tocado la mano de Edmundo,
conoció que había ya hecho todo lo que podía hacer, y se lanzó fuera de la casa.
-¡Oh! -exclamaba corriendo como un insensato, y mesándose los cabellos-. ¡Oh! ¿Quién me librará de
ese hombre? ¡Desgraciado de mí!
-¡Eh!, catalán, ¡eh! ¡Fernando! ¿Adónde vas? -dijo una voz.

El joven se detuvo para mirar en torno y vio a Caderousse sentado con Danglars bajo el emparrado.
-¡Eh! -le dijo Caderousse-. ¿Por qué no te acercas? ¿Tanta prisa tienes que no te queda tiempo para dar
los buenos días a tus amigos?
-Especialmente cuando tienen delante una botella casi llena -añadió Danglars.

Fernando miró a los dos hombres como atontado y sin responderles.
-Afligido parece -dijo Danglars tocando a Caderousse con la rodilla-. ¿Nos habremos engañado, y se
saldrá Dantés con su tema contra todas nuestras previsiones?
-¡Diantre! Es preciso averiguar esto -contestó Caderousse; y volviéndose hacia el joven le gritó-:
Catalán, ¿te decides?

Fernando enjugóse el sudor que corría por su frente, y entró a paso lento bajo el emparrado, cuya
sombra puso un tanto de calma en sus sentidos, y la frescura, vigor en sus cansados miembros.
-Buenos días: me habéis llamado, ¿verdad? -dijo desplomándose sobre uno de los bancos que rodeaban
la mesa.
-Corrías como loco, y temí que te arrojases al mar -respondió Caderousse riendo-. ¡Qué demonio! A los
amigos no solamente se les debe ofrecer un vaso de vino, sino también impedirles que se beban tres o
cuatro vasos de agua.

Fernando exhaló un suspiro que pareció un sollozo, y hundió la cabeza entre las manos.
-¡Hum! ¿Quieres que te hable con franqueza, Fernando? -dijo Caderousse, entablando la conversación
con esa brutalidad grosera de la gente del pueblo, que con la curiosidad olvidan toda clase de diplomacia-,
pues tienes todo el aire de un amante desdeñado.

Y acompañó esta broma con una estrepitosa carcajada.
-¡Bah! -replicó Danglars-; un muchacho como éste no ha nacido para ser desgraciado en amores: tú te
burlas, Caderousse.
-No-replicó éste-, fíjate, ¡qué suspiros!... Vamos, vamos, Fernando, levanta la cabeza y respóndenos.
No está bien que calles a las preguntas de quien se interesa por tu salud.
-Estoy bien -murmuró Fernando apretando los puños, aunque sin levantar la cabeza.
-¡Ah!, ya lo ves, Danglars -repuso Caderousse guiñando el ojo a su amigo-. Lo que pasa es esto: que
Fernando, catalán valiente, como todos los catalanes, y uno de los mejores pescadores de Marsella, está
enamorado de una linda muchacha llamada Mercedes; pero desgraciadamente, a lo que creo, la muchacha
ama por su parte al segundo de El Faraón; y como El Faraón ha entrado hoy mismo en el puerto... ¿Me
comprendes?
-Que me muera, si lo entiendo -respondió Danglars:
-El pobre Fernando habrá recibido el pasaporte.
-¡Y bien! ¿Qué más? -dijo Fernando levantando la cabeza y mirando a Caderousse como aquel que
busca en quién descargar su cólera-. Mercedes no depende de nadie, ¿no es así? ¿No puede amar a quien
se le antoje?
-¡Ah!, ¡si lo tomas de ese modo --lijo Caderousse-, eso es otra cosa! Yo te tenía por catalán. Me han
dicho que los catalanes no son hombres para dejarse vencer por un rival, y también me han asegurado que
Fernando, sobre todo, es temible en la venganza.
-Un enamorado nunca es temible -repuso Fernando sonriendo.
-¡Pobre muchacho! -replicó Danglars fingiendo compadecer al joven-. ¿Qué quieres? No esperaba, sin
duda, que volviese Dantés tan pronto. Quizá le creería muerto, quizás infiel, ¡quién sabe! Esas cosas son
tanto más sensibles cuanto que nos están sucediendo a cada paso.
-Seguramente que no dices más que la verdad -respondió Caderousse, que bebía al compás que
hablaba, y a quien el espumoso vino de Lamalgue comenzaba a hacer efecto-. Fernando no es el único
que siente la llegada de Dantés, ¿no es así, Danglars?
-Sí, y casi puedo asegurarte que eso le ha de traer alguna desgracia.
-Pero no importa -añadió Caderousse llenando un vaso de vino para el joven, y haciendo lo mismo por
duodécima vez con el suyo-; no importa, mientras tanto se casa con Mercedes, con la bella Mercedes... se
sale con la suya.

