EL CONDE DE MONTECRISTO primera parte, capitulo X

Capítulo diez: El gabinete de las Tullerías

Dejemos entretanto a Villefort camino de París, gracias a ir derramando dinero, y atravesando los dos o
tres salones que le preceden, penetremos en aquel gabinetito ovalado de las Tullerías, famoso por haber
sido la estancia favorita de Napoleón, de Luis XVIII y de Luis Felipe.

Sentado a una mesa, que procedía de Hartwel, y que por una de esas manías comunes a los altos
personajes tenía en particular estimación, el rey Luis XVIII escuchaba distraído a un hombre de cincuenta
a cincuenta y dos años, cabello cano y continente aristocrático y pulcro.

Sin dejar de escucharle iba haciendo anotaciones en el margen de un volumen de Horacio, de. la
edición de Griphins, que aunque incorrecta es la más estimada, y que se prestaba mucho a las sagaces
observaciones filosóficas del rey.
-¿Decíais, pues, caballero...? -murmuró el rey.
-Que estoy muy inquieto, señor.
-¿De veras? ¿Habéis visto acaso en sueños siete vacas gordas y siete flacas?
-No, señor, pues esto anunciaría solamente siete años de abundancia y otros siete de hambre, que con
un rey tan previsor como Vuestra Majestad no se deben de temer.
-Pues ¿qué otros cuidados os apenan, mi querido Blacas?
-Creo, señor, y lo creo fundamentalmente, que se va formando una tempestad hacia el lado del
Mediodía.
-Y bien, mí querido conde -respondió Luis XVIII-; os creo mal informado, y sé positivamente que hace
muy buen tiempo allá abajo.

Aunque hombre de talento, Luis XVIII gustaba a veces de burlarse.
-Señor -dijo el señor de Blacas-, aunque no fuese sino para tranquilizar a un fiel servidor, ¿no podría
Vuestra Majestad enviar al Languedoc, a la Provenza y al Delfinado hombres fíeles que informaran sobre
la situación política de aquellas tres provincias.
-Canimus surdis -respondió el rey, prosiguiendo en sus notas a Horacio.
-Señor -repuso el cortesano, sonriéndose para dar a entender que comprendía el hemistiquio del poeta
de Venusa-; señor, Vuestra Majestad puede confiar en el espíritu público reinante en Francia; pero yo
creo tener también mis razones para temer alguna tentativa desesperada.
-¿De quién?
-De Bonaparte, o por lo menos, de sus partidarios.
-Mí querido Blacas -dijo el rey-, vuestros temores no me dejan trabajar.
-Y vos, señor, con vivir tan tranquilo, me quitáis el sueño.
-Esperad, esperad. Se me ocurre una excelente nota acerca de aquello del Pastor cum traheret. Ya
continuaréis luego.

Hobo un momento de silencio, durante el cual Luis XVIII escribió con una letra todo lo microscópica
que pudo, una nota nueva al margen de su Horacio, y dijo luego, levantándose con la satisfacción del que
se imagina haber concebido una idea, cuando no ha hecho sino comentar las de otro:
-Proseguid, querido conde, proseguid.
-Señor -dijo Blacas, que por un momento abrigó la esperanza de explotar a Villefort en su favor-,
obligado me veo a deciros que no son simples rumores lo que sin fundamento me inquieta. Un hombre
merecedor de mi confianza, un hombre de saber, a quien he dado el encargo de vigilar el Mediodía (el
conde vaciló al pronunciar estas palabras), llega en posta en este mismo instante a decirme: «El rey está
amenazado de un gran peligro.» Por eso he venido a advertiros, señor.
-Mala ducis avi domum -continuó anotando Luis XVIII.
-¿Me ordena Vuestra Majestad que no insista en eso otra vez?
-No, mi querido conde, pero alargad la mano.
-¿Cuál?
-La que queráis..., ahí a la izquierda...
-¿Aquí, señor?
-Dígoos que a la izquierda y buscáis a la derecha... guise decir a mi izquierda. Hallaréis ahí un informe
del ministro de policía con fecha de ayer. Pero, ¡calla!, aquí aparece en persona el señor Dandré... ¿No
habéis dicho que era el señor Dandré? --exclamó Luis XVIII dirigiéndose al ujier, que en efecto acababa
de anunciar al ministro de la policía.
-Sí, señor, el barón de Dandré-repuso el ujier.
-Justamente -repuso Luis XVIII con imperceptible sonrisa-. Entrad, barón, entrad, y decid al duque lo
que sepáis más reáente del señor de Bonaparte. No disimuléis la gravedad de la situación, si la tiene, sea
lo que fuere... Veamos: ¿es en efecto la isla de Elba un volcán pronto a vomitar sobre nosotros las llamas
de la guerra: bella, horrida bella?

El señor Dandré pavoneóse con gracia, apoyando las manos en el respaldo de un sillón, y contestó:
-¿Se ha dignado Vuestra Majestad pasar los ojos por mi informe de ayer?
-Sí, sí, pero decídselo al conde, decidle lo que reza este informe, que no puede encontrar. Explicadle lo
que hace el usurpador en su isla.
-Señor -dijo el barón al conde-, todos los vasallos de Su Majestad deben de regocijarse con las noticias
que tenemos de la isla de Elba. Bonaparte...

Y el señor Dandré fijó los ojos en Luis XVIII, que, ocupado en escribir una nota, no levantó la cabeza.
-Bonaparte -continuó el barón- se aburre mucho, y pasa los días de sol a sol viendo trabajar a los
mineros de Porto-Longonne.
-Y se rasca para distraerse -añadió el monarca.
-¿Se rascal -preguntó el conde-; ¿qué quiere decir Vuestra Majestad?
-¿Olvidáis, mi querido conde, que ese coloso, ese héroe, ese semidiós sufre de una enfermedad cutánea
que le consume?
-Y hay más, señor conde -continuó el ministro de policía-: estamos casi seguros de que dentro de poco
tiempo estará loco,
-¿Loco?
-De remate: su cabeza se debilita. Tan pronto llora a mares como ríe a carcajadas. Otras veces se pasa
las horas muertas arrojando al agua piedrecitas, y al verlas rebotar en la superficie se queda tan satisfecho
como si hubiera ganado otro Marengo a otro Austerlitz. No me negaréis que éstos son síntomas de locura.
-O de sobrado juicio, señor barón -dijo Luis XVIII riendo-; arrojando piedrecitas a la mar se solazaban
los grandes capitanes del tiempo antiguo. Leed si no en Plutarco la vida de Escipión el Africano.

A la vista de estos dos hombres tan tranquilos, el señor de Blacas vaciló unos instantes; porque
Villefort no había querido decirle todo lo que sabía, sino lo que bastaba a alarmarle, para no perder todo
el valor de su secreto.
-Vamos, vamos, Dandré --dijo Luis XVIII-, Blacas aún no está convencido. Contadle la conversión del
usurpador.