Durante este coloquio, Danglars observaba con mirada escudriñadora al joven. Las palabras de
Caderousse caían como plomo derretido sobre su corazón.
-¿Y cuándo es la boda? -preguntó.
-¡Oh!, todavía no ha sido fijada -murmuró Fernando.
-No, pero lo será -dijo Caderousse-; lo será tan cierto como que Dantés será capitán de El Faraón: ¿no
opinas tú lo mismo, Danglars?

Danglars se estremeció al oír esta salida inesperada, volviéndose a Caderousse, en cuya fisonomía
estudió a su vez si el golpe estaba premeditado; pero sólo leyó la envidia en aquel rostro casi trastornado
por la borrachera.
-¡Ea! -dijo llenando los vasos-. ¡Bebamos a la salud del capitán Edmundo Dantés, marido de la bella
catalana!

Caderousse llevó el vaso a sus labios con mano temblorosa, y lo apuró de un sorbo. Fernando tomó el
suyo y lo arrojó con furia al suelo.
-¡Vaya! -exclamó Caderousse-. ¿Qué es lo que veo allá abajo en dirección a los Catalanes? Mira,
Fernando, tú tienes mejores ojos que yo: me parece que empiezo a ver demasiado, y bien sabes que el
vino engaña mucho... Diríase que se trata de dos amantes que van agarrados de la mano... ¡Dios me
perdone! ¡No presumen que les estamos viendo, y mira cómo se abrazan!

Danglars no dejaba de observar a Fernando, cuyo rostro se contraía horriblemente.
-¡Calle! ¿Los conocéis, señor Fernando? -dijo.
-Sí -respondió éste con voz sorda-. ¡Son Edmundo y Mercedes!
-¡Digo! -exclamó Caderousse-. ¡Y yo no los conocía! ¡Dantés! ¡Muchacha! Venid aquí, y decidnos
cuándo es la boda, porque el testarudo de Fernando no nos lo quiere decir.
-¿Quieres callarte? --dijo Danglars, fingiendo detener a Caderousse, que tenaz como todos los que han
bebido mucho se disponía a interrumpirles-. Haz por tenerte en pie, y deja tranquilos a los enamorados.
Mira, mira a Fernando, y toma ejemplo de él.

Acaso éste, incitado por Danglars, como el toro por los toreros, iba al fin a arrojarse sobre su rival, pues
ya de pie tomaba una actitud siniestra, cuando Mercedes, risueña y gozosa, levantó su linda cabeza y
clavó en Fernando su brillante mirada. Entonces el catalán se acordó de que le había prometido morir si
Edmundo moría, y volvió a caer desesperado sobre su asiento.

Danglars miró sucesivamente a los dos hombres, el uno embrutecido por la embriaguez y el otro
dominado por los celos.
-¡Oh! Ningún partido sacaré de estos dos hombres -murmuró-, y casi tengo miedo de estar en su
compañía. Este bellaco se embriaga de vino, cuando sólo debía embriagarse de odio; el otro es un imbécil
que le acaban de quitar la novia en sus mismas narices, y se contenta solamente con llorar y quejarse
como un chiquillo. Sin embargo, tiene la mirada torva como los españoles, los sicilianos y los calabreses
que saben vengarse muy bien; tiene unos puños capaces de estrujar la cabeza de un buey tan pronto como
la cuchilla del carnicero... Decididamente el destino le favorece; se casará con Mercedes, será capitán y se
burlará de nosotros como no... (una sonrisa siniestra apareció en los labios de Danglars), como no tercie
yo en el asunto.
-¡Hola! -seguía llamando Caderousse a medio levantar de su asiento-. ¡Hola!, Edmundo, ¿no ves a los
amigos, o lo has vuelto ya tan orgulloso que no quieres siquiera dirigirles la palabra?
-No, mi querido Caderousse -respondió Dantés-; no soy orgulloso, sino feliz, y la felicidad ciega
algunas veces más que el orgullo.
-Enhorabuena, ya eso es decir algo -replicó Caderousse-. ¡Buenos días, señora Dantés!

Mercedes saludó gravemente.
-Todavía no es ése mi apellido -dijo-, y en mi país es de mal agüero algunas veces el llamar a las
muchachas con el nombre de su prometido antes que se casen. Llamadme Mercedes.
-Es menester perdonar a este buen vecino -añadió Dantés-. Falta tan poco tiempo...
-¿Conque, es decir, que la boda se efectuará pronto, señor Dantés? -dijo Danglars saludando a los dos
jóvenes.
-Lo más pronto que se pueda, señor Danglars: nos toman hoy los dichos en casa de mi padre, y mañana

o pasado mañana a más tardar será la comida de boda, aquí, en La Reserva; los amigos asistirán a ella; lo
que quiere decir que estáis invitados desde ahora, señor Danglars, y tú también, Caderousse.
-¿Y Fernando? -dijo Caderousse sonriendo con malicia-; ¿Fernando lo está también?
-El hermano de mi mujer lo es también mío -respondió Edmundo-, y con muchísima pena le veríamos
lejos de nosotros en semejante momento.

Fernando abrió la boca para contestar; pero la voz se apagó en sus labios y no pudo articular una sola
palabra.
-¡Hoy los dichos, mañana o pasado la boda!... ¡Diablo!, mucha prisa os dais, capitán.
-Danglars -repuso Edmundo sonriendo-, dígo lo que Mercedes decía hace poco a Caderousse: no me deis ese título que aún no poseo, que podría ser de mal agüero para mí.
-Dispensadme -respondió Danglars-. Decía, pues, que os dais demasiada prisa. ¡Qué diablo!, tiempo
sobra: El Faraón no se volverá a dar a la mar hasta dentro de tres meses.
-Siempre tiene uno prisa por ser feliz, señor Danglars; porque quien ha sufrido mucho, apenas puede
creer en la dicha. Pero no es sólo el egoísmo el que me hace obrar de esta manera; tengo que ir a París.
-¡Ah! ¿A París? ¿Y es la primera vez que vais allí, Dantés?
-Sí.
-Algún negocio, ¿no es así?
-No mío; es una comisión de nuestro pobre capitán Leclerc. Ya comprenderéis que esto es sagrado. Sin
embargo, tranquilizaos, no gastaré más tiempo que el de ida y vuelta.
-Sí, sí, ya entiendo -dijo Danglars. Y después añadió en voz sumamente baja-: A París... Sin duda, para
llevar alguna carta que el capitán le ha entregado. ¡Ah!, ¡diantre! Esa carta me acaba de sugerir una idea...
una excelente idea. ¡Ah! ¡Dantés!, amigo mío, aún no tienes el número 1 en el registro de El Faraón. -Y
volviéndose en seguida hacia Edmundo, que se alejaba:- ¡Buen viaje! -le gritó.
-Gracias -respondió Edmundo volviendo la cabeza, y acompañando este movimiento con cierto ademán
amistoso. Y los dos enamorados prosiguieron su camino, tranquilos y alborozados como dos ángeles que
se elevan al cielo.