El ministro de policía se inclinó.
-¿Conversión del usurpador? -murmuró el conde mirando al rey y a Dandré-. ¿El usurpador se ha
convertido?
-Del todo, querido conde.
-Pero ¿a qué?
-A los buenos principios. Vamos, explicádselo, barón.
-Escuchad, pues... -dijo el ministro con mucha gravedad-. Hace unos días, ha pasado Napoleón una
revista, en que dos o tres de sus viejos gruñones, como él los llama, manifestaron deseos de volver a
Francia, en lo que consintió exhortándoles a servir a su buen rey. Tales fueron sus propias palabras, señor
conde, lo sé de buena tinta.
-Y ahora, Blacas, ¿qué diréis? -exclamó el triunfante monarca dejando de compulsar el volumen que
tenía abierto delante de él.
-Digo, señor, que o el ministro de policía o yo nos equivocamos; peso como es imposible que el
equivocado sea él, que tiene el cargo de velar por Vuestra Majestad, es más probable que yo lo sea. No
obstante, señor, yo en lugar vuestro interrogaría por mí mismo a la persona que aludo; y por mi parte
insistiré en que siga Vuestra Majestad este consejo.
-Enhorabuena, conde. Presentádmelo y lo recibiré; pero con las armas en la mano. Señor ministro,
¿tenéis algún parte de fecha más moderna que éste, que es del 20 de febrero y estamos a 3 de marzo?
-No, señor; pero lo estaba esperando de un momento a otro, cuando salí esta mañana, y es posible que
haya llegado durante mi ausencia.
-Id, pues, a la prefectura, y si no ha llegado..., ejem..., ejem... -dijo riendo Luis XVIII-, inventad uno.
¿Sería la primera vez...? ¿Eh?
-¡Oh, señor! --dijo el ministro-, a Dios gracias, nada hay que inventar en cuanto a eso; porque todos los
días nos llueven denuncias, y muy detalladas, de infelices que creen hacer un servicio y esperan que se les
pague. La mayor parte ven visiones; pero esperan que la casualidad las convierta hoy o mañana en
realidad.
-Está bien, id, y tened en cuenta que os espero -dijo el rey Luis XVIII.
-No haré sino it y volver. Antes de diez minutos estoy de vuelta.
-Yo, señor, voy en busca de mi mensajero -dijo el señor de Blacag.
-Aguardad, aguardad un instante -respondió Luis XVIII-. A decir verdad, conde, debo cambiaros las
armas del escudo: pondréis desde ahora un águila volando con una presa entre sus garras que pugna en
vano por escapársele, y esta divisa: Tenax.
-Ya escucho, señor-dijo impaciente el señor de Blacas.
-Quería consultaros sobre este pasaje: Molli fugies anhelitu..., ya sabéis..., se trata del ciervo que huye
del lobo. ¿No sois cazador, y de lobos? Entonces, ¿qué os parece el molli anhelitu?
-¡Admirable, señor!, pero mi hombre es como el ciervo de que habláis. En tres días escasos ha recorrido
doscientas veinte leguas, en silla de posta.
-Buena tontería, cuando el telégrafo sin cansarse nada gasta tres o cuatro horas solamente.
-¡Ah, señor!, qué mal pagáis a ese pobre joven, que viene tan apresurado a dar a Vuestra Majestad un
aviso útil. Aunque no sea sino por el señor de Salvieux que me lo recomienda, os ruego que le recibáis
bien.
-¿El señor de Salvieux, el chambelán de mi hermano?
-El mismo.
-Está efectivamente en Marsella.
-Desde allí me ha escrito,
-¿Os habla también de esa conspiración?
-No; pero me recomienda al señor de Villefort, encargándome que le traiga a la presencia de Vuestra
Majestad.
-¡El señor de Villefort! -exclamó el rey-. ¿Ese mensajero es el señor de Villefort?
-Sí, señor.
-¿Y es el que viene de Marsella?
-En persona.
-¿Por qué no me dijisteis su nombre desde un principio? -exclamó el rey, cuyo semblante reflejó de
repente cierto aire de inquietud.
-Creía que os era desconocido.
-No, no, Blacas; es un hombre de talento, de miras elevadas y sobre todo ambicioso. Me parece que vos
conocéis de nombre a su padre.
-¿A su padre?
-Sí, a Noirtier.
-¿Noirtier, el girondino? ¿Noirtier, el senador?
-Exacto.
-¡Y Vuestra Majestad emplea al hijo de semejante hombre!
-Blacas, amigo mío, vos no sabéis vivir. ¿No os dije que Villefort es ambicioso? Por medrar sacrificará
hasta a su padre.
-Conque ¿le traigo?
-En seguida, en seguida... ¿Dónde está?
-Debe de esperarme abajo, en su carruaje.
-Id a buscarle.
-Voy en seguida.

El conde salió de la cámara con la rapidez de un joven, porque su sincero realismo le prestaba el ardor
propio de los veinte años, y se quedó Luis XVIII solo, volviendo a hojear el libro entreabierto y murmurando:

Justum et tenacem propositi virum.

Con la misma rapidez volvió el señor de Blacas; pero en la antecámara se vio obligado a invocar la
autoridad del rey, porque el traje empolvado y no conforme a la etiqueta de Villefort alarmó al señor de
Brezé, que no comprendía cómo un hombre pudiera atreverse a presentarse al rey de aquella manera.

Pero el conde allanó todos los obstáculos con esta sola frase: Por orden de Su Majestad; y a pesar de
cuantas reflexiones hizo el maestro de ceremonias, penetró Villefort en la cámara regia.

El rey se hallaba sentado donde le dejara Blacas, por lo que al abrir la puerta Villefort hallóse frente a
frente del monarca. En el primer momento, el joven magistrado se detuvo, titubeando.
-Entrad, señor de Villefort -le dijo el rey-, entrad.

Saludó el sustituto adelantándose algunos pasos y esperando que le interrogaran.
-Señor de Villefort -continuó Luis XVIII-, asegura el señor de Blacas que tenéis que hacernos
importantes revèlaciones.
-Señor, el conde tiene razón, y espero que Vuestra Majestad se la dará también por su parte.
-Pero, ante todo, decidme, ¿es en vuestra opinión el mal tan grave como me lo quieren hacer creer?
-Señor, yo lo creo gravísimo, pero no irreparable, merced a mis precauciones. Así lo espero.
-Hablad, hablad todo lo que queráis, caballero -dijo el rey, que empezaba a contagiarse del temor del
señor Blacas y del que revelaba también la voz de Villefort-; hablad y, sobre todo, comenzad por el
principio, porque me gusta el orden en todas las cosas.
-Señor -dijo Villefort-, haré a Vuestra Majestad una relación muy fiel del asunto; pero suplicándole de
paso que disculpe la oscuridad que acaso ponga en mis palabras mi presente turbación.

Una mirada del rey después de este exordio insinuante, aseguró a Villefort de que se le escuchaba con
benevolencia.
-Señor -continuó-, he venido a París con toda la celeridad posible, a anunciar a Vuestra Majestad que
en el ejercicio de mis funciones he descubierto, no una de esas conspiraciones vulgares a insignificantes,
como las que se urden todos los días, así por el ejército como por las gentes del pueblo, sino una
verdadera conspiración que amenaza nada menos que al trono de Vuestra Majestad. Señor, el usurpador
se ocupa en armar tres navíos: medita un proyecto, insensato quizá, pero por esto mismo, terrible. En
estos momentos debe de

haber salido de la isla de Elba, ignoro en qué dirección, pero seguramente intentará un desembarco en
Nápoles, en las costas de Toscana, o quizás en nuestro mismo suelo. Vuestra Majestad no ignora que el
soberano de la isla de Elba mantiene aún relaciones con Italia y con Francia.
-Sí, lo sé, caballero -dijo el rey muy conmovido-, y hace poco nos avisaron de que en la calle de
Santiago se efectuaban reuniones bonapartistas. Pero continuad, os lo ruego. ¿Cómo obtuvisteis esas
noticias?
-Son el resultado de un interrogatorio que hice a un hombre de Marsella a quien de mucho tiempo atrás
vigilaba. Le hice prender el mismo día de mi marcha. Aquel hombre, marino revoltoso, y bonapartista
acérrimo, ha ido a la isla de Elba secretamente, donde el gran mariscal le encargó una misión verbal para
cierto bonapartista de París, cuyo nombre no he podido arrancarle: esta misión se reducía a encargar al
bonapartista que preparase los ánimos a una restauración (tened presente, señor, que copio el
interrogatorio), restauración que no puede menos de estar próxima.
-¿Y qué ha sido de ese hombre? -preguntó Luis XVIII.
-Está preso, señor.
-Así, pues, ¿os parece tan grave el asunto?
-Tan grave, señor, que la primera noticia me sorprendió en una fiesta de familia, el día de mi boda, y lo
he abandonado todo en el mismo momento para venir a demostrar a Vuestra Majestad mis temores y mi
adhesión.
-Es cierto -dijo Luis XVIII-. ¿No existía un proyecto de matrimonio entre vos y la señorita de
Saint-Meran?
-Hija de uno de los más fieles servidores de Vuestra Majestad.
-Sí, sí; pero volvamos a ese complot, señor de Villefort.
-Temo que sea más que un complot, una conspiración.
-Una conspiración en estos tiempos -repuso sonriendo Luis XVIII-, es cosa muy fácil de proyectar,
pero difícil de llevar a cabo, porque restablecidos como quien dice ayer en el trono de nuestros abuelos,
estamos amaestrados por el presente, por el pasado y para el porvenir. De diez meses a esta parte redoblan
mis ministros su vigilancia en el litoral del Mediterráneo. Si desembarcara Napoleón en Nápoles, antes de
que llegase a Piombino, se levantarían en masa los pueblos coaligados; si desembarca en Toscana, aquel
país es su enemigo; si en Francia, ¿quién le seguiría?: un puñado de hombres, y fácilmente le haríamos
desistir de su intento, mayormente cuando tanto le aborrece el pueblo. Tranquilizaos pues, caballero; mas
no por eso estéis menos seguro de nuestra real gratitud.
-Aquí está el señor barón de Dandré -exclamó en esto el conde de Blacas.

En efecto, en este mismo instante asomaba en la puerta el ministro de policía, pálido y tembloroso: sus
miradas vacilaban como si estuviese a punto de desmayarse.

Villefort dio un paso para salir; pero le retuvo un apretón de manos del señor de Blacas.